Peyote en Real de 14 y surrealismo en Xilitla (fin del viaje)

23 de enero de 2013

Salí temprano y bien abrigado de mi habitación con la mochila cargada de agua, paltas, panes, y un plástico por si llovía (eso me pasa por mirar muchos documentales donde una vez al año llueve torrencialmente en el desierto). Fui hasta la casa de Marciano, que así se llama mi nuevo amigo huichol. Él me había invitado a buscar peyote al desierto. Cuando llegué me estaba esperando con Vanesa, su hija de 13 años. Salimos los tres a caminar entre los cerros. Hacía bastante frío (Real de Catorce está alto y es seco). Salimos a las 8 y media de la mañana y una hora después estábamos entre las montañas escuchando a los coyotes. En el camino charlamos mucho.

―Mi padre tuvo 28 hijos ―me contó en un momento Marciano.
―28 son muchos.
―Sí… los tuvo con cinco mujeres.
―Debés tener muchos sobrinos.
―Nunca los conté.
―Me imagino.
―Y mi abuelo también tuvo varios hijos, entre 15 y 20… también con cinco mujeres ―agregó Marciano sumando parientes en una forma exponencial.
―Si todos los hijos de tu abuelo fueron tan prolíficos como tu padre eso da unos 500 nietos para el viejo ―le dije después de hacer un poco de esfuerzo mental con los números.
―Somos muchos De La Cruz ―me dijo Vanesa sonriendo, y yo me quedé pensando que a ese ritmo ella sería uno de los diez mil bisnietos.

El sol se iba levantando y ya no hacía frío. Estábamos alto y solo nos superaban unos cuatro o cinco cerros que se veían muy iluminados, secos y con pendientes suaves. Todo estaba cerca del amarillo, incluidos los arbustos. Ya no se escuchaban los coyotes.

―¿Y ustedes cuantos son? ―les pregunté, sintiendo que los números se llevaban bien con los climas secos.
―Con Yolanda, mi mujer, tuvimos cuatro hijos. Vanesa es la mayor. Después vienen Perla de 10 y Sebastián de 8. Ellos querían venir hoy, pero no pueden, son muy chicos, se iban a cansar
―Falta uno.
―Silau… tiene un año.
―Qué nombre raro Silau.
―Significa “sonaja”.
―Tiene nombre huichol…
―Porque cambió la ley…También tiene nombre en español… para que lo entiendan… Se llama Ángel.
―¿Le tienen que poner un nombre en español para que lo entiendan?
―La gente está muy loca.
―Como si hubieran comido demasiado peyote.
―Demasiado poco… ―nos reímos― Pero también todos tenemos otro nombre en huichol.
―¿Cuál es el tuyo?
―Yausalí.
―¿Significa algo?
―Me faltan algunas palabras para explicarlo, pero es el momento de cosechar el maíz o cuando se caen las hojas.

Ya no subíamos, caminábamos entre valles y corría un poco de viento.

―Dos niñas y dos niños
―Después de Vanesa y de Perla yo quería tener un hijo varón. Los más ancianos me dijeron que haga una flecha y la hice. Así nació Sebastián y luego llego Silau.

En un momento llegamos a la base del Cerro Quemado y empezamos a rodearlo por la izquierda porque todavía no íbamos a subir.

―Ese es el cerro Quemado, el lugar más sagrado de los huicholes. Hasta ahí llegan desde muy lejos los peregrinos, para rezar. Dicen que de aquí salió el sol por primera vez. Hay algunas palabras que no tienen traducción. Del sol nacieron los cuatro dioses: el maíz, el ciervo, el águila y el peyote.

Seguimos caminando los tres y pasamos junto al sendero que subía a la cumbre.

―Aquí cobra Mundo…
―¿Cómo que “cobra mundo”?
―Sí, Mundo… un amigo mío, se llama así… cobra entrada a los turistas que quieren subir.
―Ah.

Empezamos a descender por la ladera de un cerro que está frente al Quemado. Algunas conversaciones me las perdía porque entre Marciano y su hija hablaban en huichol (o wixárica, como se dice en su idioma, que en realidad se pronuncia algo así como wirrárica, o al menos así lo escuchaba yo).

―¿Y a vos por qué te pusieron Marciano?
―Mi madre me lo puso sin saber lo que significaba… Ahora se saben muchas cosas, pero en los 70 y los 80 la gente no estaba tan informada
―Marciano es un buen nombre.
―Gracias.

Yo me quedé pensando en el nombre: Marciano Yausalí de la Cruz. Traducido significaría algo así como: “Habitante de Marte del otoño terrestre del instrumento de tortura y muerte del hijo del Dios de los católicos”.

El sendero se convirtió gradualmente en un camino de cornisa entre la montaña y un buen precipicio. Marciano solía ir adelante, yo en el medio y Vanesa detrás. En un momento dudé si el camino no era un poco peligroso para dejar desatendida a una niña de 13 años. Miré para atrás y vi que Vanesa se movía con confianza. Y también pensé: bueno, estamos yendo a buscar peyote.

―¿A qué edad probaste por primera vez peyote, Vanesa? ―le dije mientras la esperaba.
―A los 3 o 4 años… Sebastián a los dos años… se lo tuvieron que mezclar con naranja porque no le gustaba.
―Me imagino.
―Pero de todos modos se las ingeniaba para separarlo ―me dijo sonriente.
―¿Y recordás qué sentías la primera vez que comiste?
―No, no recuerdo nada ―me respondió también sonriente.

Qué pregunta más estúpida que le hice, pensé. Mis recuerdos de los 3 o 4 años son como en sueños.

Vanesa bajando al desierto (Medium)
Bajando al desierto.

Pasamos por una pequeña vertiente y seguimos un trecho por el río casi seco, como por un desfiladero.

―En las ceremonias que duran varios días, solo se come a la noche, durante el resto del día se toma agua o se come peyote… Si tienes hambre, comes peyote ―me contaba Marciano mientras descendíamos por las rocas.
―Suena bien.
―… los rezos suenan bien… Este camino baja directamente al desierto. Ahí haremos los rezos.
―Tenés que enseñarme a rezar en wixárica.
―El idioma no importa… Tú puedes pedir lo que quieras en el idioma que quieras…

Llegamos al desierto cerca del mediodía. Caminamos por una pendiente suave que iba bajando entre arbustos secos y bromelias espinosas. El desierto era una planicie muy extensa. A lo lejos se veían casitas y en el fondo más montañas. Marciano le explicaba a su hija hacia dónde quedaban unos pueblos. O al menos eso entendí por un momento que hablaron en español.

Julian de Almeida
Vinimos de las montañas.

Hacía calor y Vanesa tenía hambre.

―¿Comemos aquí, papá?
―No, primero el peyote, luego comes, así te agarra fuerte.

Caminamos por el desierto como dos horas, cada uno por su lado buscando los cactus.

Real de Catorce desert
Buscamos.

En un momento nos juntamos.

―Parece que no somos chamanes, parece que hoy no vamos a encontrar ―me dijo.

Estábamos en una parte del desierto que él nunca había ido. Fuimos porque otro huichol le dijo que ahí había peyotes y él quería conocer. Yo estaba feliz de la caminata que estaba haciendo, pero en el fondo tenía ganas de encontrar aunque sea un poquito del cactus para no sentir que me iba con las manos vacías.

A eso de las dos de la tarde cruzamos un río seco y Marciano encontró dos peyotes (uno mediano y uno pequeño). Estaban entre unos arbustos, al ras de la tierra y cubiertos de polvo. Me costaba entender cómo fue que los vió. Después cortó los botones dejando las raíces para que vuelvan a crecer. Nos sentamos en la tierra y se puso a limpiar los cactus enseñándome cómo se hacía. El sol estaba bien alto y ahora corría una brisa fresca y seca.

Lophophora williamsii
Limpio.

Cuando terminó, separó tres porciones dejando la más grande para él, la mediana para mí y la más pequeña para Vanesa. Ahí sacó de su morral el cuero de una cabeza de venado con los cuernos y todo, y Vanesa se apartó unos metros. Su padre se le acercó y empezó a hacer unos rezos en huichol moviendo la cabeza del animal por el cuerpo de ella y hacia los cuatro puntos cardinales. Al final terminó poniéndole el peyote en la boca.

(Padre)

 

Después tocó mi turno. La cabeza de venado apuntó a los cuatro vientos y luego fue subiendo por mi pierna derecha con pausas al ritmo de los versos. Después subió por el lado derecho del cuerpo y finalmente, el cuero con cuernos rodeó mi cabeza, siempre volviendo al lado derecho. Me sentía en el centro de algo. Desde mí hacia afuera había dos huicholes, mucho desierto y al final las montañas. Me hubiera gustado saber qué significaban todas esas palabras.

