Sebastián quedó junto al terraplén con su rótula fracturada y su muñeca muy adolorida, Vanesa se quedó a cuidarlo y yo dejé la mochila y corrí río arriba a buscar ayuda. El perro me siguió.
No duré mucho corriendo, se me hacía imposible a esa altura y hacia arriba entre las piedras. Fui a paso sostenido, lo más rápido que pude, apretando fuerte la coca entre los dientes y mojándome la cabeza en el río, cada tanto, para evitar el sofocamiento del sol que ya estaba bien arriba y rebotaba fuerte en el paisaje seco y amarillento.
Tardé cuarenta y cinco minutos en llegar a San Juan. Encontrarlo fue más difícil de lo que había imaginado, el pueblo no se ve desde el río, que a esa altura corre encajonado. Pero finalmente logré llegar a la casa de Jacinta. Estaban ella y su marido. Con el aliento entrecortado, les conté todo lo sucedido. Me dijeron que fuera a buscar al enfermero a la salita sanitaria (el enfermero y el maestro son los dos únicos empleados públicos del pequeño pueblo).
Fui pero no estaba. Salí a buscarlo entre las casas de piedra.
–¡¿Qué pasó?! –gritó Hermógena desde la ladera de una montaña.
–¡Se despeñó Sebastián! ¡Se rompió la rodilla! ¡Estoy buscando al enfermero!
Hermógena señaló hacia otro valle.
Encontré al enfermero junto a un rebaño de cabras. Le conté el accidente brevemente mientras caminábamos hacia la salita.
–¿Tiene heridas?
–Solo superficiales.
–¿Puede caminar?
–No creo.
–¿Puede montar?
–No estoy seguro.
Pensé en la posibilidad del pie en el estribo, pensé en la posibilidad de la pierna colgando, imaginé una situación difícil. El enfermero fue juntando lo que creyó necesario en una pequeña mochila que más bien parecía ser la de un escolar. Le expliqué más o menos (como pude) dónde fue el accidente.
–¿Dónde está?
–En una parte que va entre montañas muy picudas, cuando se empieza a ver el colorado, en la primera quebrada que se une por la derecha… Caminamos una hora, pero calculo que a paso rápido se puede llegar en media.
–Ve yendo. Yo busco ayuda y luego te alcanzo.
Tardé media hora río abajo, trotando de vez en cuando. El perro llegó antes que yo, el enfermero un poco después. Con él venía un pibe de unos veinte años. Tuvimos que calmar al perro que, aparentemente un poco enterado de la situación, se puso a ladrar al enfermero protegiendo a Sebastián.
Después de una revisión rápida del herido, el enfermero recorrió los alrededores con la mirada.
–¿Creés que puedes caminar un poco?
–Ya no puedo ni doblar la pierna.
–¿Has montado alguna vez?
–No.
El enfermero movió la cabeza de un lado a otro. Luego mandó al pibe a buscar una mula y tres tablitas que pudiera sacar de algún cajón de madera. Entonces se puso a vendar la muñeca y desinfectar las heridas.
–No vamos a poder sacarte río abajo, el camino se hace imposible para la mula más allá, tendremos que regresar río arriba y sacarte por el camino de Pantipampa.
Mientras esperábamos al pibe con la mula (que calculamos que tardaría al menos una hora y media en volver) fuimos improvisando un entablillado con ramas, media botella de plástico y una venda. Luego coqueamos todos, sentados en las piedras, bajo el rayo del sol. Sebastián aguantaba las ganas de llorar.
Luego el enfermero estimó que la mula no iba a poder llegar hasta donde estábamos; no iba a poder ni bajar el terraplén ni pasar por el río, que justo en ese lugar se angostaba y corría un poco torrentoso entre las piedras. Decidió que íbamos a ganar tiempo intentando transportar a Sebastián del otro lado del terraplén.
Así fuimos, llevándolo a los hombros entre el enfermero y yo y Vanesa sosteniéndole la pierna hacia adelante. Cruzamos el río dos veces, metiéndonos en el agua.
Justo después de pasar la parte más complicada, llegó la mula. La traía el pibe junto a Jacinta y su marido. Jacinta cargaba con el almuerzo para todos: un par de tuppers con pollo y arroz. Comimos. Luego coqueamos. Luego completamos el entablillado con las tres maderas y una venda elástica que aportó Vanesa y que venía muy bien para el caso.
