Caminando a Panamá por la selva del Darién

Scroll this

Carmen y Gonzalo están totalmente convencidos, vienen con nosotros. Vamos en busca de las comunidades originarias Guna en la zona continental.

Siempre pensé que La Miel era el final de los caminos desde Sudamérica hacia el norte. Ahora sé que los senderos siguen entre las montañas selváticas y la costa del Caribe por zonas controladas en parte por los militares, en parte por los originarios guna y en parte por los grupos armados.

No hay carreteras entre Sudamérica y Centroamérica, la zona se conoce como Tapón del Darién. Muy poca gente cruza a pie por la selva y todos lo hacen de forma ilegal. Son inmigrantes engañados por organizaciones internacionales turbias. El recorrido completo se hace en unos seis días y algunos de ellos mueren en el camino, supuestamente asesinados por narcos.

Para cruzar de forma legal a Panamá se puede sellar la salida del pasaporte en Capurganá (Colombia) y la entrada en Puerto Obaldía (Panamá). Hay un sendero poco conocido que lleva de un pueblo al otro, pero es un sendero largo, montañoso y además está prohibido por los militares panameños, los cuales argumentan restricciones debido al control del tráfico de personas y cocaína.

Frontera Colombia Panamá.

Tampoco es tan fácil tener buena información del terreno, de hecho en Google Maps toda la zona se muestra con poca definición, probablemente para no facilitar información a los grupos armados. Incluso se puede notar que las instalaciones y viviendas de Puerto Obaldía se encuentran intencionalmente censuradas en las fotos aéreas.

Puerto Obaldía camuflado.

La única forma legal es ir en lancha rodeando el Cabo Tiburón. Eso hicimos, nos costó 8 dólares a cada uno. Al llegar a Puerto Obaldía tuvimos que meter los pies en el agua porque ahí no hay muelle para pasajeros. Luego nos recibió un fuerte control militar en donde nos revisaron las mochilas y un fuerte control de migración dentro de una calurosa casilla de madera.

–¿Tienen 500 dólares para mostrar? –preguntó el empleado sudando y sin levantar la vista de sus papeles.
–Sí –respondimos con confianza porque ya sabíamos que eso era un requisito.
–¿500 cada uno? –preguntó esta vez levantando la vista y mirándonos a los ojos.
–Sí… casi… tal vez un poco menos –dije mintiendo y mostrando un fajo de billetes de variados valores que apenas superaban los 500 dólares en total.

Salimos de la calurosa casilla sudando en exceso pero con los pasaportes sellados y, para nuestra sorpresa, en el pueblo ya estaba esperándonos un originario Guna de la comunidad Armila. No pensábamos tener un guía, simplemente íbamos con la idea de preguntar por el sendero hacia Armila y presentarnos directamente en la aldea. De hecho era lo único que sabíamos, que había un camino que llevaba a esa comunidad, nos lo había dicho Alberto, el chileno dueño del camping en Sapzurro. Nos había comentado que se podía llegar caminando y eso fue lo que nos animó a ir. Nos contó que él a veces les mandaba turistas muy especializados que asistían a ver las puestas de enormes tortugas marinas en los meses de junio, julio y agosto. Ahora, aparentemente, Alberto había logrado comunicarse con alguien de la comunidad y por eso nos mandaban un baquiano.

Fue un poco más de hora y media entre la selva, subiendo y bajando la montaña.

Las tortugas llegan más rápido.

Armila se encuentra en el inicio de una playa de unos trece kilómetros de largo, que es donde vienen a desovar las tortugas.

En la vista aérea parece más fácil.

La aldea está formada por unas treinta o cuarenta casas, en su gran mayoría construidas con paredes de caña brava y techos de hojas de palmera.

Armila.

