El camino del oro incaico ya no existe

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Segunda parte. (Primera parte: Camino del oro)

Las rocas y las ramas caían a unos veinte o treinta metros detrás de nosotros. Me costaba calcular la posibilidad de que los derrumbes nos alcanzaran antes de que llegáramos al sendero. De todos modos era un cálculo inútil. Y más inútil era ponerme a pensar que si quedábamos sepultados iban a pasar varios días antes de que empezaran a buscarnos y que probablemente jamás fueran a encontrarnos. O ponerse a juzgar lo irresponsable que era la situación y tratar de entender cuál era el error nos había llevado al riesgo. Lo urgente era intentar apurarnos, teníamos los cuerpos enredados en la vegetación y nos desplazábamos muy lentamente.

El último tramo tuvimos que soltar las mochilas para que rodaran montaña abajo porque ya no podíamos seguir cargando con todo. Quedaron trabadas entre las ramas, las mochilas, a un metro del sendero.

Con el apuro no nos dimos cuenta de que había un pene colgando arriba de nostros.

Luego nos apuramos para alejarnos de la obra. Me sentía como en una película de Indiana Jones con la destrucción del camino incaico pisándonos los talones en tiempo real.

Algunas cuantas decenas de metros más adelante llegamos a una cascada, una caída de agua cristalina corriendo entre rocas lo suficientemente alejadas de los derrumbes como para sentirnos a salvo y descansar un rato, calculábamos que la retroexcavadora tardaría algunas horas en llegar hasta ahí. Entonces Vane me dijo que esa linda cascada estaba a punto de desaparecer y propuso que le saquemos unas últimas fotos.

Solo puedo pensar en cascada.

Más o menos dos kilómentros era lo que quedaba del famoso camino del oro. Ahora ya debe estar todo bajo tierra. Fue una sensación extraña sentir que éramos los últimos en recorrer esa parte luego de haber sido usada por miles de personas desde épocas precolombinas. No una sensación épica, por supuesto, sino sencillamente extraña, una mezcla de melancolía y nihilismo, una duda entre la inutilidad del progreso y la inutilidad de la conservación y, aún más, una duda sobre el valor de la utilidad en sí misma. Una exageración de incertezas. Tal vez demasiado para un sendero que desaparece en Bolivia.

Otras decenas de metros más adelante, mientras Vane filmaba y yo explicaba a la cámara (a lo Marley) para qué servían unas cintas rojas que estaban puestas marcando el recorrido que debía seguir la retroexcavadora, escuchamos gritos y vimos a los obreros corriendo en la ladera de enfrente, de donde habíamos venido. Unos segundos después sentimos una explosión de dinamita (la sentí en el pecho), luego otra y luego el crepitar de los árboles y pedazos de montaña cayendo hacia el río. Y el humo entre las ramas y el eco entre los valles.

Este es el video de esos días:

Nos llevó bastante tiempo hacer esos dos kilómetros de terreno irregular, íbamos a paso lento y descansando a menudo debido a las mochilas que se sienten exageradamente pesadas cada vez que nos trasladamos de una zona a otra con el equipaje completo.

Helecho y el deshecho.

Llegamos al atardecer al punto donde renacía el camino y ya era de noche cuando apareció Mina Yuna, una comunidad formada por dos hileras de casas de chapa a los lados de la huella. Ahí acampamos.

Al mediodía del quinto día pasamos por la comunidad de Chussi y seguimos hasta Luriacani. Ahí, por momentos sentados en un banco en el frente de una tienda y por momentos caminando entre poca cosa, descansamos hasta el atardecer esperando una 4×4 que la gente del lugar nos había dicho que estaba por llegar y podía llevarnos hasta Chuquini. Desde ahí iríamos en transporte hacia Tipuani y finalmente a Guanay, donde encontramos la carretera a Caranavi.

En cierta forma la camioneta a Chuquini fue un gran alivio, porque lo que nos restaba de travesía no era seguir descendiendo junto al río, sino un camino bastante más complicado ya que la huella se alejaba hacia la derecha subiendo y bajando las montañas con pendientes largas y pronunciadas. Así fuimos, con las ruedas arañando el barro entre la selva oscura. El camino era tan estrecho que en algunas curvas en zigzag no daba el ángulo para girar y debíamos subir la cuesta marcha atrás.

Llegamos pasadas las diez de la noche y alquilamos un cuarto. Chuquini resultó ser un pueblo que nunca duerme, un segundo hogar para los mineros que quieran venir a vender su oro y enviar el dinero por giros a sus familias, o gastarlo en alcohol y prostitución, según los gustos, los deseos o el destino.

La mayor parte del oro seguirá en un largo viaje hasta las bóvedas de algún banco. Un poco de ese oro, tal vez, termine cumpliendo la función de rodear algún dedo.

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