9 de octubre
Cuando volvimos a Bluefields, nos fuimos a un barsucho a comer algo y a planear cómo íbamos a hacer para llegar a Corn Island. Entramos en el bar, nos sentamos y pedimos unas hamburguesas con papas fritas. Había otras tres mesas ocupadas. Al fondo estaban dos indios tomando cerveza. Cerca de la puerta había dos tipos de unos 50 años con dos mujeres regordetas, bastante maquilladas y vestidas con ropa colorida y ajustada, todos tomando cerveza. Y en una esquina, estaba nuestro amigo, el estafador Cleveland, con peluca. En cuanto me vio, se la sacó.
Mientras esperábamos la comida, uno de los cincuentones de la mesa de la puerta, el único blancuzco de todo el bar (exceptuando nosotros), me llamó y me preguntó de dónde era. Le dije que de Argentina y no me respondió ni Messi ni Maradona: me dijo «Ginóbili», confirmando que la gente de Bluefields es de otro planeta. Los abandoné porque la cosa se veía venir de chistes de borrachín pesado. Después, llegó un tipo que se sentó solo y pidió comida. Y más tarde, apareció un lustrabotas, todo sucio y oscuro, que parecía que se había intentado lustrar a sí mismo. Entró, se acercó a los cajones de envases de cerveza y se puso a tomar los restos de cada botella y se quedó por ahí.
Cuando ya estábamos comiendo, se acercó el blancuzco a nuestra mesa y nos pidió permiso para sentarse; sabía disimular la borrachera decentemente. Nos vino a avisar que el tipo que estaba en la esquina era peligroso. Le dije que sí, que lo conocía, Cleveland McCoy. Después nos dijo que él era policía y que su amigo que estaba en la mesa con las regordetas coloridas era un abogado, “el abogado del diablo” lo apodaba. Defendía a narcos (según el supuesto policía). Yo le daba un poco de charla por el detalle de haber venido a alertarnos sobre Cleveland. El mismo Cleveland también estaba muy borracho y ahora charlaba a los gritos con la mesa de los indios. Escuché que les hablaba en rama (supongo) y que los indios le decían que ellos no hablaban rama, sino miskito y se puso a hablar en miskito (creo). Con esto, ya lo había escuchado hablar en español, rama, miskito, inglés y alemán. No sé en qué momento el abogado del diablo se acercó a nosotros, apoyó la mano en la mesa, cargando todo su cuerpo, casi hasta doblarla, y balbuceó borrachísimo algunas cosas entre las que solo entendí: “ustedes le faltaron el respeto a Rubén Darío, analfabéticos (sic)”. El blancuzco policía le dijo que no moleste a los gringos. El abogado del diablo le contestó algo y se pusieron a discutir en voz suave hasta que el blancuzco se calentó y le dijo que se lo llevaba preso y empezaron los forcejeos. El abogado del diablo hacia lo mejor que podía hacer, que era dejar caer todo su cuerpo sobre una silla aprovechando tanto su falta de fuerzas como las del contrario. Tipo un judoca, pero al revés. La música estaba fuerte, como siempre, y todos opinaban un poco en voz alta. Las encargadas del bar no opinaban pero estaban paradas intentando resolver el problema con la mirada y frunciendo el ceño, como si tuvieran telepatía o algo así. La miré a Martina y estaba atenta a la escena con media papa frita saliendo de la boca. En un momento, el blancuzco dijo algo de refuerzos y salió por la puerta llevándose a las dos regordetas coloridas. El solitario de la mesa de atrás (que yo pensé que era el único normal) empezó a decir que el abogado del diablo no había hecho nada, que nadie se lo iba a llevar preso y que él estaba de testigo (algo que a nadie parecía importarle mucho) y siguió argumentando un rato largo. Hasta se había puesto de pié. El abogado del diablo pidió otra cerveza y una de las encargadas le dijo que ya no había. Nosotros finalmente decidimos que habíamos terminado de comer y enfilamos hacia afuera. Cuando estábamos pasando por la puerta, el abogado, ultraborrachísimo, se paró e intentó decirme algo y agarrarme del brazo. Yo lo esquivé apenitas y perdió el poco equilibrio que le quedaba. Terminó en el piso haciendo saltar una silla de plástico por el aire.
El único barco a Corn island en esos días era un carguero que salía al día siguiente a las ocho de la mañana del Bluff, un puerto trash en una pequeña isla en la boca de la bahía de Bluefields. Como no sabíamos bien qué onda dormir ahí (ni siquiera si se podía dormir ahí) decidimos dormir en Bluefields y salir hacia el Bluff al día siguiente en una panga bien temprano. Nos fuimos a un hotel mejor del que habíamos estado antes, pero a la noche también me desperté por el olor de la pieza y me fui a las dos de la mañana al restaurante de la entrada a hacerle compañía al sereno y a distraerme escribiendo el resto de la noche. A las cuatro de la mañana se escucharon tiros que el sereno me convenció de que eran petardos por el día de no sé qué virgen. Después se despertaron las chicas y a las seis de la mañana nos tomamos la panga al Bluff y llegamos a tiempo para subirnos al carguero. Cuando el carguero llegó a alta mar se movía mucho. Después de varios intentos de colgar la hamaca entre las nauseas, encontré un lugar donde no se movía tanto, y con el sueño que tenía, dormí las seis horas que duró el viaje.
Corn Island está muy bien. Nos costaba un poco encontrar dónde comer variado. Por ejemplo en un lugar que preguntamos, solo tenían langosta o caracoles.
Lo de Martina y las rosas chinas se está volviendo preocupante. Creo que voy a esconder mis papeles en algún lugar seguro.
Tendríamos que haber ido a Little Corn Island que es una islita que queda cerca de ahí, pero no fuimos. Estuvimos varios días haciendo playa caribeña y volvimos a Bluefields. En el barco, iba un misionero católico y pasamos un buen rato charlando. Era muy simpático y siempre estaba como riendo.
Le pregunté cómo traducía evangelio al idioma misquito y me dijo que lo traducían literalmente como “palabra de Dios”, pero que Espíritu Santo lo decían en inglés.