Lo más conocido de los Guna (antes llamados Kuna) es la vestimenta de las mujeres, especialmente las molas, que son tejidos hechos con la técnica de apliqué invertido. Lo hacen encimando, cosiendo y recortando telas, que resultan en llamativos dibujos de animales o figuras geométricas notablemente psicodélicas. Las molas tienen su origen en los dibujos que solían pintarse las mujeres en sus cuerpos. Ahora el tejido se cose a la parte delantera y trasera de blusas floreadas. Abajo visten una falda negra con vivos amarillos, naranjas o verdes. En la cabeza llevan un pañuelo rojo con líneas amarillas o blancas. En los brazos y piernas, increíbles mangas hechas con mostacillas atadas que recubren las extremidades formando figuras geométricas donde predominan los colores naranja y amarillo. Y, finalmente, en la cara a veces se pintan una línea negra a lo largo de la nariz con un aro de oro atravesando el tabique.

Se puede ver bien las vestimentas en estas fotos que sacó Carmen, la fotógrafa profesional del grupo:

Tejiendo mola.
Bebé apreciando mola.
La cruz esvástica se encuentra en el centro de la bandera Guna y representa al origen del Universo.

Nos quedamos dos noches en Armila, nos alojamos en unas cabañas que habían construido para los que vienen a hacer avistamiento de tortugas.

Para no gastarnos las provisiones, arreglamos un precio con nuestro guía y comimos siempre con su familia.

Una de las noches salimos a ver si veíamos alguna tortuga desovando pero no tuvimos suerte, ya estamos fuera de temporada, solo vimos el nido y los rastros de una puesta que había terminado hacía unas horas.

El segundo día se festejaba el día del niño. Durante esa jornada la comunidad estuvo a cargo de los chicos, quienes básicamente se dedicaron a correr entre las casas multando a los vecinos que tuvieran sus mascotas sueltas y a robar gallinas para enriquecer el gallinero de la escuela. Aparentemente esa es la idea que tienen los más pequeños sobre ejercer la autoridad local.

Mascotas sueltas.

Por la noche hubo baile de niños, ambientado por un parlante a batería que emitía principalmente reggaetón.

Foto de Carmen.

Algunos pequeños sacaron a bailar a Vane y a Carmen repetidas veces y les dedicaron danzas y gestos románticos.

Foto de Carmen.

En esos días nos enteramos de que el sendero continúa bordeando la costa y conduce a dos comunidades más: Anachucuna y Carreto. Entonces decidimos seguir hacia adelante. Nos avisaron que en esas aldeas son mucho más tradicionales, los sailas (los jefes de las comunidades) son más estrictos con las reglas. Nos avisaron que poca gente las conoce y que ahí nunca van turistas pero que seguramente seríamos bienvenidos.

Se suponía que la distancia entre Armila y Anachucuna se hacía en cuatro horas a paso firme pero nosotros fuimos cargados como de costumbre y a ritmo tranquilo. Tardamos todo el día.

Hay 15 kilómetros entre Armila y Anachucuna.

Nos habían dicho que el único paso un poco complicado sería el río Pito, más o menos a mitad de camino. Al llegar al río y antes de cruzarlo, decidimos parar para cocinarnos unas pastas y descansar un rato.

El río estaba bastante profundo, tuvimos que cruzarlo con las mochilas sobre la cabeza.

Al terminar la extensa bahía de trece kilómetros de largo entramos a una península selvática y luego salimos a otra playa más pequeña, de unos dos kilómetros de largo más o menos.

Llegamos a Anachucuna con el sol bajo.

Fuimos recibidos, como de costumbre, primero por la mirada curiosa y atónita de los niños, luego la mirada atenta y esquiva de las mujeres y finalmente la mirada interesada y precavida de los hombres.

Cuando ya casi estábamos en el centro de la comunidad uno de los hombres se nos acercó a paso apurado, nos saludó y, no con poco esfuerzo, nos dio a entender que debíamos dirigirnos a la casa del pueblo y que él iría a llamar al saila para que hablara con nosotros.

La casa del pueblo era una gran choza de caña y paja con un interior casi vacío, solo ocupado por las columnas, una mesa y algunos jarrones de cerámica sobre el piso de tierra.

