27 de noviembre
En Chichicastenango me hospedé en un hostal barato donde la terraza y mi ventana daban al cementerio. Las tumbas y mi cuarto estaban a la misma altura, pero separadas por unos 100 metros y por un valle. Desde mi ventana se podía ver casi todo el cementerio, que era totalmente multicolor: cada bóveda y cada tumba estaba pintada de un color diferente.
Sobre la parte más alta vi a dos indios y una india en una ceremonia maya. También estaban vestidos de muchos colores, pero colores chiquitos, como si hubieran hecho picadillo al cementerio en sus ropas. Estaban recitando rezos alrededor de un fuego hecho de huevos y limones. Me quedé sorprendido de que los huevos y los limones pudieran arder así. Se los frotaban por el cuerpo y los iban agregando cada tanto formando círculos. Los tipos recitaban acompasados pero cada uno decía algo diferente. No sé lo que decían porque hablaban en algún idioma maya (supongo que era q’eqchi’). Cuando se acabaron los huevos y los limones, siguieron con velas blancas y negras que las iban apoyando acostadas en el fuego. La ceremonia era muy larga y me fui mucho antes de que terminen con todas las velas que tenían.
Saliendo del cementerio me crucé con unas doscientas personas que venían detrás de un cajón. Todos me miraban. Tal vez me parecía al difunto.
Ese mismo día por la noche, desde mi ventana vi fuego entre las bóvedas y me acerqué una vez más al cementerio. Apreté el paso entre las calles oscuras y después entre las bóvedas que ahora casi no tenían color. Cuando llegué estaba terminando una ceremonia nocturna.
Al día siguiente era justo el día groso del mercado. La gente de las comunidades llegaba y los puestos terminaron ocupando todo el centro. También crecían en altura como cuatro metros, anudando palos con sogas y toldos.
De Chichicastenango me fui a Nebaj en un chicken bus. Dormí ahí y al día siguiente me fui para Cobán en tres combis, yendo de comunidad en comunidad. Quería volver al Rainbow para encontrarme con Roger y Nico.