Ya hacía un año y medio que habíamos salido de Buenos Aires. Llegamos hasta Panamá y ahora estábamos volviendo.
Primero estuvimos unos días en Cartagena en un hotel barato, caluroso e infestado de mosquitos. Ahí fue que me contagié dengue. Fueron doce días de fiebres muy altas. Carmen y Gonzalo también se contagiaron. Vane no, tal vez sea inmune a la cepa local, en todo caso ella es inmune a muchas cosas.
Antes de que supiéramos que tres de nosotros teníamos dengue tomamos un bus afiebrado y seguimos viaje hasta Palomino. Ahí fue la peor parte de la enfermedad. Tuve nauseas, vi formas geométricas coloridas con los ojos cerrados, me invadieron sueños delirantes y hasta me sangraron las encías. Esto último tal vez fuera por las pastillas: como al principio no sabía que tenía dengue, estuve tomando ibuprofeno y eso no es bueno porque los antiinflamatorios no esteroideos perjudican las hemorragias espontaneas, hay que tomar paracetamol (que resulta más fácil de conseguir cuando te enterás de que allá no lo llaman paracetamol sino acetaminofén).
Como no viajamos con seguro médico tuve que aguantar las peores horas sumergido en mi hamaca. Me sentía aplastado por un camión.
Vane se salvó del dengue pero en Palomino se contagió la cariñosa Larva migrans, un gusano nematodo que una vez dentro del cuerpo comienza a migrar lentamente por debajo de la piel. Como los remedios para curar la migración larvaria cutánea son muy fuertes, ella no quiso tomarlos y entonces se llevó el gusano de paseo por varios países. Era solo aguantar una picazón más.
En esos días Carmen y Gonzalo tuvieron que volver a España. También era el final de un largo viaje. Lo terminaban a pura fiebre pero contentos. Prometimos volver a vernos en algún lugar del mundo.
Cuando la enfermedad parecía remitir (aunque aún seguía sintiéndome débil) nos trasladamos a la Guajira, ya muy cerca de Venezuela. Fuimos a Cabo de la Vela y, de alguna forma, parecía que no queríamos volver. De hecho ese era el punto más septentrional del viaje (16°23’39″S, 65°56’45″W).
La Guajira es un lugar lejano, notablemente particular y muy recomendable. Es Caribe, desierto, indígenas Wayuu, eso.
Yo seguía muy débil.
Y Vane me acompañaba.
Después intentamos entrar a Venezuela pero, debido al caos fronterizo y a mi debilidad aún persistente, decidimos regresar hacia el sudoeste y continuar la vuelta por las montañas. Primero viajamos en bus a Medellín, luego seguimos a dedo hacia Ecuador y, en un par de días, ya estábamos en Ibarra en la nueva casa de nuestros amigos Tati y Javico de Caminando por el globo. Hacía tiempo que quería conocer Ibarra, o más precisamente La Esperanza, un pueblito a unos siete kilómetros al sur de la ciudad. O aún más precisamente, a doña Aida.
En Ecuador existe la creencia de que Bob Dylan estuvo comiendo hongos mágicos en La Esperanza, Imbabura, en los años ’70. Yo siempre pensé que era mito, pero entonces conocimos a Aida, la dueña del hostal donde se supone que la estrella de rock estuvo mirándose los parpados. Es una encantador abuelita de más de 80 años. Nos invitó a pasar a su casa y charlamos agradablemente durante un buen rato. A pesar de que la historia de Dylan tiene todos los números para considerarse un mito, al escucharla en boca de Aida, con su humildad, su sencillez y su encanto natural, yo, que soy un gran escéptico, he cambiado de idea: por lo pronto la historia ahora me suena al menos verosímil. Se puede escuchar la charla en este audio que es largo y tiene poco volumen pero es muy agradable:
Ya no hay muchos hongos en La Esperanza, ahora hay más pavimento y menos vacas.
Pero donde sí hay una gran cantidad de hongos mágicos en Ecuador es en Girón y ahí fuimos. Aunque esta vez no encontramos por ser temporada seca. De todos modos el pueblo, sus senderos y la cascada son psicodélicos por sí mismos.
Y a falta de hongos encontramos frambuesas.
Luego, nuestro paso por Perú fue rápido.
Lo más agradable fue disfrutar unos días en Huanchaco con nuestros amigos Maru y Juan de Una realidad aparte. Ellos se fabricaron su propio hogar rodante y van rumbo a Alaska. Ahora acaban de lograr el cruce del Darién y andan por Panamá.
Por Desaguadero fue que cruzamos a nuestra querida (y ahora muy convulsionada) Bolivia.
Estuvimos unos días en La Paz alojándonos en el barato y muy recomendable Hostal Canoa.
Y otra cosa recomendable en La Paz es la feria de ropa de segunda mano de El Alto. Se arma los jueves y se accede por el teleférico. Aunque, en estos días violentos, calculo que debe estar suspendida.
Luego bajamos del Altiplano hasta la selva de montaña de Villa Tunari en el Chapare cocalero, en el borde de la cuenca amazónica. Ya hemos ido varias veces por ahí. No es muy conocido por el turismo internacional y tiene lugares excelentes, que no son fáciles de encontrar, van apareciendo después de mucho caminar.
También hay hongos mágicos en la zona.
Y hongos culinarios.
Y una infinidad de escondidas plantaciones de coca.
Y monos araña salvajes pero muy acostumbrados a la gente, que aparecen si uno espera con paciencia en el Parque Machía.
Y otros animales no tan fotogénicos.
Y muchísimos bichos.
Y una vez más penetramos en las profundidades del TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure) a puro autos compartidos, camión Unimog y senderos selváticos que ya se nos han hecho familiares.
Hasta el río Ichoa.
El lejano y poco conocido río Ichoa.
Donde se encuentran algunas de las más alejadas comunidades moxeñas y yuracaré.
Luego volvimos a Villa Tunari.
Y seguimos hacia Santa Cruz y aún más hacia el este en el histórico «tren de la muerte» que cruza a Brasil.
Paramos a mitad de camino, en Aguas Calientes, donde estuvimos unos días acampando junto a un río de aguas termales.
En Corumbá, Brasil, resolvimos un problema que teníamos con los pasaportes por haber pasado por fronteras lejanas y aisladas. Luego volvimos casi sin parar hasta Buenos Aires.
Carmen y Gonzalo están totalmente convencidos, vienen con nosotros. Vamos en busca de las comunidades originarias Guna en la zona continental.
Siempre pensé que La Miel era el final de los caminos desde Sudamérica hacia el norte. Ahora sé que los senderos siguen entre las montañas selváticas y la costa del Caribe por zonas controladas en parte por los militares, en parte por los originarios guna y en parte por los grupos armados.
No hay carreteras entre Sudamérica y Centroamérica, la zona se conoce como Tapón del Darién. Muy poca gente cruza a pie por la selva y todos lo hacen de forma ilegal. Son inmigrantes engañados por organizaciones internacionales turbias. El recorrido completo se hace en unos seis días y algunos de ellos mueren en el camino, supuestamente asesinados por narcos.
Para cruzar de forma legal a Panamá se puede sellar la salida del pasaporte en Capurganá (Colombia) y la entrada en Puerto Obaldía (Panamá). Hay un sendero poco conocido que lleva de un pueblo al otro, pero es un sendero largo, montañoso y además está prohibido por los militares panameños, los cuales argumentan restricciones debido al control del tráfico de personas y cocaína.
Tampoco es tan fácil tener buena información del terreno, de hecho en Google Maps toda la zona se muestra con poca definición, probablemente para no facilitar información a los grupos armados. Incluso se puede notar que las instalaciones y viviendas de Puerto Obaldía se encuentran intencionalmente censuradas en las fotos aéreas.
La única forma legal es ir en lancha rodeando el Cabo Tiburón. Eso hicimos, nos costó 8 dólares a cada uno. Al llegar a Puerto Obaldía tuvimos que meter los pies en el agua porque ahí no hay muelle para pasajeros. Luego nos recibió un fuerte control militar en donde nos revisaron las mochilas y un fuerte control de migración dentro de una calurosa casilla de madera.
–¿Tienen 500 dólares para mostrar? –preguntó el empleado sudando y sin levantar la vista de sus papeles. –Sí –respondimos con confianza porque ya sabíamos que eso era un requisito. –¿500 cada uno? –preguntó esta vez levantando la vista y mirándonos a los ojos. –Sí… casi… tal vez un poco menos –dije mintiendo y mostrando un fajo de billetes de variados valores que apenas superaban los 500 dólares en total.
Salimos de la calurosa casilla sudando en exceso pero con los pasaportes sellados y, para nuestra sorpresa, en el pueblo ya estaba esperándonos un originario Guna de la comunidad Armila. No pensábamos tener un guía, simplemente íbamos con la idea de preguntar por el sendero hacia Armila y presentarnos directamente en la aldea. De hecho era lo único que sabíamos, que había un camino que llevaba a esa comunidad, nos lo había dicho Alberto, el chileno dueño del camping en Sapzurro. Nos había comentado que se podía llegar caminando y eso fue lo que nos animó a ir. Nos contó que él a veces les mandaba turistas muy especializados que asistían a ver las puestas de enormes tortugas marinas en los meses de junio, julio y agosto. Ahora, aparentemente, Alberto había logrado comunicarse con alguien de la comunidad y por eso nos mandaban un baquiano.
Fue un poco más de hora y media entre la selva, subiendo y bajando la montaña.
Armila se encuentra en el inicio de una playa de unos trece kilómetros de largo, que es donde vienen a desovar las tortugas.
La aldea está formada por unas treinta o cuarenta casas, en su gran mayoría construidas con paredes de caña brava y techos de hojas de palmera.
Lo más conocido de los Guna (antes llamados Kuna) es la vestimenta de las mujeres, especialmente las molas, que son tejidos hechos con la técnica de apliqué invertido. Lo hacen encimando, cosiendo y recortando telas, que resultan en llamativos dibujos de animales o figuras geométricas notablemente psicodélicas. Las molas tienen su origen en los dibujos que solían pintarse las mujeres en sus cuerpos. Ahora el tejido se cose a la parte delantera y trasera de blusas floreadas. Abajo visten una falda negra con vivos amarillos, naranjas o verdes. En la cabeza llevan un pañuelo rojo con líneas amarillas o blancas. En los brazos y piernas, increíbles mangas hechas con mostacillas atadas que recubren las extremidades formando figuras geométricas donde predominan los colores naranja y amarillo. Y, finalmente, en la cara a veces se pintan una línea negra a lo largo de la nariz con un aro de oro atravesando el tabique.
Se puede ver bien las vestimentas en estas fotos que sacó Carmen, la fotógrafa profesional del grupo:
Nos quedamos dos noches en Armila, nos alojamos en unas cabañas que habían construido para los que vienen a hacer avistamiento de tortugas.
Para no gastarnos las provisiones, arreglamos un precio con nuestro guía y comimos siempre con su familia.
Una de las noches salimos a ver si veíamos alguna tortuga desovando pero no tuvimos suerte, ya estamos fuera de temporada, solo vimos el nido y los rastros de una puesta que había terminado hacía unas horas.
El segundo día se festejaba el día del niño. Durante esa jornada la comunidad estuvo a cargo de los chicos, quienes básicamente se dedicaron a correr entre las casas multando a los vecinos que tuvieran sus mascotas sueltas y a robar gallinas para enriquecer el gallinero de la escuela. Aparentemente esa es la idea que tienen los más pequeños sobre ejercer la autoridad local.
Por la noche hubo baile de niños, ambientado por un parlante a batería que emitía principalmente reggaetón.
Algunos pequeños sacaron a bailar a Vane y a Carmen repetidas veces y les dedicaron danzas y gestos románticos.
