Caminamos por el salar de Uyuni durante nueve horas. Fueron veinticinco kilómetros desde el lado oeste de la Isla del Pescado hasta el lado este de la isla Incahuasi. Las mochilas iban pesadas debido a que llevábamos todo el equipaje y mucha agua. La mía pesaba veinticuatro kilos; la de Vane, veinte.
Coquear nos mantenía con energías, sin dolor. Descansábamos cada un par de horas. No había un lugar mejor que otro para descansar: solo decíamos “acá”, largábamos la mochila y nos sentábamos en la sal.
Íbamos en línea recta. Nunca camine tan recto en mi vida. Ni curvas, ni subidas, ni bajadas (de hecho, el salar de Uyuni es la superficie más plana del mundo y se usa para calibrar los satélites). Simplemente apuntábamos a Incahuasi, la manchita negra en el horizonte, hacia el sudeste. El paisaje apenas cambiaba con el transcurso de los kilómetros. En las dos primeras horas todavía seguíamos al lado de la Isla del Pescado, e Incahuasi solo había crecido un poco en el horizonte.
Estábamos rodeados por diez mil kilómetros cuadrados de sal. El sol nos dio de lleno casi todo el camino. Hizo mucho calor. Nuestras sombras se hicieron mínimas. El ruido de las pisadas sobre la sal hipnotizaba.
Pasaron las horas. Se nos llagaron los pies. El sol bajó. Los descansos fueron cada vez más frecuentes. Estábamos felices.
Llegamos al atardecer, con la luz justa, agotados. Y una vez más encontramos una buena cueva para acampar.