Sudamérica (2017-2019)

Comienza un nuevo viaje. Hacia el norte. Empezamos por Bolivia, mi país preferido, un país literalmente alucinante.

Allá, una vez más buscamos y encontramos achuma (también llamado San Pedro), el cactus visionario, alucinógeno, psicodélico o enteógeno, según quién lo mire. En este caso fue una especie muy poco conocida y con el que ya habíamos tenido un fugaz encuentro, el Trichocereus werdermannianus (sinónimo: Echinopsis werdermannianus). Este enigmático cactus crece en la zona de Tupiza en Bolivia y, si bien no está muy estudiado, se especula con que sea un híbrido de T. terscheckii con T. taquimbalensis o con algún otro cactus de la zona.

Algunas espinas recuerdan al T. atacamensis

Lo que nos preguntábamos con Vane era si efectivamente podía considerarse un cactus psicoactivo y de uso ceremonial. Nuestra duda provenía de haber escuchado opiniones muy divergentes al respecto y, sobre todo, porque no pudimos encontrar ninguna experiencia personal informada en internet con este cactus ni con ningún otro de la zona de Tupiza. Entonces las preguntas eran: ¿Es Trichocereus werdermannianus un cactus psicoactivo? ¿Fue utilizado por los antiguos pueblos originarios de la zona? La primera pregunta era fácil de responder, solo había que viajar a Tupiza y probarlo.

Entonces, luego de nuestra corta y burocrática estadía en Buenos Aires, salimos de nuevo a las rutas. La primera parada la hicimos en Humahuaca visitando a unos buenos amigos en el Giramundo Hostel. Luego un bus a la frontera con Bolivia y otro hasta Tupiza. En un par de días ya estábamos frente a los gigantescos cardones.

Otra característica agradecida de estos cactus es el lugar donde crecen. Si uno sale caminando desde Tupiza hacia cualquier punto cardinal, va a encontrar espectaculares montañas y quebradas con achumas y otros notables cactus creciendo por todas partes. El lugar es tan imponente que da la sensación de que la mescalina de los San Pedros se hubiera filtrado hacia todas la formaciones geológicas de la zona.

Entonces, caminando entre el llamado Cañon del Inca (a un par de kilómetros al sudoeste del pueblo) y el Cañon del Duende (un poco más al sur), elegimos una de las tantas ramas caídas de los enormes San Pedros, cortamos un pedazo y le sacamos las espinas. Ya de vuelta en el hostel, lo pelamos, separamos la parte verde, la secamos al sol y la molimos. Al día siguiente, volviendo hacia el Cañon del Duende, tomamos un par de puñados del polvo y lo bajamos con agua.

Al Cañon del Duende se entra por una grieta en una gran pared que asemeja la muralla de una ciudad medieval.

Y eso es poco, lo que viene después es un paisaje realmente sorprendente: no se necesita mescalina para considerarlo alucinante. Solo puedo describirlo en fotos.

O en video.

El T. werdermannianus sí resultó ser psicoactivo. Las náuseas, el vómito, la psicodelia y la emoción a flor de piel.

Vane me dijo que se concentraba sin querer. Y yo pienso que hay algo interesante en el tema de la atención. Nos convertimos en personas diferente según a qué cosa prestamos atención y a qué cosa no. Y hay algo más oscuro en la toma de decisión sobre nuestra atención. Cierta retroalimentación entre la atención, la percepción y la siguiente atención. Por lo pronto, aprovechando que había perdido mi celular hacía unos días, decidí no volver a comprarme otro por un tiempo.

La segunda pregunta surgida al inicio del viaje, sobre sí los originarios de la zona usaban este cactus en forma ceremonial, es más difícil de responder pero el registro de un cronista anónimo de la época de la colonia en la zona de Potosí me hace pensar que probablemente sí lo hayan usado los antiguos:

“… del corazón de la achuma que es un gran cardón de su naturaleza medicinal hacía que cortasen una como hostia blanca y que puesta en un lugar adornado de varias flores y hierbas olorosas y la achuma con sartas de granates y cuentas que ellos más estiman era adorada como Dios persuadidos que allí estaba escondido Santiago (así llaman al rayo) danzaban y bailaban delante de ella ofrendábanle plata y otros dones luego comulgaban tomando la misma achuma en bebida que les privaba de juicio. Ahí eran los éxtasis y visiones, aparecíaseles el demonio en forma de rayo.” (Archivium Romanum Societatis Iesu, Roma, Peru, Lettere Annue IV 1630-1651, folios 48-60. Carta Annua. Año 1637. [Citado en castellano por Estenssoro 2001]).

Ahora vamos hacia La Paz, a visitar a Álex Ayala Ugarte, un amigo periodista y escritor del cual recomiendo todos sus trabajos y especialmente su último libro Rigor mortis. Luego viajaremos hacia la Isla del Sol en el lago Titicaca, en busca de la belleza del lugar y de otro Trichocereus muy particular.

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Litoral y Brasil 2017

Empezamos el viaje del 2017, que me parece el futuro. Digo la fecha, 2017, cuanto más la miro más me da la sensación de ser una fecha del futuro. Vane dice que es porque estoy viejo, lo dice sonriente. Estoy de acuerdo, supongo que no estamos en el futuro de un milenial. Aunque no sé bien qué es un milenial.

Vamos hacia el Amazonas.

Me llevo el libro que acaba de sacar Martín Castagnet, Los mantras modernos, ciencia ficción en un futuro cercano. En la página 49 unos ancianos de un geriátrico piden computadoras para mirar porno.

Empezamos haciendo dedo en la rotonda de Zarate, que es como estar viejo a destiempo. Nos pusimos en la salida de la YPF, a metros de la rotonda, un buen lugar para inclinar el pulgar hacia el norte. Primero nos llevó una pareja joven en una camioneta Toyota. Las camionetas nuevas tienen computadoras. Hoy en día, en el futuro, ningún humano posee todo el conocimiento necesario para fabricar un vehículo completo. Una misma persona no puede saber cómo hacer el caucho para las cubiertas y al mismo tiempo saber programar la computadora que controla el motor. Una misma persona no puede saber cómo hacer un parabrisas, un carburador y una placa madre. Es más, un solo individuo no puede programar una computadora y al mismo tiempo conocer todo el fondo matemático que hay detrás de ella. Vivimos necesariamente en una red de personas encastradas en sus trabajos y conocimientos hacia la nada. Una red caótica y funcional.

