Nos habían dicho que de Trujillo hacia el norte quedaban pocos puentes en pie. Eso hizo que nos desviáramos hacia el oeste, hacia las montañas. Después de muchas horas en buses antiguos cruzamos de Perú a Ecuador por el paso fronterizo de Macará. Al día siguiente, mientras viajábamos en un bus nocturno a Guayaquil, nos despertaron varias veces y nos hicieron bajar a punta de ametralladora a firmar cuadernos (solo a nosotros dos). Lo recuerdo como en sueños, contestando casi dormido. No sé por qué tanta militarización; tal vez fuera por la guerra entre Perú y Ecuador; el último conflicto armado había ocurrido hacía solo tres años y aún faltaban unos meses para firmar la paz definitiva. O tal vez tuviera algo que ver con Sendero Luminoso, que por aquellos años había controlado zonas cercanas en el Perú. O quién sabe.
En Guayaquil nos enteramos de que nuestras tarjetas de débito no funcionaban en Ecuador y aun así seguimos viaje hacia el norte con un billete de cien dólares que yo había escondido en la mochila para esas situaciones. Vivimos varios días con esos pocos dólares, la mayor parte del tiempo en Montañita, que en aquel entonces era un pueblo pequeño y tranquilo. Nos hospedamos en un hotel casi abandonado en el que dormíamos solo nosotros dos y tres murciélagos.
Una noche, parados bajo un techo de paja de un bar de la playa, Pablo despertó.
–Julián, encaremos a esas dos pibas.
Me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no estaba con nadie. Creo que eso me hizo pensar en “¿y qué les decimos?”.
Eran chilenas y no sé qué fue lo primero que dijimos, pero finalmente Pablo se quedó hablando con la más morocha y yo con la más rubia.