En esos días nos enteramos de que el sendero continúa bordeando la costa y conduce a dos comunidades más: Anachucuna y Carreto. Entonces decidimos seguir hacia adelante. Nos avisaron que en esas aldeas son mucho más tradicionales, los sailas (los jefes de las comunidades) son más estrictos con las reglas. Nos avisaron que poca gente las conoce y que ahí nunca van turistas pero que seguramente seríamos bienvenidos.
Se suponía que la distancia entre Armila y Anachucuna se hacía en cuatro horas a paso firme pero nosotros fuimos cargados como de costumbre y a ritmo tranquilo. Tardamos todo el día.
Nos habían dicho que el único paso un poco complicado sería el río Pito, más o menos a mitad de camino. Al llegar al río y antes de cruzarlo, decidimos parar para cocinarnos unas pastas y descansar un rato.
El río estaba bastante profundo, tuvimos que cruzarlo con las mochilas sobre la cabeza.
Al terminar la extensa bahía de trece kilómetros de largo entramos a una península selvática y luego salimos a otra playa más pequeña, de unos dos kilómetros de largo más o menos.
Llegamos a Anachucuna con el sol bajo.
Fuimos recibidos, como de costumbre, primero por la mirada curiosa y atónita de los niños, luego la mirada atenta y esquiva de las mujeres y finalmente la mirada interesada y precavida de los hombres.
Cuando ya casi estábamos en el centro de la comunidad uno de los hombres se nos acercó a paso apurado, nos saludó y, no con poco esfuerzo, nos dio a entender que debíamos dirigirnos a la casa del pueblo y que él iría a llamar al saila para que hablara con nosotros.
La casa del pueblo era una gran choza de caña y paja con un interior casi vacío, solo ocupado por las columnas, una mesa y algunos jarrones de cerámica sobre el piso de tierra.
Unos minutos después, mientras evaluábamos posibilidades para acampar, llegó el saila con una mujer que hacía de traductora. El saila era anciano, arrugado y de expresiones serias. La mujer parecía joven y simpática. Primero nos presentamos, contamos lo que estábamos haciendo. Después de que la mujer nos tradujera, el saila habló un largo rato en su idioma. La mujer tradujo que estaban esperando un grupo de médicos pero que creían que no éramos nosotros. Entonces nos preguntó si éramos inmigrantes ilegales. Le contestamos que no. Pasadas unas cuantas explicaciones más, finalmente nos dijeron que éramos bienvenidos y que podíamos acampar ahí mismo, pero nos aclararon que estaba prohibido sacar fotos: era una regla de la comunidad. Poco después nos enteraríamos por otros comunarios de que lo que no podíamos era sacar fotos de cerca a la gente, salvo en el ámbito privado y pidiendo permiso, lo cual me resultó una regla no solo entendible sino también agradable.
Junto a la casa del pueblo está el congreso, que es una choza similar pero con hamacas y bancos de madera en el interior. Por la noche hubo reunión, una especie de misa con las mujeres sentadas en los bancos y los hombres acostados en las hamacas. Desde la hamaca principal el saila estuvo largo rato entonando canciones. Nosotros veíamos y escuchábamos desde nuestra choza, a través de las paredes de caña.
En el par de días que estuvimos en Anachucuna hicimos buenas amistades con uno de los maestros de la comunidad y su hijo Joseph de 11 años. El chico era notablemente inteligente y se interesaba en nosotros. Estuvimos un rato ayudándolo a él y a otros compañeros con la tarea de inglés de la escuela. Me sorprende agradablemente que estos niños de la selva aprendan tres idiomas.
Después el maestro y su mujer nos invitaron a cenar pollo de campo con arroz y plátano frito.
El resto del tiempo fue meternos en el mar, bañarnos en el río y pasear por la aldea. Algo inevitable en las comunidades es jugar con los niños, nos ocurre siempre. Además Gonzalo cargaba un guitalele, una pequeña guitarra, y eso era un gran atractor. En las comunidades siempre sentimos un equilibro dinámico entre la curiosidad y la sospecha y a veces pienso que un instrumento musical es la mejor carta de presentación. A pesar de que una funda de guitarra puede ser un buen escondite para una ametralladora, la gente rara vez sospecha de alguien que se pasea con un instrumento.
En estos días fuimos aprendiendo frases en dulegaya, el idioma guna. Aprendimos a decir ¿igi be nuga? (¿cómo te llamas?), ¿igi birga be nica? (¿cuántos años tienes?), dii (agua), be an ai (tú eres mi amigo), dog nued (gracias) y ¡tatái! (¡adiós!), esto último era lo que nos gritaban la mayoría de los niños que nos cruzábamos por la aldea.
En algún momento, entre choza y choza, un hombre nos extendió la mano y nos dijo que había uno de nosotros en su casa.
–¿Cómo uno de nosotros? –Venga, venga…
Acompañamos al hombre hasta una galería en la parte de atrás de su choza donde nos presentó a un tipo flaco, alto, pálido y barbudo; vestía camiseta de fútbol, bermudas y zapatillas de lona. El tipo, con verborragia exuberante, nos contó que era venezolano, que había venido caminando desde Capurganá y que el primer sendero a Puerto Obaldía le había costado mucho, durmió en la selva. Nos explicó que tenía pasaporte de Suecia pero que no lo había sellado en ninguna frontera. Se dirigía al consulado sueco en Panamá City. Charlamos un largo rato y le deseamos suerte.
Cuando decidimos seguir viaje hacia Carreto fue el propio Joseph quien nos marcó el camino acompañándonos en el primer tramo.
El maestro nos avisó que en Carreto eran más estrictos; por ejemplo, las mujeres estaban obligadas a usar la ropa tradicional todo el tiempo que no estuvieran dentro de sus casas. Le preguntamos si podría ser un problema la vestimenta de Vane y Carmen. Nos contestó que no, pero que nos aconsejaba prescindir de las bikinis. Yo prometí no usar bikini.
El camino a Carreto también lo hicimos a nuestro ritmo.
Parando a descansar.
Parando a pescar.
Por zonas pantanosas.
Por zonas arenosas.
Por zonas boscosas.
Por zonas acuosas.
Por zonas contaminadas: según su relación con las corrientes marinas, algunas solitarias y paradisíacas playas del Caribe se llenan de plástico.
Por zonas elevadas.
Por zonas inestables.
Parando a descansar otra vez.
Repetidas veces.
Hasta que llegamos a Carreto.
Esta vez fue más fácil presentarnos porque llevábamos la recomendación del maestro de Anachucuna. No tuvimos que hablar con el saila, solo con nuestro contacto. Y una vez más nos ofrecieron instalarnos en la casa del pueblo.
En Carreto hicimos amistad con el maestro Alcides y hasta planificamos dar una clase juntos, pero no ocurrió porque nos desentendimos con los horarios.
Carreto está sobre una zona relativamente fértil en las que se plantan frutales y pudimos comprar ananás y mangos a los vecinos. Las frutas fueron un buen complemento para nuestros víveres en los que abundan las pastas y el arroz.
También juntamos algunos cocos, pero esto tuvimos que hacerlo con prudencia y sin exceso ya que todas las palmeras de la comarca Guna Yala tienen dueño. Los cocos son algo parecido a una moneda de cambio para los guna. Los productos comerciales básicos de las comunidades llegan de Colombia en pequeños y rústicos barcos de madera y son intercambiadas principalmente por cocos. Dentro de las comunidades, como moneda local, el precio actual de los cocos es de 25 centavos de dólar cada uno.
Otra cosa que debíamos hacer discretamente era tocar el guitalele. Nos avisaron que, hacía unos días, una adolescente de la comunidad había intentado abortar con métodos caseros y ahora estaba muy grave de salud. Como estaban en una situación parecida a un luto el saila había prohibido la música en toda la aldea hasta que la niña se recuperase.
A partir de Carreto ya no hay caminos para continuar, salvo uno que trepa por las montañas y es el que hacen los inmigrantes ilegales para llegar, después de un par de días de caminata, a las carreteras que unen con el resto de Centroamérica. Pero en un momento supimos que los maestros irían en canoa a motor hasta la isla de Caledonia, que está a unos veinte kilómetros y es la siguiente comunidad, la primera isla habitada accediendo desde el sur. Les pedimos que nos llevaran y nos ofrecimos a pagar el combustible. Sin duda estábamos avanzando más de lo planeado.
Armamos las mochilas, subimos tambaleantes a la canoa y viajamos durante una hora y media hasta Caledonia.
Caledonia, por ser una isla de origen coralino, es totalmente plana y apenas se eleva por encima del nivel del agua; mide más o menos unos 400 metros de longitud por unos 200 metros en la parte más ancha y está casi totalmente cubierta de chozas. La escuela y dos o tres construcciones más son de material y el resto lo constituyen más de quinientas chozas de caña y paja de variados tamaños.
Una vez más nos reunimos con el saila, una vez más acampamos en la casa del pueblo y una vez más hicimos amistades con uno de los maestros de la comunidad, el profesor Asterio Ramírez.
Caledonia, si bien es una isla, está paradójicamente menos aislada que las aldeas anteriores ya que se encuentra en la línea de navegación de algunos veleros que cruzan de un continente al otro y por eso están más acostumbrados a los turistas. Incluso hay un pequeño y austero hospedaje de madera en el que se paga 10 dólares la noche y en dos o tres casas se hacen comidas a tres dólares el plato e incluyen pescado, centolla y langosta, que son las carnes más fáciles de conseguir en la zona.
Pasamos tres agradables días en Caledonia en los que comimos centolla (escaseaban circunstancialmente las langostas), alquilamos una canoa para remar entre las islas cercanas, hicimos snorkel y, por fin, esta vez sí dimos una pequeña clase con el profesor.
En dos ocasiones alquilamos una canoa, dos jornadas notablemente agradables. La idea era alejarnos un poco y salir a pasear y hacer snorkel por las islas deshabitadas. Bucear cerca de Caledonia no es muy recomendable ya que los baños de todas las casas de la isla se encuentran construidos en pilotes sobre el agua, la caca cae directamente al mar cristalino y eso genera paisajes subacuáticos poco agradables.
La primera media hora de navegación no hicimos mucho más que girar en círculos como si nos llevara un torbellino (no es nada fácil remar dentro de un tronco ahuecado) tratando de alejarnos lo más rápido posible de la isla para evitar las risas de los locales.
Luego, con esfuerzo, fuimos aprendiendo un poco a remar y logramos avanzar mejor, aunque en forma algo serpenteante.
Y en algún momento, como quien aprende a andar en bicicleta por primera vez, finalmente pareció que comenzábamos a remar en línea recta, razonablemente recta.
Y entonces, lejos de los interiores humanos liberados, a bucear.
Uno de esos días llegó el venezolano. Había caminado desde Anachucuna a Carreto y luego había seguido por la costa. Como el sendero se acababa tuvo que continuar caminando sobre los corales. Eso hizo que se le destruyeran las zapatillas y se cortara los pies. Durmió en la selva, bajo la lluvia fría. Al día siguiente, al pasar por delante de Caledonia, decidió tirarse a nadar. Ahora está con los pies infectados e hinchados. Sus pertenencias son una camiseta, una bermuda y un pasaporte mojado. Se está alojando con una familia a la cual le prometió trabajar unos días para ellos (cuando se le curen los pies) a cambio de comida.
Con el profesor Ramírez charlamos bastante, particularmente aprendimos un poco más del dulegaya. Por ejemplo, nos enteramos de que «¡Tatái!» no era en idioma guna, sino que eso es lo que le gritan los niños a los extranjeros intentando decir Bye, bye!
También nos explicó que Caledonia en dulegaya se dice Coedub o Goedub o Coetupu, que significa isla venado, pero que en realidad no es esta la isla original. Coetupu era la que habitaban antes: la que estábamos pisando ahora era Gannirdub. Se mudaron ahí hace muchos años porque un espíritu malvado se instaló en Coetupu.
Finalmente acordamos que lo mejor para la clase conjunta sería una clase de inglés que finalizara con una canción en tres idiomas: dulegaya, español e inglés. La música la compondría Gonzalo en su guitalele y la letra un poco entre todos.
