Al llegar a Potosí supimos que el siguiente bus a La Paz salía al atardecer. Era cerca del mediodía, eso nos dejaba unas pocas horas para disfrutar de la histórica villa imperial, la legendaria ciudad que se extiende a las faldas de la montaña Sumaj Orcko. Pero antes de llegar al centro, al pasar por un hotel, con la morocha decidimos que íbamos a disfrutar más de Potosí y que íbamos a entendernos mejor si alquilábamos un cuarto. No fue fácil explicar al recepcionista que solo lo queríamos por algunas horas.
–Tengo que cobrarles por el día entero.
–Claro.
A Potosí la recuerdo como una ciudad fragmentada en diferentes tonos de marrones sobre pendientes que van de alto a más alto. La altitud me empastaba los pensamientos, como si todo el tiempo estuviera despertándome de una siesta. Está situada a 4000 metros. Junto con El Alto, son las dos ciudades de más de 100.000 habitantes más elevadas del mundo. Y cuesta respirar. La presión de oxígeno ahí es solo un 62 por ciento de lo que hay a nivel del mar. El cálculo de tiempo de adaptación a la altura para esa situación es de 46 días. En ese período el cuerpo aumenta el ritmo respiratorio, el corazón late más rápido, secretamos más bicarbonato en la orina, se reduce la producción de lactato, disminuye el volumen de plasma, los glóbulos rojos aumentan en cantidad y en tamaño, se desarrollan más capilares sanguíneos en los músculos y aumentan la mioglobina, las mitocondrias y la concentración de enzimas aeróbicas, entre otras cosas. Pero nosotros recién llegábamos y con la morocha nos agitamos exageradamente subiendo la escalera.
La escalera era de madera oscura y gastada, las paredes del cuarto también, la cama era pequeña. Entonces volvimos a agitarnos hasta que me sangró la nariz. Y tan seco es el clima en Potosí que la sangre se secó rápido. La traspiración también. Los ojos me ardieron. Estuvimos a punto de quedarnos dormidos. Yo descansé mi cabeza sobre su pecho, que recuerdo blanco y amplio. Me recosté ahí para no sucumbir ante la almohada que se veía traicionera. Creo que los dos hicimos fuerza con los párpados. Llegamos con el tiempo justo a la terminal.
Lo siguiente fue el transcurso de otras largas horas en tres buses: primero a La Paz, luego a Copacabana y finalmente a Puno, ya del lado peruano, junto al gigantesco Titicaca, el lago navegable más alto del mundo.
Para ese momento del viaje yo tenía un fuerte dolor que bajaba desde la nuca hasta los hombros, apenas podía mover el cuello. Y era lógico, hacía mucho que no dormía en una cama. Los músculos debían estar cansados de sostener la cabeza durante tantos días. El cuerpo me pedía un colchón.
Pero no, decidimos no dormir en Puno y seguir viaje. Y una vez más debíamos esperar unas cuantas horas antes de subir al siguiente bus.
Entonces, por hacer algo, caminamos hasta el gigantesco lago. Estaba nublado y nos sentamos en la orilla a charlar y otear el horizonte, probablemente con esa sensación extraña que da otear el horizonte de un lago. Y en algún momento, en mitad de alguna conversación costera, desde lejos vimos llegar una lancha y de la lancha bajó Gastón.
–¡Ehhhh!
–¡Ehhhh!
Nos abrazamos.
–¡¿Qué hacés, bestia?!
–¡¿Qué hacés, Chupete?!
–¡Qué locura!
–Increíble.
–¿Qué contás?
–Nunca llegó el pasaporte, tuve que cruzar ilegal.
–¡¿Por el lago?!
Se rió.
–No, ahora vengo de visitar las islas de los Uros.
Nos reímos.
–Crucé por la frontera, caminando. Estoy sin papeles.
Creo que en esa época nos sentíamos muy grosos, nos comíamos el mundo. Con ese espíritu Gastón cruzó la frontera sin firmar ningún papel y con ese espíritu desafiamos a unos peruanos a un partido de futbol junto al lago, a 3800 metros sobre el nivel del mar y mal dormidos.
Los primeros quince minutos empezamos ganando, después claramente no. No era tanto porque la pelota no doblara sino porque nosotros íbamos doblándonos de a poco. Si corría más de tres pasos, sentía la sangre latir en las encías. Algo con gusto metálico resbalaba por mi garganta. Nos golearon. Terminamos casi con hipotermia e intentamos recuperarnos con unos mates. Andrés tiritaba. Supongo que de verdad sentiría mucho frío porque lo siguiente que atinó a hacer fue comprarse dos pulóveres peruanos. Se puso uno arriba del otro.
Esa noche íbamos a hacer el trayecto final de nuestra larga travesía a Cusco. Todavía faltaban un par de días para la llegada del año 2000. Una vez más el viaje sería nocturno. Entonces, al subir al último bus del milenio, recordé que yo estaba con la morocha y me senté a su lado.