Tin Tin… Viene el carril

Bolivia es mi país preferido, un gran lugar donde abundan las soluciones simples. Por ejemplo, si un río subió por las lluvias y no puede cruzarse, se espera a que baje. En nuestro caso, había estado lloviendo hasta el día que comenzamos la caminata, pero luego fueron tres días de sol, esperábamos no tener problemas para cruzar el Caine.

De la comunidad aborigen Quioma salimos a las nueve menos cuarto de la mañana. Preguntamos por el paso a Mina Asientos, donde se suponía que acabarían los senderos de montaña y volveríamos a ver vehículos. Caminamos un par de kilómetros por dónde nos indicaron. Cuando llegamos al vado fue bien fácil, el agua apenas nos cubría las rodillas.

También nadamos, pero para sacarnos el calor.

Alguien más cruzó

Luego fueron tres o cuatro kilómetros cuesta arriba, bajo el sol del mediodía, por un sendero polvoriento. Después hacia abajo, dos o tres kilómetros más. Hasta el chaperío.

A Mina Asientos le pasó por encima el progreso. Ahí conviven la minería, la posibilidad de un embalse, las motos, el plástico, las chapas, el pollo frito, etc. Nos dejaron dormir en la Subalcaldía.

Hay que tener cuidado con lo que se desea

Al día siguiente tomamos un bus destartalado hasta Chahuarani, un cruce donde nuestra huella se unía al camino de Vila Vila a Tin Tin. Ahí el bus paró. Cuatro o cinco cholas vendían comida. Después el bus siguió hacia Vila Vila, nosotros, en sentido contrario, fuimos en la caja de un camioncito hacia Tin Tin.

Camión

Viajábamos con dos hombres más y uno de ellos nos contó que, si hubiéramos esperado un rato, podríamos haber tomado un trencito que pasa por ahí y que también nos llevaba a Tin Tin.

Me pareció muy loco, había visto esas vías en el mapa pero asumía que estaban abandonadas. No se me ocurría qué tren podría pasar por ahí, estábamos lejos de cualquier trayecto ferroviario conocido.

–Solo pasa tres días a la semana… Hoy pasa.
–¿Y luego para dónde va?
–Hasta Aiquile.
–Acá en el mapa figura que las vías pasan cerca de Mizque.
–Sí, pasa también… No muy lejos.

Decidimos que ese era nuestro próximo medio de transporte, lo esperaríamos en Tin Tin.

Tin Tin nos gustó tanto como su nombre, un pueblo pequeño y pintoresco, muy tranquilo. Pocas casas y antiguas. Tiene una plaza muy arbolada, muy sombría. En la glorieta del centro de la plaza nos comimos una sandía entera.

–Y la estación de tren ¿dónde queda? –pregunté a la vendedora de sandías.
–No hay tren –contestó frunciendo el ceño, con cara de duda.
–Nos dijeron que había un trencito hacia Mizque.
–El carril.
–Ahá…
–Se toma en el cementerio… hoy viene… después de las tres.
Caminamos hasta el cementerio, donde por suerte había una persona viva.
–Allí para… ¿Ve eso amarillo?… Ahicito para –dijo el hombre por encima de la tapia del cementerio.
–¿No hay estación?
–Hay… Pero ahí mismo para.

Lo amarillo era un plástico enredado en un arbusto espinoso, puesto adrede para darle algo de sombra a un par de chanchos encerrados en un corral circular, también hecho de ramas espinosas. Las vías pasaban por al lado.

Como teníamos tiempo, fuimos a visitar la estación. Estaba en ruinas. Volvimos.

–No puedo imaginarme qué es lo que va a venir por estas vías –comenté a Vane mientras forzaba la imaginación.
–Yo menos.

Aquellos fueron los pensamientos más acertados de esos días: nunca hubiéramos podido imaginar eso tan raro que estaba por llegar.

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Un descanso en el bosque

En la comunidad indígena Añahuani nos habían dicho que bajáramos por el río y así encontraríamos otra comunidad llamada Quioma. Se suponía que eran unas cuatro horas de caminata, pero nosotros íbamos muy cargados y avanzando lento; habíamos salido hacía nueve horas. El sol ya estaba bajo y caminábamos con el agua hasta las rodillas, entre dos paredes de roca muy altas. Estábamos pensando en retroceder hasta un lugar donde nos había parecido ver una superficie más o menos plana y suficientemente alta como para acampar. Estamos en época de lluvias, las crecidas son traicioneras, no era fácil encontrar lugar para pasar la noche en esa quebrada. Pero la solución estaba hacia adelante, otro valle se unió por la izquierda y el paisaje se abrió. Acampamos, juntamos leña y cocinamos.