Unos minutos después, mientras evaluábamos posibilidades para acampar, llegó el saila con una mujer que hacía de traductora. El saila era anciano, arrugado y de expresiones serias. La mujer parecía joven y simpática. Primero nos presentamos, contamos lo que estábamos haciendo. Después de que la mujer nos tradujera, el saila habló un largo rato en su idioma. La mujer tradujo que estaban esperando un grupo de médicos pero que creían que no éramos nosotros. Entonces nos preguntó si éramos inmigrantes ilegales. Le contestamos que no. Pasadas unas cuantas explicaciones más, finalmente nos dijeron que éramos bienvenidos y que podíamos acampar ahí mismo, pero nos aclararon que estaba prohibido sacar fotos: era una regla de la comunidad. Poco después nos enteraríamos por otros comunarios de que lo que no podíamos era sacar fotos de cerca a la gente, salvo en el ámbito privado y pidiendo permiso, lo cual me resultó una regla no solo entendible sino también agradable.

Junto a la casa del pueblo está el congreso, que es una choza similar pero con hamacas y bancos de madera en el interior. Por la noche hubo reunión, una especie de misa con las mujeres sentadas en los bancos y los hombres acostados en las hamacas. Desde la hamaca principal el saila estuvo largo rato entonando canciones. Nosotros veíamos y escuchábamos desde nuestra choza, a través de las paredes de caña.

En el par de días que estuvimos en Anachucuna hicimos buenas amistades con uno de los maestros de la comunidad y su hijo Joseph de 11 años. El chico era notablemente inteligente y se interesaba en nosotros. Estuvimos un rato ayudándolo a él y a otros compañeros con la tarea de inglés de la escuela. Me sorprende agradablemente que estos niños de la selva aprendan tres idiomas.

La casa del profesor estaba ampliada con materiales reciclados.

Después el maestro y su mujer nos invitaron a cenar pollo de campo con arroz y plátano frito.

El resto del tiempo fue meternos en el mar, bañarnos en el río y pasear por la aldea. Algo inevitable en las comunidades es jugar con los niños, nos ocurre siempre. Además Gonzalo cargaba un guitalele, una pequeña guitarra, y eso era un gran atractor. En las comunidades siempre sentimos un equilibro dinámico entre la curiosidad y la sospecha y a veces pienso que un instrumento musical es la mejor carta de presentación. A pesar de que una funda de guitarra puede ser un buen escondite para una ametralladora, la gente rara vez sospecha de alguien que se pasea con un instrumento.

En estos días fuimos aprendiendo frases en dulegaya, el idioma guna. Aprendimos a decir ¿igi be nuga? (¿cómo te llamas?), ¿igi birga be nica? (¿cuántos años tienes?), dii (agua), be an ai (tú eres mi amigo), dog nued (gracias) y ¡tatái! (¡adiós!), esto último era lo que nos gritaban la mayoría de los niños que nos cruzábamos por la aldea.

¡Tatái! –dicen las paredes de caña.

En algún momento, entre choza y choza, un hombre nos extendió la mano y nos dijo que había uno de nosotros en su casa.

–¿Cómo uno de nosotros?
–Venga, venga…

Acompañamos al hombre hasta una galería en la parte de atrás de su choza donde nos presentó a un tipo flaco, alto, pálido y barbudo; vestía camiseta de fútbol, bermudas y zapatillas de lona. El tipo, con verborragia exuberante, nos contó que era venezolano, que había venido caminando desde Capurganá y que el primer sendero a Puerto Obaldía le había costado mucho, durmió en la selva. Nos explicó que tenía pasaporte de Suecia pero que no lo había sellado en ninguna frontera. Se dirigía al consulado sueco en Panamá City. Charlamos un largo rato y le deseamos suerte.

Cuando decidimos seguir viaje hacia Carreto fue el propio Joseph quien nos marcó el camino acompañándonos en el primer tramo.

Joseph. Foto de Carmen.

El maestro nos avisó que en Carreto eran más estrictos; por ejemplo, las mujeres estaban obligadas a usar la ropa tradicional todo el tiempo que no estuvieran dentro de sus casas. Le preguntamos si podría ser un problema la vestimenta de Vane y Carmen. Nos contestó que no, pero que nos aconsejaba prescindir de las bikinis. Yo prometí no usar bikini.

