La corriente del Niño de 1997-1998, la más catastrófica de los últimos 130 años, nos había dejado con pocos caminos en buenas condiciones entre Cusco y Lima. Eran demasiados los valles y quebradas con ríos desbordados que teníamos que pasar. En condiciones ideales el viaje en bus tenía un mínimo de treinta y seis horas de duración, y en este caso podían llegar a ser varios días. Una buena opción era conseguir un avión.
Eso hicimos, fuimos al aeropuerto a pedir el pasaje más barato. Al día siguiente estábamos embarcando por una pista soleada y ventosa en dirección a un pequeño avión con motores a hélice.
Entramos por la “panza”, como en los hércules, por una rampa que se abría y cerraba mediante un malacate y su cable de acero que recorría el centro del avión.
Adentro estaba todo escrito en ruso. Me pareció que la base de los asientos tenía más hierros de los necesarios, como si fueran antiguas sillas de dentista. Había máscaras de oxígeno que colgaban de trapitos con cuatro hilos en las puntas. La puerta de la cabina de los pilotos era una floreada cortina de tela.
Cuando ya estábamos en el aire tuve miedo. Recuerdo que en un momento Pablo me hablaba de Rusia y de cómo su abuelo lo había mandado a estudiar ruso al comité del partido comunista. Parte de la historia no la pude escuchar bien porque el ruido de las hélices era ensordecedor, pero parece que el abuelo aseguraba que el socialismo se iba a imponer en el mundo y que entonces el ruso sería el idioma del futuro. La historia se interrumpía cada tanto por las sacudidas de nuestro pequeño avión remachado. Las máscaras de oxígeno se balancearon durante todo el viaje.
Después fue todo por tierra. Desde Lima hacia el norte hicimos cientos de kilometros por la costa en varios buses. Cada bus terminaba en un puente destruido, cruzábamos el río a pie o cómo se pudiera, subíamos al siguiente bus y seguíamos viaje hasta el próximo puente destruido.
Almorzamos en un bar de la plaza de Chimbote, una pequeña y tranquila ciudad portuaria a mitad de camino entre Lima y Ecuador. La quietud del lugar me pareció más de pueblo que de ciudad. Un pueblo grande y tranquilo donde predominaban las casas bajas y las calles de tierra. El color de la tierra estaba en todos lados.
En la televisión del bar pasaban “Boca – Independiente”. Los jugadores corrían por una cancha casi sin pasto y los escasos espectadores miraban sentados desde unas tribunas de tablones de madera.
–Disculpe, ¿qué es esto de “Boca – Independiente”? –pregunté al mozo, un señor de pelo blanco y delantal celeste.
–¿Ustedes son argentinos? –dijo sonriendo.
–Claro.
–Aquí apreciamos mucho el fútbol argentino… y por eso tenemos varios equipos con nombres de su país.
(Era verdad y acá están sus páginas en Facebook: Boca e Independiente.)
–Han llegado justo… Aquí, hace dos días, estuvo horrible por el alud.
–¿Acá también hubo alud?
–Sí, un desastre en el pueblo.
–¿Murió mucha gente?
–No, no es por eso… Bueno, sí hubo muertos por acá, pero muertos de antes. El alud arrasó el cementerio y quedaron los huesos desparramados por todo el pueblo.
Nos fuimos de Chimbote sin saber cómo terminó Boca – Independiente.
Unas horas después llegamos a Huanchaco, cerca de Trujillo, y entonces vimos que los San Pedros crecían por todos lados.