Cuando se fue el efecto de la coca, apenas nos quedaban fuerzas para arrastrarnos hasta la carpa. Dormimos profundamente.

Al despertar costó despegarnos del suelo. Estábamos en un bosque de montaña, junto a un río cristalino con pozones burbujeantes. Decidimos tomarnos un día de descanso ahí. Lo que se suponía un trayecto de cuatro horas se convirtió en una estadía de dos días.

Quioma no estaba muy lejos de donde habíamos acampado. Las primeras chozas aparecieron sobre la ladera izquierda del río.

Le dejé la mochila a Vane y trepé por un sendero en la tierra empinada. Toda una familia salió a recibirme en la puerta. Padre, madre y cuatro hijos. Les di la mano a todos. Uno de los niños, desacostumbrado al ritual, me tendió la izquierda y rápidamente se corrigió. Todos reímos.

Les expliqué que veníamos caminando desde Toro Toro y que habíamos dormido en Añahuani y en el monte. Me sorprendió que, a pesar de las miradas de curiosidad, nadie me hizo preguntas, solo contestaron escuetamente las mías.

Entonces extendí una bolsa de coca al padre de la familia. Él me ofreció asiento poniendo un cuero de cabra sobre un tocón de cebil. Luego habló en quechua a su mujer y ella entró a la casa. La vi moverse detrás de la pared de palitos. Volvió con un plato de arroz y lentejas.

Le chiflé a Vane e hice señas para que subiera. Aunque insistimos en compartir el plato, trajeron uno más. Comimos bajo un techo de paja, mientras dos de los niños ordeñaban las cabras.

Finalmente, un par de kilómetros más adelante, ya cerca del río Caine, acampamos bajo la enramada del patio del par de aulas que hacían de escuelita rural.

–Es curioso que una de las personas más pobres que nos cruzamos nos regaló un plato de comida. –le comenté a Vane en tono reflexivo.
–Hace días que no usás jabón, tenés el pelo largo y enmarañado y estás barbudo, si tuviéramos un espejo verías la cara de loco que tenés. A la choza llegaste agitado por la subida, con la ropa rota y diciendo que habías dormido en el monte. ¿Quién no te va a ofrecer un plato de comida?

A la mañana siguiente intentaríamos encontrar por dónde cruzar el Caine, esperando que no estuviera muy alto ni torrentoso.

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Celos en Añahuani

–Solo estamos de pasada, queremos ir a Mina Asientos.

Dije eso, aunque la pregunta que flotaba en el aire era “¿Por qué no podemos estar acá?”, pero consideré que era mejor no escalar el conflicto ni obligar al tipo a buscar un argumento que después tuviera que sostener solo por no dar el brazo a torcer.

–¿De dónde vienen?
–De Toro Toro… caminando… nueve horas… estamos muy cansados –contesté con claras intenciones de generar empatía.
–Aquí no es turismo… Turismo es en Toro Toro… Aquí es afuera… Aquí es otro lado.

No sabíamos muy bien dónde estábamos. Recién nos enterábamos de que esa comunidad indígena se llamaba Añahuani. Definitivamente no estábamos en Thipa Khasa. El sol ya estaba bajo. La espalda dolía, los pies dolían, nos sentíamos agotados. Las mochilas parecían ancladas al piso. Por el momento, del pueblo fantasma solo habíamos visto sus casas amarillentas, alguna que otra mujer con aguayo que pasó mirando con el rabillo del ojo y a dos tipos: el que nos interpelaba y un acompañante en silencio. El que hablaba tenía puesto una remera de franjas horizontales rojas y negras y un sombrero viejo. Tenía la piel de la cara muy reseca. Era igual a Freddy Krueger, pero con menos cuchillas y menos dientes.

–Solo estamos de paso.
–¿Quiénes son ustedes? ¿Vienen a hacer algún estudio?
–No, nada que ver, solo pasamos… Yo soy Julián y ella es Vanesa.

Me levanté de la roca para saludar. Nos dimos la mano.

–Anacleto.

Imaginé que Anacleto era el marginal del pueblo, solo querría obtener algún beneficio a nuestra costa o mostrarse fuerte delante de su compañero silencioso. Saqué la bolsa de coca, el gran apaciguador, y convidé.

Coqueamos.

–Qué… ¿Si voy a tu país me dejan pasar?
–Sí –contesté sonriente.

Intenté hacer algún chiste. Anacleto me devolvió la bolsa de coca.

–Quedátela –dije.

Anacleto, el marginal, y su compañero, el silencioso, se fueron más o menos conformes con su botín de coca.