En algún momento Jacinta y su marido hablaron de adelantarse a paso rápido hasta Pantipampa para buscar ayuda. En Pantipampa no hay nada, solo un abra bien alta con un par de puestos para llevar a pastar a las cabras, pero allá arriba suele haber señal de celular que llega de alguna manera rebotando entre las montañas del valle de Iruya, y así podían avisar al hospital para que mandaran ayuda.
En algún momento Jacinta desapareció.
Fue difícil subir a Sebastián a la mula. Y no fue la única vez, porque la mula no pasaba montada en las pendientes abruptas o las cornisas muy estrechas. Lo subimos y lo bajamos en reiteradas ocasiones durante largas horas. Sebastián gritaba de dolor.
Después de abandonar el río, el camino se convirtió definitivamente en el sendero de cornisa más peligroso que había visto en mi vida. Muchas veces le pedí a Vanesa que prestara mucha atención, que fuera muy consciente de qué rocas pisaba. Me pareció increíble que ese fuera el camino normal de acceso al pueblo, un estrechísimo y abismal sendero que no puede transitarse ni a caballo.
En algún momento nos dimos cuenta de que nadie sabía si Jacinta había ido a pedir ayuda a Pantipampa. Ante la duda enviamos también al marido.
Un rato después, desde las alturas, pudimos reconocer a Jacinta en un valle, sentada cerca de sus cabras.
Así fuimos, arrastrando a Sebastián varios kilómetros. Llegamos al abra de Pantipampa a las ocho de la noche, ya casi sin luz. Cerca de ahí encontramos al marido de Jacinta, que traía la noticia de que no había conseguido señal de celular. Además, él, el pibe y la mula tenían que regresar por razones que no terminé de entender.
El enfermero, Vanesa, Sebastián, el perro y yo seguimos caminando por la planicie del abra, a oscuras, con las linternas, con Sebastián al hombro dando pasos cortitos con su dolorosa pierna entablillada. Cada tanto el perro se acercaba a Sebastián y caminaba varios metros manteniendo el hocico a centímetros de la pierna herida. Evaluamos dormir en alguno de los puestos, pero en algún momento el enfermero finalmente consiguió señal de celular y pidió ayuda al Hospital. Le contestaron que intentarían reunir gente para subir una camilla y entonces decidimos seguir.
Hubo un momento crítico en el que Sebastián hizo un desafortunado movimiento que lo obligó a gritar y a retorcerse del dolor. Pidió que lo acostáramos. Y ahí estábamos en el suelo, a oscuras, sin tener del todo claro si la ayuda estaba en camino, a pasos de la abrupta bajada al río San Isidro, una bajada con muchas curvas y con una pendiente demasiado empinada. La muñeca de Sebastián estaba muy hinchada. Había muchísimas estrellas. Hacía frío.
A las diez de la noche, poco después de que empezáramos a intentar bajar la cuesta, vimos las luces de las linternas. Eran siete camilleros (algunos empleados del hospital y otros de la municipalidad) que traían una camilla, un vino toro, una Fanta naranja, varias bolsas de coca y varios paquetitos de bicarbonato de sodio. Tuvimos que calmar al perro que ladró defendiendo al herido.
Todos nos saludamos, salvo Sebastián que quedó en el suelo. Ellos mezclaron el vino con un poco de Fanta. Nosotros tomamos sedientos el resto de la gaseosa. Todos coqueamos entrecruzando luces de linternas. Los camilleros se hacían bromas entre ellos. Sebastián intentaba sonreír desde la oscuridad del suelo.
Cuando el tiempo del coqueo estuvo cumplido, los camilleros ataron con fuerza al herido en la camilla. Tardamos dos horas en bajar la cuesta. Los camilleros iban rotando cada cinco o diez minutos, secándose las palmas de las manos en la tierra del camino para que no resbalasen.
La ambulancia y una camioneta nos esperaban del otro lado del río San Isidro. Vane viajó con Sebastián en la ambulancia, yo viajé con el perro negro en la caja de la camioneta. Ya eran las doce de la noche.
Lo primero en el hospital fueron las radiografías. Efectivamente la rótula estaba partida al medio y lo de la muñeca era una luxación. Le pusieron media férula y lo mandaron de urgencia en ambulancia, en un largo viaje nocturno atravesando la provincia de Jujuy y parte de Salta, para ser operado en el Hospital Güemes.
Vane y yo caímos casi desmayados en la habitación de un hostal de la tranquila Iruya.