Después nos llevaron más camionetas tecnológicas y un auto viejo conducido por un adventista descreído de la teoría de la evolución. Nos regaló un libro con consejos para comer sanamente.

Estuvimos en el palmar de Colón, Entre Ríos, y ahora estamos en los esteros del Iberá, Corrientes. Acá, hoy en día, en el futuro, ocurre algo que tal vez nunca haya pasado en la historia de la humanidad: muchos animales silvestres ya no le temen a las personas. Pudimos acercarnos a dos o tres metros de carpinchos (Hydrochoerus hydrochaeris), zorro de monte (Cerdocyon thous), vizcachas (Lagostomus maximus), mulita pampeana (Dasypus hybridus), corzuela (Mazama gouazoubira), yacarés negros (Caiman yacare) y ciervos del pantano (Blastocerus dichotomus).

En Corrientes también crecen hongos visionarios (Psilocybe cubensis), que son la comida del futuro.

Vimos atardeceres psicodélicos (antes de comer los hongos).

Luego vimos amaneceres con los ojos cerrados. Y cosas así andábamos observando (y otras tantas con los ojos abiertos) acostados durante horas junto a una familia de carpinchos en el borde de la laguna, cuando un ciervo se nos acercó para pastar en el agua.

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El LIBRO

Argentina y Bolivia 2016-2017

Ahora empieza el viaje propiamente dicho. Hacia el norte, la única dirección que más o menos tenemos planeada. Partimos en tren de Buenos Aires a Santiago del Estero. Fuimos en camarote, que es algo muy agradable para viajar en pareja. Salimos de noche. Las luces de la ciudad fueron entrando a través de la ventana, una detrás de otra, como fotocopiándonos los cuerpos. El viaje duró veintitrés horas. Dormimos, miramos el paisaje, nos reímos mucho, porque eso siempre ocurre con Vanesa y porque nos entretuvimos con algunos capítulos de Rick and Morty en la laptop.

como ir en tren a Santiago del Estero
Actualizando windows vista.

En Santiago del Estero pasamos unos días atípicamente lluviosos. Vanesa actuó en un show de stand up junto a Dangero Ponce y a Oshko Herrera. Estuvo muy bien.

stand up en Santiago del Estero

Después seguimos a dedo hacia Catamarca. El siguiente objetivo del viaje es conectarnos con el achuma (Trichocereus terscheckii, sinónimo: Echinopsis terscheckii), el San Pedro del sur, el cactus visionario de los alucinógenos indios del noroeste argentino. El primer día nos acercamos a la Facultad de Antropología de la Universidad de Catamarca. Hablamos con un par de profesores entendidos en etnobotánica. Hay una cuestión de evidencia arqueológica que no me estaba quedando clara y necesitaba consultar con los expertos. Ya lo explicaré mejor.

Ayer, después de varios intentos, pudimos encontrarnos con Marcelo, un contacto invaluable que me pasó un amigo de Buenos Aires. Marcelo heredó la tradición del achuma de su padre, su padre de su abuela y su abuela de su bisabuela. Eso es lo que más me interesa, rastrear el uso tradicional del cactus.

Nos costó encontrar a Marcelo. Vive en un bosque en la montaña, con su mujer y sus dos hijas, en una cabaña que él mismo construyó. Fue difícil dar con el camino que conduce a su casa, en un valle donde ni hay señal de celular.

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Marcelo no es chamán de profesión, no trabaja de eso. Simplemente aprendió de su padre y siempre ha preparado el achuma para él mismo o para sus amigos. Me contó que ahora hace más de diez años que no lo hace. Su padre tampoco se dedicaba al chamanismo. Su abuela sí.

Le pregunté si sabía de alguien más que hubiera heredado la tradición del achuma en Catamarca. Me dijo que podía ser, pero que él no conocía a nadie.

Este fin de semana iremos con Marcelo a caminar por la montaña.

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Amanita en La Cumbrecita 2016

El primer objetivo de este viaje es encontrar el hongo ceremonial Amanita muscaria. Crece en otoño en las sierras de Córdoba bajo abedules (Betula sp.) y algunos pinos, después de las lluvias. Esperé varios meses para salir. Ahora es otoño y llueve. Serán días de bosque, carpa y lluvia. El viaje durará hasta que los encuentre.

Esta vez no salí solo. Me acompaña Vanesa, un montón de rulos sobre dos ojos grises. Ella también es bióloga y también hace stand up científico.

Tren-a-Córdoba

Los pasajes de tren a Córdoba costaron 50 pesos, poco más de 3 dólares por un viaje de 20 horas en un tren casi nuevo. Un tren que puede ir a 120 kilómetros por hora pero que va a 36 de promedio. Gran parte de los pasajeros se dirigía a un recital de La Renga. Me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no escuchaba el cantito más clásico de los fans de La Renga, una canción que siempre me resultó curiosa:

“Vamos La Renga con huevo vaya al frente, que se lo pide toda la gente (x2). Una bandera que diga Che Guevara, un par de rock and roles y un porro pa’ fumar. Matar un rati para vengar a Walter y en toda la Argentina comienza el carnaval”

Me resulta curiosa la combinación Rock and Roll-Carnaval y Che Guevara-porro. Y por supuesto la valoración sobre la idea de matar a un policía.

La locomotora se rompió en Marcos Juárez, un pequeño pueblo en algún lugar del interior de Córdoba, estuvimos detenidos unas dos horas. Desde nuestra ventanilla pudimos observar mucho el patio de la casa de una señora con cinco perros y un gato. El gato tenía una especie de casita sobre un árbol y no parecía que acostumbrara bajar mucho de ahí. La señora usó una escalera para subir al árbol y darle de comer. Los pibes de La Renga bajaron del tren. Cuando la locomotora ya estaba arreglada volvieron a subir.