Cuando nos decidimos a cargar por última vez en el día el gran peso de las mochilas y buscar un lugar para acampar, se acercó otro tipo, un hombre bajito. Nos dijo que justo en ese momento estaba realizándose la reunión mensual de la comunidad (eso explicaba lo vacío y fantasmal del pueblo) y que sería bueno que participáramos. Entonces lo acompañamos.

Eran sesenta y cuatro adultos y siete niños reunidos al costado de la iglesia. Algunos a la sombra de un paredón, otros bajo una enramada. La autoridad máxima se sentaba delante de un rústico escritorio al aire libre. Anacleto estaba parado al lado del escritorio.

Nosotros apoyamos las mochilas en la tierra y nos sentamos sobre ellas extendiendo el semicírculo de la reunión. Ciento cuarenta ojos nos miraban. Anacleto habló en quechua para todos y luego en castellano para nosotros:

–Tienen la palabra.

Por un instante pensé en ponerme de pie, pero hablé sentado.

–Hola. ¿Qué tal? Somos Vanesa y Julián. Vinimos caminando desde Toro Toro. Salimos muy temprano hoy a la mañana, estamos un poco cansados. Vamos hacia Mina Asientos, pero no conocemos muy bien el camino, nos gustaría que nos lo indiquen.

Anacleto tradujo todo al quechua.

Alguien dijo que ya era tarde, que nos convenía salir mañana.

–Sí, si somos bienvenidos, nos gustaría acampar por acá y salir mañana temprano.

Otro tipo pidió la palabra. Estuvo un largo rato hablando, solo entendimos la palabra “gringuitos”.

Mientras el tipo hablaba, otro se nos acercó a presentarse y a decirnos que estaba todo bien.

Anacleto tradujo el largo discurso del que había pedido la palabra.

–Preguntan por qué no fueron a Mina Asientos con la movilidad que va por Mizque.
–Nos gusta caminar… conocer…
–El problema es que es la primera vez que vienen turistas a nuestra comunidad y la gente tiene celos –dijo Anacleto y al decir “celos” cambió el tono de vos, como dando a entender que esa no era la palabra exacta pero lo más cerca que pudo en la traducción del quechua.

De todos modos le entendíamos. De hecho, yo sentía que entendía todo: el que pidió la palabra solo quería mostrar que se le había ocurrido un argumento; el que hacía de autoridad detrás del escritorio se mantuvo en silencio porque eso es lo que se espera de los jefes; el que se acercó a decir que estaba todo bien quería desmarcarse, mostrarse comprensivo y fuera del prejuicio pueblerino; Anacleto, al que yo había imaginado como el marginal del pueblo, era la autoridad de facto, dirigía la reunión y se mostraba exigente en la presencia de los demás (porque eso es lo que se espera de la autoridad) pero a nosotros nos echaba miradas cómplices; el resto, la mayoría, simplemente tenía curiosidad.

Anacleto y el jefe mantuvieron una conversación privada, de la cual entendí acertadamente que discutían cuánto cobrarnos.

–Tendrían que colaborar con veinte pesos para la comunidad –dijo finalmente Anacleto y con la mirada nos dio a entender que era totalmente simbólico: nos daba la oportunidad de mostrarles que veníamos con buena voluntad y sometiéndonos a sus reglas.

Mana cancho colque –respondí y todos rieron.

“No tengo dinero” es una de las pocas frases que conozco en quechua y es mi favorita. Vane dice que más de uno debió pensar que yo sabía quechua y había estado entendiendo todo desde el principio y que eso les debe haber dado aún más gracia.

–Era broma… Sí que podemos colaborar con veinte pesos –dije y acerqué un billete.

Mientras nos retirábamos, una mujer nos llamó. Era para regalarnos una bolsa de pochoclos. Todos sonreíamos. Después Anacleto se acercó a decirnos que iban a darnos comida. Durante el resto del día nos regalaron quesillo con mote, albóndigas de quínoa y alguna que otra cosa más.

Por la noche entré a una pequeña despensa donde se vendían unos pocos productos básicos y dos mujeres molían maíz sentadas en el suelo.

–¿Tiene papel higiénico?
–Dos con cincuenta.
–¿No tiene del rosa?
Ma’cancho.
–Está bien.

Por alguna razón me cobro solo dos pesos y me regaló un plato de quesillo con mote.

A la mañana siguiente nos indicaron el camino. Debíamos bajar por el río que bordeaba el pueblo y seguirlo hasta una comunidad llamada Quioma. Ahí desembocaríamos en el río Caine y los campesinos podían indicarnos por dónde cruzarlo. Dijeron que eran tres o cuatro horas hasta Quioma.