El peyote no era rico, pero con esfuerzo y poniendo caras raras se podía masticar y tragar. Después, Marciano dijo que probablemente habría muchos por ahí y que cuando encontremos unos cinco juntos, iba a bendecir las ofrendas que había traído.

Seguimos caminando y Vanesa encontró uno grande, también totalmente camuflado. Luego yo encontré otro muy por casualidad, casi totalmente enterrado y sentí que les pude haber pasado por al lado a miles sin darme cuenta. Marciano encontró otros tres. Dos eran muy chiquitos.

―Estos pequeños se los voy a llevar a Sebastián y a Perla.
―¿Silau no come peyote?
―No, aún no aprendió a comer.
―Es verdad, todavía debe tomar la teta.
―Sí, y un poco de papilla.
―bueno, el año que viene ya podrá comer peyote con naranja.
―Sí, el próximo año sí.

Muy cerca de los tres que encontró Marciano, Vanesa encontró otros dos y decidieron que ese era el lugar para bendecir las ofrendas. Las ofrendas eran artesanías y la cabeza del venado. Uno de los peyotes lo dejamos sin cortar como parte de lo ofrecido a los dioses. Después de la bendición nos pusimos a comer los sánguches de palta.

Lophophora williamsii (1)
El desierto.

Seguimos caminando y buscando. La cuenta final dio: 2 peyotes encontrados por mí, 4 por Vanesa y 28 por Marciano. 34 peyotes era un número grande y las proporciones daban un poco de risa. Yo solamente me quería llevar un par y arranqué uno de raíz para plantarlo en casa. Me quedé pensando dónde era mi casa.

Me miré las manos y estaban muertas: pálidas, azuladas y con las líneas casi negras. Miré a los alrededores y vi que estábamos como en un mar de bromelias de color verde potente.

El resto de los peyotes Marciano se los iba a llevar a su suegra que vive en la zona huichol de Jalisco, con el resto de su familia. Ella se los había encargado y también había sido ella la que le había dado la cabeza de venado para el ritual y para dejarla como ofrenda donde encontráramos los peyotes.

En un momento vimos que apareció algo como un jinete a contraluz, por encima de una loma; y nos alejamos. Me pareció raro porque estábamos en el medio de la nada.

―¿Papá, se pueden montar las vacas?
―Ni que estuviéramos en un rodeo ―respondió Marciano.
―Porque eso que apareció era un niño montado en una vaca.
―No, eso no era un niño montado en una vaca ―dijo Marciano sonriendo.
―Sí que era.

Los dos sonreían. Yo solo había visto una figura negra sobre un cielo casi blanco (si es que vi algo).

Finalmente dejamos las ofrendas en un lugar escondido y empezamos el camino hacia el cerro Quemado.

ofrendas
Plantas.

Al llegar a la base comimos más peyote. Subimos por atrás, por donde suben los peregrinos. El camino estaba muy poco marcado. Al principio subía lentamente y luego con mucha pendiente. Era medio tarde: el sol estaba un poco más bajo de lo que hubiéramos deseado. Íbamos subiendo mucho y se empezaron a ver nuevas montañas, el desierto muy abajo y la lluvia a lo lejos.

―¿No se supone que en el desierto no llueve?
―Sí, eso es lo que se supone.

 

cerro quemado
«Subiendo»

En un momento íbamos bien separados. Otra vez Marciano iba adelante, yo en el medio y Vanesa más lejos. La subida era dura. Y las plantas se ponían cada vez más raras. Pensé: pobre Vanesa, la estamos dejando atrás, y me senté en una roca a esperarla. Los arbustos altos me tapaban parte del paisaje pero para un lado se veía la quebrada por la que habíamos bajado y para el otro lado, una ladera del quemado que daba a otra parte del desierto. Corría un poco de viento fresco. Empecé a escuchar la respiración agitada de Vanesa y el ruido del palo con el que se ayudaba a caminar. Pasaron varios minutos y yo seguía escuchando su respiración y el palito. Chequeé que no fuera mi respiración y no, no lo era; la escuchaba por todos lados. Un tiempo después, apareció a lo lejos, pero yo ya no escuchaba su respiración y ella no tenía ningún palito.

La lluvia se veía espectacular en el desierto y también se veía en el cielo casi arriba de nosotros. Pensé: debemos estar en el borde de la lluvia. Marciano me estaba esperando.

―¿No será que nos estamos mojando y no nos damos cuenta?
―Puede ser ―me dijo sonriente.

erizo
Podemos preguntarle al erizo.

Subíamos tan empinados que en ningún momento podíamos ver la cumbre. Hacia arriba veíamos poco más que roca, arbustos y el cielo todo nublado. El camino se estaba haciendo mucho más largo de lo que imaginábamos. Estaba oscureciendo y se estaba poniendo frío. En un momento, un burro, que parecía perdido en el medio de una gran montaña vacía que estaba enfrente, rebuznó varias veces y su eco se escuchó en otro cerro. Parecía la bocina de un tren. Pensé en un tren muy viejo y recordé a mis abuelos, no sé por qué. El ruido del viento en mis orejas parecían murmullos. Podrían ser las palabras de mis abuelos. Eso pensé.

Finalmente empezó a gotear y yo saqué mi plástico transparente para lluvias del desierto. Lo alcancé otra vez a Marciano y esperamos a Vanesa. Nos cubrimos los tres con el plástico y seguimos subiendo. En un momento se nos rompió y quedó un pedazo chico para mí y uno grande para ellos. La cosa se ponía complicada. Estaba oscureciendo, se estaba poniendo frío y lloviznaba. Si la lluvia se ponía fuerte nos íbamos a tener que quedar ahí hasta que pare y subir quién sabe cuándo. Las noches ahí tienen temperaturas bajo cero.

Seguimos caminando, tratando de no mojarnos. Cuando pudimos ver la cumbre, Marciano dijo ahí está el águila. Estaba un poco oscuro, nublado y seguía lloviznando. Estábamos caminando entre unos arbustos con un poco de forma de palmera y otro poco de forma de personas. Había un águila volando alto sobre el círculo ceremonial, que era por donde teníamos que pasar para empezar a bajar por el otro lado de la montaña. Me sorprendió ver un águila a esa hora y con lluvia.

mescalina
Elevados.

Un rato después casi no llovía, solo unas gotas. Cuando llegamos al círculo de piedras había un viento fuerte y frío que venía del otro lado de la montaña. Ya casi era de noche y a pesar de la urgencia entramos en forma espiral en los círculos concéntricos. Cuando llegamos al centro, Marciano se puso a rezar en huichol y yo me puse a vestirme con todo lo que tenía, incluido mi chaleco de plumas de color rosado. Tenía frío y sed. Qué raro es tener frío y sed.

Empezamos a bajar y el viento complicaba la cosa. Se estaba poniendo muy oscuro y había empezado a lloviznar otra vez. Me puse el plástico por delante porque el viento venía de frente. Eso hacía que me moje los pies y la cabeza, y se me helaban las manos al sostener el plástico. En un momento me di cuenta que casi no sentía las orejas de lo congeladas que estaban. Me saqué el cuello de polar que tenía puesto y lo convertí en gorrito. Me dije bueno, basta de mariconear, hay que hacerse macho. Y me abotoné el chaleco rosa de plumas hasta arriba y me puse a caminar a paso firme. Se volvieron a escuchar los coyotes.

Cuando paró de lloviznar ya era totalmente de noche. Yo empecé a ver cactus por todos lados, pero hechos de líneas finitas de colores. Paró la lluvia, paró el viento, estábamos más abajo y no hacía frío. Nos pusimos a charlar más animados. Les conté lo de la respiración y el palito. Entonces Vanesa me contó su parte.

―Más o menos por ese momento escuché las risas de ustedes atrás mío, abajo ―dijo ella― pero no recordaba haberlos pasado… Después los vi más arriba y me dio miedo y me apuré todo lo que pude.
―¿Y tiraste tu bastón?
―Porque se convirtió en serpiente.

Caminábamos hablando casi sin vernos. Si había alguna luna estaba muy detrás de las nubes. Aunque veía poco e imaginaba mucho, sentía que íbamos por unos valles que conocía de hacía tiempo.

―¿Creés que llovió porque yo arranqué un peyote de raíz? ―Le pregunté a Marciano un poco en joda.
―Pero no llovió mucho.
―Tal vez porque cortamos otros 33 peyotes de la forma correcta― le dije en broma― además vos viste 28 y yo 2: debe haber por lo menos 26 peyotes que pasé de largo y ni siquiera los cortamos ―dije y nos reímos

En un momento nos cruzamos unos caballos petisos en la oscuridad, que no sé qué andarían haciendo de noche, lejos de cualquier casa. Yo dije (otra vez en broma) que podíamos usarlos para volver y me acerqué a uno. Era muy manso. Lo acaricié y después intenté montarlo a pelo y se dejaba. Me dije: basta de hacer tonterías que todavía falta bastante trecho. Y seguimos caminando.

