Lo que me sorprendió fue que todo el enojo que tenía con Mariano se convirtió en alegría al verlo entrar a la carpa. No sé si fue por la culpa o por la incertidumbre de cómo iba a terminar el conflicto, pero la idea de que mi amigo estuviera en algún lugar de la selva sin saber dónde habíamos acampado nosotros me intranquilizaba. Y eso fue lo que me sorprendió: ver a Mariano entrar a la carpa y que mi enojo quedara atrás instantáneamente.
No tengo idea de cómo logró encontrarnos, pero recuerdo que nos contó que se refugió en una parte espesa de la selva, donde llovía menos. Ahí fue que empezó a escuchar ruidos. No aguantó mucho y salió a mojarse y a buscarnos.
Al día siguiente caminamos a buen ritmo. La senda seguía en bajada pero no era tan abrupta y hasta había algunas subidas que agradecíamos porque, a pesar de que nos hicieron usar más los músculos, se aliviaba la tortura en las rodillas.
En algún momento pasamos por un puente colgante muy endeble hecho con troncos y sogas. Como Pablo se había retrasado un poco (tal vez fabricando alguna cerbatana) nos sentamos a esperarlo y a descansar. Entonces, apoyado en una piedra y mirando al cielo, me pareció escuchar un murmullo de fondo.
–Se escucha como agua, ¿no?
–Parece.
–Ahora cuando llegue Pablo nos fijamos.
Pablo llegó sin ninguna presa ni ninguna cerbatana y cruzó sin problemas el puente.
Entonces decidimos avanzar desviándonos del camino, hacia la derecha, entre la selva, apartando las ramas, siguiendo ese murmullo que parecía agua.
Era agua. Era una alucinante cascada.