La primera noche la pasamos con Facundo, también del mundo del stand up científico. Cenamos pizza y cervezas en el bar “Los infernales de Güemes”. En algún momento pareció que iba a armarse una guerra de chacareras. La gente empezó a juntar las mesas formando dos bandos. En algún momento parecía que yo estaba borracho.
Sobre el final del trayecto en bus desde Córdoba capital hasta Villa General Belgrano, justo llegando a la terminal, cruzamos al bus de La Cumbrecita. Al bajar lo corrimos con un taxi.

Lluvia y frío. Llegamos de noche a un ex centro cultural, un gran terreno de bosque entre las montañas, propiedad de Archi, un amigo de un amigo. La idea era acampar, pero Archi nos dijo que no, que estaba todo demasiado húmedo y que nos había preparado una habitación en una cabaña.

Al despertarnos vimos un zorro.

Pseudalopex griseus
Pseudalopex griseus.

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El LIBRO

Bolivia y Perú 2000

Estaba terminando el año 1999 y la idea era recibir al nuevo milenio en las ruinas de Machu Picchu. En aquella época teníamos ese tipo de objetivos. Parecían épicos, trascendentales. Aunque intentáramos negarlo, la espiritualidad nos atravesaba inconscientemente. Ahora no, ahora esas ideas nos parecen raras. Hoy en día incluso nos resulta fácil darnos cuenta de que un 31 de diciembre a las doce de la noche las ruinas de Machu Picchu no van a estar abiertas.

Mi primo Andrés y yo salimos el día de navidad con el tiempo bastante ajustado. Gastón estaba aún más complicado: tuvo que quedarse en Buenos Aires esperando que llegara su pasaporte que tardaba más de lo normal. No sabía si iba a poder llegar a tiempo. Así fue que quedamos en reencontrarnos en Cuzco. Como en aquella época no todos teníamos una cuenta de mail, o en todo caso no era costumbre revisarla muy seguido, se nos ocurrió que podíamos ir cada día a las ocho de la noche a la plaza central. En algún momento nos veríamos.

Entonces salí de Buenos Aires solo con Andrés. Y veníamos sin dormir. Habíamos estado festejando el 24 a la noche y decidimos seguir de largo. Resultó una buena idea: en el extenso viaje hasta La Quiaca fuimos casi desmayados y se nos hizo relativamente corto. Lo poco que recuerdo de ese trayecto es que en Rosario subieron dos chicas que estaban buenas, una morocha y una pelirroja. Como siempre, pensamos en hablarles, pero dormimos, esta vez en sentido literal. De todos modos, cruzamos la frontera boliviana los cuatro juntos y resultó que las rosarinas iban con un objetivo similar. O tal vez se lo inventaron en ese momento. Algo así me imaginé porque, si bien ambas tenían novio, nos dejaron en claro que eso era un tema que no aplicaba demasiado fuera de la provincia de Santa Fe. Entonces propusimos ir juntos acompañándolas hasta la terminal de Villazón (si es que unas cuantas maderas pintadas puede llamarse terminal). Recuerdo que íbamos con ese aire de autosuficiencia que te da guiar a un par de mujeres por un sombrío pueblo de frontera. Nosotros habíamos estado ahí dos años antes apenas de pasada, pero exagerábamos nuestra experiencia casi como si fuéramos locales. Yo no le sacaba la vista a la pelirroja.

Bendición de coches en Copacabana (Large)
La altura me hacía sentir como un auto borracho

Como teníamos pocos días para llegar a Cuzco, la idea era tomar un bus tras otro sin parar. Desde Villazón pensábamos ir directo a La Paz pero llegamos al anochecer y no encontramos pasajes, solo quedaba un bus a Potosí. A pesar de la gran experiencia que simulábamos ante las rosarinas, tomamos una decisión un poco delirante: lo conveniente habría sido buscar una combi o un taxi compartido al cercano y agradable pueblo de Tupiza, dormir ahí y salir a la mañana siguiente bien temprano hacia La Paz; pero no, elegimos el insufrible viaje nocturno hacia Potosí, una ruta que en aquella época era de tierra, un camino complicado con incontables curvas y contra curvas entre las montañas; y nos quedaron los peores asientos, los del fondo, los que más se sacuden en cada pozo. Fueron largas horas de bamboleos y golpes constantes en ese bus cuyos amortiguadores parecían haberse rendido hacía ya muchos años. La oscuridad, apenas atenuada por la luz de la luna entrando por la ventanilla, me potenciaba los sentidos, sobre todo el olor permanente a coca masticada y los ruidos de la oxidada carcaza del bus en movimiento. Como no había forma de dormir, con la morocha decidimos matar el tiempo besándonos. Estuvimos cerca de rompernos los dientes en varios pozo del camino.

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El LIBRO

Manaos, Guyana y Venezuela 1999

Desperté con un fuerte dolor de cabeza cuando el avión descendía en mitad de la noche sobre una selva inmensamente oscura. La despresurización, pensé. Entonces traté de incorporarme, mirando hacia la ventana negra enmarcada de pared de plástico amarillento apenas iluminado. El resto de los pasajeros, no más de cinco, también estaban desparramados en varios asientos cada uno.

Llegaba a Manaos después de un extraño viaje con escalas en Lima, Guayaquil, Quito y Guayaquil. Dos veces Guayaquil. Fue la única vez en mi vida que hice escala dos veces en la misma ciudad durante el mismo vuelo. No fue por error o por emergencia, así estaba programado.

En Quito pasé algunas horas entre vuelo y vuelo y , por razones que no vienen al caso, tuve tiempo de conocer a la prima de mi abuelo. Era viejita y parecía contenta, a pesar de que ya casi no podía levantarse de la cama.

–¿Y cómo anda Cholo? –preguntó por mi abuelo ya fallecido.
–Bien –mentí.

Era 15 febrero de 1999 y empezaba mi primer viaje en solitario. Ni a Pablo ni a Andrés ni a Mariano los había convencido con la idea de ir a Guyana o Trinidad y Tobago. Tampoco fue fácil comprar el pasaje en aquella época en la que no existían las compras de vuelos online.

