Celos en Añahuani

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–Solo estamos de pasada, queremos ir a Mina Asientos.

Dije eso, aunque la pregunta que flotaba en el aire era “¿Por qué no podemos estar acá?”, pero consideré que era mejor no escalar el conflicto ni obligar al tipo a buscar un argumento que después tuviera que sostener solo por no dar el brazo a torcer.

–¿De dónde vienen?
–De Toro Toro… caminando… nueve horas… estamos muy cansados –contesté con claras intenciones de generar empatía.
–Aquí no es turismo… Turismo es en Toro Toro… Aquí es afuera… Aquí es otro lado.

No sabíamos muy bien dónde estábamos. Recién nos enterábamos de que esa comunidad indígena se llamaba Añahuani. Definitivamente no estábamos en Thipa Khasa. El sol ya estaba bajo. La espalda dolía, los pies dolían, nos sentíamos agotados. Las mochilas parecían ancladas al piso. Por el momento, del pueblo fantasma solo habíamos visto sus casas amarillentas, alguna que otra mujer con aguayo que pasó mirando con el rabillo del ojo y a dos tipos: el que nos interpelaba y un acompañante en silencio. El que hablaba tenía puesto una remera de franjas horizontales rojas y negras y un sombrero viejo. Tenía la piel de la cara muy reseca. Era igual a Freddy Krueger, pero con menos cuchillas y menos dientes.

–Solo estamos de paso.
–¿Quiénes son ustedes? ¿Vienen a hacer algún estudio?
–No, nada que ver, solo pasamos… Yo soy Julián y ella es Vanesa.

Me levanté de la roca para saludar. Nos dimos la mano.

–Anacleto.

Imaginé que Anacleto era el marginal del pueblo, solo querría obtener algún beneficio a nuestra costa o mostrarse fuerte delante de su compañero silencioso. Saqué la bolsa de coca, el gran apaciguador, y convidé.

Coqueamos.

–Qué… ¿Si voy a tu país me dejan pasar?
–Sí –contesté sonriente.

Intenté hacer algún chiste. Anacleto me devolvió la bolsa de coca.

–Quedátela –dije.

Anacleto, el marginal, y su compañero, el silencioso, se fueron más o menos conformes con su botín de coca.

Cuando nos decidimos a cargar por última vez en el día el gran peso de las mochilas y buscar un lugar para acampar, se acercó otro tipo, un hombre bajito. Nos dijo que justo en ese momento estaba realizándose la reunión mensual de la comunidad (eso explicaba lo vacío y fantasmal del pueblo) y que sería bueno que participáramos. Entonces lo acompañamos.

Eran sesenta y cuatro adultos y siete niños reunidos al costado de la iglesia. Algunos a la sombra de un paredón, otros bajo una enramada. La autoridad máxima se sentaba delante de un rústico escritorio al aire libre. Anacleto estaba parado al lado del escritorio.

Nosotros apoyamos las mochilas en la tierra y nos sentamos sobre ellas extendiendo el semicírculo de la reunión. Ciento cuarenta ojos nos miraban. Anacleto habló en quechua para todos y luego en castellano para nosotros:

–Tienen la palabra.

Por un instante pensé en ponerme de pie, pero hablé sentado.

–Hola. ¿Qué tal? Somos Vanesa y Julián. Vinimos caminando desde Toro Toro. Salimos muy temprano hoy a la mañana, estamos un poco cansados. Vamos hacia Mina Asientos, pero no conocemos muy bien el camino, nos gustaría que nos lo indiquen.

Anacleto tradujo todo al quechua.

Alguien dijo que ya era tarde, que nos convenía salir mañana.

–Sí, si somos bienvenidos, nos gustaría acampar por acá y salir mañana temprano.

Otro tipo pidió la palabra. Estuvo un largo rato hablando, solo entendimos la palabra “gringuitos”.

Mientras el tipo hablaba, otro se nos acercó a presentarse y a decirnos que estaba todo bien.

Anacleto tradujo el largo discurso del que había pedido la palabra.

–Preguntan por qué no fueron a Mina Asientos con la movilidad que va por Mizque.
–Nos gusta caminar… conocer…
–El problema es que es la primera vez que vienen turistas a nuestra comunidad y la gente tiene celos –dijo Anacleto y al decir “celos” cambió el tono de vos, como dando a entender que esa no era la palabra exacta pero lo más cerca que pudo en la traducción del quechua.

De todos modos le entendíamos. De hecho, yo sentía que entendía todo: el que pidió la palabra solo quería mostrar que se le había ocurrido un argumento; el que hacía de autoridad detrás del escritorio se mantuvo en silencio porque eso es lo que se espera de los jefes; el que se acercó a decir que estaba todo bien quería desmarcarse, mostrarse comprensivo y fuera del prejuicio pueblerino; Anacleto, al que yo había imaginado como el marginal del pueblo, era la autoridad de facto, dirigía la reunión y se mostraba exigente en la presencia de los demás (porque eso es lo que se espera de la autoridad) pero a nosotros nos echaba miradas cómplices; el resto, la mayoría, simplemente tenía curiosidad.

Anacleto y el jefe mantuvieron una conversación privada, de la cual entendí acertadamente que discutían cuánto cobrarnos.

–Tendrían que colaborar con veinte pesos para la comunidad –dijo finalmente Anacleto y con la mirada nos dio a entender que era totalmente simbólico: nos daba la oportunidad de mostrarles que veníamos con buena voluntad y sometiéndonos a sus reglas.

Mana cancho colque –respondí y todos rieron.

“No tengo dinero” es una de las pocas frases que conozco en quechua y es mi favorita. Vane dice que más de uno debió pensar que yo sabía quechua y había estado entendiendo todo desde el principio y que eso les debe haber dado aún más gracia.

–Era broma… Sí que podemos colaborar con veinte pesos –dije y acerqué un billete.

Mientras nos retirábamos, una mujer nos llamó. Era para regalarnos una bolsa de pochoclos. Todos sonreíamos. Después Anacleto se acercó a decirnos que iban a darnos comida. Durante el resto del día nos regalaron quesillo con mote, albóndigas de quínoa y alguna que otra cosa más.

Por la noche entré a una pequeña despensa donde se vendían unos pocos productos básicos y dos mujeres molían maíz sentadas en el suelo.

–¿Tiene papel higiénico?
–Dos con cincuenta.
–¿No tiene del rosa?
Ma’cancho.
–Está bien.

Por alguna razón me cobro solo dos pesos y me regaló un plato de quesillo con mote.

A la mañana siguiente nos indicaron el camino. Debíamos bajar por el río que bordeaba el pueblo y seguirlo hasta una comunidad llamada Quioma. Ahí desembocaríamos en el río Caine y los campesinos podían indicarnos por dónde cruzarlo. Dijeron que eran tres o cuatro horas hasta Quioma.

Desarmamos la carpa y salimos temprano una vez más. El pequeño río cristalino fue encajonándose.

Pasaron las horas. Íbamos lento, por las mochilas y porque sí.

En algún momento me pareció ver una especie de San Pedro extraño, con pocas costillas, sobre un acantilado, no pude alcanzarlo.

Sorpresivamente, también vimos cebiles.

Pensé un largo rato en la posibilidad de que haya habido tradición de la “vilca” en la zona. Un lugar realmente inexplorado.

Pasaron las horas. El río corrió entre paredones. Nos metimos hasta la cintura.

A las cinco y media de la tarde nos dimos cuenta de que no íbamos a llegar a ninguna comunidad. Quedaban pocas horas de luz, estábamos cansados, el río se encajonaba cada vez más, no parecía fácil encontrar un lugar para acampar.

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