En un momento llegamos a una bifurcación.

―Capaz que es mejor que tomemos el camino largo… el de los caballos ―propuse yo― porque el que baja directo va a ser difícil seguirlo en la oscuridad.
―Me parece bien ―dijo Marciano― de todos modos hace rato que estás guiando tú.

Era un poco verdad. El camino de subida al Quemado también lo había elegido yo. No sé por qué entonces me puse a pensar en el águila.

Sobre el final del sendero ya no hacía frío ni llovía y yo empecé a notar que mis manos y mis tobillos estaban llenos de espinas.

Llegamos a la casa a las siete y media después de haber caminado 11 horas seguidas. Yolanda nos estaba esperando con un guiso de lentejas.

―Papi… ¿le trajiste peyote a Perla para que se porte bien? ―preguntó Sebastián.
―Sí, traje.

Silau gateaba y me miraba con papilla en los cachetes.

Comimos en familia.


16 de marzo de 2013 

Pasé casi un mes en Real de Catorce. Un día quieto, un día de semana, a la hora de la siesta, llegó una rubia holandesa al hotel. Le dije si quería ir al pueblo fantasma y me dijo que yes. Fuimos hablando pavadas todo el camino. En las ruinas dimos unas vueltas y le mostré la entrada a las minas. Sorprendentemente no solo quiso entrar y caminar varias decenas de metros dentro de la montaña, sino que también quiso pasar por el hueco estrecho del fondo del túnel largo. Gateamos, nos ensuciamos y acabamos en la parte que se bifurcaba hacia arriba y hacia abajo donde no se podía seguir.

Marleen
Gateando.

Como vi que le gustaba lo de las minas, al día siguiente la llevé a la que quedaba del otro lado del pueblo; a la que yo había entrado pero que no había llegado al final. Acompañado es más fácil y estuvimos como dos horas en la oscuridad. Recorrimos todo lo que se podía acceder sin escalar. Eran cinco brazos y pasamos varios derrumbes. Salimos de la mina con los ojos achinados, como se sale de las minas.

Otro día me fui solo al desierto. Me fui por el camino de Las Carretas. Tardé dos horas en llegar. Ahí caminé tres horas entre los cactus y me costó otras tres volver caminando cuesta arriba.

Hubo unos cuantos días que me tuve que internar en la habitación a trabajar con la computadora. En un momento salí a dar unas vueltas para despejarme y entré a la Capilla de la Virgen de Guadalupe, que es una iglesia que está casi abandonada y que solo una vez la había visto abierta. Entré por segunda vez y adentro solo había una mexicana que me llamó la atención porque miraba el altar con las gafas de sol puestas. Le mostré un angelito de cerámica hecho pedazos que había bajo unos murales descascarados y nos pusimos a charlar sobre cacas de palomas. Se llamaba Paola y me cayó muy bien. Se quedó dos días por el pueblo y arreglamos para ir el fin de semana siguiente a la selva de la Huasteca.

Jesus hecho bolsa
Ruega por nosotros pecadores.

En esos días volví a ir al desierto solo. También caminé ocho horas, pero esta vez regresé por las montañas. La vez anterior no había querido volver entre los cerros porque pensé que a mitad de camino se ponía complicado: me iba a perder un poco e iba a terminar yendo por huellas de cabras. Y así fue. Fue duro caminar tres horas subiendo la montaña entre arbustos espinosos y pasando muchas quebraditas. En cada quebradita intentaba ganar altura subiendo por las piedras, pero finalmente tuve que bajar al río seco y trepar las rocas grandes a lo bestia, rogando que no hubiera nada impasable hasta la naciente. El sol me iba pegando todo el tiempo en la espalda y llegué a la parte más alta con el último trago de agua. Ahí solo quedaba bajar.

Un día, finalmente, me despedí de Marciano y su familia y me fui a dedo hasta San Luis Potosí. Ahí me esperaba Paola y nos fuimos a Xilitla. Al día siguiente fuimos al jardín de Edward James. Caminamos bastante entre las esculturas surrealistas semi abandonadas entre la selva.

Xilitla
Surrealismo en la selva.

 

que le cueste
Y realismo.

 

Edward James
Es hora de ir volviendo.

Paola se volvió a San Luis y yo me fui para el D.F. Había dudado mucho como continuar mi viaje. No sabía si seguir para Estados Unidos o empezar a bajar. Finalmente me decidí por sacarme un pasaje de avión para Barcelona (que sería el primer avión del viaje) y otro pasaje a Buenos Aires. De un día para otro, mentalmente ya estaba de vuelta.

En Barcelona estuve un mes visitando viejas amistades y embebiéndome de la particular cultura catalana una vez más.

dulce de orto negro
Gusto afrancesado.

Finalmente llegue a Buenos Aires sin saber muy bien qué hacer. Y eso fue todo: nueve meses en Latinoamérica y uno en Barcelona.


Y… el trabajo que fui haciendo en el camino finalmente se publicó… acá

 

➮ Siguiente viaje 

 

El LIBRO

 

Real de 14, México

21 de enero de 2013 

Justo después de hablar con Marciano recibí un mail de un amigo que trabaja en la revista THC contándome que estaban preparando un especial de cactus y mezcalina y me preguntaba si quería participar con una nota. Le dije que por esas cosas del destino yo estaba justo en Real de Catorce y acababa de arreglar con un Huichol para ir a comer peyote al desierto. Le dije que si quería podía hacerle una nota al chaman y contar la experiencia. Quedamos en hablar y arreglar los detalles.

El viernes conocí a Robert, que era el otro inquilino del hostal. Es de Tennessee, tiene 45 años y enseguida me cayó bien. Quedamos para ir al pueblo fantasma: él ya había estado varias veces y me iba a mostrar el camino. Fuimos charlando mientras subíamos por la montaña. Me contó que coleccionaba coches viejos con caja de cambios manual, tenía unos 20 en los alrededores de su casa. Me preguntó si en Argentina había muchos Ford Falcon. Me preguntó si en el bus que vine era uno con caja manual o automática. Me contó que había escrito algunos libros. Me contó que sacaba fotos con cámaras analógicas. Me preguntó cómo se llamaban en Argentina esos árboles que hay en Real de 14. Le dije que se llaman anacahuitas o aguaribays. Se lo dije frunciendo el seño y pensando que no era nada esperable que yo supiera el nombre de esos árboles. Él me dijo que acá lo llaman pirulo. Yo le dije que era un árbol sudamericano pero que en esta zona se había asilvestrado, y algo se me empezó a aclarar en la cabeza. Le pregunté si recordaba muchos números de teléfono y me dijo que entre 500 y 1000. Le dije que yo recordaba solo dos o tres. Charlamos un rato más entendiéndonos mejor y en mi cabeza lo apodé Robert Ironía. Tenía los ojos muy claros y la mirada muy fija.

En el pueblo fantasma no había nadie y caminamos entre las ruinas y los cactus. Detrás de unas paredes encontré un hueco que parecía la entrada a una mina. Lo llamé a Robert y me dijo que él había venido muchas veces por ahí y nunca lo había visto. Entramos y el camino se bifurcaba. A la izquierda bajaba un poco abruptamente. Seguimos para la derecha y a los 20 metros se bifurcaba otra vez. Ahora a la derecha daba a otra salida y seguimos para la izquierda. La cosa se ponía muy oscura y Robert no quiso continuar. Yo me fui iluminando con el celular y seguí bastante. A unos 100 metros de la entrada había un derrumbe y solo se podía seguir por un hueco en un costado. Me metí un poco gateando y vi que subía. Regresé y decidí volver en otro momento con linterna.

Paredes fantasma
Paredes fantasmas.

Y volví al día siguiente. Entré por el hueco del fondo iluminándome con una linternita. Subí algunos metros y salí a un pasillo que avanzaba otros metros más y se bifurcaba pero para arriba y para abajo. No podía seguir sin soga o escalera y volví.

el tunel se estrechaba
Sin mochila se pasaba más fácil.

Esos días empecé a darme cuenta que en los alrededores del pueblo hay varias entradas de antiguas minas. El domingo entré a una y en los primeros pasos no veía casi nada con las pupilas todavía pequeñas. De pronto pisé algo que me hizo pensar en el guardabarros de un Citroën. Me acerqué y lo iluminé. Era un caballo muerto y ahí se terminaba la pequeña mina. Lo curioso es que no había olor. Estaba muy seco, como momificado por el aire del desierto. Al salir, en el camino encontré a dos niños y les pregunté si habían visto al caballo muerto de la mina. Me dijeron que no y les pregunté si lo querían ver. Me acompañaron pero cuando se puso oscuro les agarró miedo y salimos. Claro, ¿a quién se le ocurre meter a dos niños en una mina oscura a ver un caballo muerto?