–Hola. Quiero un pasaje a Georgetown, Guyana –había dicho en Buenos Aires a uno de los vendedores de ASATEJ cuando tocó mi turno, luego de mucha espera en sillones coloridos leyendo revistas de turismo de varios años atrás.

El pibe estuvo un rato tecleando con el ceño fruncido.

–No me sale nada, no sé cómo venderte eso.
–¿Y a Trinidad y Tobago?
–¿Cuál sería la capital?
–Puerto España.

Siguió tecleando un buen rato concentrado en su monitor monocromo.

–Menos… No encuentro ni el código del aeropuerto.
–¿Tenés un mapa de Sudamérica? –se me ocurrió preguntar.
–A ver…

Desapareció por unos segundos y volvió con un mapa político que, desplegado, ocupaba la mayor parte del escritorio y colgaba por dos de los laterales.

–Acá parece haber una ruta que conecta Manaos con Georgetown… Podría ir por Manaos –dije pensando en voz alta y saltando miles de kilómetros en el continente.
–Ah, eso sí.
–¿Podrías hacerme la vuelta por Caracas?
–Sí, eso no hay problema.
–¿Y podría ser por Chile con un stop de cinco días en Santiago? –dije, por las puras ganas de visitar a la chilena.
–Claro –contestó y estuvo tecleando un rato más con cierto gesto de satisfacción.

En mitad de la noche, el aeropuerto de Manaos no parecía ser más que unas cuantas paredes enchapadas en fórmica de los ’70, que marcaban un camino no muy evidente. Fui adivinando el rumbo junto a los otros cuatro o cinco pasajeros.

Después de que un somnoliento empleado de migraciones nos sellara el pasaporte, mis compañeros de vuelo desaparecieron en taxis latinoamericanos y yo me quedé en la puerta del aeropuerto mirando hacia la oscuridad, que imaginé que debía ser la selva.

Era mi primera vez viajando solo y me faltaba aprender muchas cosas. Para empezar, no tenía moneda local y mis dólares eran un par de billetes de cien que los sentí inadecuados para trasladarme a la ciudad. Entonces regresé al aeropuerto para intentar cambiar dinero.

Volví a caminar por solitarios pasillos de paredes de fórmica que ahora me parecían de un edificio abandonado. Lo más cerca que estuve de poder cambiar dólares fue con un mozo que barría un restaurante cerrado y en penumbras y que me ofreció cambiárselos a él a una taza de cambio ridícula.

Entonces volví a salir.

Entre la selva y el aeropuerto había una especie de plazoleta. En el centro de la plazoleta me pareció ver una cabina de teléfono público con los vidrios rotos y un poco tapada por unos arbustos, pero después entendí que era un cajero automático. Entré en la cabina cerrando la puerta de vidrios rotos e introduje la tarjeta en la ranura, dudando bastante. Al teclear los botones adiviné cómo se decía “caja de ahorro” en portugués y, para mi gran sorpresa, salieron billetes.

Un rato después, el cielo empezaba a clarear y un nuevo avión había llegado con otro puñado de pasajeros. Entonces, a un par de pibes que parecían nórdicos les propuse compartir taxi. Así fuimos por avenidas anchas y por el centro de una ciudad que empezaba a oler a frutas podridas. Finalmente, al llegar al centro, los rubios dijeron que no me preocupara, que ellos pagaban el taxi.

Caminé, con todos mis billetes en los bolsillos y con mi pesada mochila por las calles que aún estaban frescas, hasta encontrar un hotel barato. Elegí uno con patio interno y balcones de madera.

Los siguientes días en Manaos fueron de caminatas y carnaval. Un carnaval no tan exaltado como suele verse en otras ciudades de Brasil. Tiene algo de carnaval uruguayo, pensé. Los días eran calurosos y húmedos. Las noches con mosquitos y ventilador. Recuerdo haber pasado por delante del antiguo teatro de ópera y por calles que hoy, tal vez, me darían un poco de miedo.

Un día visité un pequeño zoológico en las afueras de la ciudad. Un zoológico entre la selva. Me pareció extraño. Incluso llegué a ver un mono confianzudo del lado de afuera de una jaula. Tal vez atraído por los hermanos enjaulados, o por la comida de los hermanos enjaulados.

También recuerdo haber pedido un gran pescado asado en el puerto. Venía con arroz y plátano frito. Una niña de la calle se me acercó y me pidió que le regalara la cabeza del pescado. Se la regalé.

Un día de carnaval conocí una batucada dirigida por un niño. No una batucada profesional sino cinco o seis negros que tocaban relajados mientras esperaban que anunciaran los resultados de las escolas ganadoras. El niño parecía drogado, o simplemente muy joven. Cada tanto alguien le daba un golpe en la nunca cuando se colgaba y se olvidaba de dirigir con su tamborcito.

En el carnaval también conocí a una morena con la que no pasó casi nada. No recuerdo bien si nos besamos. Estaba con amigas y me dejó su número de teléfono. Al día siguiente la llamé desde un público y me atendió una mujer con un portugués muy complicado. Imaginé una señora gorda del otro lado del tubo, en una casa en las afueras de la ciudad, una casa con chapas y maderas. No pudimos entendernos mucho. Tal vez fuera la madre de la joven morena, o tal vez me habían dado cualquier número de teléfono.

Recuerdo que un día compré una sandía. Hacía tanto calor que hasta la sandía estaba caliente. Antes de eso pensaba que las sandías nunca estaban calientes. Comí la mitad y la otra mitad pedí guardarla en una heladera que había al final de un pasillo del hotel. Ahí la olvidé y no sé hasta cuándo habrá estado. Trece años después, al final del pasillo ya no estaba la heladera.

Era la época de las cámaras analógicas y no era algo habitual sacar muchas fotos, pero aún así me sorprende haber sacado solo cuatro en Manaos.

Finalmente salí de la ciudad en un bus por una ruta amurallada de selva, hacia el norte, hacia Boa Vista. Ahí dormí en una habitación que daba a un patio con rosas y, al día siguiente, otro bus hacia la frontera con Guyana.

Sudamérica 1998

Era mi primer viaje por Sudamérica. Éramos cuatro: Mariano, Andrés, Pablo y yo. Íbamos con curiosidad adolescente. Yo particularmente en busca de las plantas sagradas de los chamanes sudamericanos. Tal vez Pablo también, pero con él nunca se sabe.