Desarmamos la carpa y salimos temprano una vez más. El pequeño río cristalino fue encajonándose.

Pasaron las horas. Íbamos lento, por las mochilas y porque sí.

En algún momento me pareció ver una especie de San Pedro extraño, con pocas costillas, sobre un acantilado, no pude alcanzarlo.

Sorpresivamente, también vimos cebiles.

Pensé un largo rato en la posibilidad de que haya habido tradición de la “vilca” en la zona. Un lugar realmente inexplorado.

Pasaron las horas. El río corrió entre paredones. Nos metimos hasta la cintura.

A las cinco y media de la tarde nos dimos cuenta de que no íbamos a llegar a ninguna comunidad. Quedaban pocas horas de luz, estábamos cansados, el río se encajonaba cada vez más, no parecía fácil encontrar un lugar para acampar.

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A la deriva por las montañas

Nos preguntábamos qué tan inconsciente era ir de Toro Toro a Mizque caminando un poco a la deriva por las montañas. Si no hay caminos, por algo es. Probablemente hubiera accidentes geográficos difíciles de pasar. Pero una vez que tuvimos la idea, no pudimos sacárnosla de la cabeza. En todo caso siempre estaba la posibilidad de volver por nuestros pasos.

En el pueblo de Toro Toro nos costó encontrar gente que pudiera darnos datos útiles, pero algo conseguimos. Entendimos que lo difícil iba a ser vadear el río Caine y también subir la gran cuesta de la sierra que hay detrás. Un par de lugareños nos aconsejaron caminar hacia el noroeste, otros hacia el sudeste. Todos coincidían en que iríamos a tardar varios días pero que una vez pasada la sierra teníamos camino y podíamos conseguir movilidad.

Nos decidimos por el camino del sudeste, porque hacia allá sale una huella desde el pueblo y alguien nos dijo que esa huella terminaba en una minúscula comunidad indígena llamada Thipa Khasa y que ahí iban a poder informarnos por dónde cruzar el Caine, que con estos días de lluvia podía ser un poco complicado. Eventualmente llegaríamos a la comunidad Mina Asientos y ahí volveríamos a encontrar un camino. Probablemente fueran más de cincuenta kilómetros hasta Thipa Khasa, calculamos que tardaríamos más o menos unos tres días, dependiendo del desnivel del camino. Una vez más íbamos muy cargados, llevábamos todo el equipaje, no pensábamos volver a Toro Toro.

Salimos bien temprano de la iglesia, empezamos a caminar a las 7.15. La huella zigzagueaba levemente en subida. Las casitas fueron quedando atrás, las chozas también. Ya a media mañana el sol pegaba fuerte. Caminamos unos tres o cuatro kilómetros antes de cruzarnos con el único vehículo que veríamos en el día. Era una camioneta. Le hicimos dedo y nos llevó. Tuvimos mucha suerte: nos adelantó nueve kilómetros y era la parte con más pendiente de todo el camino. Bordeó una cadena de montañas por la derecha y nos dejó sobre la cima, donde la huella se bifurcaba en dos.

La camioneta seguía hacia la derecha, hasta la comunidad Carasi, al final de ese camino, a unos veinticinco kilómetros. Nosotros seguimos hacia la izquierda por el filo de las montañas. Estábamos muy alto y teníamos buena vista. Desde ahí podíamos anticipar gran parte del camino e, incluso, imaginábamos el valle del río Caine después de un par de valles hacia adelante y a la izquierda. Recién era el medio día y gran parte de la huella parecía suavemente en bajada. Con el tramo que nos adelantó la camioneta y las buenas condiciones del terreno, suponíamos que habíamos acortado el camino a Thipa Khasa a solo dos días. Dormiríamos cerca de la huella cuando estuviéramos cansados o se hiciera de noche.

Pero no fue así. Un par de horas de caminata después comenzamos a ver una comunidad bien abajo, en el valle que corría a nuestra izquierda. No podía ser Thipa Khasa, no coincidía el tamaño ni la distancia. Eran más de treinta casas y estaba mucho más cerca de lo esperado. Lo extraño era que nadie nos había hablado de esa otra comunidad.

Un par de kilómetros más adelante encontramos la bajada. Dudamos si descender o no. Era un camino de ida: el descenso se veía pronunciado, un largo trayecto serpenteando la montaña, no parecía buena idea bajar si después teníamos que volver a subir.

Finalmente, el deseo de conocer esa comunidad y la expectativa de conseguir información sobre sendas hacia el río Caine nos hizo abandonar la dirección a Thipa Khasa y desviarnos por ese nuevo camino hacia abajo y hacia el este.