This is the end
My only friend, the end.

En el pueblo ya me conocen. Probablemente por mi chaleco de plumas de un color entre rojo y rosa. En otras circunstancias no usaría un chaleco rosa, pero acá a la noche hace muchísimo frío. Desde Bolivia que no andaba por un lugar realmente frío y no tengo abrigo. Me compré el chaleco en un negocio de segunda mano en Guatemala; me lo compré para usarlo de almohada. Acá en Real de 14, además de hacer mucho frío a la noche, no hay ningún lugar donde comprar ropa. El chaleco de plumas es muy abrigado y me salvó; pero claro, quedo un poco raro entre los machotes del pueblo que suelen usar sombrero y bigotes.

El lunes entré a comer a un pequeño restaurante que lo atiende una viejita y me pedí cinco gorditas y un refresco. Las otras dos mesas del lugar estaban ocupadas por una familia festejando un cumpleaños. En un momento el cumpleañero, un tipo de unos cuarenta y pico, me invitó a comer con ellos la comida especial que la viejita les había preparado. Era una sopa roja con maíz y pollo. Había lechuga y limón como opcional para agregarle. Y sí, ¿por qué no agregarle lechuga y limón a la sopa? La gente estaba un poco borracha y muy alegre. El cumpleañero me miró sonriente y, con sus pómulos achinándole los ojos, me dijo que cumplía 15. Yo le dije que estaba muy mal conservado y nos reímos exageradamente de ese intento de chiste. Después de que comimos bastante, trajeron una tarta con velas y cantaron las mañanitas. Me ofrecieron un pedazo y les dije que no porque estaba a dieta. La que parecía la abuela de todos me dijo “¡¿tu a dieta?!” y se mataba de la risa. Al final acepté y me fui muy agradecido y con la panza bien llena.

Más tarde salí a caminar y encontré la entrada a otra mina. Entré bastante con la linternita, pasé por encima de un derrumbe, llegué a una bifurcación con otro derrumbe y agarré para la izquierda. Avancé unos 20 o 30 metros y había otra bifurcación. No había forma de elegir: los dos caminos eran túneles oscuros en la roca, los dos del mismo tamaño. Volví a elegir la izquierda. Me sentía en una película de Indiana Jones. Finalmente regresé sin llegar a terminar ese pasillo. No me estaba haciendo tanta gracia estar solo tan adentro en la montaña con esas bifurcaciones y esos derrumbes. Cuando salí ya casi era de noche.

Eleccion
Difícil elección.

➮ Continúa 

 

El LIBRO

 

De Tulúm a Real de Catorce, Mexico

17 de enero de 2013

Welcome to Mexico
Bienvenido a México.

Crucé a México. Pasé por Chetumal y me fui a Playa del Carmen, pero me pareció muy superficial y regresé un poco hasta Tulum.

Playa del Carmen
Playa del Karma.

Ahí me quedé diez días relajándome en las playas blancas con aguas turquesa.

Tulum
Turquesa.

No recuerdo haber hecho nada especial excepto un día de deporte de “colado de ruinas”, que entré a las de Tulum caminando por la playa, entre las rocas. También me compré una cámara de fotos, por dos mangos, en una casa de empeño. Todo el viaje sacando fotos con un celular y me vengo a comprar una cámara sobre el final, está bien. Después conocí una argentina que me cayó bien y nos fuimos un día a Palenque, dos días a San Cristobal de las Casas y un día a Oaxaca. De ahí, ella se iba para Guatemala y yo seguí hacia el DF.

Pollera
Polleras caídas.

 

pollera levantada (1 de 1)
Y polleras levantadas.

 

pijas (1 de 1)
Todo en el subconsciente.

 

yes
¡Yes!

En la capital me alojé en un hostal de muchos pisos y muchas habitaciones, pero vacío; parecía un hospital recién abandonado. Me dieron una habitación para cinco personas que solo la ocupaba yo. Estuve seis días en el DF, caminando por los barrios. También hice deporte: me colé al templo mayor, incluido el museo. En ambos entré por la salida.

se solicita lavatrastes
La oferta laboral en el DF no era divertida.

 

tortillera con experiencia
O sí.

 

bandera mexicana
Sí.

 

maniqui alienigena
Claro.

Del DF me fui a San Luis Potosí en el norte de México. En San Luís estuve una noche en la casa de una couchsurfer y me fui a Matehuala. Ahí me tomé un bus hacia Real de 14. Ese camino lo hice casi todo durmiendo. La zona era desértica y la ruta estaba medio poceada. El bus tenía un televisor con unos dibujitos animados que no se escuchaban bien, un poco por el volumen que estaba bajo y otro poco por el traqueteo del camino. Tampoco se veía mucho la imagen porque el sol entraba fuerte por algunas ventanillas que no tenían la cortina cerrada y la luz hacía reflejo en la pantalla. Me dormí enseguida. En un momento me desperté y estábamos pasando por un lugar que parecía un pueblo fantasma. Eran como paredes de piedra con ventanas de madera reseca que habían resistido caerse. Me volví a dormir y me desperté cuando el bus paró a la sombra de una montaña, frente a la entrada de un túnel. El hueco era muy angosto y el bus no cabía. Los dos o tres pasajeros que viajábamos teníamos que bajar para subirnos a un pequeño bus destartalado. Un tipo en la entrada le dio una bandera a nuestro chofer y arrancamos. El túnel era una rústica excavación en la roca, de dos o tres kilómetros, iluminado con algunas luces amarillentas. Adentro me pareció ver un santuario con una virgen. Uno de los pasajeros me dijo que ese túnel se llama Ogario y que es más o menos lo único que comunica a Real de 14 con el resto del mundo.

Salimos a la luz y el chofer le entregó la bandera a otro tipo, supongo que para cederle el turno a alguien que quiera hacer el camino inverso. El túnel daba directamente al pueblo, sin ninguna transición. Me calcé la mochila y me fui a dar unas vueltas. Era un pueblito colonial, ubicado un poco en diagonal entre las montañas; con casas de piedra y una iglesia en el centro. Era jueves y había muy poca gente en la calle. (Me habían contado que Real de 14 fue un pueblo minero que en algún momento tuvo 40 mil habitantes, y que en el siglo pasado llegó a estar prácticamente abandonado. Ahora ha vuelto a crecer: tiene un poco más de mil personas).

Me hospedé en el hostal “Real de Álamos”. El nombre me pareció raro, no había visto ningún álamo en ese pueblo seco; apenas unos aguaribays retorcidos y algunos cactus. Pero el hostal estaba bueno. Tenía un patio central rodeado de habitaciones. Lo atendía una familia muy simpática y parece que solo estábamos alojados un gringo y yo.

Caminando por las callecitas de piedra me crucé a un tipo de sombrero y bigotes largos que me ofreció alquilarme un caballo. Le pregunté si había indios huicholes en la zona. Me dijo que en el pueblo solo había uno, que se llamaba Marciano y que lo podía encontrar en la plaza vendiendo artesanías indígenas. (Yo sabía que Real de 14 quedaba cerca del Cerro Quemado, que es el lugar más sagrado para los indios Huicholes. Había leído que eran los que más cultura tradicional tienen del peyote, el cactus alucinógeno. Los huicholes en realidad no son de esa zona, pero parece que desde hace varios siglos peregrinan hasta acá para buscar peyote y para hacer sus ceremonias en el Cerro Quemado. Vienen caminando cientos de kilómetros por el desierto, desde Nayarit, Durango, Jalisco y Zacatecas).

Efectivamente encontré a Marciano en la plaza y me puse a charlar con él. Enseguida me cayó muy bien. Era un tipo joven que hablaba con una tranquilidad sorprendente. Estaba vestido con ropa huichol, pero con una campera de jean por encima de la camisa blanca con bordados de colores. El pantalón era ancho y también de tela blanca. Tenía sandalias de cuero y sombrero con colgantitos triangulares. Charlamos un buen rato de tonterías, y de peyote, claro. Le conté que un amigo había estado ahí hacía catorce años, había juntado un peyote en el desierto, lo había llevado a Buenos Aires y me lo había regalado. Todavía lo tengo y hasta le pude sacar unos hijitos. Él me contó algunas cosas del pueblo, de la minería y de Jalisco, de dónde es su familia. Al final me dijo que tenía pensado ir en esos días al desierto a buscar peyote y a dejar unas ofrendas y me preguntó si lo quería acompañar. Me dijo que él me enseñaba dónde crece el peyote y yo le enseñaba a plantarlo y a reproducirlo. Me pareció buenísimo, quedamos para el martes.

