8 de agosto
Fuimos a Cochabamba y Ramiro se volvió para Argentina. Después con Mario pasamos por Aiquile donde él se compró un charango.
Unos días después fuimos a Samaipata y, como la entrada a las ruinas nos pareció que tenía precio para gringo, nos colamos saltando algunos alambres de púa.
Después fuimos al Parque Nacional Amboró, averiguando por nuestra cuenta. No había nadie. Tampoco vimos a los osos andinos que dicen que andan por ahí. Acampamos en el bosque de los helechos gigantes.
Al día siguiente caminamos por un sendero en la selva, que habíamos visto en un mapa. Lo tuvimos que reabrir a machete; se notaba que hacía tiempo que nadie pasaba y ya estaba bastante cerrado y difícil de seguir. Fuimos adivinando un poco y siguiendo viejas marcas de machetazos. Cuando perdíamos el rastro, Mario se desviaba a la izquierda y yo a la derecha, apartando plantas hasta que alguno reencontraba la picada y pegaba un grito. Fuimos dejando señales para volver por el mismo lugar si era necesario. Pero no, después de dos horas logramos dar toda la vuelta.
Al día siguiente continuamos a Santa Cruz de la Sierra. De ahí Mario se volvió a Argentina y yo seguí hacia Paraguay. Fue un viaje duro, con calor y tragando polvo. En el control de aduana paraguayo volaba muchísima tierra. Estábamos en el medio del chaco. Eso solamente lo sabía por los mapas, porque a nuestro alrededor no se veía nada, solo polvo. Cuando pusieron nuestras mochilas en el suelo, trajeron un perro para olfatearlas. De tanta tierra que volaba, yo apenas podía ver al policía que me interrogaba, y casi nada al perro, que vaya a saber que cosa lejana estaría oliendo en esa tormenta de polvo. Al policía tampoco lo podía escuchar bien. Lo que más escuchaba era el ruido del viento en mis orejas y el crujir de la tierra en mis dientes.
Más tarde en el bus, pedí que me bajen en el cruce a Filadelfia, y tuve que hacer a dedo los quince kilómetros que me faltaban por la ruta de entrada.
Había leído que el chaco paraguayo ocupa la mitad de todo el país y que Filadelfia es una colonia menonita y prácticamente el único pueblo en toda la región. Ahí vi que la mayoría de los pobladores son rubios de ojos celestes. En general, los rubios hablan un alemán raro y los morenos un español raro. Yo tenía curiosidad por conocer estos menonitas, después de haber visto a los de Belice; pero en este caso me pareció que no tenían nada que ver. Después una señora enorme y rubia, que cuidaba un museo, me explicó. Me contó que ella también conoció a los menonitas de Belice y que son dos ramas diferentes que se separaron desde el principio: los que se fueron abriendo al mundo y los que se fueron cerrando. Ella se reía de sus pares de Belice, que seguían viajando en carros tirados a caballo (acá en Filadelfia lo más común son las camionetas 4×4 blancas con vidrios polarizados).
Entonces estuve ahí paseando por lugares que de a ratos me parecían Europa y de a ratos no. Y por calles anchísimas, llenas de sol y con sus mazanas de 400 por 200 metros. «Ahí, a cuatro cuadras» me dijeron en un momento y tuve que caminar un kilómetro y medio sin que me hayan faltado a la verdad.
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4 Comments
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Uy, Juli, si el charango está bueno traete uno pa los pahos!
¿Y las fotos de la Europa paraguaya?… es que una se pone exigente de leer tan buenas aventuras!
Besito Juli.
Bonpi, haber avisado antes, Aiquile es la capital del charango y nosotros nos fuimos a una comunidad en las afueras donde los fabrican los indios. Mario lo consiguió a 300 pe. Tenía que haber traído uno yo también.
Gracias Vicky. A veces me cuelgo con las fotos, me voy a fijar si tengo alguna de la Europa paraguaya y la subo 🙂