Los campesinos fueron volviendo hacia sus pueblos, con resaca, coqueando y balbuceando entre sonrisas. Nosotros los acompañamos. En Iruya termina el ripio y entonces fuimos caminando hasta San Isidro, un pueblito de unas setenta familias, algunos kilómetros hacia el noroeste.
Tuvimos que cruzar el río varias veces, buscando los mejores lugares y saltando sobre las piedras.
Sobre el final nos agarró una llovizna. La tranquilidad del pequeño pueblito se potenciaba con el cielo gris.
Alquilamos una habitación con vista hacia las montañas, unos cerros escarpados cruzados por un delgado sendero en diagonal, apenas visible.
Ese día caminamos por el pueblo, acariciamos un gatito, acariciamos tres burros, acariciamos tumbas en el cementerio. La más nueva era de hace tres meses, con cruz de madera simple y repleta de flores. Las más viejas eran de hace unos dos siglos y tenían menos flores que la más nueva.
Al día siguiente, después de tomar un té de San Pedro, fuimos a caminar hacia Pantipampa por consejo de Teresa, la dueña del hostal. Ella nos indicó el camino. Era el delgado sendero en diagonal sobre las montañas de en frente. En Pantipampa no hay casas, es simplemente un abra donde dos mujeres llevan a pastar a sus cabras.
Caminamos un par de horas por el sendero que me pareció notablemente peligroso, no apto para alguien con un mínimo miedo a las alturas. Hubo tramos en los que el sendero no tenía más de treinta centímetros de un suelo con piedras sueltas y en diagonal hacia el precipicio.
Una media hora antes de llegar al abra nos cruzamos con Ofelia que venía de cuidar a sus cabras. La anciana de setenta y nueve años bajaba con su vestido tradicional ondeando en la brisa. Nos quedamos un rato charlando y coqueando con ella al borde del precipicio. Hablamos de sus animales, de las veces que hizo ese camino, de su casa en San Isidro, de la cala que llevaba en el sombrero, y de alguna cosa más. Después de despedirnos la vi bordear el precipicio hasta que su espalda de setenta y nueve años desapareció detrás de la curva.
La nada de Pantipampa superó nuestras expectativas: pastizales de pendiente suave, ventosos, a 3200 metros de altura, sobre algún que otro cóndor planeando entre montañas de variadas formas y colores psicodélicos.
Nos quedamos hasta la última hora prudente antes de la caída del sol. La bajada por el sendero de Ofelia me pareció aún más peligrosa.