Bolivia y Perú 2000

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Estaba terminando el año 1999 y la idea era recibir al nuevo milenio en las ruinas de Machu Picchu. En aquella época teníamos ese tipo de objetivos. Parecían épicos, trascendentales. Aunque intentáramos negarlo, la espiritualidad nos atravesaba inconscientemente. Ahora no, ahora esas ideas nos parecen raras. Hoy en día incluso nos resulta fácil darnos cuenta de que un 31 de diciembre a las doce de la noche las ruinas de Machu Picchu no van a estar abiertas.

Mi primo Andrés y yo salimos el día de navidad con el tiempo bastante ajustado. Gastón estaba aún más complicado: tuvo que quedarse en Buenos Aires esperando que llegara su pasaporte que tardaba más de lo normal. No sabía si iba a poder llegar a tiempo. Así fue que quedamos en reencontrarnos en Cuzco. Como en aquella época no todos teníamos una cuenta de mail, o en todo caso no era costumbre revisarla muy seguido, se nos ocurrió que podíamos ir cada día a las ocho de la noche a la plaza central. En algún momento nos veríamos.

Entonces salí de Buenos Aires solo con Andrés. Y veníamos sin dormir. Habíamos estado festejando el 24 a la noche y decidimos seguir de largo. Resultó una buena idea: en el extenso viaje hasta La Quiaca fuimos casi desmayados y se nos hizo relativamente corto. Lo poco que recuerdo de ese trayecto es que en Rosario subieron dos chicas que estaban buenas, una morocha y una pelirroja. Como siempre, pensamos en hablarles, pero dormimos, esta vez en sentido literal. De todos modos, cruzamos la frontera boliviana los cuatro juntos y resultó que las rosarinas iban con un objetivo similar. O tal vez se lo inventaron en ese momento. Algo así me imaginé porque, si bien ambas tenían novio, nos dejaron en claro que eso era un tema que no aplicaba demasiado fuera de la provincia de Santa Fe. Entonces propusimos ir juntos acompañándolas hasta la terminal de Villazón (si es que unas cuantas maderas pintadas puede llamarse terminal). Recuerdo que íbamos con ese aire de autosuficiencia que te da guiar a un par de mujeres por un sombrío pueblo de frontera. Nosotros habíamos estado ahí dos años antes apenas de pasada, pero exagerábamos nuestra experiencia casi como si fuéramos locales. Yo no le sacaba la vista a la pelirroja.

Bendición de coches en Copacabana (Large)
La altura me hacía sentir como un auto borracho

Como teníamos pocos días para llegar a Cuzco, la idea era tomar un bus tras otro sin parar. Desde Villazón pensábamos ir directo a La Paz pero llegamos al anochecer y no encontramos pasajes, solo quedaba un bus a Potosí. A pesar de la gran experiencia que simulábamos ante las rosarinas, tomamos una decisión un poco delirante: lo conveniente habría sido buscar una combi o un taxi compartido al cercano y agradable pueblo de Tupiza, dormir ahí y salir a la mañana siguiente bien temprano hacia La Paz; pero no, elegimos el insufrible viaje nocturno hacia Potosí, una ruta que en aquella época era de tierra, un camino complicado con incontables curvas y contra curvas entre las montañas; y nos quedaron los peores asientos, los del fondo, los que más se sacuden en cada pozo. Fueron largas horas de bamboleos y golpes constantes en ese bus cuyos amortiguadores parecían haberse rendido hacía ya muchos años. La oscuridad, apenas atenuada por la luz de la luna entrando por la ventanilla, me potenciaba los sentidos, sobre todo el olor permanente a coca masticada y los ruidos de la oxidada carcaza del bus en movimiento. Como no había forma de dormir, con la morocha decidimos matar el tiempo besándonos. Estuvimos cerca de rompernos los dientes en varios pozo del camino.

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