Primero fue un tren lento de Buenos Aires a Tucumán, después varios buses, parando un día en Purmamarca y terminando en La Quiaca a altas horas de la noche.

Villazón Bolivia
Siempre fue así

–Parece que está cerrada la aduana.
–Pasemos igual.
–¿Mañana cómo volvemos a cruzar? Nos van a pedir los papeles.
–No sé, les explicamos… No quiero pagar un hotel en Argentina, mejor acá.
–No lo imaginaba tan oscuro.

Acabábamos de cruzar a Villazón en un horario que evidentemente no era el más normal. Las luces se acababan en el puente. Después pasamos entre las paredes de la aduana cerrada y Bolivia era una boca de lobo. Hacia adelante teníamos una calle más o menos recta y hacia la izquierda una calle más o menos curva. No sé por qué elegimos la menos evidente, la curva. No quedaba nada claro cómo tomábamos las decisiones, pero en esas penumbras daba un poco lo mismo.

Caminamos unos cincuenta metros. No todo era oscuridad, también había tachos con fuego. Alguno cerca y algunos lejos. Las primeras personas que vimos fueron dos jóvenes revisando un contenedor de basura iluminando con linternas.

Enseguida encontramos un cartel: «Residencial». Y caminamos por un pasillo estrecho. Nuestra habitación tenía una pared pintada de cada color.

Cuando preguntamos por comida nos mandaron ahí nomás, a un par de cuadras, al único lugar que seguía iluminado. Ahora no puedo recordar cómo es que lograban iluminarlo. Sí recuerdo que solo había sopa. Y eso cenamos, sopa.

 

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El LIBRO

 

Marruecos 2006

(Otra vez en Marruecos. Esta vez con mi ex)

Estábamos en el pequeño y polvoriento pueblo de Merzouga y habíamos conseguido a un tipo local que prometió guiarnos en el desierto. Por la tarde cargamos comida y muchos litros de agua en las monturas de los camellos y salimos hacia las dunas altísimas.

sombras de camellos
Dalí que vamos…

Mohamed hablaba árabe, bereber y francés. Yo nada de eso, pero Beta se defendía con el francés y así pudimos comunicarnos.

Un poco me preocupé: estábamos yendo al medio del desierto con una persona que no conocíamos para nada. Aunque su ropa árabe azul con su turbante también azul me hacían sentir cierta armonía en la situación.

Algo antes de la caída del sol llegamos a un oasis. Era un parche verde en la sábana de dunas que en ese momento se veían rojizas por el atardecer. Había palmeras y jaimas (esas carpas de nómades bereber, hechas de palos y lonas marrones). No habría más de cien metros desde la primera palmera hasta la última.

oasis
Pensé que iba a desaparecer como en las caricaturas

Ahí había más gente, no mucha.

argelina
Esta foto es un poco turbante

Nosotros nos instalamos y Mohamed preparó tajine para comer.

luz de la vela luna
Cenamos a la luz de la vela/luna

Después nuestro guía se metió a dormir en una jaima y nosotros nos acomodamos entre mantas a la intemperie, mirando las estrellas del desierto.

A la mañana siguiente la gente que estaba en el oasis empezó a caminar para el lado de Merzouga y nosotros seguimos hacia el este, hacia el desierto negro, cerca de alguna frontera imaginaria con Argelia.

camello con piercing
Al del piercing nos costó levantarlo tan temprano

Recuerdo que me quedé pensando sí alguna vez iba a poder conocer Argelia. En aquel momento todavía no se sabía mucho si había terminado la guerra civil allá.

También recuerdo que la mañana era fresca y que el camello era cómodo.

En un par de horas llegamos al desierto negro. Era una extensa superficie plana y polvorienta, con algunos arbustos raquíticos. No era muy negro.

desierto negro
De cierto negro

Después no nos cruzamos casi nada por un buen rato. Solo un camello que andaba suelto, sin montura y sin marcas y que se nos quedó mirando cuando pasamos cerca.

Camelus dromedarius
Hola

Hasta que llegamos a una jaima junto a una casa de barro. Ahí vivía una familia nómade y era nuestro destino del día.

familia nomada
Barro tal vez

Nosotros descendimos de los camellos y nos instalamos bajo la carpa, y la familia nos dio de comer a cambio de algunos dírhams.

África
Gracias

Después del té, Mohamed dijo que iba a algún lugar que no comprendimos y se fue caminando hasta que lo perdimos de vista en un espejismo ondulante que borraba el horizonte. La familia también desapareció dentro de la casa de barro y nosotros nos echamos a descansar un poco, sobre unas lonas bajo el techo de la jaima, que tenía sus laterales levantados para dejar pasar el viento. El día se estaba empezando a poner muy caluroso.

quería jorobar
Un camello vino a jorobar

Más que caluroso: una temperatura que no nos dejaba con muchas ganas de movernos.

Después empeoró. Era pleno verano en el desierto del Sahara y el calor que hacía a la sombra de la carpa no lo había sentido nunca en mi vida. Había viento, pero un viento caliente que apenas me dejaba pensar. Me lo imaginé a Mohamed caminando bajo el sol.

En un momento empecé a preocuparme por Beta: yo le preguntaba si estaba bien y ella, acostada con los ojos cerrados, me respondía con un murmullo. Entonces me puse a echarle chorritos de agua en la cabeza, aunque enseguida me di cuenta que era inútil: se secaba en segundos, el agua desaparecía, se la llevaba el viento caliente. De todos modos ella me lo agradeció y me dijo que estaba bien, que solo necesitaba descansar. Yo también me quedé sin fuerzas y me adormecí.

Al rato me desperté sintiendo que una pierna me quemaba y entendí que había pasado el tiempo, que el sol había avanzado y que ahora me daba de lleno en la piel. Pero cuando intenté moverme vi que no, todo mi cuerpo seguía a la sombra, el ardor en mi pierna era solo el viento caliente.

