Bolivia es mi país preferido por la crudeza de sus paisajes, de su clima y de su cultura. Es un país extremo. Estar acá cambia mi percepción del tiempo y las distancias, todo parece más lento y más lejano. También la percepción del cansancio, que se va tan rápido como llega. Pero después de caminar veinticinco kilómetros por el salar, estábamos indiscutiblemente muy agotados. Con la carpa ya armada usamos las últimas fuerzas para juntar leña y cocinar una sopa de fideos. Nos acostamos muy temprano.
También nos despertamos muy temprano. Desde la cueva de la Isla del Pescado habíamos visto el atardecer, desde esta de Isla Incahuasi podíamos ver el amanecer. Una gran cantidad de luz naranja corrió paralela a la desproporcionada superficie de sal y atravesó las espinas de los cactus gigantes de la entrada de la cueva.
Queríamos quedarnos un día más, pero teníamos menos de un litro de agua y no demasiada comida. Cuando queda media botella de agua se ve claro lo incomprensible e inevitable que es el tiempo.
Entonces se me ocurrió ir del otro lado de la isla. A diferencia de Isla del Pescado, a Incahuasi si llegan turistas. Llegan al lado oeste. Ahí fui a pedir algo de agua. Al primero que le pregunté era un tipo llamado Nathan (o eso creo recordar) que viajaba con chofer y cocinera. Les conté la excursión que estábamos haciendo. Nathan me regaló dos litros de agua y le agregó dos gigantescas barras de cereal y chocolate. Su chofer me dio dos litros más, me dijo que no lo iban a necesitar, que ya estaban terminando un tour de cuatro días y les sobraba mucha. La cocinera me agregó dos porciones de torta casera.
Al volver al lado este de la isla, Vane, desde la cueva, me vio llegar con las provisiones. Los ojos le brillaban como las espinas de los cactus.
Ese día lo pasamos entre la cueva, el resto de la isla y la sal.
Cerca del medio día volvimos al lado oeste. A un grupo de turistas adinerados les sobró mucha comida y la cocinera nos regaló unos buenos platos.
Nos dimos cuenta de que podíamos quedarnos en la isla el tiempo que quisiéramos viviendo de la caridad turística, el pudor estaba lejos de frenarnos. Pero nuestra piel pidió otra cosa. Estaba reseca y percudida. No había agua para lavarnos. Teníamos los dedos lastimados en los bordes de las uñas, los pies ampollados y los labios agrietados por el sol.
Disfrutamos de un amanecer más y decidimos volver.
Pensamos en caminar hasta la zona donde pasaba el destartalado bus, unos diez kilómetros al noreste de la isla, pero disfrutamos una vez más de la caridad turística: volvimos a dedo, una camioneta nos llevó de regreso a Uyuni.