Bajamos durante unas dos horas viendo cada vez más cerca la comunidad en cada curva. Descender tanto no me hacía gracia, un poco por el dolor en las rodillas después de haber caminado tan cargado durante horas y, también, por el temor de tener que volver a subir, ya sea volviendo o siguiendo hacia el este.

Otra cosa inquietante era que no veíamos personas desde donde estábamos, parecía un pueblo abandonado.

Llegamos a las 16.15 después de haber caminado veinte kilómetros durante nueve horas. Estábamos realmente agotados. Yo sentía bastante dolor en la espalda, y en los pies, que ya iban ampollados y vendados.

–Buenas tardes.
–Buenas tardes.
–¿Dónde estamos?
–En Añahuani.
–Ah…
–¿Quiénes son ustedes?
–Estamos yendo hacia Mina Asientos.
–¿Quién les dio permiso? No pueden estar acá.

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Parque nacional Toro Toro

Se me rompió la computadora, por eso es que hace rato que no escribo. Ya está arreglada y ahora intentaré recuperar el tiempo en estos días.

La laptop se rompió mientras la llevaba en la mochila durante una caminata por las montañas. Se le quebró la pantalla en algún lugar entre el parque nacional Toro Toro y Mizque. Fue un bajón pero al menos aprendí algo: las laptops, si bien son cómodas, no conviene usarlas de asiento.

El parque nacional Toro Toro es muy recomendable. Un lugar donde uno no puede caminar hacia ningún lado sin encontrarse con un cañón, una cascada, una cueva o, sorprendentemente, huellas de dinosaurios. Y una ventaja adicional es que hay pocos turistas. De los viajeros que visitan Bolivia, no son muchos los que pasan por Cochabamba y muchos menos los que llegan a Toro Toro.

El pasado pisado.

Al parque se accede solamente desde Cochabamba. Un solo bus al día llega al pequeño pueblo de Toro Toro después de recorrer, durante seis horas, 138 kilómetros de caminos de tierra con subidas y bajadas que oscilan entre los 2000 y 4000 metros. Llega después de las doce de la noche. Cuando fuimos con Vane, la luz estaba cortada desde hacía dos días.

Al bajar del bus, la gente fue desapareciendo entre las sombras. Casi todos campesinos y cholas con sus aguayos. Dentro de cada aguayo puede haber un niño o mercadería, y muchas veces es un misterio.

Nosotros también cargamos nuestras mochilas por la oscuridad. Caminamos por callecitas de piedra. Primero doblamos azarosamente a la izquierda, luego otra vez a la izquierda y nos dio la sensación de que era un camino sin salida. Volvimos por nuestros pasos. Encontramos algún que otro hostal donde golpeamos puertas y nadie contestó. Luego pasamos por una pequeña plaza con inesperadas esculturas de dinosaurios y, mientras discutíamos la posibilidad de acampar ahí hasta el amanecer, un hombre apareció entre las sombras del techo de alguna vivienda en construcción. De hecho nunca abandonó del todo las sombras, nunca llegué a ver del todo su cara.

Le explicamos que no teníamos donde dormir, que los hostales parecían abandonados. El hombre, acostumbrado a manejarse en quechua, no hablaba bien español pero se hacía entender. Nos dijo que podíamos dormir ahí. Pregunté si se refería a la obra en construcción. Me respondió que había unos cuartos que todavía no estaban habilitados pero que uno estaba abierto. Subimos por una escalera exterior hasta una habitación simple, con el espacio justo para dos camas y una mesa de luz. Nos pareció bien y ahí nos alojamos.

Antes de irse, el hombre sin rostro nos avisó que estábamos en una iglesia bautista.

A la mañana siguiente aprovechamos el contexto para secar un raro San Pedro (probablemente Trichocereus scopulicola) que habíamos encontrado en la zona de Cochabamba.

Entreabriendo las puertas del cielo.

Estuvimos unos cuantos días recorriendo los pintorescos escenarios del parque.

Un tajo en la montaña.
Otro.

Nuestro próximo destino era la provincia de Mizque. Para llegar por caminos había que hacer un increíble rodeo volviendo a Cochabamba, unos 400 kilómetros en total. Aunque en los mapas se veía cerca, muy cerca, unos 25 kilómetros en línea recta, pero atravesando ríos y montañas.

Y decidimos hacer eso: caminar hacia el sudeste y cruzar por lo salvaje. Calculamos que iríamos a tardar unos tres o cuatro días. Tal vez más, en la montaña nunca se sabe.