A la noche en mi cuarto me acordé de las descripciones del pueblo que había hecho mi amigo hace 14 años y sentí que estaban muy acertadas. Me quedé pensando en el nombre: Real de 14. Catorce eran los años que habían pasado desde que yo lo escuché nombrar, y de “real” no parecía tener demasiado ese ex pueblo fantasma al que se llega por un agujero en la montaña.

Real de catorce
Ex fantasmas. 
 
 
mapaI

 

➮ Continúa 

 

El LIBRO

 

Zona Franca, Belice

27 de diciembre

 

De Sarteneja me fui para el lado de México a dedo. Salí muy temprano, desarmé la hamaca a oscuras, desayuné y me fui al camino cuando amanecía. Tuve suerte y en seguida pasó una camioneta que iba hasta Chunox. Ahí me quedé esperando un buen rato en otro camino de tierra por el que me habían dicho que no pasaba casi nadie. La mañana estaba fresca y yo esperaba entre matorrales y mirando unos pájaros que comían en unos juncos. Después de un rato apareció una camioneta y me llevó. El camino siguió entre los arbustos y los árboles. En un momento llegamos a un río y nos subimos directamente a una balsa muy pequeña, y poco después nos empezamos a mover lentamente (muy muy lentamente). La balsa la movía un tipo a mano: un cable grueso de hierro pasaba de lado a lado del río y estaba unido a nosotros a través de una polea que el balsero hacía girar con sus brazos y su espalda. El tipo le daba vueltas y vueltas a la polea y todo avanzaba de a milímetros. Él mismo, la cabina, la balsa, la camioneta, el conductor de la camioneta y yo: todo avanzaba lentamente con la fuerza del balsero. Yo, desde la caja de la camioneta, si miraba hacia atrás o hacia adelante veía camino y pastizales; si miraba hacia la izquierda veía el río; y hacia la derecha, el balsero en su cabina y el caribe. El río debía tener solo unos 30 o 40 metros de ancho pero tardamos bastante en cruzarlo. Cuando llegamos al otro lado seguimos viaje sin pagar, parece que el servicio era gratis.

Coronel Balza
El Coronel Balza.

 

Y seguimos viaje hasta Corozal. Ahí me tomé un bus destartalado hasta la frontera e hice los papeles de Belice.

Había leído que entre Belice y México hay una zona franca y me dieron ganas de ir a ver cómo era. No es un lugar ni mínimamente turístico: tuve que andar preguntando y cargando la mochila por unos caminos que parecían un aeropuerto abandonado. Cuando llegué vi que había algunas personas entrando por una abertura entre rejas. Todos pasaban mostrando una credencial a un tipo de seguridad. Cuando quise pasar, el tipo me paró y me preguntó a dónde iba. Le dije que a la zona franca, y le pregunté si podía pasar. Me dijo “sí, claro”.

Entré por una calle de locales comerciales, muy ancha, con bulevard en el medio, pero que solo parecía tener dos cuadras de largo. Los negocios estaban cerrados, los empleados iban llegando, todavía era las ocho y media de la mañana. Cuando llegué a la primera esquina, un coche paró a mi lado, bajó la ventanilla y un tipo me preguntó si yo era cubano. Le dije que no. Cerró la ventanilla y se fue. Ahí doblé a la derecha por otra calle ancha pero sin bulevard. Los negocios ya empezaban a abrir.

Caminé por una cuadra bien larga mirando ofertas tipo “5 calcetines coreanos por 20 pesos”. Cuando llegué al final todo terminaba abruptamente. Los últimos negocios daban lugar a unos pastizales y más lejos empezaba la selva. A la derecha se veía un alambrado. Rodeé el último negocio para ver que había por detrás y solo había terrenos baldíos, algo de basura, más pastizales y también la selva en el fondo. No había manzanas, solo negocios sobre las calles anchas, y solo tenían pintada la fachada. Lo que antes me había parecido como un centro comercial de una ciudad mediana, ahora me parecía un montaje para una película de Hollywood.

Zona Franca, Belice
Zona Franca.

 

Volví por la avenida, pasé la calle del bulevard y continué caminando entre los negocios que ahora estaban casi todos abiertos, salvo los que estaban abandonados. Había algunas construcciones bien grandes y ostentosas que parecían discotecas de zona turística cerradas por el invierno.
rebajadas al 50 por ciento
Rebajadas al 50%.

 

Más adelante pude doblar a la derecha y ahora sí parecía haber como intento de manzanas, pero todo estaba abandonado. Había negocios cerrados entre baldíos, cortinas bajas, techos semi caídos, carteles desteñidos por el sol, alguna combi sin ruedas; parecía todo post guerra nuclear. Caminé bastante por ahí y me sorprendió que solo vi dos grafitis, y muy simples. Después entendí por qué: donde empezaba la selva había un alambrado y toda la zona franca estaba cercada. Caminé bastante por ahí. Casi no había árboles, solo unas palmeras decorativas que encontraron tierra y sobrevivieron a la falta de riego. A todos los negocios le debió haber pegado mucho el sol: todo lo que no era gris era de colores pastel.
Combi
Sin impuestos.

 

euromoda
Claro, con la crisis en Europa esto es muy top.

 

Cuando me sacié los ojos de playones abandonados volví a la calle que estaba viva, pregunte precios de cámaras de fotos a unos hindúes y me fui para México.

zona muy franca
Zona muy franca.

 

➮ Continúa 

 

El LIBRO

 

Little Belize, Belice

26 de diciembre

 

Me desperté a media mañana, desayuné y se me ocurrió ir a visitar a los menonitas. El camino que había hecho para llegar a Sarteneja desde Orange Walk había sido dos horas en camioneta por ruta de tierra y solo habíamos pasado por dos comunidades. Entre las dos, en mitad de la nada, nos habíamos cruzado a cuatro tipos caminando con enteritos azul oscuro casi negros, camisas blancas y sombreros de vaquero. El hindú me dijo que esos eran menonitas y que vivían por ahí en un un pueblito llamado Little Belize. Parece que los menonitas son un grupo cristiano anabaptista similar a los Amish. No aceptan casi ninguna tecnología y se relacionan muy poco con el mundo exterior: básicamente para comerciar lo que cultivan.

Le dije a la chica del camping que me llevaba una de las bicicletas que tenían ahí y que me iba a visitar a los menonitas. Me dijo que no, que hay 25 millas hasta Little Belice, que no daba para hacerlo en bicicleta y menos en esa bicicleta. Yo miré la bicicleta oxidada, hice un cálculo rápido de millas a kilómetros que daba como 40 y pensé que sí, tenía razón, no daba. Dejé la bicicleta y pensé en hacer dedo. Caminé un par de metros y se me ocurrió una mejor idea: hacer dedo con la bicicleta. Es muy fácil hacer dedo en un camino de tierra con una bicicleta en la mano, y más en un lugar donde casi todos los vehículos que pasan son camionetas.

Me subí a la bici y empecé a pedalear. Me sentía con mucha energía. Lo malo era que ya era pasado el mediodía y el sol pegaba fuerte. Pedaleé, pedaleé, pedaleé y pedaleé y pedaleé y pedaleé. Todo era camino polvoriento y árboles que no daban sombra, el sol estaba bien arriba. Pasaban los minutos y las horas y no aparecía ninguna camioneta. La cadena oxidada chillaba en cada pedaleada. Y fueron muchas pedaleadas, varias veces pensé en volver, pero siempre encontraba una excusa para seguir un poco más. Tampoco me alentaba la idea de haber pedaleado tanto, más todo lo que tenía que hacer para volver, y no haber llegado a ningún lugar en particular. Y realmente cada vez tenía más ganas de llegar a los menonitas, alguna camioneta tenía que pasar. De pronto recordé que era navidad. Eso explicaba un poco la situación. La gente debería estar con sus familias, si alguno se movilizó debió haber sido temprano. Venía pensando en volver cuando vi un felino. No alcancé a ver qué era, tal vez un jaguarundi. Me dijeron que hay cinco especies de felinos por la zona: el jaguar, el puma, el tigrillo, el ocelote y el jaguarundi. Me quedé pensando que ir por un camino tan solitario no estaba tan mal. Lo que estaba un poco mal era que solo me había llevado una botella pequeña de agua y nada de comida. Pedaleé mucho. No hice más que pedalear, esquivar sectores del camino un poco arenosos o poceados, mirar los árboles y pensar. Cuatro horas pedaleé sin cruzarme ningún vehículo, hasta que llegué a encontrar un poco de civilización. Era Chunox, una de las dos comunidades que hay en el camino a Orange Walk. A la primera persona que encontré le pregunté dónde podía comprar algo de comer, tenía hambre y sed. Me dijeron un lugar pero estaba cerrado. Encontré a un tipo más adelante y le pregunté por otro lugar y la conversación fue algo así:

―Buenas… Disculpe la molestia… ¿no sabe dónde puedo comprar un refresco o algo de comer?
―Sí hijo, más adelante tienes una tienda… está pintada de rosa.
―Gracias… Y por las dudas… ¿usted tendría un inflador de bicicleta?
―Claro ―respondió y mandó al hijo a buscar el inflador al fondo
―Gracias…
―¿Y de dónde vienes tú?
―De Sarteneja
―…
―Y con las ruedas bajas, estoy muerto…
―¿Por qué no te quedas a comer con nosotros?
­―No, gracias, no quisiera molestarlos.
―Vamos muchacho… acompáñanos, ¡es navidad!

Yo sonreí y acepté, y así fue que comí con Normando y con su mujer Minerva. Me trajeron una coca-cola que con la sed que tenía la tomé extasiado como en las publicidades. Comimos carne con arroz y ensalada, y charlamos de varias cosas. Me dijo que era maestro de escuela y que una vez cuando era joven, un tipo le había hecho dedo y él no lo había levantado. Cuando llegó a su casa se quedó pensando en ese tipo y se arrepintió tanto que desde ese día, cuando puede ayudar a alguien, lo hace. Después me dijo que su sobrino era pescador y que les había traído langostas y me convidó con una langosta asada. Yo en cinco minutos había pasado del hambre, el cansancio y la sed a estar sentado a una mesa charlando y comiendo langosta. Sobre el final de la comida, le pregunté a Normando si tenía grasa para la cadena de la bici y sí tenía. Engrasé la bici, le inflé las ruedas y partí agradeciendo enormemente la hospitalidad de Normando y Minerva. Todavía me faltaban 8 millas hasta los menonitas.

Ahora que había bebido y comido, y había engrasado la bici e inflado las ruedas, todo era más fácil y pedaleé a buen ritmo. Aunque después de unos kilómetros el cansancio de todo el día se hizo notar; y también la dureza del asiento, que es la mala parte de inflar bien las ruedas. También había otro problema, ya era cerca de las cinco de la tarde y estaba claro que la vuelta iba a ser nocturna. Pero no me preocupaba mucho, estábamos casi en luna llena y sabía que iba a tener luna prácticamente toda la noche.

Unos kilómetros después, me crucé con una pareja de menonitas que iban en uno de los carros que usan ellos. Son carros a caballo, de madera negra y techados. Eran dos ancianos y la ropa era como la de la familia Ingalls cuando van a la iglesia. Iban por una huella que corría junto al camino por el que iba yo.

Menonitas Little Belize
Menonitas.

 

Ahora ya casi no había selva, a los costados prácticamente todo era campos sembrados. Los viejitos doblaron y se perdieron entre pastizales. Un rato después, mientras imaginaba a dónde estarían yendo, empecé a pensar que debía estar cerca y que tal vez no iba a ser fácil encontrar el pueblo menonita. Imaginaba que tenía que haber algún desvío hacia la izquierda, pero claro, no iba a haber un cartel que diga “Aquí a la izquierda estamos los menonitas que nos queremos aislar del mundo”. El camino ahora tenía un poco de lomas. Hacía rato había visto unas casas a lo lejos y ahora ya no las veía. Empecé a dudar de haberme pasado y en un momento apareció finalmente un camino a la izquierda. Me metí por ahí cuando el sol se acercaba al horizonte, cansadísimo y dudando de todo, e imaginándome pedaleando por ese camino hacia la nada y volviendo todo el camino de vuelta un poco con la sensación de fracaso. Pasé varias lomas y el esfuerzo que hacía para subir cada una, me hacía pensar que era la última y que ya me volvía. Al final el camino doblaba abruptamente hacia la izquierda rodeando un campo y parecía ir a unas casas. Un rato después me empezaron a parecer que en realidad eran galpones y ya no iba a encontrar nada. Cuando estaba llegando me volvieron a parecer casas, pero casas de otra época y no parecía haber nadie por ahí. El camino dobló a la derecha y noté que mi sombra ya estaba bastante larga.

sombra de bicicleta en Little Belize
La llegada a sombra.

 

Seguí unos metros y vi unos niños en los fondos de una casa. Entré caminando con la bicicleta en la mano y fui por un sendero rodeado de árboles hasta donde estaban los niños que me empezaron a mirar con una cara de curiosidad extrema. Todos tenían enterito negro, camisa clara a cuadritos y sombrero tipo cowboy color blanco crudo. Todas las niñas tenían una blusa de un color violeta casi negro, con flores lilas y azules, debajo de un vestidito sin mangas color negro; tenían el pelo rubio bien recogido y algunas llevaban un sombrero casi blanco con una cinta azul oscura.

Niños y niñas en Little Belize
Play station.

 

Algunos niños estaban en uno de los carros de madera negra y se bajaron y se me acercaron sin dejar de mirarme en ningún momento. Un niño estaba jugando arrastrando una especie de carretilla que la dejó caer en cuanto me vio y también quedó como hipnotizado. Claro, ya me habían contado que ellos no tienen permitido andar en bicicleta y tal vez más de uno nunca había visto a nadie que no sea de la comunidad. A una nena, que también parecía en trance, le colgaba una muñeca de la mano que más bien parecía un muñeco vudú. Más atrás vi a los mayores, dejé la bicicleta en el suelo y me fui acercando, caminando entre los niños intentando sacarles alguna foto disimuladamente con mi celular a la altura de la cintura.

niños menonitas de Belice
Niños.

 

Cuando los adultos me vieron, lo guardé en el bolsillo. Estaban en grupos en algunos carros, usándolos un poco de bancos. Cuando llegué parecía que estuvieran charlando relajadamente y en una paz de otro mundo. Cuando me vieron, se levantaron algunos y se acercaron con mucha mirada de interrogación. Les pedí disculpas por interrumpirlos. Les dije que estaba un poco perdido y les pedí un vaso de agua. Nadie habló (o eso me parecía), me miraban y un poco se miraban entre ellos. Creo que uno miró a otro y ese otro se fue caminando hacia la casa (supuse que a buscar un vaso de agua). Parecía que se comunicaban por telepatía. Algunas mujeres salieron de la casa y también me miraban. Tenían vestidos negros y me clavaban los ojos. Todos me clavaban los ojos y me rodeaban, los hombres, las mujeres y los niños. Todos rubios, silenciosos e inexpresivos. Los niños se iban acercando muy muy lentamente. El tiempo también pasaba muy lento. ¿Cuánto podían tardar en traer un vaso de agua? Me sentía en una película de zombis en cámara lenta. Para sacarme los nervios de encima y romper ese silencio espeso, les pregunté si hablaban español. Uno me contestó “Sí, mejor español” esbozando una mini sonrisa pero mirándome de perfil. Les pregunté si estaban de fiesta y nadie me contestó. Había como cincuenta ojos mirándome. Por fin llegó un tipo con una taza, que se la pasó a otro, que la llenó de agua en una canilla que salía de un tanque gigantesco. Me tomé el agua y le pedí un segundo vaso, un poco porque de verdad tenía mucha sed y un poco para mostrarles que de verdad tenía mucha sed. Les pregunté para dónde quedaba Sarteneja, me indicaron y me fui sin mirar hacia atrás, y sintiendo todas las miradas en mi espalda. Pedaleé con una sensación muy extraña. Sentía que me quería quedar con ellos. Sabía que ahí no podía durar ni dos semanas, pero se me había quedado en la cabeza una sensación de relajo visual que me llamaba como una madre. Pero también se me combinaba con una sensación un poco molesta de haber generado una situación de zoológico simétrico que ellos no habían querido, pero bueno, no había sido mi intención. Solo pretendía visitar el pueblo y esa mañana ni siquiera me acordaba que era navidad.

Tenía ganas de seguir dando vueltas por ahí pero me fui, un poco por la oscuridad que se venía y un poco por no molestarlos más.

Cuando salí al camino principal, pedaleé un rato y apareció una camioneta. Le hice dedo y me llevó hasta Chunox. Después me volví a meter por el camino en la selva y ya era de noche. Había una gran luna como me lo esperaba, pero también había nubes, que no me las esperaba. Cuando la luna se escondía, se veía muy poco el camino. También me ayudaba con una linternita. Y ahí iba, en la oscuridad, entré las dos negras paredes de árboles. El camino de tierra casi no tenía color. El cielo estaba lleno de nubecitas que la luz de la luna les daba mucho contraste. Yo estaba cansadísimo, pero iba tranquilo, pedaleando, esquivando pozos y mirando un poco el camino, un poco el cielo y un poco la selva oscura. Volví a ver un felino, o lo imaginé, porque lo vi correr delante de la bici, a unos tres metros, en las sombras, antes de meterse entre los árboles.

Después de unas horas escuché una camioneta. Me bajé de la bici y esperé a que aparecieran las luces. Cuando se acercó le hice dedo, sin ver nada. Yo estaba muy cansado, mis pupilas debían estar muy dilatadas por la oscuridad y ahora solo veía luz e imaginaba mi propia imagen iluminada, vista desde la camioneta. Era una pareja y me llevaron hasta Sarteneja. En el camping comí algo y prácticamente me desmayé en la hamaca.

 

➮ Continúa 

 

El LIBRO

 

Belize City y Sarteneja, Belice

25 de diciembre

Me quedé unos días más en Flores y arranqué hacia Belice. Fui hasta la frontera en furgoneta, sellé el pasaporte y me tomé un taxi colectivo hasta San Ignacio. Después, mientras esperaba un bus a Belice City, me puse a charlar con un tipo que estaba esperando que le terminen de lavar el coche. Me agradaba la (un poco tonta) complicidad que se siente al hablar en castellano en un país de habla inglesa.

― ¿Quién te atendió en la frontera? ―me preguntó en un momento el beliceño.
―Ni idea… un negro grandote.
― ¿Te trataron bien?
―Creo que sí… no me dijeron nada.
―Aquí los negros nos discriminan mucho…

De pronto me di cuenta que yo estaba totalmente perdido en la conversación. Me quedé mirándole la cara, tratando de pensar a qué clase de personas discriminaban los negros. Étnicamente hablando, el tipo tranquilamente podría haber nacido de una orgía en la casa de Benetton (aunque la parte indígena era la que más se notaba). Traté de encontrar una pregunta que no fuera ofensiva:

― ¿Tu qué te consideras? ―le pregunté con la mejor cara de idiota que me salió.
―Español ―me dijo.
―Ah… ―le dije.

Este país me gusta, pensé.

Llegó el bus y era otra vez un school bus, pero ahora era todo gris (por fuera y por dentro); me sentía en una película antigua. Me quedé un rato pensando en el “español” que en Argentina discriminarían por negro y que acá lo discriminaban por poco negro y me puse a hablar con una chica mulata. “No hablo español” me dijo en español y, cómo yo no andaba con muchas ganas de hablar en inglés, me limité a preguntarle cuánto tardaba el viaje hasta Belice City.

A mitad de camino pasamos por Belmopan, la capital del país, que era poco más que unas cuantas casas desperdigadas. Un par de horas después habíamos atravesado todo el país y llegamos a Belice City, la antigua capital y la ciudad más grande, que es un puñado de casas un poco más apretado, donde algunas llegan a tener hasta 3 o 4 pisos. Me bajé en un playón que era la terminal, me calcé la mochila, consulté la brújula, crucé una calle de tierra, caminé cuatro cuadras y llegué al centro. En Belice City no debe haber mucho más de diez hoteles y fui al más barato. Era una casita de madera de dos plantas, en el centro de la ciudad, a media cuadra del mar. Lo atendía una negra alta y simpática que me hablaba con mucha autosuficiencia (como casi todas las negras) pero con un tono de complicidad que no sé a qué venía. Hasta me hizo un descuento sin que se lo pidiera.

En Belice, estuve dos días dando vueltas por la ciudad, recorriendo los barrios. Caminé tanto que hasta encontré un semáforo.

Belize City
Este es el lugar más céntrico de Belice.

 

Rasta canoso
Un tema de Rasta blanca.

 

negros en bicicleta
A cinco cuadras del centro.

 

Haulover river
Veleros.

 

Después me tomé otro school bus a Orange Walk, en el norte del país. Ahí me puse a esperar un bus a Sarteneja, pero nadie sabía a qué hora pasaba. Las pocas personas que encontré para preguntarles no me aseguraron nada (ni siquiera estaban seguros de que hubiera algún bus ese día). Me puse a hacer dedo y, media hora después, me levantó un hindú que venía con una chica. El hindú tenía 46 años y había venido a Belice a hacer negocios. La chica tenía 20, era su empleada y ahora un poco más. El tipo estaba bastante loco. Me preguntó de dónde era y cuando le dije Argentina, me dijo: Obrigado! Yo le dije: Obrigado você. Me contó que había vivido en Estados Unidos y había conocido argentinos y había aprendido algunas palabras. La camioneta iba a los pedos por un camino de tierra ancho. Traían cerveza y empezamos a tomar, a charlar y a jugar a un juego que consistía en dominar el equilibrio de nuestro cuerpo de una forma que para mí era complicada: la camioneta iba muy rápido y el camino estaba lleno de pozos; frenábamos, cargábamos los vasos de plástico (no demasiado), arrancábamos y a ver quién podía tomar cerveza en esa montaña rusa. A mitad de la segunda botella, perdí: volqué un vaso casi lleno en todo mi cuerpo. Ahora toda la cabina olía a cerveza. Pero bueno, lo seguimos intentando y perfeccionándonos.

Cuando llegamos, el hindú dio algunas vueltas por el pueblo para que yo lo conociera. Sarteneja es un pequeño pueblo pesquero bastante aislado en un país también bastante aislado. Son unas cuantas casitas a las que se llega por el camino de tierra o en barco. Una de las razones por la que yo había llegado hasta ahí era porque Belice es medio caro y tenía la información de que había un camping barato para los que se atrevían a llegar hasta ahí. El hindú me dejó en la entrada y yo bajé de la camioneta bastante borracho y dando las gracias, tal vez con los ojos un poco bizcos. El camping era rústico y entre árboles frutales. Como no había nadie, ni siquiera alguien que atendiera, até la hamaca entre dos árboles y me eché a dormir. Me desperté un par de horas más tarde, un poco más lúcido, y me fui a dar una vuelta con tres perros que encontré en el camping y que me siguieron después de algunas caricias y un poco de pan.

El pueblo estaba casi tan tranquilo como el camping. El mar también: es caribe pero está en una bahía bastante cerrada. Es la bahía de Chetumal, que separa Belice de México. El agua es celeste, lechosa y salobre. Dicen que hay manatíes y cocodrilos.

muelle de madera
Tranqui.

 

A la noche vi que en el camping había un gringo, un par de belgas y un costarricense. A la mañana siguiente, por fin apareció alguien del camping. Era una chica beliceña que creo que era la dueña. Se había casado con un francés o algo así. Me registré y volví a salir a dar unas vueltas con los perros. Esta vez anduvimos por la selva y por unos campos de frutales. Los perros persiguieron a un conejo, le ladraron a un lagarto en un árbol y encontraron una serpiente de coral que se escapó entre unos arbustos. Volvimos muy sedientos.

Ese día era 24 de diciembre. Esa noche iba a ser nochebuena y me sentí muy lejos de casa. De pura casualidad estaba hojeando una revista en una especie de quincho rodeado de mosquitero y de pronto, al pasar una página, veo una foto de unos edificios de Hong Kong junto a la foto del hermano de un amigo; y eso fue lo más cerca que estuve de mis conocidos. Nochebuena la pasé en un muellecito sobre el caribe, tomando ron con el par de belgas y el costarricense.

como ir de Guatemala a Belice

 

➮ Continúa 

 

El LIBRO

 

Flores y San Miguel, Guatemala

21 de diciembre

Un día llegó al hostal un francés que me cayó bien, se llamaba Toma. Estuvimos charlando un rato en el balcón y me preguntó dónde podía conseguir marihuana. Yo, que hacía 15 días que estaba en Flores y conocía a todos los hippies, no le podía faltar al dato: le dije que lo acompañaba para salir un rato y distraerme (ya era de noche y no tenía ganas de seguir trabajando). Fuimos a los puestos de los hippies y estuvimos charlando un poco hasta que Toma directamente preguntó por marihuana. Con los hippies estaba un guatemalteco llamado Lolo que se ofreció a venderle.

Lolo era muy simpático y tenía la cara chupada y los ojos saltones como si fuera un veterano de las raves. Nos invitó a subir a su cayuco para ir hasta su casa que quedaba enfrente, en San Miguel. Yo miré para un lado: la ciudad aburrida. Miré para el otro: un tronco hueco flotando en la oscuridad. Elegí el tronco.

lago peten itza guatemala
Antes de que oscureciera.

 

Subimos al cayuco y se bamboleaba de un lado al otro con solo mover los ojos. Lolo subió en la punta parado para ponerse a remar y nos dio un par de tablas para que nos sentemos separados de la agüita que había en el fondo. Lolo remaba y, mientras avanzábamos lentamente, yo miraba el agua que en la oscuridad se veía negra y que llegaba hasta casi el borde del cayuco en cada bamboleo. Lolo nos vio la cara y nos dijo: no tengan miedo que no se va a dar vuelta, yo acá tengo mi celular y no quiero perderlo. Supongo que nos relajamos un poco y seguimos lentamente por la oscuridad hablando de cualquier tontería.