Fue un éxito.
El cuarto día decidimos que era tiempo de volver, principalmente porque se nos estaba acabando el dinero. La idea original era regresar caminando por donde vinimos, pero el cálculo de gastos y esfuerzo nos llevó a decidir contratar una lancha que nos llevara directamente hasta Capurganá pasando por Puerto Obaldía para sellar los pasaportes.
Ese giro de 180 grados en Caledonia marcó el inicio de nuestro regreso. Ahora vamos relativamente rápido hacia Buenos Aires. Hace un año y medio que no visitamos a la familia y las raíces empiezan a tirar. De hecho mi primer sobrino ya nació y aún no lo conozco.
Ahora estamos atravesando toda Colombia para llegar a las remotas comunidades originarias de la comarca Guna Yala en el Caribe panameño.
El avión a hélice que nos rescató de la triple frontera nos dejó en Villavicencio. Ahí ya hay carreteras.
Luego fuimos en bus hasta Bogotá, donde Vane ganó unos pesos actuando en un par de shows de stand up.
Después otras actuaciones en Medellín, la ciudad de la eterna primavera.
En Medellín descubrimos un hostal muy conveniente, el Casa RAM, que es de los más baratos y está en un entorno selvático de la quebrada de un arroyo.
Y caminamos por las montañas.
En Girardota, a veinte kilómetros al norte de Medellín, encontramos setas del hongo visionario Psilocybe cubensis.
Y nos enteramos de varias cosas.
Luego otro bus hasta Necoclí donde subimos a una lancha de pasajeros para navegar unos setenta kilómetros por el mar Caribe hasta llegar a la remota y paradisíaca aldea de Capurganá.
Luego de un par de días en ese pueblo sin vehículos y de aguas cristalinas y peces de colores, caminamos hora y media por la selva, subiendo y bajando la montaña, hasta llegar al aún más aislado Sapzurro, la última aldea del caribe colombiano, nuestra preferida.
El Pterois volitans es originario del Indo-Pacífico y fue introducido accidentalmente en la costa de Florida, Estados Unidos, en la década del ’80.
De a poco fue colonizando todas las costas del Caribe y se lo encuentra en Colombia desde el año 2009.
Es un gran problema en el Caribe porque es predador de muchas especies de peces que viven entre los corales y, además de estar protegido por sus espinas venenosas, los posibles predadores del pez león en el caribe aún no lo reconocen como presa.
Es de hábitos solitarios pero estábamos en época de reproducción y pudimos verlos en parejas.
También hicimos un alucinante snorkel nocturno con el método profesional de meter nuestra linterna en una bolsa de plástico.
De tanto comer verduras y legumbres y dormir en carpa, hemos aprendido a aguantar la respiración por mucho tiempo, cosa que se puede apreciar en este video resumen que hizo Vane:
Y también snorkel sobreacuático.
Y algunos días hicimos acuarios efímeros.
Que cosecharon buenas críticas entre los gatos del barrio.
A espaldas de Sapzurro hay un sendero que sube y baja la montaña y en menos de media hora se llega a La Miel, un pequeño pueblo que ya pertenece a Panamá.
La Miel se encuentra en una bahía turquesa de arenas blancas y es un poco el final de los caminos, ya que está más conectada con Colombia que con el resto de Panamá, muy lejos de las carreteras centroamericanas.
Es un lugar con buenos atardeceres.
Y con ron sin impuestos.
Un relajo.
Pero el lado oscuro de la región es el tráfico de personas. La falta de rutas en el Tapón del Darién entre Colombia y Panamá no es casual, es una zona que se conserva (por presión internacional) para generar un cuello de botella y dificultar el paso de migrantes y el tráfico de cocaína.
Los migrantes hoy en día son principalmente grupos reclutados en África, India o Pakistán. No es gente desesperada escapando de guerras y miserias sino más bien personas de clase media que desean llegar a los Estados Unidos hipnotizadas por el «sueño americano», personas que pagan una gran cantidad de dinero a redes internacionales de tráfico que luego los pasean por todo el continente ocultándolos de la ley y cambiándoles permanentemente los pasaportes. Suelen llegar de sus países en barcos a Perú, Ecuador o Venezuela y luego los «chilingueros» (que es como llaman acá a los traficantes de personas) comienzan a acarrearlos lentamente hacia el norte.
El hecho es que el Tapón del Darién es uno de los pasos más complicados, una barrera donde suelen morir muchos inmigrantes, a veces abandonados en el mar y otras veces asesinados en los senderos de la selva Panameña, ya que estamos en una zona de tráfico de cocaína por «hormigueo» controlada por los narcoparamilitares del Clan Úsuga comandados por alias Otoniel, para quien Estados unidos ofrece una recompensa de 5 millones de dólares y el gobierno de Colombia otros 3.000 millones de pesos por su captura.
Es común ver a los inmigrantes en Sapzurro y en La Miel porque los militares panameños suelen encontrarlos caminando por la selva (todo el trayecto es de seis o siete días a pie) donde los capturan y los devuelven primero a La Miel y luego a Colombia. Y así van rebotando hasta lograr pasar o morir.
Se los reconoce porque suelen ir en grupo, calzados con botas de goma y, en general, sonrientes por tener ya la mitad del camino hecho.
Durante nuestra estadía en Sapzurro murió ahogado en la playa de Cabo Tiburón un hombre de un grupo de la India mientras escapaban de la policía.
En estos días nos hemos enterado de que sí se puede seguir un poco más por tierra hacia Panamá. Se puede ir en lancha hasta Puerto Obaldía y de ahí sale un sendero por la selva y por la costa que conecta con tres comunidades de la etnia kuna, tres aldeas especialmente aisladas y que conservan de forma muy estricta sus costumbres tradicionales. Calculamos que deben ser dos o tres jornadas de caminata.
También en estos días nos hemos hecho amigos de Gonzalo y Carmen, una pareja de españoles que nos cae muy bien, y estamos intentando convencerlos para que nos acompañen a caminar por estas zonas de narcoparamilitares para ir a ver si somos bienvenidos por los esquivos indígenas kuna.
Estamos en Venezuela. Íbamos en un bote de la guerrilla bajando el río Casiquiare, los originarios baré nos llevaban remando hasta una comunidad yanomami. Todo esto me intranquilizaba un poco. Sé que las cosas suelen salir bien, pero en este caso tenía incertidumbre (más que otras veces) por lo que sería nuestra recepción en la comunidad, los yanomamis son una etnia notablemente cerrada a la cultura occidental y temía que no fuéramos bienvenidos. Mientras nos acercábamos dudé si pedirles a los baré que vinieran a buscarnos después de un par de días o ya quedarnos con los yanomamis y depender de que estos últimos nos regresaran remando. En un momento pensé que tal vez hubiera sido mejor haber avisado a los militares venezolanos en San Carlos, pero solo lo pensé por unos segundos, no más de dos o tres, porque si les hubiéramos avisado podían haberlo tomado como un pedido de permiso para entrar a territorio venezolano y sé muy bien que cuando pedimos permiso a los militares, sin importar lo que sea, la respuesta casi siempre es no.
Salimos del brazo Casiquiare para entrar por un arroyo crecido, con la vegetación inundada en sus bordes. De la misma forma que en el río principal, las aguas del afluente eran rojizas y límpidas. Remamos suavemente río arriba por unos minutos y paramos sobre la derecha donde había dos canoas de tronco y nacía un sendero.
Ahí amarramos el bote a unas ramas y bajamos todos: Omar, Ana, sus dos nietos y Vane y yo cargando las mochilas. La aldea (2°00’19″N, 66°57’57″W) apareció enseguida, cinco o seis chozas construidas con ramas y hojas. Los niños y los perros también aparecieron rápido, luego varias mujeres, aunque algunas volvieron a esconderse en las chozas. Era nuestro encuentro con los yanomamis tanto tiempo esperado. Lo primero que noté (me fijé porque era una duda que venía teniendo) fue que las mujeres no estaban usando los típicos palitos que suelen tener incrustados alrededor de la boca. Sí tenían los agujeros pero sin los adornos puestos. Por otro lado, algunas de las mujeres estaban vestidas solo con faldas y la mayoría de los niños andaban desnudos.
Entonces Omar se acercó a una de las chicas que
conocía y que sabía que hablaba español y le explicó que nosotros queríamos quedarnos
unos días con ellos. Ella contestó que no estaban los hombres de la comunidad,
que se habían ido a no sé dónde y regresarían al día siguiente. Entonces Omar
preguntó si había problema en que nos quedáramos de todos modos. La mujer dudó
un rato pero luego respondió que no había problema. La totalidad de los niños
de la aldea, que serían unos veinte, permanecían callados, boquiabiertos y no
nos sacaban los ojos de encima.
La mirada de confianza que nos ofrecía la mujer que hablaba español me dejó más tranquilo y por eso le dije a Omar que no se preocupara, que nos quedaríamos ahí y que ya veríamos como volver a Solano con los yanomamis. Los baré se fueron saludando amablemente y nosotros fuimos invitados a entrar a una de las chozas de paja. A diferencia de la puerta, que me pareció muy pequeña, la casa me resultó notablemente grande, imaginé que era una choza multifamiliar, al estilo yanomami. Luego me enteraría de que efectivamente la aldea estaba formada por cinco chozas en las que se repartían doce familias. En realidad los yanomamis suelen vivir en un shabono, una gran estructura de ramas y paja en forma circular y sin techo en el centro en la que vive toda la comunidad. La mujer que hablaba español, que se llamaba Sharama, nos explicó que la aldea de ellos era relativamente nueva, antes pertenecían a otro grupo que vive río arriba y ahí sí vivían en shabono, pero hubo problemas entre las familias y entonces decidieron irse. Ahora están acá y optaron por construir las casas cuadradas copiando el estilo de los kurripako, les resulta más fácil siendo una comunidad pequeña. Tal vez las casas separadas les den más intimidad y menos roce. En todo caso la división de hogares debe haber cambiado sustancialmente su forma de vida.
Como todo pueblo originario los yanomamis sufren la inevitable y progresiva occidentalización, pero en este caso es mucho más reciente y menos profunda debido a que, si bien fueron contactados desde el año 1800, no fue hasta mitad de siglo pasado que han tenido una interacción más permanente con misioneros, médicos o antropólogos. Y, de todos modos, los más conectados son los que viven en las zonas bajas de los ríos; en cambio en la cabecera de los afluentes, pasando los rápidos, hay yanomamis con muy poco contacto. Los garimpeiros que hemos conocido en estos días nos han contado de esas tribus, dicen que viven ahí alimentándose de la selva, curándose con sus hierbas, enseñándose entre ellos. Incluso más alejados hay comunidades no contactadas, que los propios yanomamis llaman moxateteus. Puedo imaginar cómo viven en esos shabonos viendo documentales de los años ’70 sobre los yanomamis recién contactados en aquella época.
En algunos videos se puede ver la peligrosidad de cruzarse con pueblos que pueden ponerse agresivos como en este caso:
No duramos mucho dentro de la choza, enseguida nos
hicieron dejar las mochilas y salir. Luego Sharama nos presentó a un
adolescente diciéndonos que nos iba a llevar a recorrer el lugar.
No fuimos muy lejos, el pibe nos mostró las plantaciones de yuca, de plátano y un arroyo con agua cristalina donde sacan para tomar y pescan. También nos contó que Sharama había ido a vivir un tiempo a San Carlos donde estuvo estudiando algunos años.
Cuando volvimos a la comunidad Sharama nos invitó a
instalarnos en una galería que estaba a continuación de la choza que entramos al
principio. Nos preguntó si teníamos chinchorro. Le dijimos que sí, que teníamos
hamacas y carpa.
El resto del día fue un poco raro, casi no pudimos
interactuar con la gente salvo, como siempre, con los niños. En algún momento encontramos
a una mujer tostando semillas y me mostré interesado en saber qué eran. Algunos
niños me explicaron algo pero ahí quedó el intento de conversación. Me quedé
con ganas de probar las semillas.