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Acampando en el salar de Uyuni

Bolivia es mi país preferido por la crudeza de sus paisajes, de su clima y de su cultura. Es un país extremo. Estar acá cambia mi percepción del tiempo y las distancias, todo parece más lento y más lejano. También la percepción del cansancio, que se va tan rápido como llega. Pero después de caminar veinticinco kilómetros por el salar, estábamos indiscutiblemente muy agotados. Con la carpa ya armada usamos las últimas fuerzas para juntar leña y cocinar una sopa de fideos. Nos acostamos muy temprano.

También nos despertamos muy temprano. Desde la cueva de la Isla del Pescado habíamos visto el atardecer, desde esta de Isla Incahuasi podíamos ver el amanecer. Una gran cantidad de luz naranja corrió paralela a la desproporcionada superficie de sal y atravesó las espinas de los cactus gigantes de la entrada de la cueva.

Queríamos quedarnos un día más, pero teníamos menos de un litro de agua y no demasiada comida. Cuando queda media botella de agua se ve claro lo incomprensible e inevitable que es el tiempo.

Entonces se me ocurrió ir del otro lado de la isla. A diferencia de Isla del Pescado, a Incahuasi si llegan turistas. Llegan al lado oeste. Ahí fui a pedir algo de agua. Al primero que le pregunté era un tipo llamado Nathan (o eso creo recordar) que viajaba con chofer y cocinera. Les conté la excursión que estábamos haciendo. Nathan me regaló dos litros de agua y le agregó dos gigantescas barras de cereal y chocolate. Su chofer me dio dos litros más, me dijo que no lo iban a necesitar, que ya estaban terminando un tour de cuatro días y les sobraba mucha. La cocinera me agregó dos porciones de torta casera.

Al volver al lado este de la isla, Vane, desde la cueva, me vio llegar con las provisiones. Los ojos le brillaban como las espinas de los cactus.

Ese día lo pasamos entre la cueva, el resto de la isla y la sal.

Cerca del medio día volvimos al lado oeste. A un grupo de turistas adinerados les sobró mucha comida y la cocinera nos regaló unos buenos platos.

Nos dimos cuenta de que podíamos quedarnos en la isla el tiempo que quisiéramos viviendo de la caridad turística, el pudor estaba lejos de frenarnos. Pero nuestra piel pidió otra cosa. Estaba reseca y percudida. No había agua para lavarnos. Teníamos los dedos lastimados en los bordes de las uñas, los pies ampollados y los labios agrietados por el sol.

Los pozos de agua salada ayudaban un poco.

Disfrutamos de un amanecer más y decidimos volver.

Pensamos en caminar hasta la zona donde pasaba el destartalado bus, unos diez kilómetros al noreste de la isla, pero disfrutamos una vez más de la caridad turística: volvimos a dedo, una camioneta nos llevó de regreso a Uyuni.

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Caminando entre las islas del Salar de Uyuni

Caminamos por el salar de Uyuni durante nueve horas. Fueron veinticinco kilómetros desde el lado oeste de la Isla del Pescado hasta el lado este de la isla Incahuasi. Las mochilas iban pesadas debido a que llevábamos todo el equipaje y mucha agua. La mía pesaba veinticuatro kilos; la de Vane, veinte.

Coquear nos mantenía con energías, sin dolor. Descansábamos cada un par de horas. No había un lugar mejor que otro para descansar: solo decíamos “acá”, largábamos la mochila y nos sentábamos en la sal.

Íbamos en línea recta. Nunca camine tan recto en mi vida. Ni curvas, ni subidas, ni bajadas (de hecho, el salar de Uyuni es la superficie más plana del mundo y se usa para calibrar los satélites). Simplemente apuntábamos a Incahuasi, la manchita negra en el horizonte, hacia el sudeste. El paisaje apenas cambiaba con el transcurso de los kilómetros. En las dos primeras horas todavía seguíamos al lado de la Isla del Pescado, e Incahuasi solo había crecido un poco en el horizonte.

Estábamos rodeados por diez mil kilómetros cuadrados de sal. El sol nos dio de lleno casi todo el camino. Hizo mucho calor. Nuestras sombras se hicieron mínimas. El ruido de las pisadas sobre la sal hipnotizaba.

Pasaron las horas. Se nos llagaron los pies. El sol bajó. Los descansos fueron cada vez más frecuentes. Estábamos felices.

Llegamos al atardecer, con la luz justa, agotados. Y una vez más encontramos una buena cueva para acampar.

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Al Salar de Uyuni sin tour

De Tupiza viajamos en tren hasta Uyuni. Queríamos recorrer el inmenso salar, pero de forma independiente, sin tour, conociéndolo a fondo: caminándolo y acampando en sus islas.

