Por el río Napo hacia el Amazonas

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Amanecimos en Pantoja, en el río Napo, con el sol saliendo entre la selva. Estábamos en la frontera entre Ecuador y Perú, una de las regiones más deshabitadas del planeta. El M/F Heroica, el barco carguero que mantiene aprovisionadas a las comunidades del río desde Iquitos hasta la frontera había pasado hacía poco menos de veinticuatro horas y no volvería a pasar hasta dentro de dos o tres semanas. No queríamos esperar tanto para ir hacia Iquitos y la solución era una lancha que prometía ir lo suficientemente rápido como para alcanzar al barco antes del mediodía.

Partimos a las seis de la mañana y efectivamente viajamos a gran velocidad, espantando a los pájaros amazónicos. Solo nos detuvimos una vez en una aldea indígena para comprar carne de cerdo de monte ahumada. Cuando volvimos a desacelerar ya habíamos alcanzado al carguero en una comunidad de la que no recuerdo su nombre. El lanchero tuvo que señalar varias veces hasta que comprendí que cosa era el barco, que desde nuestro punto de vista parecía solo un cubo oxidado a metros de la orilla.

Bajamos de la lancha cargando las mochilas pesadas intentando no resbalar en el barro. Los habitantes de la comunidad que antes estaban mirando el barco ahora nos miraban a nosotros. Nosotros los mirábamos a ellos y al carguero que, a medida que nos acercábamos se parecía más a una villa flotante, un conjunto de chapas oxidadas formando dos pisos con agujeros por los que salían brazos y cosas. Y entonces sentí que, por primera vez en nuestro viaje, tal vez estuviéramos a punto de rechazar un trasporte por sus condiciones de comodidad.

Lo de M/F no lo entiendo, lo de Heroica sí.

–Vane, ¿estás dispuesta a viajar cinco o seis días en eso?
–Estoy con la copita –respondió Vane con el ceño fruncido y los ojos tristes.

Ella no necesitaba ninguna excusa para pedirme que no fuéramos, pero de todos modos me tomé unos segundos imaginando la situación. No sé cómo se debe sentir una menstruación, pero estoy seguro que no me gustaría experimentarla en los baños de chapa de un hacinado barco, aislado durante días.

Al volver a la lancha el lanchero nos miró con cara de yo-les-avisé, a pesar de que nunca habíamos hablado de la calidad del barco, y propuso llevarnos hasta Santa Clotilde. Ahí, dijo, tendríamos más opciones.

A todo trapo.

Entonces fueron varias horas surcando curvas de la cuenca amazónica. Llegamos al atardecer.

Santa Clotilde (2°29’18″S, 73°40’38″W), a pesar de la gran cantidad de basura acumulada en la ribera, nos pareció una comunidad agradable y decidimos quedarnos un par de días alojados en un hotel muy barato (15 soles los dos) mientras esperábamos algún trasporte que nos llevara a Iquitos. Nos habían dicho que llegaría otro carguero desde el río Curaray.

En Santa Clotilde hay un pequeño hospital y ahí aprovechamos para chequearme una llaga que tengo en el brazo. Dicen que puede ser leishmaniasis, algo que sería muy malo porque la cura es larga y agresiva. La leishmaniasis es producida por parásitos que entran en la piel a través de picaduras de jejenes. Acá hay una gran cantidad de jejenes y el repelente de mosquitos no es muy efectivo contra estos bichos.

Hippie sin OSDE.

Creo que deberíamos apurarnos un poco hacia zonas más seguras, más relajadas. Porque, además, acá también hay mucha malaria.

En la semana 34 se enfermó el que hacía las mediciones.

Al tercer día coincidieron ambos barcos. Por la mañana llegó el M/F Heroica, la villa flotante que venía de la frontera, y por la tarde llegó el M/F San Ignacio, la villa flotante que venía del Curacay.

M/F Heroica
M/F San Ignacio

Lo curioso es que, a pesar de que el San Ignacio no se veía muy diferente al Heroica, solo un poco menos oxidado, esta vez no nos sentimos incómodos al abordar. Vane se sentía mejor y ya solo quedaban dos días y medio hasta Iquitos.

La otra opción era ir remando.

El viaje fue agradable, un flotar lento por el río de un kilómetro de ancho en el que fuimos bandeando de orilla en orilla según el recorrido de la curva o la ubicación de las aldeas con pasajeros. Fue agradable a pesar de la comida: pan y avena líquida como ejemplo de desayuno y arroz con un centímetro cúbico de pollo como ejemplo de almuerzo.

Y Vane como ejemplo de acompañante ideal.

Y agradable a pesar del hacinamiento de hamacas: tenía a una mujer cruzada por abajo y un tipo cruzado por arriba y para ir al baño había que gatear y hasta arrastrarse intentando no empujar a los durmientes.

La segunda noche dormí sobre un banco porque se me rompió la hamaca. Se rajó la tela. No me apené demasiado, la había comprado en Tailandia en 2005 y tuvo mucho uso.

Tela rompí.

Aunque, a decir verdad, lo peor del viaje fue el olor. La cubierta de abajo, la de carga, además de productos agrícolas llevaba animales: gallinas, cabras, dos vacas, un búfalo y una decena de chanchos. El intenso olor de la caca de los cerdos nos acompañó todo el viaje.

