22 de junio
No, el siguiente lugar no fue Riberalta.
El bus se suponía que llegaba a media mañana pero no vino en todo el día. Cuando ya era de noche, de la nada apareció un tipo que iba en una 4×4.
—¿Tu vas para Cobija? —me preguntó el tipo.
—No, para Riberalta.
—Ah, estaba buscando alguien que supiera manejar y vaya para Cobija.
Mis planes no eran ir tan hacia el oeste, pero tampoco es que tuviera muchos planes. Me habían dicho que Cobija queda en el medio de la selva. Está bien al noroeste, frente a Brasil y no muy lejos de Perú. Parece que esa región es una de las zonas menos exploradas del Amazonas. Cuanto más lo pensaba, más me convencía.
—Bueno, podría acompañarte —dije.
—¿Pero a dónde vas tú?
—Voy a Brasil, puedo cruzar por Cobija también. Me queda mucho más lejos, pero te acompaño y conozco Pando.
—¿Sabes conducir?
—Sí.
Entonces arrancamos hacia el culo del mundo.
El tipo se llamaba Freddy Camacho, iba a visitar a su madre y era la primera vez que viajaba por esa zona. Fuimos turnándonos para manejar y, después de unas horas, lo tuve que despertar un par de veces porque se quedaba dormido al volante. Al final le dije que no se preocupe, que yo seguía y se fue a dormir al fondo de la camioneta. Entonces me metí un gran bolo de hojas de coca en el cachete, con doble ración de bicarbonato, y seguí manejando y boleando con la garganta anestesiada el resto de la noche. Salvo un oso hormiguero que me crucé en un momento, casi no había nadie por ahí. Solo veía el pedazo de camino de tierra colorada que iluminaban los faros de la camioneta, y a los costados, el borde de las plantas y oscuridad. Y así fuimos avanzando por la cuenca del Amazonas.
A las cinco y media de la mañana llegué a “el triángulo”, donde se divide el camino hacia Cobija y hacia Riberalta. Casi no quedaba combustible y Freddy me había dicho que ahí estaba la última bomba de nafta hasta Cobija. Pero claro, a esa hora no había nadie. Así que salí del camino, apagué el motor, cerré las ventanas por los mosquitos y me eché a dormir.
A las nueve nos despertamos, me lavé la cara, desayunamos una coca-cola con galletitas, llenamos el tanque y arrancamos hacia el oeste.
El camino nos llevó todo el día. Íbamos subiendo y bajando grandes lomas entre la selva.
Cruzamos dos ríos en transbordador, el Beni y el Madre de Dios.
Como los dos estábamos con poca plata, fuimos levantando gente y cobrándoles pasaje para pagar las trancas y los transbordadores. Las trancas son peajes bien básicos: una soga que bajan cuando les pagás.
Uno de los pasajeros fue una señora con su hija y un montón de gallinas. Vivía en una comunidad de donde la echaron. Las comunidades son grupos de unas cuantas casas habitadas normalmente por indios. Bah, no sé a qué me refiero cuando digo indios. En este caso me refiero a indios de la selva y no del altiplano. La señora era aymara y la echaban por no ser adecuadamente india. Realmente no sé qué estoy diciendo. Cuestión que ahí estaban ella y su hija, dejando su casa y llevándose las gallinas.
El siguiente pasajero fue un policía federal joven, Adolfo Mamani, que nos pidió subir mientras viajábamos en el transbordador del río Madre de Dios. Freddy no se animaba a cobrarle aunque se había quedado sin plata para pagar el cruce. Ya me había pedido prestado 80 bolivianos. Ese transbordador me gustó mucho. Se toma en un afluente rodeado de selva y se viaja un poco hasta agarrar el río principal y cruzarlo. En mitad del trayecto, Freddy le dijo al del transbordador que no tenía los 130 del pasaje, que solo tenía 105. El balsero no estaba convencido, pero la presencia del policía era fuerte. Finalmente nos pidió que le escribiéramos un papel diciendo que somos un vehículo de la policía y que pagábamos 100 bolivianos. Aceptamos pero nadie sabía qué escribir. Yo pensé: es fácil, y volví a pensar y realmente no se me ocurrió qué podía decir la nota. ¿“Hola, somos policías y vamos a pagar menos”? En fin, me limité a aportar el papel. No sé qué fue lo que escribieron pero me habría gustado leerlo.
Más tarde usaríamos a Adolfo Mamani en cada tranca.
En el camino vimos unos animalitos que parecían una cruza entre un conejo y un chancho que corrían rápido por la tierra, y también un perezoso que cruzaba muy lentamente y que me hizo acordar al oso hormiguero.
Paramos a almorzar en Puerto Rico, el único pueblito que cruzamos en todo el viaje, una urbanización de unos 700 metros de largo. Adolfo nos contó que ahí empezaba la Reserva Manuripi, y que en la otra punta de la reserva hay tribus indígenas no contactadas, que solo se han visto con avionetas.
El restaurante era uno de los más pobres que he visto. Solo tenía un menú con opción a dos o tres exquisiteces exóticas. Yo pedí surubí pero había uno solo y Freddy me ganó de mano. Me ofrecieron jhochi frito y dije que sí, sin preguntar qué tipo de maíz era. Sobre el final de la comida entendí más o menos de qué bicho se trataba. Era un agoutí (Cuniculus paca) acá lo llaman jochi pintado, y era uno de esos animales conejo-cerditos que vimos en el camino.
Mientras comíamos sobre unos tablones, sudando entre esas tres paredes sin ventilador, empecé a dudar de la legalidad de la caza del agoutí y comenté:
—Adolfo, me preocupa la posibilidad de estar comiendo un animal protegido en una reserva de vida salvaje y delante de un policía.
Nuestro oficial Adolfo se empezó a morir de la risa. Yo, tal vez había logrado un chiste decente, pero no tan bueno como para que mereciera tanto festejo. Supongo que se reía de otra cosa, algo de lo que él debe estar mucho más cerca que yo. Me hizo reír también.
Un poco antes de llegar a Cobija, entramos a una comunidad y subimos a la madre de Freddy que trajo el dinero que nos faltaba y seguimos hacia la ciudad. Hacíamos un grupo curioso: el policía federal, la insuficientemente india, su hija, Freddy Camacho, su madre y yo.
Cuando salimos de la selva apareció Cobija sobre un terreno muy ondulado. Yo iba mirando por la ventanilla las avenidas de una ciudad pequeña, parecidas a otras avenidas de otras poblaciones de frontera. Según nos contó Adolfo, es la única ciudad en todo el departamento de Pando.
Cuando llegamos al centro, cada uno siguió su camino: el policía, la india, la hija de la india, Freddy con su madre y yo. Nadie se pasó el Facebook. Terminé en un hotel que usan los brasileños cuando vienen a hacer sus negocios fronterizos. Mañana intentaré visitar alguna comunidad de la zona. Si lo logro, porque parece que desde acá no es posible alejarse demasiado, casi todo es selva virgen. A ver qué encuentro.