En algún momento empezó a bajar la temperatura y un rato después llegó Mohamed. Tomamos té que nos preparó la familia nómade y nos quedamos charlando.

té con maní
Té con maní

cabrito en bandeja
Y con cabra

A pesar de lo poco que nos podíamos comunicar, sentí que nuestro nuevo amigo bereber me caía muy bien.

Cuando el sol ya estaba bajando volvimos a montar en los camellos. Beta y yo, como por arte de magia, nos sentíamos recuperados y con ganas de seguir viaje.

Entonces empezamos a regresar hacia el oeste. Salimos del desierto negro y volvimos a subir a las dunas inmensas.

Erg Chebbi
Mucha arena

Esa última noche antes de volver a Merzouga dormimos en otro oasis. Este era mucho más chico, no tenía palmeras y no había nadie. Solo había un pozo de agua, unos arbustos y tres jaimas. En una de las jaimas durmió Mohamed. Nosotros volvimos a dormir bajo las estrellas.

Y eso fue la mejor parte de nuestra luna de miel.

Erg Chebbi, Morocco

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El LIBRO

Marruecos 2003

A finales de 2003 crucé en ferry de España a Marruecos. Unos días después en Chef Chauen conocí a dos chicos de Bélgica, dos chicas de Letonia (o Lituania, quién sabe) y a Idriss, un marroquí. Venían todos juntos en una kombi. Me sumé al grupo y viajamos dos días hasta Ceuta. Ahí los europeos volvieron a Europa y seguí viaje con Idriss hacia Fez.

Julija Berkovica
En este estado íbamos dentro de la combi

Jov Everaert
Será porque tomábamos bebidas raras

Al cruzar la muralla de Fez sentí que entrábamos a una ciudad medieval. No había coches, casi no había tecnología, la mayoría de la gente vestía ropas tradicionales y los que trasladaban mercadería lo hacían con burros.

Muralla medieval
La muralla que divide todo lo que fue

–La muralla rodea unas novecientas callecitas… es un laberinto –me explicó Idriss.

Idriss Ouhasini (Mimo Ousini)
Dale, te sigo

Lo primero que pensé era que podíamos perdernos fácilmente, pero por suerte enseguida Idriss encontró a un amigo local y, después de varios abrazos, salimos a caminar los tres. Nuestro amigo era de profesión ladrón. Entonces supuse que se ubicaba bien en esos pasadizos y no había posibilidad de perdernos. Así me dejé llevar un poco extasiado por los olores de los mercados, las constantes bifurcaciones de pasillos y los ruidos de los artesanos trabajando al aire libre.

Mezquita de Fez
Y las mezquitas

–¿Qué te pasó en el cuello? –pregunté con una media sonrisa, haciendo referencia a una cicatriz que rodeaba medio cogote de nuestro nuevo amigo.
–Recuerdos de la cárcel.
–Te queda bien.
–Tengo otras mejores.
–A ver.

Se sacó a medias el abrigo y nos mostró un conjunto de cicatrices hipertróficas y enrojecidas que se cruzaban todo a lo largo del brazo.

–Estas me las hice yo.
–¿Por?
–No sé, el encierro te vuelve loco.

Hypertrophic scar
Más de una vez me quedé pensando qué puede decir un tatuaje escrito en árabe y tachado con una cicatriz

Pasando de un callejón similar a otro nos encontramos con el hermano mayor del ladrón y seguimos con él, porque nuestro amigo se tenía que ir a “trabajar”. Este hermano también era ladrón y nos llevó entre largos paredones hasta su casa, a la que entramos agachándonos y descorriendo una tela que hacía de puerta.

(No tenía ni idea dónde estaba)

Adentro, con escasa luz, conocí a la madre y a la más pequeña de la familia, que me mostró sus juguetes con nombres en árabe.

Niña marroquí
Como yo no sé árabe nos comunicábamos por señas.

A la mañana siguiente desayunamos juntos con los hermanos y un amigo más (también ladrón, por supuesto) en una bulliciosa callecita con olor a té de menta y a pan recién hecho.

–¿Saben si hay un hamman por aquí? –pregunté, pensando que un baño turco podía ser una buena experiencia y al mismo tiempo una buena solución al par de días que llevaba sin poder bañarme.
–Eso es un hamman –me respondió uno de los hermanos, señalando una puertita a pocos metros de nuestra mesa.

Entonces les dije que iba a aprovechar para ir, saqué cinco euros para pagar mi desayuno, me di vuelta para agarrar mi mochila y, cuando volví a mirar a la mesa, mis cinco euros habían desaparecido.

–Hey… Acabo de dejar cinco euros aquí. ¿Dónde están?
–No puede ser, te has equivocado –contestó Idriss levantando un poco las cejas como diciendo “¿Qué pretendías dejando cinco euros delante de tres ladrones y mirando para otro lado?”.

Yo me reí por dentro y saqué otros cinco euros que los puse sobre la mesa apoyándole un dedo arriba, esperando a que el resto saque su plata y mirando con cara de malo, que probablemente todos hayan interpretado como cara de estúpido.

Entonces entré por una puertita, casi agachándome, a un lugar apenas iluminado por unos tragaluces. Las paredes eran de cemento y no había mucho más que una ventanilla sobre un costado donde pagué unos pocos dírhams. El de la ventana me informó que me tenía que quedar en calzones, dejarle todas mis pertenencias y pasar a otra habitación. Eso hice.

La otra habitación también era con paredes de cemento y un poco más oscura que la anterior. Enseguida apareció un anciano, también en calzoncillos, y con señas me dio a entender que me iba a hacer masajes. El anciano era pequeñito y tan gris como las paredes.

Pasamos a otro cuarto, donde algunos hombres descansaban en penumbras sobre un piso de cemento rodeando una especia de pileta vacía. El viejito se fue y volvió al rato con un balde de agua fría y otro de agua caliente. Con esas aguas, un jabón y una esponja rasposa, me fregó el cuerpo con todas sus fuerzas. Creo que, al borde del dolor, me sacó cosas que traía de España.

En un momento yo estaba boca abajo, recibiendo el estropajo en mi espalda y en los brazos, cuando se resbaló el jabón y quedó a medio metro de mi cabeza. Entonces vi que el viejito fue tanteando con sus manos el suelo, hasta encontrarlo. Ahí me di cuenta que era ciego.

