Tailandia 2005

Scroll this

Mientras termino el libro, y para no dejar enfriar el blog, mando una historia de otro viaje que hice hace tiempo, en 2005. (Los diálogos son aproximados, mi memoria es buena para recordar conversaciones pero no llega tan lejos):

Había ido a Tailandia con mi amigo Pablo. Anduvimos por varias playas y sobre el final del viaje pasamos por Chiang Rai, al norte del país, cerca de Myanmar y Laos.

Elefante en Chiang Rai
Uy… justo se me fue un taxi.

Después de visitar el Templo Blanco, la Casa Negra y lo que ahora es el Templo Azul (como para que no nos falten colores) quisimos hacer una caminata por la selva. El problema era que no encontrábamos mapas de la zona.

–Pablo, yo sé que siempre hacemos trekking independiente, pero me parece que esta vez podemos llegar a pegarnos una flor de perdida… No estamos consiguiendo mapas, nuestra brújula es de juguete y ni siquiera tenemos claro adónde queremos ir.
–Yo tengo ganas de caminar, hay que ponerle huevo… Si te la bancás, vamos.
–Está bien, me la banco.

Ese día fui a un cyber a buscar un poco de información de la zona y en un momento mi madre apareció online. Me quedé un rato hablando con ella en una charla algo incómoda por el delay que había entre los mensajes.

–Me cuesta hablarte, hijo, cada cosa que escribo tarda mucho en llegar.
–Tres.
–¿Qué?
–Nada, te estaba respondiendo a lo de antes.
–Esto es una mierda.
–Bueno, vieja, estoy del otro lado del mundo, lo raro es que podamos hablarnos.
–Es verdad, ¡qué impresionante!
–Me tengo que ir. Saludame mirando para abajo.
–Uy me mareo.
–Jeje
–Besos, hijo, cuidate.
–Besos, ma –escribí algo así y mis palabras debieron haber terminado de rebotar en un par de satélites antes de llegar a Buenos Aires.

La información que encontré en Internet no fue muy alentadora: la zona estaba desmilitarizada por conflictos con el tráfico de heroína y opio, manejados por grupos étnicos insurgentes. Y como dato extra, me enteré de que esa parte de Tailandia es una de las pocas regiones del mundo donde los tigres se conservan en estado salvaje.

–Che, Pablo, estaba pensando que podríamos hablar con alguien local para que nos haga simplemente de guía.
–Sí, puede ser.

No fue difícil. Después de un par de intentos conseguimos un tipo que accedió a marcarnos el camino por unos pocos bahts.

–Mmm… no estoy seguro… no creo que necesitemos guía –me dijo Pablo un rato después, mirando un dudoso mapa dibujado en un pizarrón colgado en una pared de un hotel.
–Aha… –dije yo.
–Acá figura que hay una ruta que lleva a unos geisers. Después podemos ir caminando hacia el sur hasta encontrarnos con este río –dijo, señalando un trazo horizontal de tiza azul– y de ahí, seguro vamos a encontrar algún bote que nos traiga a Chiang Rai… Si te la bancás, vamos por nuestra cuenta.
–Está bien, me la banco.

Entonces fuimos al mercado a comprar mosquiteros y plásticos para nuestras hamacas.

comer cucarachas en Tailandia
No, gracias, cucarachas no… dije mosquiteros.

Salimos con el equipo completo y, después de tres camionetas, llegamos a los geisers. Yo ya había intuido que no iban a ser gran cosa, por el hecho de que no habíamos visto ninguna foto (si el lugar valía la pena, ya se habrían encargado de publicitarlo más espectacularmente), pero lo que no me imaginaba era que se trataba de un poco de agua saliendo de un caño entre las piedras con un kiosquito al lado.

El kiosco era atendido por un tipo que sabía algunas palabras en inglés. Cuando le dijimos que éramos argentinos nos apodó Maradona y Caniggia.

narcotráfico en Tailandia
También había este cartel de recompensa de narcos de la zona y el kiosquero se parecía a tres o cuatro.