Al caminar por la aldea no nos cruzábamos con casi
nadie más que los niños, aunque sí nos sentíamos muy observados. A diferencia
de los shabonos, que son ventilados y luminosos y donde toda la comunidad está
a la vista todo el tiempo como en un panóptico sin guardias, las chozas en
cambio, por la falta de aberturas, son notablemente oscuras. Esto hace que, a
través de las paredes de ramas, uno no pueda ver hacia adentro de la choza pero
sí de adentro hacia afuera. Nosotros, como en un panóptico de puros guardias,
caminábamos por la aldea sintiéndonos observados todo el tiempo.
Luego especulamos con que la indiferencia en el trato
que nos daban provenía de la ausencia de los hombres de la comunidad y la duda
de las mujeres sobre cómo recibirnos, qué decisiones tomar.
Luego encontramos a una señora que estaba pelando yuca
brava y me ofrecí a ayudarla. Ahí estuvimos un rato desconchando tubérculos y
casi sin hablar. Fue un momento duro con los jejenes, que me picaron por todos
lados, no es fácil pelar yuca y espantarse los bichos al mismo tiempo.
Luego los jejenes (subfamilia Phlebotominae, que acá le dicen plaga y en otros lugares los llaman
mosquitos de forma general y diferenciándolos de los mosquitos zancudos,
familia Culicidae) se pusieron más
violentos a medida que avanzaba la tarde. A diferencia de los mosquitos
zancudos, los jejenes pican de día y a plena luz del sol, algunas especies son
muy resistentes a los repelentes y otras pican tan fuerte que dejan puntitos
rojos en la piel que pueden persistir por semanas.
Cuando nos saturamos de las picaduras de bichos
hicimos lo que solemos hacer en estos casos, fuimos a armar la hamaca con el
mosquitero junto al río. Pasamos un buen rato metiéndonos al agua y descansando
en el capullo de aislamiento. En la selva, en épocas de calor, la hamaca y el
mosquitero nos resultan un momento de relajo mental, un microclima donde no
tenemos que estar pendientes de casi nada.
Como suele ocurrir en todas las comunidades, en algún
momento llegaron los niños para jugar en el agua y, por supuesto, nos unimos a
chapotear en el líquido rojizo espantando peces y pájaros. La mayor diversión
era trepar por las ramas de un árbol seco fructificado de niños y tirarnos al
agua gritando y riendo.
Al caer la noche supimos que no iba a haber comida en todo el día. Al contrario de lo habitual, esta vez nadie vino a convidarnos nada y nosotros tampoco nos sentimos cómodos como para ponernos a cocinar. Entonces nos metimos en la carpa, comimos unas galletas y nos echamos sobre las bolsas con los ojos cerrados mientras escuchábamos a un niño cantar del otro lado de la pared de paja.
Por la madrugada llegaron los hombres de la aldea pero
uno solo de ellos se acercó a hablarnos, se llamaba Yon. Trajo un cuenco de
agua con harina de yuca diciéndonos que los yanomamis no desayunaban fuerte,
solo eso, harina con agua. Luego nos contó que habían ido a no sé dónde a
buscar alimento pero que no habían conseguido mucho. Nos explicó que están en
una situación muy complicada, que hay crisis, que el gobierno no los ayuda. Nos
contó que están comiendo básicamente yuca con algo de plátano y algunos bagres
que logran pescar con anzuelo, ya que los ríos en la zona son de aguas negras y
no tienen muchos peces. Con una claridad de análisis histórico que me
sorprendió, nos dijo que sus antepasados sabían vivir bien en la selva, pero
que luego llegaron los misioneros y los ayudaron y les enseñaron a vivir de
otra forma y ahora ya no hay ayuda y todo es muy difícil. Primero nos dan la
mano y luego nos la quitan, fue lo que dijo. Han pasado muchos años y se han
perdido gran parte de los conocimientos originarios. Los yanomamis solían reconocer
hasta 500 plantas diferentes para uso culinario, medicinal o de construcción.
Ahora, en las poblaciones de los ríos principales, poco queda de eso. Nosotros
les dimos casi toda la comida que llevábamos, pero no era mucha, solo arroz y
fideos, nunca podemos cargar demasiado en las mochilas.
Si bien había buena onda con Yon, no parecía lo mismo con el resto. Un par de hombres más que se nos acercaron solo mostraron intenciones de sacar alguna ventaja de nosotros.
Incluso el chamán de la aldea no quiso ni vernos. Cuando pregunté por el shapori, Yon fue a buscarlo pero no quiso aparecer. También pregunté por el yopo, el polvo visionario que se usa en la zona. Los yanomamis lo toman soplándoselos unos a otros en la nariz mediante una caña que llaman mokohiro. Yon volvió a consultar con el chamán y una vez más se reusó a aparecer pero de todos modos Yon trajo un poco del polvo marrón para nosotros. Luego, en tono amistoso, me alentó a que lo probara. Entonces agarré un poco con la punta de los dedos y aspiré. Sentí un olor similar al yopo que había probado en otras ocasiones pero no tan igual. Me hizo estornudar. Uno de los niños que nos observaba preguntó algo en idioma yanomami y Yon respondió también en su idioma. ¿Qué dijo? pregunté con curiosidad. Dice que por qué no te emborrachas, me respondió y nos reímos. El yopo no me emborrachó porque tomé muy poco, no era mi intención desconectarme demasiado de lo que estaba pasando.
Luego se me ocurrió preguntar cómo lo preparaban. Cuando
Yon empezó a explicar que se hacía con la resina de la corteza de un árbol lo
interrumpí para asegurarme de que no era a partir de semillas. No, porque esto
es epená, me dijo. Una vez más me
encontraba con una nueva planta visionaria sin buscarla. El epená o virola a veces se confunde con
el yopo por su aspecto y por sus componentes, ambos son polvos marrones que se
toman por la nariz y que contienen los alcaloides triptamínicos N,N-DMT,
5-OH-DMT (bufotenina) y 5-MeO-DMT. El yopo se produce en base a semillas del
árbol Anadenanthera peregrina y el epená a partir de la resina de la corteza
de diferentes árboles del género Virola.
Acá se puede ver un antiguo documental sobre el uso
chamánico del yopo:
En otro deambular por la aldea volvimos a terminar en
el río y encontramos un caracol manzana. Era muy grande y estaba tan cerca de
la comunidad que imaginé que no los estaban recolectando. De todos modos se lo
llevé a una mujer y le di a entender que se comía. Me lo negó con la cabeza. Sé
perfectamente que hay comunidades que los comen e imagino que el hecho de que
ellos no lo hagan a pesar del hambre debe tener que ver con la pérdida de sus
costumbres.
Luego, en algún momento, Yon se acercó a nosotros para
decirnos que volvían a irse. Esta vez sería una excursión de tres días remando
río arriba por el Casiquiare y por algún afluente para pescar e intentar cazar
algo. Dijo que estábamos invitados a ir con ellos.
Si bien en primera instancia parecía un buen plan,
sentí que el clima humano (exceptuando nuestro trato con Yon) no era muy
adecuado para una excursión de tres días en condiciones de comodidades mínimas,
si es que se las puede llamar así. Le pregunté a Vane y ella me miró con su
cara hambrienta y llena de picaduras, la misma que debería poder verme yo si tuviera
un espejo.
Cuando rechazamos la oferta, si bien tuve una
sensación de estar perdiéndome algo único, también sentí un gran alivio. El
hambre y los insectos nos estaban debilitando la voluntad y, además, la tensión
con los yanomamis podía convertirse en demasiado sacrificio durante tres días
en los que estaríamos perdidos en las profundidades de la selva venezolana. Habría
muchas posibilidades de sufrir situaciones tensas y no tendríamos autonomía
como para regresar por nuestra cuenta.
Entonces le pedimos a Yon si podíamos aprovechar la
remada por el Casiquiare para que nos regresaran a la comunidad baré. Yon, con
cierta expresión indescifrable, primero nos dijo que no había problema pero
luego, cuando ya habíamos desarmado el campamento y nos encontrábamos con las
mochilas en la orilla, hubo una secuencia de cruces de diálogos en idioma
yanomami que no entendimos pero que generó una situación en la que nosotros
quedábamos en tierra. Dos canoas partían y comenzaban a remar y nosotros permanecíamos
en la orilla llenos de dudas. Sin embargo, a poco de salir, una regresó y nos
levantó.
Luego me preguntaron si sabía remar y como les contesté que sí me pasaron un remo, pero no de la forma más amable. La situación siguió tensa durante unos minutos en los que nosotros remábamos en silencio y ellos remaban charlando en su idioma en un tono más bien serio. Al final alguien nos preguntó cuál era el motivo de nuestra visita. Entonces devino una larga conversación a la que estamos acostumbrados y en la que intentamos explicarles que, en resumen, no tenemos ningún interés comercial, que siempre estamos dispuestos a ayudar en todo lo que se pueda y que no venimos a robarles nada, que solo nos gusta viajar, conocer y colaborar. En estas circunstancias suelo escuchar mi propia voz y llenarme de dudas tanto como ellos. De todos modos, la conversación fue de a poco mechándose con algunas sonrisas y terminamos el viaje en un clima más distendido.
Al llegar a Solano Ana y Omar nos recibieron con cariño y nos invitaron a desayunar. Les contamos nuestra experiencia con los yanomamis que, a decir verdad, fue mucho más corta de lo que habíamos imaginado. Luego la abuela Ana nos pidió si no teníamos medicamentos para sus dolores. Le dimos todos los ibuprofenos que llevábamos.
(La historia hasta acá también se puede ver en el nuevo videíto de Vane)
Al despedirnos nos abrazamos y Ana lagrimeó. A mí se me hizo una piedra en la garganta. No habíamos pasado mucho tiempo tampoco con los baré, pero Ana y Omar son personas mayores, muy carenciados y viven lejos de todo. Suponíamos que no íbamos a volver a vernos y un abrazo es algo movilizante.
Regresamos rápido a San Carlos, íbamos mucho más
livianos y con apuro, queríamos llegar temprano para poder cruzar a San Felipe
y acampar. Fueron cinco horas de caminata a paso firme y casi sin descansar.
Los siguientes dos días continuamos intentando salir de la zona. El avión militar colombiano había llegado y se había vuelto a ir mientras estábamos con los yanomamis y no volvería a pasar hasta dentro de un mes. Norberto ya había partido a rescatar al barco varado en el Casiquiare y el carguero del combustible no salía aún de Puerto Ayacucho ni daba la impresión de que fuera a hacerlo pronto. Finalmente llegó el DC-3, el avión a hélice de la segunda guerra mundial. Le explicamos a la gente de la aeronave nuestra situación y logramos que aceptaran llevarnos por 300 mil pesos colombianos hasta Puerto Inírida. Era la solución final para salir de aquella zona de tan difícil navegación.
Fueron cincuenta minutos de vuelo en los que viajamos
junto a la carga. Estuvimos un buen rato mirando por la ventanilla. Podíamos
ver la densa selva amazónica, los ríos serpenteantes.
Al aterrizar en Inírida comprendimos que tampoco iba a ser fácil seguir en barco desde ahí, dudábamos de cuánto tardaríamos en conseguir algo que nos llevara por el extenso río Guaviare. Entonces les preguntamos a los pilotos del avión si seguían vuelo. Nos dijeron que seguirían hacia Villavicencio. Eso nos dejaba mucho mejor, ahí ya había carretera. Negociamos el pasaje por casi 400 mil pesos más, que era todo lo que teníamos incluyendo unos reales que nos habían quedado, y volvimos a levantar vuelo.