El camino a Carreto también lo hicimos a nuestro ritmo.

Parando a descansar.

Parando a pescar.

Por zonas pantanosas.

Por zonas arenosas.

Por zonas boscosas.

Por zonas acuosas.

Por zonas contaminadas: según su relación con las corrientes marinas, algunas solitarias y paradisíacas playas del Caribe se llenan de plástico.

Foto de Carmen.

Por zonas elevadas.

Por zonas inestables.

Parando a descansar otra vez.

Repetidas veces.

Hasta que llegamos a Carreto.

Esta vez fue más fácil presentarnos porque llevábamos la recomendación del maestro de Anachucuna. No tuvimos que hablar con el saila, solo con nuestro contacto. Y una vez más nos ofrecieron instalarnos en la casa del pueblo.

En Carreto hicimos amistad con el maestro Alcides y hasta planificamos dar una clase juntos, pero no ocurrió porque nos desentendimos con los horarios.

Y con el lugar.

Carreto está sobre una zona relativamente fértil en las que se plantan frutales y pudimos comprar ananás y mangos a los vecinos. Las frutas fueron un buen complemento para nuestros víveres en los que abundan las pastas y el arroz.

También juntamos algunos cocos, pero esto tuvimos que hacerlo con prudencia y sin exceso ya que todas las palmeras de la comarca Guna Yala tienen dueño. Los cocos son algo parecido a una moneda de cambio para los guna. Los productos comerciales básicos de las comunidades llegan de Colombia en pequeños y rústicos barcos de madera y son intercambiadas principalmente por cocos. Dentro de las comunidades, como moneda local, el precio actual de los cocos es de 25 centavos de dólar cada uno.

No son fáciles de guardar en la billetera.

Otra cosa que debíamos hacer discretamente era tocar el guitalele. Nos avisaron que, hacía unos días, una adolescente de la comunidad había intentado abortar con métodos caseros y ahora estaba muy grave de salud. Como estaban en una situación parecida a un luto el saila había prohibido la música en toda la aldea hasta que la niña se recuperase.

A partir de Carreto ya no hay caminos para continuar, salvo uno que trepa por las montañas y es el que hacen los inmigrantes ilegales para llegar, después de un par de días de caminata, a las carreteras que unen con el resto de Centroamérica. Pero en un momento supimos que los maestros irían en canoa a motor hasta la isla de Caledonia, que está a unos veinte kilómetros y es la siguiente comunidad, la primera isla habitada accediendo desde el sur. Les pedimos que nos llevaran y nos ofrecimos a pagar el combustible. Sin duda estábamos avanzando más de lo planeado.

Armamos las mochilas, subimos tambaleantes a la canoa y viajamos durante una hora y media hasta Caledonia.

Caledonia, por ser una isla de origen coralino, es totalmente plana y apenas se eleva por encima del nivel del agua; mide más o menos unos 400 metros de longitud por unos 200 metros en la parte más ancha y está casi totalmente cubierta de chozas. La escuela y dos o tres construcciones más son de material y el resto lo constituyen más de quinientas chozas de caña y paja de variados tamaños.

Una vez más nos reunimos con el saila, una vez más acampamos en la casa del pueblo y una vez más hicimos amistades con uno de los maestros de la comunidad, el profesor Asterio Ramírez.

A las cuatro de la madrugada, en plena oscuridad, las mujeres comenzaban a cocinar con leña el desayuno de los niños de la escuela en nuestra ahumada habitación.

Caledonia, si bien es una isla, está paradójicamente menos aislada que las aldeas anteriores ya que se encuentra en la línea de navegación de algunos veleros que cruzan de un continente al otro y por eso están más acostumbrados a los turistas. Incluso hay un pequeño y austero hospedaje de madera en el que se paga 10 dólares la noche y en dos o tres casas se hacen comidas a tres dólares el plato e incluyen pescado, centolla y langosta, que son las carnes más fáciles de conseguir en la zona.