Sabíamos que había un bus que lo atravesaba de lado a lado y llegaba hasta el pueblo de Llica. Con Vane decidimos tomarlo para conocer el terreno. Salimos en el bus destartalado desde Uyuni, pasamos por Colchani y entramos en la inmensa superficie blanca. Anduvimos un par de horas en línea recta sobre la sal, en un paisaje enceguecedor.

Llegamos a Llica, el pequeño pueblo en el borde opuesto del salar, ya cerca de la frontera con Chile. Pasamos un par de días ahí, averiguando datos y comprando provisiones. También asistimos a un entierro. Nos convidaron hojas de coca, jugo de naranja y cerveza.

Un par de días después volvimos a tomar el bus hacia el salar, pero esta vez le pedimos al chofer si podía desviarse un poco y dejarnos en la inhóspita Isla del Pescado, en el medio del salar. Nos miró raro pero accedió al pedido. Después de una hora de viaje por la planicie blanca, se desvió hacia la derecha, anduvo unos minutos más y frenó junto a la isla.

Bajamos, apoyamos las mochilas en la sal, el bus arrancó y lo vimos alejarse hasta convertirse en un puntito en el horizonte.

La gran isla era puro piedras y cactus. Dejamos las mochilas por ahí y salimos a explorar.

Tardamos un par de horas en dar la vuelta a la isla. Encontramos dos cuevas y la mejor era la que estaba en una gran bahía que daba hacia el oeste, una cueva con un lugar del tamaño ideal para la carpa, otro para cocinar y, en el fondo, detrás de una gran roca, un agujero de unos cuarenta o cincuenta centímetros de ancho por el que se podía pasar agachado y acceder a otra pequeña cueva, de tres o cuatro metros de alto y dos o tres de ancho donde incluso se puede dormir sin carpa. La gran ventaja de dormir en las cuevas es que, por la noche, la temperatura del salar en estas fechas baja hasta unos tres o cuatro grados bajo cero y suele ser extremadamente ventoso. Dentro de la cueva la temperatura anda entre cinco y diez grados y en la cuevita del fondo entre diez y quince.

Desde ahí pudimos ver el atardecer en el salar.

Luego, un cielo estrellado como nunca había visto. Estábamos a 3656 metros de altura, clima seco, sin luna y muy lejos de cualquier luz. Es probable que sea uno de los mejores lugares del mundo para ver el cielo. Las estrellas iban de borde a borde de la semiesfera negra. Vimos ponerse un planeta y varias estrellas hacia el oeste. Nunca había visto estrellas o planetas ocultarse en el horizonte.

Cocinamos sopa de fideos. Teníamos leña suficiente usando las ramas secas de algunos cactus y, sobre todo, de unos arbustos que tapizan gran parte de la bahía.

Sentía que estábamos muy lejos. No supe definir muy lejos de qué.

Al día siguiente armamos las pesadas mochilas, que llevaban todo nuestro equipaje y mucha agua, un recurso inexistente en esa zona. Entonces descarté un último peso innecesario: uno de mis libros. Lo escondí en la pequeña cueva del fondo, bien atrás, para el que lo encuentre (20°08’31″S; 67°48’34″O).

Esa mañana emprendimos la larga caminata hacia Isla Incahuasi. Se podía ver claramente en el horizonte espejado, a pesar de que estaba a veintitrés kilómetros. Teníamos que caminar en línea recta, sobre la sal, muchas horas.

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Trichocereus werdermannianus en Tupiza

Esta vez cruzamos a Bolivia legalmente, de La Quiaca a Villazón. Cruzar a Bolivia me pone feliz, siempre. No puedo explicar muy bien por qué. Es como sacarse las zapatillas y pisar la tierra. Como empezar un buen libro y preguntarme por qué no lo hice antes. Incluso Villazón, con todo su clima trash de pueblo de frontera sudamericano, me pone feliz. Lo único que tiene de malo son los hospedajes: de la peor relación calidad/precio en nuestro país hermano. Pero la solución más eficiente es tomar el primer bus que salga hacia el norte y, por 15 pesos bolivianos (2 dólares), viajar noventa kilómetros hasta Tupiza. Y entonces uno pasa de Villazón, que es como una hermosa muestra gratis de favela, a Tupiza, que es como una hermosa y tranquila muestra gratis de ciudad Boliviana, con esa atmósfera intermedia entre pueblo y ciudad.

Pero lo verdaderamente bueno de Tupiza es el paisaje que lo rodea: montañas rojizas y muy quebradas, salpicadas de cactus visionarios, el Trichocereus werdermannianus (sinónomo: Echinopsis werdermannianus), una variante de achuma o San Pedro muy poco conocida.