Cuando terminó de bañarme y enjuagarme, empezó a darme unos masajes muy particulares, que me hicieron sentir en una sesión de contorsionismo. El clímax fue cuando, no sé cómo, el viejito ciego estaba debajo de mí y, por algún movimiento brusco, mis piernas volaron por encima de mi cabeza. Un instante después caí parado. El viejito me sonrió sin verme y se fue.

Yo me quedé ahí relajándome un rato. Después, por pura curiosidad, pasé a una habitación de la cuál salía vapor. Entré siguiendo el ruido de alguna corriente de agua que corría por una pared y avancé hasta donde la oscuridad y el vapor no me dejaban ver nada. Entonces me fui.

 Fes map, Morocco

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El LIBRO

Tailandia 2005

Mientras termino el libro, y para no dejar enfriar el blog, mando una historia de otro viaje que hice hace tiempo, en 2005. (Los diálogos son aproximados, mi memoria es buena para recordar conversaciones pero no llega tan lejos):

Había ido a Tailandia con mi amigo Pablo. Anduvimos por varias playas y sobre el final del viaje pasamos por Chiang Rai, al norte del país, cerca de Myanmar y Laos.

Elefante en Chiang Rai
Uy… justo se me fue un taxi.

Después de visitar el Templo Blanco, la Casa Negra y lo que ahora es el Templo Azul (como para que no nos falten colores) quisimos hacer una caminata por la selva. El problema era que no encontrábamos mapas de la zona.

–Pablo, yo sé que siempre hacemos trekking independiente, pero me parece que esta vez podemos llegar a pegarnos una flor de perdida… No estamos consiguiendo mapas, nuestra brújula es de juguete y ni siquiera tenemos claro adónde queremos ir.
–Yo tengo ganas de caminar, hay que ponerle huevo… Si te la bancás, vamos.
–Está bien, me la banco.

Ese día fui a un cyber a buscar un poco de información de la zona y en un momento mi madre apareció online. Me quedé un rato hablando con ella en una charla algo incómoda por el delay que había entre los mensajes.

–Me cuesta hablarte, hijo, cada cosa que escribo tarda mucho en llegar.
–Tres.
–¿Qué?
–Nada, te estaba respondiendo a lo de antes.
–Esto es una mierda.
–Bueno, vieja, estoy del otro lado del mundo, lo raro es que podamos hablarnos.
–Es verdad, ¡qué impresionante!
–Me tengo que ir. Saludame mirando para abajo.
–Uy me mareo.
–Jeje
–Besos, hijo, cuidate.
–Besos, ma –escribí algo así y mis palabras debieron haber terminado de rebotar en un par de satélites antes de llegar a Buenos Aires.

La información que encontré en Internet no fue muy alentadora: la zona estaba desmilitarizada por conflictos con el tráfico de heroína y opio, manejados por grupos étnicos insurgentes. Y como dato extra, me enteré de que esa parte de Tailandia es una de las pocas regiones del mundo donde los tigres se conservan en estado salvaje.

–Che, Pablo, estaba pensando que podríamos hablar con alguien local para que nos haga simplemente de guía.
–Sí, puede ser.

No fue difícil. Después de un par de intentos conseguimos un tipo que accedió a marcarnos el camino por unos pocos bahts.

–Mmm… no estoy seguro… no creo que necesitemos guía –me dijo Pablo un rato después, mirando un dudoso mapa dibujado en un pizarrón colgado en una pared de un hotel.
–Aha… –dije yo.
–Acá figura que hay una ruta que lleva a unos geisers. Después podemos ir caminando hacia el sur hasta encontrarnos con este río –dijo, señalando un trazo horizontal de tiza azul– y de ahí, seguro vamos a encontrar algún bote que nos traiga a Chiang Rai… Si te la bancás, vamos por nuestra cuenta.
–Está bien, me la banco.

Entonces fuimos al mercado a comprar mosquiteros y plásticos para nuestras hamacas.

comer cucarachas en Tailandia
No, gracias, cucarachas no… dije mosquiteros.

Salimos con el equipo completo y, después de tres camionetas, llegamos a los geisers. Yo ya había intuido que no iban a ser gran cosa, por el hecho de que no habíamos visto ninguna foto (si el lugar valía la pena, ya se habrían encargado de publicitarlo más espectacularmente), pero lo que no me imaginaba era que se trataba de un poco de agua saliendo de un caño entre las piedras con un kiosquito al lado.

El kiosco era atendido por un tipo que sabía algunas palabras en inglés. Cuando le dijimos que éramos argentinos nos apodó Maradona y Caniggia.

narcotráfico en Tailandia
También había este cartel de recompensa de narcos de la zona y el kiosquero se parecía a tres o cuatro.

Después le preguntamos cómo podíamos hacer para llegar a Chiang Rai desde ahí y empezó a explicarnos la ruta de las camionetas que acabábamos de hacer.

–Pero caminando… –aclaré.
–¿Cómo caminando? –preguntó el kiosquero con el ceño fruncido.
–Sí, caminando –respondí, mientras imitaba una caminata con los dedos índice y mayor de mi mano derecha y señalaba las montañas con mi mano izquierda.
–No sé caminando… no sabría decirles.

Nos despedimos amablemente y el kiosquero mantuvo una expresión de duda en su mirada hasta que nos fuimos.

A unos metros de ahí miré la brújula a ver para dónde marcaba el sur, y bien, marcaba hacia adelante. Le di un golpecito con el dedo y marcó para otro lado. Después miré la posición del sol y volví a golpear la brújula y marcó para otro lado más. Calculé un promedio entre todos los datos y seguimos camino. Solo eso teníamos en cuenta: ir siempre al sur hasta encontrar ese río que suponíamos que existía y que llegaba hasta Chiang Rai.

montañas de Tailandia
Derecho para allá.

Un poco después, al vadear un arroyo, encontramos un sendero que subía la montaña metiéndose en la selva. Entonces caminamos un buen rato cuesta arriba hasta que comprendimos que no era una picada sino una caída de agua. Pero seguimos, un poco arrastrándonos en las partes más complicadas y cacheteando de a cuatro o cinco mosquitos cada vez que revoleábamos las manos intentando espantarlos. Nos habíamos puesto repelente pero no parecía alcanzar.