Después le preguntamos cómo podíamos hacer para llegar a Chiang Rai desde ahí y empezó a explicarnos la ruta de las camionetas que acabábamos de hacer.

–Pero caminando… –aclaré.
–¿Cómo caminando? –preguntó el kiosquero con el ceño fruncido.
–Sí, caminando –respondí, mientras imitaba una caminata con los dedos índice y mayor de mi mano derecha y señalaba las montañas con mi mano izquierda.
–No sé caminando… no sabría decirles.

Nos despedimos amablemente y el kiosquero mantuvo una expresión de duda en su mirada hasta que nos fuimos.

A unos metros de ahí miré la brújula a ver para dónde marcaba el sur, y bien, marcaba hacia adelante. Le di un golpecito con el dedo y marcó para otro lado. Después miré la posición del sol y volví a golpear la brújula y marcó para otro lado más. Calculé un promedio entre todos los datos y seguimos camino. Solo eso teníamos en cuenta: ir siempre al sur hasta encontrar ese río que suponíamos que existía y que llegaba hasta Chiang Rai.

montañas de Tailandia
Derecho para allá.

Un poco después, al vadear un arroyo, encontramos un sendero que subía la montaña metiéndose en la selva. Entonces caminamos un buen rato cuesta arriba hasta que comprendimos que no era una picada sino una caída de agua. Pero seguimos, un poco arrastrándonos en las partes más complicadas y cacheteando de a cuatro o cinco mosquitos cada vez que revoleábamos las manos intentando espantarlos. Nos habíamos puesto repelente pero no parecía alcanzar.

En un momento escuchamos un disparo y nos quedamos quietos mirándonos y enarcando las cejas. Después seguimos trepando y al rato volvimos a escuchar otro tiro. También nos detuvimos, pero fue la última vez que reaccionamos ante los disparos que de a poco empezaron a hacerse más habituales.

Finalmente, después de una dura trepada quebrando ramas con las mochilas, llegamos bien transpirados a un sendero de verdad. Solo que el camino iba perpendicular al sur, o a lo que intuíamos que era el sur. Entonces seguimos hacia la derecha y caminamos algunos minutos antes de ver a un hombre que venía en sentido opuesto y cargando un arma larga en la espalda. Yo pensé en pegar media vuelta, pero calculé que ya era tarde.

A medida que fuimos acercándonos, fui sentí que el tipo nos miraba cada vez más fijamente; hasta que unos metros antes de cruzarnos elevó su mano derecha formando una curva hacia la espalda hasta agarrar el arma, sin dejar de mirarnos fijamente.

Listo, pensé, este es el fin.

–Hola… –dije entonces, forzando una sonrisa y agachando un poco la cabeza.
–¡BAN! –dijo enérgicamente el tipo, con una mano en el arma y la otra señalando hacia el oeste.

Según lo que había visto en Internet, en esa región ni siquiera se hablaba tailandés: se hablaban diferentes lenguas indígenas. Pero, con esa velocidad de pensamiento que te da la adrenalina, recordé que todos los nombres de los pueblos de la región terminaban en «ban» y asumí que la palabra ban significaba pueblo y que nos estaba indicando el camino hacia alguno. Es lógico que el tipo haya pensado que estábamos perdidos, no se le debería ocurrir otra razón de por qué estábamos por ahí.

Volvimos a sonreír, agachamos la cabeza en forma de saludo y seguimos por donde nos indicó. Pero como no queríamos ir al oeste, caminamos hasta perderlo de vista y volvimos a subir la montaña.

Más tarde encontramos un camino que parecía medio abandonado y apenas pudimos seguirlo entre la selva. El tipo del arma fue la última persona que nos cruzamos ese día. Y la otra cosa que no volvimos a cruzarnos desde más o menos esa zona fueron las vertientes de agua.

