Sudamérica 1998

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Era mi primer viaje por Sudamérica. Éramos cuatro: Mariano, Andrés, Pablo y yo. Íbamos con curiosidad adolescente. Yo particularmente en busca de las plantas sagradas de los chamanes sudamericanos. Tal vez Pablo también, pero con él nunca se sabe.

Primero fue un tren lento de Buenos Aires a Tucumán, después varios buses, parando un día en Purmamarca y terminando en La Quiaca a altas horas de la noche.

Villazón Bolivia
Siempre fue así

–Parece que está cerrada la aduana.
–Pasemos igual.
–¿Mañana cómo volvemos a cruzar? Nos van a pedir los papeles.
–No sé, les explicamos… No quiero pagar un hotel en Argentina, mejor acá.
–No lo imaginaba tan oscuro.

Acabábamos de cruzar a Villazón en un horario que evidentemente no era el más normal. Las luces se acababan en el puente. Después pasamos entre las paredes de la aduana cerrada y Bolivia era una boca de lobo. Hacia adelante teníamos una calle más o menos recta y hacia la izquierda una calle más o menos curva. No sé por qué elegimos la menos evidente, la curva. No quedaba nada claro cómo tomábamos las decisiones, pero en esas penumbras daba un poco lo mismo.

Caminamos unos cincuenta metros. No todo era oscuridad, también había tachos con fuego. Alguno cerca y algunos lejos. Las primeras personas que vimos fueron dos jóvenes revisando un contenedor de basura iluminando con linternas.

Enseguida encontramos un cartel: «Residencial». Y caminamos por un pasillo estrecho. Nuestra habitación tenía una pared pintada de cada color.

Cuando preguntamos por comida nos mandaron ahí nomás, a un par de cuadras, al único lugar que seguía iluminado. Ahora no puedo recordar cómo es que lograban iluminarlo. Sí recuerdo que solo había sopa. Y eso cenamos, sopa.

 

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