Un día fuimos caminando hasta el Cañón del Duende, a unos cinco o seis kilómetros al sur de la ciudad. Nos pareció un lugar extraplanetario. Se accede por una grieta en una gran pared (21°28’52″S; 65°43’54″O), como atravesando la muralla de una ciudad medieval.

Luego el cañón se va abriendo y cerrando entre paredes alucinógenas.

Otro día, con tres españoles que habíamos conocido en Humahuaca y reencontrado en Tupiza, fuimos a lo que le llaman simplemente El Cañon, por ser el más próximo a la ciudad, un par de kilómetros hacia el oeste. Logramos superar el cañon por sus nacientes, cruzar por detrás de las montañas (21°27’15″S; 65°45’21″O) y salir por otro cañón, el Cañón del Inca. No fue fácil.

Por supuesto cortamos algunos Trichocereus werdermannianus, esa extraña especie de cactus visionario que tal vez sea un híbrido entre Trichocereus terscheckii y Trichocereus taquimbalensis y del cual no he encontrado en Internet a nadie que relate una experiencia con esta variedad.

Y nosotros tampoco llegamos a probarlo porque, justo el día que íbamos a hacerlo, me dio diarrea, vómitos y náuseas durante veinticuatro horas. Si la diarrea, los vómitos y las náuseas se me hubieran atrasado un par de horas y llegábamos a tomar el té, no solo hubiera sido una catástrofe sensitiva y psicológica, sino que le habría atribuido la enfermedad a esa decisión de andar jugando al chamán con cactus poco conocidos.

Y como el té ya estaba hecho, se lo regalamos a un par de pibes del oeste que conocimos en el hostal. Ellos viajaron a Potosí y lo tomaron en el Ojo del Inca. Nos dijeron que estuvo muy bien. Nosotros nos llevamos algunos pedazos secos. Los haremos más adelante.

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Psicodelia en Yavi y Yanalpa

De Humahuaca fuimos hasta La Quiaca y de ahí, en un pequeño bus, hacia el este, hasta Yavi. Acampamos varios días en el camping de ese pueblo tan pequeño y tranquilo. Conocimos a Ariel, El Pela, un pibe muy buena onda de Haedo, que dejó todo para poner un hostal ahí, y a David, un extraño y querible gendarme que hizo el servicio militar en Israel, usa ropa generalmente verde (excepto la kipá) y cree en Jesús.

Un día David nos invitó a comer asado de pata de carpincho en El Mirador, el hostal de El Pela. El carpincho lo había cazado otro gendarme en Formosa. Nos pareció una muy buena propuesta.

En algún momento, mientras la pata se doraba a las brasas, desde la altura del Hostal vimos un pequeño camión rodar por la polvorienta calle de entrada a Yavi. David se acercó y lo detuvo con señas de gendarme. Entonces el chofer, que casualmente era el dueño de un hostel de La Quiaca, metió el porro en la guantera y frenó.

El dueño del hostel venía haciendo donaciones por caseríos con un par de amigos y David los invitó a todos al asado.

Un par de horas después, entre vino y vino, el dueño del hostel de La Quiaca fue a buscar el porro a la guantera. Otro par de horas después, confesó que David era el mejor gendarme que había conocido.

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A la noche, en algún momento en que }david no andaba cerca, lo encaré a El Pela.

–Vos que lo conocés hace tiempo, ¿David es realmente gendarme?
–¿Te digo la verdad? No lo sé.

Ese mismo día El Pela nos recomendó que camináramos por el río Yavi (también llamado Casti) hacia el norte, río abajo.

Fue lo que hicimos a la mañana siguiente después de tomar un té de San Pedro.

Una vez más nos siguió un perro negro y fue un viaje alucinante, claro, un río que corta con vegetación las montañas secas.

Cada tanto se encajonaba y teníamos que saltar sobre las rocas.

Uno de los descansos fue en una cascada de piedras lisas, musgosas, enmarcada con cortaderas con plumerillos. A Vane le encanta el agua.

Después de algunas horas de caminata, nos encontramos con un pueblito. Era Yanalpa. Estábamos en Bolivia. En algún momento habíamos cruzado la frontera.

Para volver, en lugar de retomar el río, preguntamos por Yavi chico, un caserío cercano, del lado argentino y con un buen camino hasta Yavi. Una chola nos señaló las montañas. Dudamos pero trepamos un buen rato desafiando el cansancio que nos producía subir en esas alturas. Del otro lado estaba Yavi chico. Una vez más cruzamos la frontera sin saber muy bien en qué momento.

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