Cuando estaba por anochecer llegamos a una gran piedra con vista panorámica sobre un valle donde nos echamos a descansar. El lugar era notablemente agradable y los mosquitos, por alguna razón extraña, habían desaparecido.

montañas de Myanmar
Lo de atrás debe ser Myanmar, lo de adelante es Pablo.

–Sigamos –dijo Pablo después de un rato.
–Ya casi es de noche.
–Podemos seguir con las linternas.
–Ni en pedo, Pablo.
–Si te la bancás vamos.
–Está bien, me la banco.
–Vamos.
–Mentira, andá vos, yo ni loco. A duras penas podemos seguir el camino de día: de noche no podríamos hacer ni veinte metros.

Los tiros se escuchaban cada vez más espaciados. Después de un té con galletitas até la hamaca entre dos árboles, en una pendiente un poco alejada de la picada por temor a que pasara alguien. Después tendí una soga por encima de la hamaca, colgué el mosquitero y encima el plástico. Pablo hizo lo mismo un poco más abajo.

hamacas en la selva
Andá a saber dónde estábamos.

Ahí fue cuando empecé a enroscarme con una preocupación: no le habíamos dicho a nadie a dónde íbamos. Al menos le podría haber avisado a mi madre cuando hablé en el cyber. Además, aparentemente estábamos en un lugar sin ley, la gente andaba armada, se habían escuchado disparos todo el día y si alguien pasaba y nos quería asaltar, hasta nos podía meter un tiro y nosotros no íbamos a hacer mucho más que pudrirnos en la selva. Y bueno, también empezó a rondarme por la cabeza la idea de los tigres. No suelen haber muchas noticias de ataques de tigres a personas, pero a veces ocurre y solo la remota posibilidad de encontrarnos al alcance del olfato de uno de esos grandes felinos ya me hacía sentís sus garras arañando la tela de la hamaca. En esos pensamientos estaba cuando escuché a Pablo:

–Julián, ¿estás dormido?
–No.
–Tengo un poco de miedo.
–¿De qué?
–De que nos choque una vaca.
–¿Eh?
–Es que hoy temprano cruzamos unas vacas y, como armamos las hamacas en una pendiente y está oscuro, puede que pasen corriendo y nos lleven por delante.

Yo empecé a preocuparme más: estaba en una zona de narcotráfico, con tigres y a dos metros de un pirado total.

En un momento se largó a llover y me sentí un poco más tranquilo. Si bien ahora estaba confinado a un mínimo espacio seco, me sentía más lejos de la visita de un extraño o de un tigre (o incluso de una vaca sonámbula). Solo éramos un par de vainas oscuras, rodeados de selva y lluvia. Creo que recién ahí, con el ruido de las gotas sobre el plástico, logré dormir un poco.

Nos levantamos al amanecer y caminamos hasta después del mediodía. En varias ocasiones pensé en volver: el camino se hacía cada vez más confuso, teníamos poca agua y, para comer, solo nos quedaban algunas galletitas. En un momento creo que casi llegamos al río, porque empezamos a escuchar música a lo lejos y el canto de un gallo. Pero el camino se hizo casi imposible de seguir después de una curva con pendiente, y los tiros empezaron a escucharse demasiado cerca. Entonces decidimos volver y desandar todo lo que habíamos hecho.

Al llegar de vuelta a la zona de los geisers encontramos una camioneta que nos acercaba a Chiang Rai. Subimos a la caja, arrancó y yo empecé a desvanecerme del sueño después de tanto esfuerzo y de haber dormido tan poco. Antes de cerrar definitivamente los ojos, cuando pasamos por al lado del kiosco, el kiosquero nos gritó sonriente: ¡Eh… Maradona, Caniggia… Goodbye, goodbye!

Ronald McDonald Tailandes
Gracias Tailandia.

4 Comments

  1. Yo me empecé a preocupar más: estaba en una zona de narcotráfico, con tigres y a dos METROS DE UN PIRADO TOTAL,

    jajaja Muy buena ,

    Suerte muchachos ! 🙂

Comments are closed.