Buscarril Cochabamba Aiquile

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Bolivia es mi país preferido, un país sin tiempo.

Estábamos en Tin Tin, en las montañas, bajo el sol, junto a unos rieles que más bien parecían hierros abandonados. Acabábamos de enterarnos de la existencia de ese tren que estábamos esperando. Lo esperábamos con bastantes dudas. Un tren desconocido y sin estación. Se suponía que justo tenía que pasar ese día, según nos dijeron, en algún momento después de las tres de la tarde.

Un par de veces intenté imaginar qué aspecto podía tener el tren, hasta que, entre los polvorientos arbustos espinosos llegó algo muy alejado a mis especulaciones, llegó un colectivo. Era un antiguo bus adaptado a las vías, un bus destartalado similar a los viejos buses escolares de Estados Unidos, incluso también pintado de amarillo, pero con toda la parte de abajo modificada para transitar por los rieles.

Buscarril en Bolivia

Me hubiera gustado ver mi propia cara de sorpresa y felicidad. Había leído sobre algo similar en el chaco paraguayo en el libro The Drunken Forest de Gerald Durrell. Ahí se describe un viejo auto Ford adaptado a las vías del tren que alguna vez había cruzado el Chaco. Pero claro, ese libro fue escrito en 1956. Ahora, levantar el brazo para detener a un antiquísimo bus sobre las vías bolivianas, me hizo sentir que había viajado en el tiempo. Una sensación de haber viajado sin saber muy bien si hacia el pasado o hacia el futuro.

Dentro del bus-tren, que luego nos enteramos que se llamaba bus carril o buscarril, dos o tres docenas de campesinos nos miraron con curiosidad. Durante mucho tiempo sostuvieron la mirada: mientras subíamos, cuando pagábamos el insólito precio de un peso boliviano, mientras nos sentábamos haciendo lugar en el bordecito de asientos ya ocupados, cuando arrancamos, y aún nos miraron mucho tiempo más.

Adentro, muchas cosas parecían estar hechas de lata: la carcasa, los asientos, las ollas de las ancianas, los cabellos de las ancianas, la base del manubrio, la palanca de cambios, la base de los relojes del tablero.

Traqueteamos durante un par de horas y cruzamos varios túneles muy estrechos.

El buscarril llevaba tres empleados: el chofer, el cobrador y el quita piedras. Cada diez o veinte minutos el chofer frenaba delante de un pequeño derrumbe y el quita piedras bajaba con su pala a despejar el camino.

El buscarril nos dejó otra vez al costado de los rieles, a unos dos kilómetros de Mizque.

Cargamos las mochilas, caminamos, metimos los pies en un río y seguimos caminando. Los días siguientes fueron un relajo. Nos alojamos en el Residencial Mizque. Por cuarenta pesos bolivianos disfrutamos de una piscina rodeada de un gran jardín con árboles frutales.

Nuestro próximo destino era Aiquile y teníamos muchas ganas de volver a subir al buscarril. Cuando quisimos averiguar los horarios nos fue imposible. En la municipalidad llegaron a decirnos que eso ya no existía. Pero recordábamos una conversación del viaje anterior y estábamos casi seguros de que nos habían dicho que volvería a pasar el jueves. Fuimos con desconfianza, cargando las mochilas bajo el sol picante de la tarde. Calculábamos que llegaría cerca de las cuatro y así fue. El buscarril apareció una vez más. Otros campesinos volvieron a mirarnos con curiosidad atemporal.

Un día en Aiquile, caminamos hasta Común Pampa, una comunidad indígena a unos diez kilómetros al norte del pueblo, un caserío donde varios luthiers fabrican charangos. Compramos uno. Ni Vane ni yo sabemos tocar ningún instrumento.

Viajamos a dedo hasta Sucre, la ciudad blanca. Nos alojamos en el Hostal Pachamama, otra vez un jardín frondoso. Nuestra habitación estaba en el tercer piso y tenía un balcón con vistas a una infinidad de techos de teja.

Ahí conocimos a una pareja de franceses que nos cayeron muy bien, Rita y Gregorio. Un día subimos al cerro Churruquella a cortar unas ramas de un San Pedro (tal vez Trichocereus scopulicola) que yo ya sabía que estaba ahí.

En el hostal lo cortamos en rodajas, lo hervimos durante horas y lo tomamos con los franceses. Rita y Gregorio se quedaron en el patio, nosotros subimos a la habitación. Vane fue al baño a vomitar. Yo agarré el charango.

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