Caminamos por la selva, ya en Venezuela. Fueron 19 kilómetros hasta la comunidad baré y nadie sabía que andábamos por ahí. Eso nos incomodaba, como siempre, por ir sin pedir permiso, sin saber si vamos a ser bienvenidos. Aunque en el fondo confiaba en la naturalidad de Vane para ser simpática con la gente. Además nos habían dicho que ahí vivía una sola familia y que eran buena gente. Nos avisaron que después tal vez sería un poco más complicado con los yanomanis, que son una etnia más cerrada que los baré. Sabemos bien que los yanomamis son muy reservados pero hasta ahora nunca habíamos escuchado nada de los baré, solo sé que son muy pocos y que pertenecen a la familia lingüística arawak.
Nuestro objetivo original era conocer a los yanomamis y al brazo Casiquiare, tanto a los originarios como al río. La zona es tan alejada que los europeos la recorrieron recién trecientos años después de su llegada a América. Los primeros europeos que navegaron el Casiquiare fueron los legendarios exploradores Alexander von Humboldt y Aimé de Bonpland en el año 1800.
Siempre quise llegar a conocer esta zona tan aislada, la primera vez que lo intenté fue en 1999 y la segunda en 2012, esta era la tercera y ya estábamos cerca.
Íbamos con el ánimo muy arriba, no solo por la
cercanía de conseguir el objetivo sino también por el simple hecho de que cargábamos
las mochilas por un sendero en la selva. Caminar por la naturaleza llevando la carpa
y provisiones para varios días nos pone felices, una libertad que cada tanto
olvidamos ejercer.
Paramos a descansar varias veces, metimos los pies en
el camino inundado, nos masajeamos las ampollas, nos refugiamos de la lluvia,
nos metimos en un par de ríos rojizos con peces brillantes, comimos pan,
galletas, sándwiches.
Diecinueve kilómetros con las mochilas son agotadores,
tardamos siete horas (desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde) y
llegamos a Solano (2°00’00″N, 66°57’06″W) muy cansados. En la aldea eran
cinco hermanos de edad avanzada, con sus parejas, hijos y nietos. Viven en descascaradas
casas de material que se construyeron hace ya medio siglo en algún proyecto de
vivienda estatal. Como siempre, la parte de material se usa para dormir y el
resto de la vida hogareña transcurre en un fresco ambiente de madera y paja
adosado a la casa.
El momento más incómodo al llegar a una comunidad es
cuando tenemos que presentarnos, explicar el objetivo de nuestra visita y luego
tratar de resolver el tema de donde dormir y qué comer. Siempre llevamos
nuestra carpa, olla y provisiones, pero lo ideal es no hacer rancho aparte.
Esta vez fue fácil resolverlo, enseguida hicimos amistades con los abuelos Ana y Omar. Nos cedieron una casa abandonada para que colguemos nuestras hamacas y luego nos prepararon sopa de pescado. Nosotros les dimos la mitad de nuestras provisiones sabiendo que nos quedaríamos unos días con ellos y reservamos la otra mitad para cuando visitáramos a los yanomamis.
A la mañana siguiente fuimos a conocer el río, el encuentro tantas veces imaginado. El clima estuvo a la altura de las circunstancias. Un río crecido, calmo y neblinoso, parecía sacado justamente de un sueño.
El brazo Casiquiare es muy particular, casi todos los
ríos nacen de afluentes más pequeños y terminan en ríos más grandes pero el
Casiquiare, en cambio, nace por un “derrame” del Orinoco, en una situación
parecida a una captura fluvial pero sin completarse, y termina en el Río Negro,
afluente del Amazonas. De esta forma se convierte en un canal navegable que
comunica la cuenca del Orinoco con la del Amazonas por regiones de muy poca
pendiente. Es así que puede considerarse a gran parte del macizo guayanés como
una inmensa isla dentro del continente sudamericano, una isla enorme que
incluye a las tres Guyanas, la mitad de Venezuela y parte del norte de Brasil.
Es decir, uno puede subir navegando por el Amazonas, luego por el Río Negro, ya
en Venezuela entrar al Casiquiare, salir al Orinoco y navegar todo el Orinoco
río abajo hasta el mar, luego bajar bordeando por la costa hasta Belén y volver
a entrar al Amazonas completando la vuelta.
En el caso del Casiquiare se da un equilibrio extraordinariamente estable. En una situación más típica, la erosión haría que el brazo termine capturando toda la cabecera del Orinoco e incorporándola a la cuenca amazónica (por ejemplo, en 2016 el río Slims en Canadá desapareció en solo cuatro días al ser capturado por el río Alsek) pero el antiquísimo suelo de granito de esta región del macizo guayanés ha hecho que este estado de equilibrio de semicaptura de caudal del Orinoco se sostenga muchísimo en el tiempo.
En los días que estuvimos con los baré pudimos ver la situación de abandono total que sufren estas zonas remotas de Venezuela. Están lejos de todo, sin poder comprar ni vender nada. Viven de lo que cultivan y del intercambio con otras comunidades. La base del alimento es el casabe, que se hace con la yuca amarga. La yuca o mandioca (Manihot esculenta) existe en dos variedades principales: la yuca dulce que se puede hervir y comer directamente y es la que en general se encuentra en las verdulerías de las ciudades y la yuca amarga o yuca brava que es la que normalmente se cultiva en la selva y la cual es muy tóxica por su alto contenido de cianuro. Por eso con la yuca brava se produce el casabe, que es comestible debido a que en el proceso de producción ocurre la detoxificación. El tubérculo se pela, se raya, se escurre en un sebucán (una prensa hecha de hojas entretejidas) para extraerle la mayor parte del líquido, se tamiza y finalmente se tuesta formando panes achatados. Eso y poco más es lo que come gran parte de los originarios de la selva venezolana.
La miseria es tal que Ana nos cuenta que, ante la imposibilidad de tener café, la gente tomó la costumbre de usar harina de yuca tostada como sucedáneo. Lo he probado y no tiene gusto a café pero el aroma acre, el color amarronado y el gusto dulce distraen a la angustia.
Estuvimos un par de días con los baré y luego partimos a visitar a los yanomamis. Omar se ofreció a llevarnos remando hasta la aldea. Fuimos en un bote de la guerrilla, del ELN, Ejército de Liberación Nacional. Habían estado por la zona un tiempo atrás, intentando hacer amistades con la gente, pero parece que no consiguieron asentarse en la región de San Carlos. El bote quedó en la comunidad pero Omar cree que algún día vendrán a buscarlo.
También vinieron con nosotros Ani y Omarcito, los nietos de Ana y Omar, cada uno con un remo de su tamaño. Los niños iban muy contentos. Bajamos por el Casiquiare un buen rato y luego subimos por un arroyo.
Entramos a Venezuela por una frontera sin aduana, un lugar especial, muy lejano. Vanesa, el canoero y yo subimos a la canoa de un lado del río y nos bajamos del otro, en San Carlos, el único pueblo en todo el sudoeste del selvático Amazonas, el segundo estado más grande del país. Nos rodean miles de kilómetros cuadrados de selva sin carretera. Acá solamente se llega en aeronaves militares o por agua con muchos días de travesía y con dificultad. El pueblo tiene más o menos diez calles por diez calles, en su mayoría asfaltadas aunque ahora no haya ningún auto. Los yuyos crecen entre las grietas del pavimento. San Carlos supo tener sus buenos momentos (el último fue en la década pasada, en la primera etapa del chavismo, donde hubo notable inversión social) pero hora el pueblo se encuentra detenido como en una interminable siesta de domingo. Hace ocho años que no hay electricidad acá, pero el tendido eléctrico sigue ahí, robustamente construido y aguantando las lluvias amazónicas. No hay ni un solo comercio y tampoco se escucha mucho más ruido que el de las chicharras en los árboles.
En un permanente estado de distribución escasa, los
únicos que cuentan con combustible son los de la Armada. El pequeño hospital de
la región hace lo que puede con mínimos suministros y sin luz. Cada tanto los
militares prestan un poco de gasoil al nosocomio para encender los generadores
de electricidad y así poder realizar una ecografía o radiografía o simplemente
encender alguna luz.
En el correr de estos días hemos cruzado el río Negro entre Colombia y Venezuela (entre San Felipe y San Carlos) varias veces. Estamos averiguando cómo seguir. Nuestra intención es continuar viaje hacia el noreste, hacia el brazo Casiquiare y hacia el río Orinoco por territorio venezolano rumbo a La Esmeralda y luego hacia el noreste, hacia Atabapo y Puerto Ayacucho, aunque cada vez lo vemos más complicado. La cosa es que ya casi nadie va por ahí por la falta de gasolina. En Venezuela el combustible es prácticamente gratis, pero acá simplemente no hay. Vane opina que gratis es un precio justo para algo que no hay.
Una de las opciones que tenemos es esperar el barco de la provisión de gas que se abastece en Puerto Ayacucho y que en teoría tendría que llegar pronto pero que en realidad hace alrededor de un año que no pasa. Otra opción es ir con el barco de Norberto, el mismo con el que habíamos estado en tratativas para que nos traiga hasta acá desde São Gabriel y que parecía que nunca iba a salir pero ahora nos alcanzó en San Felipe. Parece que a Norberto le encargaron llevar bidones de combustible a un barco que se quedó varado hace unos seis meses en el brazo Casiquiare no muy lejos del Orinoco, camino a La Esmeralda. Cuando pregunté cómo sabían que ya no habían muerto de hambre ya que hace seis meses que están varados allá, me contestaron que no, que están bien porque allá hay mucho pescado. Nos gusta esta opción pero existen dos problemas, uno es que no sabemos cuándo se hará el viaje si es que se hace en algún momento ya que por alguna razón no se hizo en estos últimos seis meses, el otro problema es que nos enteramos de que pasaríamos por un lugar (que prefiero no especificar la posición exacta) donde hay un campamento de la guerrilla, ex integrantes de las FARC que no entregaron las armas y se pasaron a Venezuela (no me queda claro si la situación del barco varado tiene algo que ver con la guerrilla o no) y, aunque la gente local nos dice que no hay problema con ellos, que no se meten con nadie que no sean sus enemigos, me preocupa el hecho de aventurarnos por tierras sin ley. Somos extranjeros, estamos sin armas y pasaríamos por zonas de mucha escasez. Nos dicen que en toda esa región hoy en día hay pobreza desesperante y nosotros iríamos provocadoramente cargados de víveres, porque así es la única forma, en el Casiquiare no hay donde comprar nada, las tribus solo se manejan con intercambio. Por otro lado, esa es una de las zonas de mayor incidencia de malaria en el mundo. Casi todos los que visitan el alto Orinoco vuelven con paludismo y hoy en día en Venezuela no hay mucha disponibilidad de medicamentos para tratar la malaria. Nosotros venimos tomando doxiciclina como profilaxis pero no es cien por ciento segura y además, como los tiempos se están alargando considerablemente más de lo que habíamos previsto, se nos están acabando las pastillas.
A pesar de que no hay ningún lugar para comprar en el Casiquiare, el dinero también es un problema ya que lo vamos a necesitar más adelante. La plata que nos queda para el resto del viaje la tenemos en pesos colombianos y reales y no entendemos bien qué deberíamos hacer. No sabemos si alguien puede cambiarnos a bolívares ni a qué precio y tampoco estimamos cuanto perderíamos por la devaluación que corre día a día. La única vez que vi bolívares en San Carlos fue cuando un chico estaba empaquetando una pila de unos 15 centímetros de alto. Me explicó que tal vez a mí me parecía mucho pero que en realidad solo era el equivalente a lo que cuesta un kilo y medio de pollo. Si cambiamos nuestro dinero a bolívares, necesitaríamos una mochila para llevarlos. Vane propone que compremos oro. Yo no sé qué pensar.