En un momento escuchamos un disparo y nos quedamos quietos mirándonos y enarcando las cejas. Después seguimos trepando y al rato volvimos a escuchar otro tiro. También nos detuvimos, pero fue la última vez que reaccionamos ante los disparos que de a poco empezaron a hacerse más habituales.

Finalmente, después de una dura trepada quebrando ramas con las mochilas, llegamos bien transpirados a un sendero de verdad. Solo que el camino iba perpendicular al sur, o a lo que intuíamos que era el sur. Entonces seguimos hacia la derecha y caminamos algunos minutos antes de ver a un hombre que venía en sentido opuesto y cargando un arma larga en la espalda. Yo pensé en pegar media vuelta, pero calculé que ya era tarde.

A medida que fuimos acercándonos, fui sentí que el tipo nos miraba cada vez más fijamente; hasta que unos metros antes de cruzarnos elevó su mano derecha formando una curva hacia la espalda hasta agarrar el arma, sin dejar de mirarnos fijamente.

Listo, pensé, este es el fin.

–Hola… –dije entonces, forzando una sonrisa y agachando un poco la cabeza.
–¡BAN! –dijo enérgicamente el tipo, con una mano en el arma y la otra señalando hacia el oeste.

Según lo que había visto en Internet, en esa región ni siquiera se hablaba tailandés: se hablaban diferentes lenguas indígenas. Pero, con esa velocidad de pensamiento que te da la adrenalina, recordé que todos los nombres de los pueblos de la región terminaban en «ban» y asumí que la palabra ban significaba pueblo y que nos estaba indicando el camino hacia alguno. Es lógico que el tipo haya pensado que estábamos perdidos, no se le debería ocurrir otra razón de por qué estábamos por ahí.

Volvimos a sonreír, agachamos la cabeza en forma de saludo y seguimos por donde nos indicó. Pero como no queríamos ir al oeste, caminamos hasta perderlo de vista y volvimos a subir la montaña.

Más tarde encontramos un camino que parecía medio abandonado y apenas pudimos seguirlo entre la selva. El tipo del arma fue la última persona que nos cruzamos ese día. Y la otra cosa que no volvimos a cruzarnos desde más o menos esa zona fueron las vertientes de agua.

Cuando estaba por anochecer llegamos a una gran piedra con vista panorámica sobre un valle donde nos echamos a descansar. El lugar era notablemente agradable y los mosquitos, por alguna razón extraña, habían desaparecido.

montañas de Myanmar
Lo de atrás debe ser Myanmar, lo de adelante es Pablo.

–Sigamos –dijo Pablo después de un rato.
–Ya casi es de noche.
–Podemos seguir con las linternas.
–Ni en pedo, Pablo.
–Si te la bancás vamos.
–Está bien, me la banco.
–Vamos.
–Mentira, andá vos, yo ni loco. A duras penas podemos seguir el camino de día: de noche no podríamos hacer ni veinte metros.

Los tiros se escuchaban cada vez más espaciados. Después de un té con galletitas até la hamaca entre dos árboles, en una pendiente un poco alejada de la picada por temor a que pasara alguien. Después tendí una soga por encima de la hamaca, colgué el mosquitero y encima el plástico. Pablo hizo lo mismo un poco más abajo.

hamacas en la selva
Andá a saber dónde estábamos.

Ahí fue cuando empecé a enroscarme con una preocupación: no le habíamos dicho a nadie a dónde íbamos. Al menos le podría haber avisado a mi madre cuando hablé en el cyber. Además, aparentemente estábamos en un lugar sin ley, la gente andaba armada, se habían escuchado disparos todo el día y si alguien pasaba y nos quería asaltar, hasta nos podía meter un tiro y nosotros no íbamos a hacer mucho más que pudrirnos en la selva. Y bueno, también empezó a rondarme por la cabeza la idea de los tigres. No suelen haber muchas noticias de ataques de tigres a personas, pero a veces ocurre y solo la remota posibilidad de encontrarnos al alcance del olfato de uno de esos grandes felinos ya me hacía sentís sus garras arañando la tela de la hamaca. En esos pensamientos estaba cuando escuché a Pablo:

–Julián, ¿estás dormido?
–No.
–Tengo un poco de miedo.
–¿De qué?
–De que nos choque una vaca.
–¿Eh?
–Es que hoy temprano cruzamos unas vacas y, como armamos las hamacas en una pendiente y está oscuro, puede que pasen corriendo y nos lleven por delante.

Yo empecé a preocuparme más: estaba en una zona de narcotráfico, con tigres y a dos metros de un pirado total.

En un momento se largó a llover y me sentí un poco más tranquilo. Si bien ahora estaba confinado a un mínimo espacio seco, me sentía más lejos de la visita de un extraño o de un tigre (o incluso de una vaca sonámbula). Solo éramos un par de vainas oscuras, rodeados de selva y lluvia. Creo que recién ahí, con el ruido de las gotas sobre el plástico, logré dormir un poco.

Nos levantamos al amanecer y caminamos hasta después del mediodía. En varias ocasiones pensé en volver: el camino se hacía cada vez más confuso, teníamos poca agua y, para comer, solo nos quedaban algunas galletitas. En un momento creo que casi llegamos al río, porque empezamos a escuchar música a lo lejos y el canto de un gallo. Pero el camino se hizo casi imposible de seguir después de una curva con pendiente, y los tiros empezaron a escucharse demasiado cerca. Entonces decidimos volver y desandar todo lo que habíamos hecho.

Al llegar de vuelta a la zona de los geisers encontramos una camioneta que nos acercaba a Chiang Rai. Subimos a la caja, arrancó y yo empecé a desvanecerme del sueño después de tanto esfuerzo y de haber dormido tan poco. Antes de cerrar definitivamente los ojos, cuando pasamos por al lado del kiosco, el kiosquero nos gritó sonriente: ¡Eh… Maradona, Caniggia… Goodbye, goodbye!

Ronald McDonald Tailandes
Gracias Tailandia.