Somos animales.

Luego Iquitos nos sacudió con el caos de las urbes. Una ciudad con historia, ruido, calor, humedad, miles de motocars y más historia. Hay pocas ciudades en el mundo a las que no se puede acceder por caminos e Iquitos es la más grades de estas. Tal vez por eso los colectivos son de carrocería de madera. Supongo que en la selva es más económicos mantenerlos así que traer nuevos por agua.

Iquitos, pará la moto.

Nos alojamos en un hotel antiguo y barato que luego curiosamente descubrimos que aparece en la película Fitzcarraldo. Frente al hotel había una despensa atendida por dos mujeres indígenas que vestían con largas polleras negras y pañuelos, también largos y negros, cubriéndoles el cabello. En algún momento quise preguntarles por sus vestimentas, pero me ganaron las ganas de no molestarlas.

También nos sorprendió el mercado de Iquitos que nos agradó a pesar de que es el más sucio que hemos visto nunca. Un lugar cálido y húmedo donde el barro y la basura se van acumulando en las calles formando una pasta de gran variedad de colores y aromas. Al  caer la tarde, las calles del mercado se limpian con ayuda de una pala mecánica.

Reciclando.

Es un mercado donde se puede comprar casi todo, incluyendo un pedazo de caimán para hacerlo a la parrilla. Y también hojas de coca, harina de coca, San Pedros y hasta botellas de ayahuasca. Me reencontré con las hojas de coca después de mucho tiempo, algo que añoraba considerablemente al momento de tratar de concentrarme en la escritura de estas crónicas.

Trichocereus pachanoi

También calurosa y húmeda fue nuestra recorrida por los hospitales de la ciudad. Queríamos saber a qué se debía la llaga de mi brazo. Cuando logramos que nos atendiera una infectóloga nos anticipó que era muy probable que fuera leishmaniasis y que seguramente tendríamos que quedarnos en Iquitos por veinte días o un mes que es lo que dura el tratamiento. La cura no se puede hacer ambulante porque los medicamentos son tan fuertes que se aplican con monitoreo cardíaco en el hospital. Pero, aclaró, de todos modos lo primero era confirmar el diagnóstico en laboratorio.

Me sentía mejor de lo que aparenta la foto.

Finalmente la biopsia dio negativa para leishmaniasis, solo encontraron hongos. Aunque me avisaron que eso no quería decir nada, que la infección era muy reciente y que debo tratarme con crema antimicótica durante un mes y volver a hacerme una biopsia si no se me cura.

Nos costó encontrar dónde comprar pasaje para seguir río abajo por el Amazonas, hacia la triple frontera con Colombia y Brasil. En la confusión de puertos que es la ciudad polvorienta, terminamos en un barrio del cual salimos apurados por el exceso de alcohol y prostitución (el de ellos, no el de nosotros). Cuando finalmente encontramos el lugar correcto resultó ser Puerto Ransa, el mismo al que habíamos arribado unos días antes.

Viajamos durante dos días en el MF El Gran Diego, un barco bastante más grande que los anteriores, con una cubierta para la carga y dos para las hamacas.

Nos sentíamos mejor de lo que aparenta la foto.

Lo más curioso de este trayecto fue que, en algún momento, noté que viajábamos con una mujer originaria con vestimenta similar a las almaceneras de enfrente del hotel. Era una anciana y venía coqueando. Desde las sierras peruanas que no había visto a nadie coquear.

–Kanchu coca –dije como excusa innecesaria para charlar.

La anciana sonrió y me ofreció un poco de sus hojas. Yo le ofrecí de las mías y eso le hizo aún más gracia.

–¿Habla español? –pregunté estúpidamente.
–Kichwa y español –me contestó.

Entonces charlamos un buen rato (en español, por supuesto). Me contó que estaba viajando a Alto Monte de Israel, la comunidad donde vivía, que la coca la cultivaba ella misma y unas cuantas cosas más que ya no recuerdo. En algún momento le pregunté por su vestimenta.

–Es por mi religión.
–¿Cuál religión es la suya?
–Israelita.

Por alguna razón en la que me desconozco no seguí indagando sobre sus creencias. Simplemente seguí coqueando y charlando de variadas cosas con la mujer kichwa israelita, hasta que se bajó en su comunidad Alto Monte de Israel (3°52’58″S, 71°27’04″W) donde subieron momentáneamente dos niñas a vender pochoclos y chifles, vestidas también con pollera y pañuelo negro tapando el cabello.

Le pregunté si era pochoclo kosher.

Luego me enteré de que Alto Monte de Israel es una comunidad de una secta fundada en los años noventa por un tal Ezequiel Ataucusi Gamonal. Una secta de sincretismo incaico cristiano.

Ahora estamos en Leticia, Colombia, en un sorprendentemente barato hostal con piscina, deseando descansar un poco y conocer el lugar antes de seguir en barco por el Amazonas hacia Manaos. Aunque en realidad lo que más deseo es que la llaga de mi brazo no sea leishmaniasis y se me cure con la crema antimicótica.

Y acá el video resumen de Vane: