Después de salir de Bolivia y cruzar brevemente por el borde del selvático y lejano estado brasileño de Acre, entramos a Perú. Cruzamos de noche y con lluvia. El bus nos había dejado en la plaza del pueblo Assis Brasil. A esa hora los puestos de frontera estaban cerrados. Entonces simplemente caminamos tres kilómetros de sombras y cruzamos el puente sobre el río Acre. Del otro lado estaba el pueblo peruano de Iñapari, ahí acampamos, en una galería de madera de alguna tienda que no abriría antes del amanecer. Y si bien en principio no parecía una buena idea hacer camping libre en la triple frontera selvática de Bolivia, Brasil y Perú, en este caso sentimos que el clima de tranquilidad de los pueblos pequeños nos acunaba. Solo queríamos dormir unas horas esperando a que se hiciera de día y abrieran las aduanas.
Por la mañana viajamos en combi hasta Puerto Maldonado. Al llegar caminamos hacia la plaza de armas, esquivando el hormiguero de motorcars (que son como tuk-tuks hechos con una moto serruchada al medio y acoplada a un carro de madera). En la zona más céntrica, por primera vez en mucho tiempo, vimos algo de turismo. No turistas sino cierta infraestructura turística y algún que otro hostel para los viajeros provenientes de Cusco en busca de una aventura selvática o ayahuasquera.
En la plaza encontramos a tres mochileros, tres hippies latinoamericanos, esa variante de hippies que la escasez de dinero los tiñe un poco de punkies.
–Hola, hermanos. Saben de algún lugar barato para hospedarse –pregunté, porque eso es lo que se acostumbra, ir a la plaza y preguntar a la familia dónde se puede ranchar.
–Mejor que barato: un lugar gratis –respondió el que estaba mascando coca.
–¿Cómo es eso?
–¿Tienen carpa?
–Sí.
–Hay una buena gente que nos deja acampar en su patio.
No eran tres latinoamericanos: si bien dos de ellos efectivamente si lo eran (colombiano y peruano), el tercero no, el de la gran sonrisa llena de hojas de coca picada era Eneko, un vasco que supo tener algunos emprendimientos de restaurantes gourmet pero que ya no, ahora había comprendido que lo mejor era viajar sin un peso en el bolsillo. Eneko no solo no tiene dinero sino que tampoco lo busca. Simplemente duerme donde se lo permitan (con una gran tolerancia a los mosquitos) y come lo que le regalen las mamitas del mercado, normalmente verduras que hierve en una pequeña olla sobre un fogón hecho de ramas y maderas de cajón. Eneko hace una gran apología de su estilo de vida que transmite con sonrisa serena y ojos abiertos.
A pesar del calor aplastante, decidimos seguir las intricadas indicaciones de los hippies: unas cuadras hacia el río, un cartel, un camino serpenteante, varias calles de tierra, una leve curva hacia la derecha y otra hacia la izquierda. Reconocimos la casa por las carpas desvencijadas de proporciones poco armónicas, costuras chinas y colores brillantes apagados por muchos días a la intemperie, carpas latinoamericanas. Esperamos un par de horas por ahí hasta que llegaron los dueños de la casa, Tita y Jorge, que nos recibieron muy bien (primero un poco desconfiados, pero luego muy bien). Dijeron que podíamos acampar donde quisiéramos en el terreno de su rancho pero que tengamos cuidado con nuestras pertenencias porque estábamos, por casualidad, entre dos puntos de venta de pasta base. Después nos dijeron que para bañarnos podíamos ir a la casa de un primo de Tita, o al río, al Madre de Dios, pero con cuidado con las rayas y las anguilas eléctricas. Vane eligió bañarse con los parientes y yo me saqué la pasta de sudor y tierra en el río de bordes abruptos, sosteniéndome de una canoa para que no me llevara la corriente. El único problema de nuestro hospedaje era que para ir al baño solo había una letrina y estaba inundada, tenía soretes flotando y el borde del “agua” llegaba a la suela de las zapatillas. Decidimos que pasaríamos una noche ahí y luego seguiríamos hacia Cusco.
Pero no fue así, al día siguiente conseguimos alojarnos por couchsurfing y nos quedamos tres días más. Nuestro couch resultó ser un anfitrión de lujo. Era el capitán del Puerto. Nuestra habitación tenía camas con sábanas blancas impecables y el desayuno fue servido por el mayordomo.
Con el capitán charlamos de muchas cosas, entre ellas, de políticas de drogas. Yo le conté que escribía para una revista que militaba por la despenalización y él me contó cómo tenía que ir en lancha por los ríos de la selva disparando a los narcotraficantes. Fue una charla larga en la que, sorprendentemente, nos entendimos muy bien. Él nos contó su vida, cómo había llegado hasta ese punto, y nosotros le contamos la nuestra, como habíamos llegado hasta el punto delante de él.
A Cusco viajamos en un bus nocturno. Sé que es un camino de montaña largo y sinuoso, pero nosotros no nos enteramos de mucho, prácticamente nos dormimos en Puerto Maldonado y despertamos en la prolija y turística capital incaica. Pasamos tres días ahí, aprovechando un ofertón hotelero de temporada baja.
En el mercado de San Pedro, el mercado principal de la ciudad, se puede comprar hojas de coca, cactus alucinógenos y ayahuasca con tarjeta de crédito, un poco como para demostrar que dónde hay muchos turistas con plata se puede cambiar fácilmente la etiqueta de “droga” por la de “planta sagrada”.
Sin pasar por Machu Picchu (y no es que no creamos que no están buenas las ruinas, pero nos parecen muy infladas turísticamente, demasiada gente y demasiada artificialidad local), bajamos a la costa y seguimos en bus nocturno hacia Lima.
Tampoco nos quedamos mucho tiempo en la capital, sentimos que tres días fueron suficientes para la ciudad gris y seguimos viaje hacia las sierras en otro bus nocturno a Huaraz, donde tenemos un amigo, Carlo Brescia. Lo conocimos en el último Congreso de Arqueología de Argentina. Él es documentalista, docente, comunicador y consultor en desarrollo sostenible y conoce el wuachuma, el cactus visionario de los Andes, como pocas personas en el mundo. Nos invitó a una ceremonia.