Otra opción es continuar hacia el norte por el Río Negro (que a partir de la desembocadura del Casiquiare se llama Guainía) entre Colombia y Venezuela hasta Maroa, donde nos juran que hay un tractor que puede llevarnos treinta kilómetros hacia el noreste por la selva venezolana (no sería la primera vez que hagamos un largo viaje en tractor por la selva) rumbo a Yavita, una comunidad que ya se encuentra en un afluente de río Atabapo que es, a su vez, afluente del Orinoco. Ahí tendríamos que conseguir una embarcación hasta San Fernando de Atabapo y luego otra a Samariapo ya cerca de Puerto Ayacucho, la capital del estado. Ahí ya hay carretera, la Troncal 12 que recorre apenas unos 120 kilómetros hasta salir de Amazonas y es prácticamente la única de todo el estado. Nos dicen que esta opción es más factible que ir por el abandonado brazo Casiquiare. Pero justamente el problema es que nuestro objetivo principal era conocer el Casiquiare y a los originarios yanomamis. No lo descartamos pero nos daría pena irnos habiendo llegado tan cerca. Además tampoco es muy seguro. A mitad de camino de la subida por el Guainía se encuentra otro campamento de la guerrilla del lado Venezolano. En este dato confiamos plenamente ya que nos lo dio el propio capitán del corregimiento de San Felipe, la máxima autoridad militar en el pueblo Colombiano. Él coincide con la idea generalizada de que la guerrilla no suele meterse mucho con los civiles que transitan, pero opina que de todos modos nosotros no estaríamos seguros, que siendo extranjeros podrían pensar que estamos yendo para mirar y localizarlos.
El capitán viene seguido a visitarnos. Al principio pensé que era porque, evidentemente, tienen que estar bien al tanto de lo que hacen dos extranjeros raros en la zona, pero después me dio la sensación de que simplemente le caemos bien. Desde que el barco del Bamba regresó a Brasil estamos acampando en la plaza del pueblo, bajo una glorieta con techo de paja. Armamos la carpa en el medio y colgamos las dos hamacas entre postes. No es la única glorieta en la plaza, hay dos más que suelen ser utilizadas por familias indígenas para pasar un par de noches cuando vienen a intercambiar sus productos. El capitán suele visitarnos con sus dos escoltas con armas largas, dos pibes uniformados que al principio de la conversación se mantienen firmes a un par de metros de distancia, luego se van relajando lentamente como quien espera en una esquina, mientras nosotros la pasamos bien charlando con el capitán.
El capitán nos cuenta que decidió entrar en la escuela militar por la guerrilla, qué su familia es de una zona conflictiva y sufrió especialmente la inseguridad en la región y que entonces tomó la determinación de combatirlos. Nos explica que en realidad no cree que por la fuerza se pueda llegar a la resolución total del conflicto, en cambio siente que su misión es simplemente mantener a la guerrilla bien alejada de su ciudad, lo más posible. Nos sorprende escuchar qué, en su opinión, el problema insalvable es la cocaína ilegal. Dice que la guerrilla se nutre del narcotráfico y que es la única razón por la que continúa y continuará existiendo. De todos modos él se siente bien, realizado, manteniendo el conflicto eterno bien lejos, a una buena distancia de sus seres queridos.
El capitán también nos dice que una vez por mes llega
un avión militar desde Bogotá con las provisiones y los soldados de recambio y
que, si hay lugar, puede pedir que nos lleven. Nos explica que nunca se saben
bien las fechas (tal vez por seguridad hayan decidido no comunicar los días
exactos a los civiles) pero que tiene que estar por llegar.
Otra opción es un avión militar venezolano con fechas
totalmente impredecibles y que nos dijeron que no cobran pasaje pero que hay que
llevarles una colaboración a los pilotos, específicamente un paquete grande de
salchichas parrilleras que se puede comprar por 50.000 cops en San Felipe, ese
es el precio. Esta opción es muy impredecible y además tiene el problema de que
nos dicen que en teoría no se puede usar moneda extranjera en Venezuela y podrían
quitarnos todo el dinero en el avión. Cosa que me resulta un poco extraña
porque no entiendo qué pretenden que hagamos con nuestra plata. Tal vez con los
extranjeros sea diferente, pero de todos modos nos deja muchas dudas.
Y por último también hay un avión comercial, un Douglas
DC-3 de la segunda guerra mundial que sigue funcionando, un avión a hélice que
llega dentro de unos días a San Felipe y puede llevarnos hasta Puerto Inírida
en Colombia para luego intentar seguir por río, ya para el lado colombiano sin
pasar por Venezuela.
Pero la realidad es que no queremos irnos sin llegar
al Casiquiare y entonces hemos decidido ir caminando hasta allá. Nos dicen que
hay un sendero que sale de San Carlos hacia el noreste y que llega a Solano,
una pequeña comunidad de la etnia Baré formada por una sola familia a orillas
del brazo Casiquiare. Es el único camino en toda la región y está prácticamente
abandonado. Además nos dicen que, desde hace no mucho, muy cerca de ahí se
instaló una comunidad yanomami a la que se llega remando desde Solano en tiempos
de agua. Hacia allí nos dirigimos, serán 19 kilómetros que intentaremos hacer
en un solo día hasta Solano si logramos ir a paso firme. Le comentamos nuestro
plan al capitán y nos dijo que no hay problema pero que nos cuidemos, que por
supuesto del lado venezolano él no tiene ninguna responsabilidad pero que
vayamos con precaución y que le avisemos antes de partir.
Vamos hacia Venezuela por un paso remoto y notablemente desconocido. La última parada fue São Gabriel da Cachoeira, Brasil, donde tuvimos que esperar un mes para encontrar una embarcación que nos llevara más al norte. Ahora vamos remontando el Río Negro en el crujiente barco del Bamba. Los motores rugen día y noche: de día para avanzar, de noche para mantener encendidas un par de heladeras con provisiones y para bombear el agua que se filtra entre las tablas del casco. Siempre tiene que haber alguien despierto controlando que los motores no se apaguen.
Hay doce hamacas en la cubierta de abajo y doce en la de arriba. La primera noche la cocinera venezolana Laurita y su hijo Jesús durmieron en la de arriba con nosotros. Las siguientes noches Laurita durmió con el capitán. Como siempre nos ocurre con los niños, hemos hecho buenas amistades con Jesús. Él ya aprendió que la mitad de las cosas que le digo no tienen sentido. El tripulante Abelardo es venezolano y trabaja sin parar. El tripulante Seu Yuca es brasileño, simpático y agradablemente embustero. Los rulos canosos se le escapan por debajo de la gorra y siempre se muestra sonriente. Hay dos señoras mayores e indígenas, una de 72 años y la otra de 69. La de 72 se llama Severiana, nació en Brasil pero vivió toda su vida en Venezuela y ahora está tramitando la nacionalidad brasileña, ella solamente nos acompañará hasta Cucuí. La de 69 años es venezolana, dice que una vez pensó en mandar a matar a su marido pero que después decidió irse a Cuba. Ahora, en el barco, se queja de todo, principalmente de cualquier cosa que haga Wilson. El brasileño Wilson es garimpeiro, es decir, buscador ilegal de oro. Los garimpeiros son ilegales por el impacto ecológico que generan al remover la tierra y al usar mercurio en la separación del metal. Trabajan en campamentos bien metidos en las profundidades de la selva. Algunos han tenido conflictos armados con los nativos, los militares y algún otro que se les ha cruzado en el camino. Wilson es simpático, extrovertido, verborrágico, con buen sentido del humor y devoto de la cerveza. Es garimpeiro buzo, la especialidad más riesgosa. Nos cuenta que se sumerge hasta seis horas seguidas y hasta treinta metros bajo el agua. Con grandes mangueras succionadoras los buzos remueven el fondo del río en total oscuridad. Seis horas… en el fondo del río… a oscuras. El mayor riesgo proviene de la posibilidad de una interrupción en el flujo de aire que le bombean para respirar. Un motor que deja de andar, un tronco que se engancha en una manguera, cosas así. El buzo podría salir rápido a flote pero la despresurización vertiginosa genera burbujas en la sangre y muerte. Wilson nos comenta que acaba de venir de Pico da Neblina, el punto más alto de Brasil. Es una zona de muy difícil acceso en tierras yanomamis, un territorio conflictivo, los propios yanomamis prohíben la entrada al lugar a cualquier persona que no sea de su tribu. El conflicto principal es justamente por los garimpeiros. Los nativos no quieren que nadie entre a destruir sus hábitats. Pero Wilson nos dice que estuvo una semana ahí en paz con los yanomamis y que logró extraer casi un kilo de oro. También nos cuenta que en algún momento trabajó en las cocinas de cocaína, pero que ya no.
Wilson no es el único garimpeiro a bordo, también está
el brasileño Nelson. A pesar del parecido de sus nombres y sus profesiones, no
los confundo. Nelson también es amable y sonriente pero, en cambio, él es indígena,
callado, calculador y más bien tranquilo. Además tiene un collar del que le
cuelga una piedra dorada de forma retorcida y caprichosa, un pedazo de oro en
bruto que el alquimista Wilson ya habría convertido en cerveza. Nelson nos
cuenta que hace unos veinticinco días también anduvo por Pico da Neblina donde
trabajó pagando a los yanomamis una comisión de tres gramos por mes. Dice que
se fue porque ahora se pusieron más duros. Me quedé con ganas de preguntarle a
qué se refería.
Al atardecer del segundo día de viaje llegamos a Cucuí, que es la última población antes de la triple frontera. Desde el pequeño pueblo hacia el norte se puede ver la imponente Piedra de Cocuy (1°14′8″N, 66°49′10″W) ya en territorio venezolano. Es una montaña compuesta por una roca de 400 metros de altura que emerge sobre la selva. La piedra se formó en el precámbrico, es decir, en la primera etapa geológica del planeta, muchos millones de años antes de que se formara el continente sudamericano, incluso muchos millones de años antes de que se formara el antiguo supercontinente Pangea. Esa gigantesca piedra está ahí no solo desde antes de que existiera el concepto de “lugar” sino desde antes de que existiera ese “lugar”.
En el pueblo de Cucuí se encuentra el último puesto de
control brasileño. Ahí los militares nos chequearon los documentos y hasta nos
sacaron fotos. Luego dormimos en el barco amarrados al muelle del pueblo.
Por la mañana tardamos en salir. Primero los
tripulantes estuvieron un buen rato ocultando grandes mangueras en el fondo de
la bodega del barco. Según me explicaron, transportamos material para los
garimpeiros: gruesas mangueras para la succión del barro y unas cincuenta
piezas de hierro llamadas caracoles, que se usan para fabricar las bombas de
succión. Nos dicen que el problema no es que el cargamento sea ilegal sino que es
la principal razón que disponen los militares venezolanos para intentar
sacarles todo lo que puedan.
Luego estuvimos varias horas simplemente esperando. Parece
que, desde algún lugar río arriba, un informante se encuentra oteando la costa
venezolana a la espera de que los militares se vayan a almorzar.
En algún momento arrancamos a toda marcha y, luego de salir de Brasil cruzando la invisible triple frontera, fuimos arrimados al lado izquierdo, junto a la costa colombiana, sin despegar los ojos de la costa venezolana, intentando llegar a la Guadalupe antes de que nos interceptaran los militares bolivarianos.
Llegamos. Según Abelardo, tal vez no nos hayan seguido porque no debían tener combustible. Aunque también había posibilidades de que nos interceptaran más adelante.
En La Guadalupe tuvimos que mostrar los documentos. El lugar no es mucho más que una oficina militar colombiana junto a una gran antena parabólica destruida por el abandono, una pista de aterrizaje de tierra y un par de familias de la etnia kurripako que, según nos informa el empleado militar, ahora son pocas debido a los desplazamientos por conflictos con la guerrilla.
Algo que me resultó gracioso es que, ante una pregunta
del militar, Nelson respondió que era agricultor. Luego, ante la misma
pregunta, Wilson respondió directamente que era “garimpeiro”. Entonces Nelson,
sonriente, tradujo como “minero”. Y así quedaron completos los papeles
migratorios.
En algún momento, mientras seguíamos amarrados a la
costa selvática de La Guadalupe, se escuchó que se acercaba una lancha a todo
motor. Entonces los tripulantes se apuraron a esconder las mangueras y los
caracoles sumergiéndolos en el río. Luego Laurita nos dijo que venían los
venezolanos y nos pidió que los filmáramos para que quedara constancia de los
hechos. Pero Wilson opinó que mejor no filmáramos nada, que somos argentinos,
que no tenemos nada que ver con eso, que no nos metiéramos en problemas.
Finalmente, con los militares venezolanos ya a la
vista, decidimos hacerle caso a Laurita y filmar, aunque con disimulo. No
ocurrió demasiado, los soldados llegaron
desde el sur, se aproximaron a nosotros aminorando la marcha, realizaron una
curva cerca del barco, hicieron gestos de amenaza y, sin detenerse, volvieron a
acelerar el motor perdiéndose río arriba, supongo que conscientes de no poder
tocar tierra colombiana.
Luego las horas pasan mientras los tripulantes aprovechan para hacer arreglos mecánicos.
Alguien nos cuenta que el plan es salir a la una de la mañana protegiéndonos en la discreción de la oscuridad de la selva. Pero no resulta ser así. Entiendo que en algún momento hay cambio de planes. Vamos a separarnos: Seu Yuca se queda con un bote con los materiales escondido en algún arroyo selvático colombiano mientras nosotros seguimos viaje remontando el Río Negro, que ahí lo llaman río Guainía.
Finalmente llegamos a San Felipe, el destino final de
nuestro barco, un pueblo colombiano asentado sobre un puñado de calles de
tierra. Nos cuentan que solía estar controlado por la guerrilla hasta hace muy
poco, por las FARC, las recientemente desmovilizadas Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia, pero hace unos diez años llegaron los soldados del
ejército colombiano y tomaron el pueblo. Dicen que la guerrilla no ofreció
resistencia, simplemente cruzaron a Venezuela.
El barco de Bamba se quedará unos cinco días en San
Felipe vendiendo los productos que trae desde Brasil. Me pregunto qué hace con
los pesos colombianos obtenidos en las ventas, y tal vez la respuesta sea
comprar oro a los garimpeiros y venderlo a mejor precio de vuelta en su país.
Algo que no quiero asegurar.
El Bamba nos deja quedarnos en el barco, incluso nos da de comer. Seguimos alimentándonos de las excelentes comidas que nos hace Laurita desde que salimos de São Gabriel. Hay muy buen clima acá y nos da la sensación de que el capitán les cae bien a todos en esta región. Es el que trae provisiones, el que los comunica con Brasil, el que les compra los productos locales. Los indígenas se acercan al braco ofreciendo algún casabe, ananá o açaí y Bamba no discute el precio. Aunque en realidad no es por precio sino por intercambio: un paquete de harina, arroz, azúcar, lo que se necesite.
Y además a Laurita y el capitán se los ve enamorados,
felices.
En frente, del otro lado del río, se encuentra el pueblo venezolano de San Carlos, que es bastante más grande que San Felipe, algo así como diez cuadras por diez cuadras. Es el único pueblo en muchísimos kilómetros a la redonda en el selvático estado de Amazonas. Abelardo nos explica que hasta hace unos años tuvo un gran desarrollo por la inversión social del chavismo, pero que ahora está todo parado, no hay ningún negocio allá enfrente, eso dice. Ya lo veremos con nuestros propios ojos. Hacia allá es hacia donde pretendemos dirigirnos, luego hacia el fantástico brazo Casiquiare, a las tierras yanomamis, a seguir viaje rumbo al Orinoco.
Ya partimos de Manaos remontando el Río Negro, vamos hacia Venezuela. Intentaremos entrar por la selva. Queremos llegar a las muy aisladas aldeas de la etnia yanomami en el extrañísimo y remoto brazo Casiquiare entre las nacientes de las cuencas del Amazonas y del Orinoco. Será la tercera vez en mi vida que pretenda llegar a las tierras de los yanomamis. Las veces anteriores intenté ir accediendo por Venezuela desde Puerto Ayacucho. La primera fue en 1999 y me faltó tiempo (o mucho dinero), la segunda en 2012 y me faltó dinero (o mucho tiempo). Esta vez lo probaremos desde Brasil y espero que tengamos suerte (o mucha paciencia).
Primero viajamos durante cuatro días en el barco Lady
Luiza rumbo a São Gabriel da Cachoeira. Ahí debíamos sellar la salida del
pasaporte y tramitar permisos para seguir por tierra indígena. El viaje fue
notablemente agradable. El Río Negro es el afluente más caudaloso del Amazonas
y también el curso de aguas negras mais
grande do mundo. Un río oscuro y cristalino al mismo tiempo, como si
viajáramos flotando sobre té. Las orillas son de selva mechadas con playas de
arenas blancas. El borde entre el agua y la arena se ve rojizo por los taninos y
fenoles procedentes de la infinidad de plantas que se descomponen en las
vertientes. La limpidez del agua se debe a que la cuenca se encuentra en
terrenos sin montañas jóvenes, sin glaciares en sus nacientes, tierras antiguas
donde el tiempo ha lavado la mayor parte de los sedimentos.
Fue el mejor barco hasta ahora. La comida era
abundante y variada. Almorzábamos tanto que llegábamos sin el más mínimo hambre
a la cena, para volver a embucharnos como gansos de foie gras. La cubierta
principal de hamacas sorprendentemente tenía aire acondicionado, un lujo inesperado
para lo que normalmente se entiende por viajar en hamaca. Era un barco
evangélico, no se vendía alcohol y hasta hubo misa. Y la calidad se reflejaba
en el precio: 380 reales.
São Gabriel da Cachoeira es una población emplazada a
unos treinta kilómetros por debajo de la desembocadura del río Vaupés en el
extremo noroeste de Brasil. A esa altura ya se pueden ver algunas montañas que
emergen aisladas entre la selva. El pueblo tiene 20 mil habitantes y el
municipio unos 40 mil, donde el 85% son originarios. Es el municipio más
indígena del país. Además del portugués, las lenguas oficiales también son el tucano, el ñe’engatú (un primo lejano del guaraní) y el kurripako. Cuando las aguas del Río Negro están bajas casi no hay
forma de que llegue mercadería desde Manaos y eso era lo que había ocurrido
justo antes de que llegáramos. Nosotros fuimos con la crecida, el día en que se
reestableció el abastecimiento. La pequeña ciudad llevaba una semana sin huevos
ni cerveza. La escasez de huevos no había generado demasiados problemas, pero
la falta de cerveza produjo una situación tan tensa que estuvo a punto de hacer
caer al gobierno local.
Habíamos pensado pasar pocos días en São Gabriel pero la estadía fue extendiéndose. Primero porque el trámite de los permisos de la FOIRN y la FUNAI para entrar en tierras indígenas duraron dos semanas (que finalmente no eran necesarios, ya que nadie iba a pedirnos nada viajando por el río) y luego porque conseguir un barco que nos llevara más al norte costó esas dos semanas y otras dos más.
Los primeros quince días lo pasamos en la casa de Alysson, único hospedador de couchsurfing de la ciudad, un biólogo muy buena onda con el que recorrimos la selva y los igarapés rojizos de los alrededores. En lo de Alysson además conocimos a Boban, un serbio también muy buena onda, que se alojaba en su casa, el couch más largo que hemos visto hasta ahora, hacía seis meses que vivía ahí. Caminamos por la selva, compartimos un San Pedro y rapé, nos reímos bastante.
El resto de los días quisimos tomarnos unas vacaciones dentro del viaje y nos alojamos en el desvencijado Hotel Walpés con vistas a las sorprendentes playas blancas del rojizo Río Negro y también al puñado de ebrios que suelen quedar desmayados especialmente en esa zona, aunque no particularmente en un lugar determinado: notamos que los borrachos locales, aprovechando lo económica que es la cachaça por ahí (un dólar el medio litro) terminan quedando inconscientes en lugares variables de la vía pública, habitualmente con el cuerpo contorsionado sobre algún escalón, reflejando el momento determinante en que la lucidez es superada por el desnivel del terreno.
La pasamos muy bien en São Gabriel, lo único que nos
preocupaba un poco era que la prolongada estadía mermaba nuestras reservas de
doxiciclina, de la cual no quisimos prescindir en estos días en una ciudad que,
con solo 20 mil habitantes, tiene 13 mil casos de malaria por año. Pudimos
conseguir algunas pastillas más en el hospital, pero nada en las farmacias que siguen
un poco desabastecidas por los últimos días de aguas bajas.
La primera opción de trasporte río arriba había sido un barco militar que prometió llevarnos gratuitamente hasta Cucuí, ya muy cerca de la frontera. Alguna vez se construyó una carretera interna para llegar hasta ahí, pero hace unos años la crecida de un río arrastró uno de los puentes, luego el arreglo se atrasó y ahora la vía está impasable y un poco engullida por la selva. Hoy en día solo se va por río, el mismo Río Negro que además conecta una enorme cantidad de comunidades originarias, según podemos ver en los excelentes mapas que con seguimos en ISA (Instituto Socio Ambiental). Pero el barco militar se atrasó un día, luego dos, luego tres y un sábado nos dijeron que no saldrían ni ese día ni el domingo, que tal vez el lunes. Cuando fuimos el lunes muy temprano ya habían salido el domingo y no habría otro barco militar hasta dentro de uno o dos meses. Probablemente alguien en la cadena de mando no quiso llevarnos.
La segunda opción fue una canoa techada de una familia tucano que tardaría varios días en llegar a Cucuí. Una mañana lluviosa no nos entendimos del todo y también partieron sin nosotros. Tal vez así haya sido mejor porque no daba la sensación de que entrara más gente en esa canoa. La tercera opción fue otra canoa con techo al mando de Rafael (venezolano) y Norberto (colombiano) que podría llevarnos hasta San Felipe, ya en Colombia, frente a Venezuela, siempre y cuando lograran vender un motor fuera de borda para comprar combustible. Cosa que nunca ocurrió.
Finalmente, luego de extenuantes jornadas yendo y viniendo bajo el sol por largas calles de tierra amazónica, conseguimos un agradable y crepitante navío de madera, el barco del Bamba, para continuar rumbo a la recóndita frontera con Colombia y Venezuela.
Lleva mercadería pero también tiene espacio para algunas hamacas. Cobra 250 reales hasta San Felipe e incluye la comida de los tres días de viaje que hay por delante.
Lo más curioso de Leticia fue que el primer día
conocimos a un cabo del ejército que nos ofreció invitarnos con cerveza, marihuana
y cocaína (esta es la segunda vez que visito Colombia y en ambas oportunidades
me ocurrió que me ofrecieran dadivosamente cocaína en el primer día en que piso
el país). Algunas cosas aceptamos, otras no.
En un momento de la noche, a mi pedido, el cabo nos
contó sobre un enfrentamiento con la guerrilla. Era una historia larga en la
que hubo siete muertos, incluyendo un niño de doce años que pasó su última
noche escondido en la selva. Fue una persecución de ocho días en las que los
militares sufrieron demasiada hambre y envidiaron la Coca-Cola y el tabaco de
los guerrilleros. Con potentes binoculares podían verlos beber y fumar en la
ladera opuesta del valle y se les estrujaba aún más la panza. La tortura del
hambre y de la envidia terminó con un avión de apoyo que llegó con pollo asado.
No recuerdo bien cómo terminaba la historia pero el saldo de muertos era a
favor de los militares.
Tardamos tres días y medio en barco desde la triple frontera hasta Manaos. Pagamos 200 reales. En Brasil los barcos son mucho más caros que en Perú, pero también mucho más cómodos y la comida pasa de ser miserable a exageradamente abundante. Viajamos en O Rei Davi. Pasamos horas en las hamacas, miramos la selva, compramos una cachaça en una de las pocas paradas en algún pueblo selvático, pescamos e hicimos amistades y charlamos con unas uruguayas porque siempre es bueno charlar con uruguayos. Aunque creo que lo mejor que hicimos fue este video de Vane, un proyecto titánico:
Manaos nos recibió con el calor de la selva talada. Es
una ciudad agradable y aplastante. Terminamos durmiendo en un hotel antiguo en
el barrio más picante del centro. A las tres de la mañana nos despertamos por
golpes en la puerta. Del otro lado un murmullo en portugués decía que era la
policía. Dormido, me tomé un tiempo para pensar opciones que no tenía. Pedir
identificación, hacer preguntas, hablar en portugués a través de la puerta
robusta. Finalmente decidí abrirles.
Parecían policías. Eran dos. Entraron y revisaron
superficialmente las mochilas y nos explicaron que venían por una denuncia,
buscaban a una pareja con un bebé. Y se fueron. Tal vez porque no parecía haber
bebés en las mochilas.
Visité tres veces Manaos en los últimos veinte años y
lo que más me ha llamado la atención es como se ha ido deteriorando mi
capacidad de sacar fotos en la gran ciudad amazónica. Saqué cuatro fotos
analógicas en 1999, tres fotos digitales en 2012 y solo una con el celular en
estos días.
2012
2012
2012
Actualidad. Ayahuasca en Parque do Minfdú.
Ahora conseguimos alojamiento por couchsurfing en la casa de Amanda y Claudio en un barrio alejado (en Brasil todo es alejado). Tenemos que esperar unos días hasta que parta el Lady Luiza, el barco que puede llevarnos subiendo varios días por el Río Negro hacia São Gabriel da Cachoeira, la ciudad más indígena del Brasil. La idea es seguir hacia el norte e intentar entrar a Venezuela por una recóndita zona del estado de Amazonas. Tendremos que tramitar permisos para atravesar tierras indígenas.
Amanecimos en Pantoja, en el río Napo, con el sol saliendo entre la selva. Estábamos en la frontera entre Ecuador y Perú, una de las regiones más deshabitadas del planeta. El M/F Heroica, el barco carguero que mantiene aprovisionadas a las comunidades del río desde Iquitos hasta la frontera había pasado hacía poco menos de veinticuatro horas y no volvería a pasar hasta dentro de dos o tres semanas. No queríamos esperar tanto para ir hacia Iquitos y la solución era una lancha que prometía ir lo suficientemente rápido como para alcanzar al barco antes del mediodía.
Partimos a las seis de la mañana y efectivamente viajamos
a gran velocidad, espantando a los pájaros amazónicos. Solo nos detuvimos una
vez en una aldea indígena para comprar carne de cerdo de monte ahumada. Cuando
volvimos a desacelerar ya habíamos alcanzado al carguero en una comunidad de la
que no recuerdo su nombre. El lanchero tuvo que señalar varias veces hasta que
comprendí que cosa era el barco, que desde nuestro punto de vista parecía solo
un cubo oxidado a metros de la orilla.
Bajamos de la lancha cargando las mochilas pesadas
intentando no resbalar en el barro. Los habitantes de la comunidad que antes
estaban mirando el barco ahora nos miraban a nosotros. Nosotros los mirábamos a
ellos y al carguero que, a medida que nos acercábamos se parecía más a una villa
flotante, un conjunto de chapas oxidadas formando dos pisos con agujeros por
los que salían brazos y cosas. Y entonces sentí que, por primera vez en nuestro
viaje, tal vez estuviéramos a punto de rechazar un trasporte por sus
condiciones de comodidad.
Lo de M/F no lo entiendo, lo de Heroica sí.
–Vane, ¿estás dispuesta a viajar cinco o seis días en eso? –Estoy con la copita –respondió Vane con el ceño fruncido y los ojos tristes.
Ella no necesitaba ninguna excusa para pedirme que no
fuéramos, pero de todos modos me tomé unos segundos imaginando la situación. No
sé cómo se debe sentir una menstruación, pero estoy seguro que no me gustaría experimentarla
en los baños de chapa de un hacinado barco, aislado durante días.
Al volver a la lancha el lanchero nos miró con cara de
yo-les-avisé, a pesar de que nunca habíamos hablado de la calidad del barco, y
propuso llevarnos hasta Santa Clotilde. Ahí, dijo, tendríamos más opciones.
A todo trapo.
Entonces fueron varias horas surcando curvas de la
cuenca amazónica. Llegamos al atardecer.
Santa Clotilde (2°29’18″S, 73°40’38″W), a pesar de la gran cantidad de basura acumulada en la ribera, nos pareció una comunidad agradable y decidimos quedarnos un par de días alojados en un hotel muy barato (15 soles los dos) mientras esperábamos algún trasporte que nos llevara a Iquitos. Nos habían dicho que llegaría otro carguero desde el río Curaray.
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En Santa Clotilde hay un pequeño hospital y ahí aprovechamos para chequearme una llaga que tengo en el brazo. Dicen que puede ser leishmaniasis, algo que sería muy malo porque la cura es larga y agresiva. La leishmaniasis es producida por parásitos que entran en la piel a través de picaduras de jejenes. Acá hay una gran cantidad de jejenes y el repelente de mosquitos no es muy efectivo contra estos bichos.
Hippie sin OSDE.
Creo que deberíamos apurarnos un poco hacia zonas más seguras, más relajadas. Porque, además, acá también hay mucha malaria.
En la semana 34 se enfermó el que hacía las mediciones.
Al tercer día coincidieron ambos barcos. Por la mañana
llegó el M/F Heroica, la villa flotante que venía de la frontera, y por la
tarde llegó el M/F San Ignacio, la villa flotante que venía del Curacay.
M/F Heroica
M/F San Ignacio
Lo curioso es que, a pesar de que el San Ignacio no se veía muy diferente al Heroica, solo un poco menos oxidado, esta vez no nos sentimos incómodos al abordar. Vane se sentía mejor y ya solo quedaban dos días y medio hasta Iquitos.
La otra opción era ir remando.
El viaje fue agradable, un flotar lento por el río de un kilómetro de ancho en el que fuimos bandeando de orilla en orilla según el recorrido de la curva o la ubicación de las aldeas con pasajeros. Fue agradable a pesar de la comida: pan y avena líquida como ejemplo de desayuno y arroz con un centímetro cúbico de pollo como ejemplo de almuerzo.
Y Vane como ejemplo de acompañante ideal.
Y agradable a pesar del hacinamiento de hamacas: tenía a una mujer cruzada por abajo y un tipo cruzado por arriba y para ir al baño había que gatear y hasta arrastrarse intentando no empujar a los durmientes.
La segunda noche dormí sobre un banco porque se me
rompió la hamaca. Se rajó la tela. No me apené demasiado, la había comprado en
Tailandia en 2005 y tuvo mucho uso.
Tela rompí.
Aunque, a decir verdad, lo peor del viaje fue el olor.
La cubierta de abajo, la de carga, además de productos agrícolas llevaba
animales: gallinas, cabras, dos vacas, un búfalo y una decena de chanchos. El
intenso olor de la caca de los cerdos nos acompañó todo el viaje.
Somos animales.
Luego Iquitos nos sacudió con el caos de las urbes. Una
ciudad con historia, ruido, calor, humedad, miles de motocars y más historia.
Hay pocas ciudades en el mundo a las que no se puede acceder por caminos e
Iquitos es la más grades de estas. Tal vez por eso los colectivos son de
carrocería de madera. Supongo que en la selva es más económicos mantenerlos así
que traer nuevos por agua.
Iquitos, pará la moto.
Nos alojamos en un hotel antiguo y barato que luego curiosamente descubrimos que aparece en la película Fitzcarraldo. Frente al hotel había una despensa atendida por dos mujeres indígenas que vestían con largas polleras negras y pañuelos, también largos y negros, cubriéndoles el cabello. En algún momento quise preguntarles por sus vestimentas, pero me ganaron las ganas de no molestarlas.
También nos sorprendió el mercado de Iquitos que nos agradó a pesar de que es el más sucio que hemos visto nunca. Un lugar cálido y húmedo donde el barro y la basura se van acumulando en las calles formando una pasta de gran variedad de colores y aromas. Al caer la tarde, las calles del mercado se limpian con ayuda de una pala mecánica.
Reciclando.
Es un mercado donde se puede comprar casi todo, incluyendo un pedazo de caimán para hacerlo a la parrilla. Y también hojas de coca, harina de coca, San Pedros y hasta botellas de ayahuasca. Me reencontré con las hojas de coca después de mucho tiempo, algo que añoraba considerablemente al momento de tratar de concentrarme en la escritura de estas crónicas.
Trichocereus pachanoi
También calurosa y húmeda fue nuestra recorrida por
los hospitales de la ciudad. Queríamos saber a qué se debía la llaga de mi brazo.
Cuando logramos que nos atendiera una infectóloga nos anticipó que era muy
probable que fuera leishmaniasis y que seguramente tendríamos que quedarnos en
Iquitos por veinte días o un mes que es lo que dura el tratamiento. La cura no se
puede hacer ambulante porque los medicamentos son tan fuertes que se aplican
con monitoreo cardíaco en el hospital. Pero, aclaró, de todos modos lo primero
era confirmar el diagnóstico en laboratorio.
Me sentía mejor de lo que aparenta la foto.
Finalmente la biopsia dio negativa para leishmaniasis,
solo encontraron hongos. Aunque me avisaron que eso no quería decir nada, que
la infección era muy reciente y que debo tratarme con crema antimicótica
durante un mes y volver a hacerme una biopsia si no se me cura.
Nos costó encontrar dónde comprar pasaje para seguir
río abajo por el Amazonas, hacia la triple frontera con Colombia y Brasil. En
la confusión de puertos que es la ciudad polvorienta, terminamos en un barrio
del cual salimos apurados por el exceso de alcohol y prostitución (el de ellos,
no el de nosotros). Cuando finalmente encontramos el lugar correcto resultó ser
Puerto Ransa, el mismo al que habíamos arribado unos días antes.
Viajamos durante dos días en el MF El Gran Diego, un
barco bastante más grande que los anteriores, con una cubierta para la carga y
dos para las hamacas.
Nos sentíamos mejor de lo que aparenta la foto.
Lo más curioso de este trayecto fue que, en algún
momento, noté que viajábamos con una mujer originaria con vestimenta similar a
las almaceneras de enfrente del hotel. Era una anciana y venía coqueando. Desde
las sierras peruanas que no había visto a nadie coquear.
–Kanchu coca –dije como excusa innecesaria para
charlar.
La anciana sonrió y me ofreció un poco de sus hojas. Yo
le ofrecí de las mías y eso le hizo aún más gracia.
–¿Habla español? –pregunté estúpidamente. –Kichwa y español –me contestó.
Entonces charlamos un buen rato (en español, por supuesto). Me contó que estaba viajando a Alto Monte de Israel, la comunidad donde vivía, que la coca la cultivaba ella misma y unas cuantas cosas más que ya no recuerdo. En algún momento le pregunté por su vestimenta.
–Es por mi religión. –¿Cuál religión es la suya? –Israelita.
Por alguna razón en la que me desconozco no seguí indagando sobre sus creencias. Simplemente seguí coqueando y charlando de variadas cosas con la mujer kichwa israelita, hasta que se bajó en su comunidad Alto Monte de Israel (3°52’58″S, 71°27’04″W) donde subieron momentáneamente dos niñas a vender pochoclos y chifles, vestidas también con pollera y pañuelo negro tapando el cabello.
Le pregunté si era pochoclo kosher.
Luego me enteré de que Alto Monte de Israel es una comunidad de una secta fundada en los años noventa por un tal Ezequiel Ataucusi Gamonal. Una secta de sincretismo incaico cristiano.
Ahora estamos en Leticia, Colombia, en un sorprendentemente
barato hostal con piscina, deseando descansar un poco y conocer el lugar antes
de seguir en barco por el Amazonas hacia Manaos. Aunque en realidad lo que más
deseo es que la llaga de mi brazo no sea leishmaniasis y se me cure con la
crema antimicótica.