Mil imágenes valen más que una palabra.

Pasamos tres agradables días en Caledonia en los que comimos centolla (escaseaban circunstancialmente las langostas), alquilamos una canoa para remar entre las islas cercanas, hicimos snorkel y, por fin, esta vez sí dimos una pequeña clase con el profesor.

En dos ocasiones alquilamos una canoa, dos jornadas notablemente agradables. La idea era alejarnos un poco y salir a pasear y hacer snorkel por las islas deshabitadas. Bucear cerca de Caledonia no es muy recomendable ya que los baños de todas las casas de la isla se encuentran construidos en pilotes sobre el agua, la caca cae directamente al mar cristalino y eso genera paisajes subacuáticos poco agradables.

Foto de Carmen.

La primera media hora de navegación no hicimos mucho más que girar en círculos como si nos llevara un torbellino (no es nada fácil remar dentro de un tronco ahuecado) tratando de alejarnos lo más rápido posible de la isla para evitar las risas de los locales.

Comediantes trabajando.

Luego, con esfuerzo, fuimos aprendiendo un poco a remar y logramos avanzar mejor, aunque en forma algo serpenteante.

Y en algún momento, como quien aprende a andar en bicicleta por primera vez, finalmente pareció que comenzábamos a remar en línea recta, razonablemente recta.

Y entonces, lejos de los interiores humanos liberados, a bucear.

La transparencia del agua era un lujo, un lujo de isla del Caribe.
Damisela Stegastes planifrons.
Pez ardilla (Holocentrus adscensionis).
Gusano plumero gigante (Sabellastarte magnifica).
Carmen y Vane cogiendo conchas.
Pez cirujano azul del Caribe (Acanthurus coeruleus) joven.
Erizo de espinas largas (Diadema antillarum).

Uno de esos días llegó el venezolano. Había caminado desde Anachucuna a Carreto y luego había seguido por la costa. Como el sendero se acababa tuvo que continuar caminando sobre los corales. Eso hizo que se le destruyeran las zapatillas y se cortara los pies. Durmió en la selva, bajo la lluvia fría. Al día siguiente, al pasar por delante de Caledonia, decidió tirarse a nadar. Ahora está con los pies infectados e hinchados. Sus pertenencias son una camiseta, una bermuda y un pasaporte mojado. Se está alojando con una familia a la cual le prometió trabajar unos días para ellos (cuando se le curen los pies) a cambio de comida.

Un niño tocando el sicu, una niña con maraca y el venezolano al fondo.

Con el profesor Ramírez charlamos bastante, particularmente aprendimos un poco más del dulegaya. Por ejemplo, nos enteramos de que «¡Tatái!» no era en idioma guna, sino que eso es lo que le gritan los niños a los extranjeros intentando decir Bye, bye!

También nos explicó que Caledonia en dulegaya se dice Coedub o Goedub o Coetupu, que significa isla venado, pero que en realidad no es esta la isla original. Coetupu era la que habitaban antes: la que estábamos pisando ahora era Gannirdub. Se mudaron ahí hace muchos años porque un espíritu malvado se instaló en Coetupu.

Finalmente acordamos que lo mejor para la clase conjunta sería una clase de inglés que finalizara con una canción en tres idiomas: dulegaya, español e inglés. La música la compondría Gonzalo en su guitalele y la letra un poco entre todos.

Una parte de la canción.

Fue un éxito.

El cuarto día decidimos que era tiempo de volver, principalmente porque se nos estaba acabando el dinero. La idea original era regresar caminando por donde vinimos, pero el cálculo de gastos y esfuerzo nos llevó a decidir contratar una lancha que nos llevara directamente hasta Capurganá pasando por Puerto Obaldía para sellar los pasaportes.

Poco tiempo en Centroamérica.

Ese giro de 180 grados en Caledonia marcó el inicio de nuestro regreso. Ahora vamos relativamente rápido hacia Buenos Aires. Hace un año y medio que no visitamos a la familia y las raíces empiezan a tirar. De hecho mi primer sobrino ya nació y aún no lo conozco.