Como no podíamos hacer el camino del Inca porque a Mariano se le acababan los días de vacaciones, desde Cuzco viajamos en tren directo hasta Aguas Calientes, ese pueblo oscuro, apretado entre montañas con selva, unas cuantas casas hechas de cascotes y madera.
Trepamos la ladera hasta las ruinas de Machu Picchu para sorprendernos con las piedras que encajan justo y con la caída de un imperio, pero sobre todo, para sorprendernos con el paso del tiempo.
Finalmente, como a Mariano le sobró un día, decidimos tomarnos el tren no hacia Cusco sino hacia el otro lado, porque nos había dado la sensación de que no había nada hacia aquel lado, como si se acabara el escenario pero las vías continuaran.
El vagón, que solo lo ocupábamos nosotros, hizo unos doscientos metros y se detuvo. Un rato después pasó el guarda.
–¿Ustedes qué hacen aquí?
–Vamos hacia allá.
–¿Hasta dónde?
–Hasta el final.
–Pero no llega al final.
–¿Cómo?
–Por el desmoronamiento.
–Hasta donde llegue, entonces.
–Esta bien, pero además estos vagones no llegan a ningún lado, los desenganchamos y aquí se quedan, son solo para los turistas, van a tener que pasarse para allá.
Del cómodo vagón vacío pasamos a uno con mucha gente y alguna que otra gallina. Me pareció bien. Y todo me pareció bien de ahí en más: el tren bajando por el cañón profundo y selvático, las hojas oscuras y brillantes por la lluvia, las nubes en las cumbres, los puentes de hierro, no tener idea de a dónde íbamos, todo eso.
Durante un buen rato fuimos en ese tren rústico, a veces yendo hacia adelante y hacia atrás en zigzag para descender por alguna ladera demasiado abrupta, y alguna que otra vez parando en caseríos perdidos que parecían vivir de la plantación de bananas; hasta que frenó definitivamente.
Me sorprendió. El tren se había detenido frente a una laguna. Una vez más el escenario acababa y los rieles continuaban, pero en este caso continuaban bajo el agua.
Las casas también continuaban bajo el agua; a algunas solo se les veía el techo sobre la superficie de la laguna. Era un pueblo llamado Santa Teresa, o lo que quedaba del pueblo después del alud. Estábamos en un año de Corriente de El Niño, y no una normal, sino la más devastadora de los últimos 130 años. Y el derrumbe de montaña que estábamos viendo en ese momento fue el primero de los muchos que luego vimos a lo largo de todo el país.
Un rato después volvimos a subir al mismo tren, para que nos lleve de regreso a Cusco.
Y Mariano emprendió la vuelta a Buenos Aires.
Ahora seguimos solo dos en busca del San Pedro, el cactus sagrado de los indios del Perú.