El norte de Perú nos tenía con los ojos abiertos. Habíamos juntado San Pedros en Huanchaco y en Las Delicias, dos pueblitos costeños cercanos a Trujillo. No recuerdo cómo ni por qué caímos en Las Delicias, probablemente alguien de Trujillo nos lo haya recomendado. El lugar resultó ser poco más que un balneario de turismo local de unas diez cuadras de largo por cinco de ancho, que se encontraba casi vacío en esos meses de corriente de El Niño. Casi vacío, nublado y abandonado, aunque alguna que otra familia insistía en tomar sol en la neblina.
Nos hospedamos con el hijo del chamán del pueblo. Como habíamos preguntado al mismo tiempo por un hospedaje y por un chamán, alguien nos dijo que ese era el lugar indicado. El hostal consistía en unas habitaciones básicas que rodeaban un patio con San Pedros en las esquinas. El chamán había muerto ya, su hijo no continuó con la vocación del padre pero su hermana sí, y entonces estuvimos hablando de plantas alucinógenas y hasta de peces alucinógenos durante un largo rato. Nos contó que a los peces suelen hacerlos en sopa, pero que con este mar revuelto no salen. Y fue ella misma quien se ofreció a preparar los San Pedros: había que cocinarlos durante varias horas.
Mientras la olla hervía en casa de la chamana Pablo se quedó leyendo en el hostal y yo salí a caminar por la playa. Fui hacia el sur, descalzo sobre una arena oscurecida e invadida de ramas que habrían sido arrastradas por los ríos desbordados y que el mar devolvió a la playa. En el primer tramo pasé junto a una villa de chapas y maderas que también parecía haber llegado del mar revuelto. Después casi la nada, un largo trecho entre las olas y una zona semidesértica con montañas bajas en el fondo.
La playa terminaba en otro pueblo, un pueblo tranquilo, rodeado de un cerro bajo y desértico, y con un pequeño puerto industrial en la punta donde se unían la playa y la montaña. Caminé unas cuatro cuadras hasta la Plaza. Era amplia y sin un solo árbol. Estaba rodeada de casas bajas y una iglesia de cúpulas blancas y paredes de un color amarillo apagado que daba la espalda al cerro, de un color amarillo aún más apagado.
Había una sola persona en esa plaza sin árboles, un anciano sentado en un banco.
–Buenas tardes, ¿Me podría decir cómo se llama este pueblo?
–Salaverry.
El viejo se quedó mirándome. Yo esperé unos segundos y lo saludé y me fui.
Entonces me pareció buena idea subir al cerro para ver el pueblo desde arriba. No era muy alto, no sería mucho más de cien metros, pero fue un poco cansador y caluroso a pesar de que el sol ya estaba bajo. En la cima corría un aire más agradable. Y ahí no fue el pueblo visto desde arriba lo que más me sorprendió, sino lo que había del otro lado: la playa más grande que había visto nunca. No digo por lo largo (que no se veía dónde terminaba pero eso ocurre con muchas playas, y en todo caso el aire brumoso tampoco ayudaba a ver el final) sino por lo ancho: desde donde yo estaba habría más de dos kilómetros hasta el agua. Una playa enorme y grisácea con un punto negro en el medio. Tal vez el color de la arena la hiciera parecer aún más grande, un color que no se diferenciaba demasiado del mar revuelto y del cielo uniformemente nublado, y todos los límites borroneados por la bruma.
Bajé del cerro caminando hacia el punto negro. Me cansaba en la arena floja, los pasos se hacían pesados y el paisaje uniforme casi no parecía cambiar.
Después de largos minutos pude distinguir a una persona en el centro de lo que había sido la mancha negra, y ya más cerca, pude ver a ese hombre rodeado de bultos oscuros, vestido con harapos y con el pelo canoso y enmarañado. Nos miramos un rato antes de seguir mi camino. No sé si lo saludé o pensé en saludarlo. Estoy casi seguro de que él no me saludó.
Unos diez minutos después logré llegar a la orilla. Sentí los ojos enrojecidos y algo duro en la garganta. No sé si tenía que ver con el mendigo, con la playa inmensa, con la bruma o con algo que involucraba todo eso y algo más, tal vez Salaverry, tal vez Perú, o tal vez yo en esos días.
No estoy seguro de haber lagrimeado, en todo caso había mucha humedad. Caminé por la orilla hasta el puerto. Pasé por un portón abierto que sentí que era apenas una interrupción en el cerro que continuaba hasta el mar. Ahí solo vi a dos empleados con cascos sucios caminando de un galpón a otro entre grandes máquinas oxidadas.
–¿Se puede pasar por acá?
–Pase nomás.
Atravesé el puerto y al volver a cruzar por Salaverry me levantó un camión que me llevó de vuelta a Las Delicias.