A los cinco minutos, Lolo me pasó un trapo para que vaya escurriendo fuera del cayuco el agua que iba entrando lentamente (y no tan lentamente) por los nudos del antiguo árbol. Cuando habían pasado unos veinte minutos y no sé que estábamos charlando de las estrellas, una lancha nos pasó a unos cuantos metros y yo temí por el efecto del oleaje cuando llegara al cayuco. Nuestra canoa aguantó y la lancha paró. El motorista de la lancha —que era un tipo de pelo negro con rulos, los ojos saltones y un gesto petrificado— nos dijo algo y lo saludamos.

—¡Buenas noches! —dijo Lolo.
—¡¿Eh?!… —dijo el de rulos.
—Que hace una buena noche… muy estrellada.
—¡¿Eh?!…
—Nada, nada… todo bien, hermano.
—¡¿Eh?!…
—…
—…
—…
—Tienen huevos?
—Todo bien, hermano… tranquilo…
—¡¿Eh?!…
—Que estamos bien, no necesitamos nada… estamos remando tranquilos…
—¡¿Eh?!…
—…
—…

El de rulos giró la lancha y empezó a acercarse lentamente. Yo seguía escurriendo agua fuera del cayuco.

­—Soy Eddie Chepe y soy bien macho ¿quieren ser mis cuates?
—Sí, somos cuates, hermano.
— ¡Cuates las pelotas!
—Tranquilo, no tenemos ningún problema con vos.
—¡¿Eh?!… —dijo ocurrentemente Eddie Chepe y ya casi estaba al lado de nosotros.
—Tranquilo…
—¡¿Eh?!…
—…
—…
—…
— Te voy a quebrar
—…

La lancha ya había hecho contacto con el extremadamente inestable cayuco y yo ya me imaginaba en el agua. Lolo se agachó, agarró con su mano derecha la lancha y se asomó apenas para ver que había. Nosotros éramos tres con tres remos que eran unos palos muy contundentes y él era uno solo. Pensé que si se hacía tanto el valiente debía tener algo de acero debajo de su camisa o se había aspirado toda la vía láctea, o ambas cosas. Yo ya estaba extrañando la aburrida ciudad; no podía creer que estaba en el medio de un lago oscuro rodeado de esos dementes en una situación así de tensa (decidí que era el momento de dejar de escurrir agua fuera del cayuco).

—…
—…

Lolo soltó la lancha y agarró el remo con las dos manos. Toma y yo agarramos nuestros remos y todos nos mirábamos. Yo tenía mi mente en la oscuridad del agua. Si la cosa venía de armas me iba a sumergir a lo profundo y alejarme lo más que pueda buceando hasta salir por otro lado con mi última molécula de oxígeno.

—…
—…

Nadie decía nada y Eddie Chepe empezó a retroceder con su lancha sin dejar de mirarnos con su cara de piedra, sus ojos saltones y la boca entreabierta. Cuando se alejó lo suficiente, Lolo volvió a remar y dijo: “¿Solo estábamos hablando de las estrellas, no?”. Seguimos charlando del suceso hasta que bajamos del cayuco. Lo dejamos entre unos juncos y trepamos la montaña con Lolo.

La casa tenía cuatro paredes, una ventana, una puerta, una mini cocinita y una reposera que supongo que vendría a ser la cama. Nos quedamos charlando un rato ahí y volvimos a bajar la montaña. Para volver a Flores conseguimos una lancha que nos lleve. En el trayecto fuimos charlando. Toma le había comprado 20 dólares de ganja y le preguntó de dónde venía. Lolo dijo que la traían de Melchor. Yo le dije: qué loco, ¿viene de Belice? (Melchor es la frontera con Belice y me sonaba muy raro que viniera de ahí). Me dijo que no, que se plantaba en la frontera. Según Lolo: el reclamo permanente que hace Guatemala sobre el territorio de Belice hace que nadie sepa lo que va a pasar y nadie se establece ni hace proyectos a largo plazo, con lo cual por ahí no hay nadie, ni la policía; solo los que van a plantar en el medio de la selva sin saber muy bien de qué lado de la frontera están. Esa noche cenamos juntos y fue la última vez que los vi.

 

➮ Continúa 

 

El LIBRO

 

Flores y Cueva de Santa Elena, Guatemala

18 de diciembre

 

Mi habitación estaba debajo de un doble techo, o algo así, donde había muchos murciélagos. Chillaban todo el día, pero a la noche se transformaban en unos cantos estridentes que al principio no me dejaban dormir bien, después me acostumbré. Un día entró un murciélago por la ventana y revoloteó por la habitación hasta que el radar no le detectó el ventilador de techo e hizo toink! y quedó medio boleado sobre una cama. Lo agarré y lo metí en una bolsa. A la mañana siguiente lo dejé en un arbusto, se arrastró y se quedó ahí adentro.

espanta murcielagos
Teníamos un espantamurciélagos, pero no funcionaba.

Después me fui a dar unas vueltas por Santa Elena —que es el pueblo que está frente a Flores, en el borde del lago— y me enteré que por ahí había unas grutas. Fui caminando pero no entré porque era medio tarde. Le pregunté al tipo de la puerta hasta dónde llegaba la cueva y me dijo que el paseo era como de una hora. Le pregunté si había lugares para meterse y me dijo que al final de la cueva estaba la ruta secreta a San Benito, pero que eso no estaba habilitado para visitar. —Ahí es muy fácil perderse —me dijo.

Estuve un par de días tratando de encontrar a alguien que me acompañe a la gruta, pero nadie quiso (Nico ya se había ido a México hacía unos días). Finalmente fui solo y como es un poco estresante el tema de meterse solo (por la posibilidad de perderse) me compré dos rollos de tanza para pescar de 100 metros para marcar el camino de vuelta.

Caminé hasta la gruta y me puse a charlar con el de la entrada; le volví a preguntar por la ruta secreta a San Benito y me volvió a decir que era fácil perderse ahí, que había demasiados túneles, que hace poco un español estuvo perdido desde las tres de la tarde hasta las 11 de la noche. Le pregunté si no había ido a buscarlo y me dijo que sí, que había ido tres veces, pero que quién sabe por dónde andaría metido. Me despedí de él y entré, pero salí enseguida. Yo había ido con una linternita y un celular con luz, pero me pareció que no era suficiente. Salí y le alquilé al tipo una linterna más grande (me pareció que me miraba con cara de ya sé que te vas a meter en la ruta a San Benito). Entré y me dio un poco de no sé qué sentir lo mínimo que iluminan las linternas cuando los ojos todavía no están acostumbrados y ver lo difícil que parece ubicarse al principio hasta en la parte turística. Estuve un rato dando vueltas hasta que encontré un agujero con un cartelito que decía ruta secreta a San Benito. Até la punta de una de las tanzas a una estalagmita y me metí. Toda la primera parte era en subida y había que ir en cuatro patas por unos 10 metros. Finalmente salí a una cueva muy grande. Después pasé una cueva larga y me metí por un camino a la derecha trepando por unas rocas que no salían a ningún lado y ya se me había acabado la primera tanza. Retomé por una pendiente y encontré un agujero muy chico por donde salía un mínimo vientito. Pensé: es acá. Até la segunda tanza y me metí. Eran solo unos dos metros pero era bastante ajustado; había que pasar arrastrándose bien cuerpo a tierra. Después se ampliaba y seguía varios metros más. Terminaba saliendo a otra cueva más o menos grande. Agarré para la izquierda y era camino errado; volví tratando de recoger la tanza como podía —se me enganchaba en todos lados—. A la derecha había otro túnel y salí a otra habitación. Ahí seguí para adelante, pero tampoco se podía continuar. Volví y agarré un camino hacia atrás y a la derecha. Hice unos metros y se me acabó la segunda tanza. En ese punto, el camino se dividía para varios lados. Exploré algunos y me decidí por uno que salía a la izquierda con un salto hacia abajo. Avancé un par de cuevas más y se dividía en dos agujeros. Decidí que hasta ahí me iba a meter sin tanza porque cuando miraba hacia atrás ya dudaba un poco. Empecé a volver y vi un número 15 en la roca, escrito en aerosol naranja. Caminé apurado dudando un poco del camino y con la ansiedad de volver a encontrar la tanza. Lo que voy aprendiendo de estas cuevas es que los lugares complicados son cuando uno sale de un túnel a una habitación grande. Cuando intento volver, es difícil entender por cuál agujero fue que salí a esa habitación. Encontré la tanza y fui deshaciendo el camino que ya se me empezaba a hacer familiar. Después encontré otros números naranjas en cuenta regresiva que estaban puestos para que se vean mejor volviendo. En un momento, me resbalé en una pendiente, se me cayó la linterna, se apagó y me quedé totalmente a oscuras. Una oscuridad que no te ves ni los pensamientos. Busqué mi otra linternita, la prendí y vi que la grande se había desarmado y una de las pilas había rodado muy lejos por la pendiente. Me costó un buen rato encontrarla.

Al salir de la ruta secreta a San Benito, me encontré a cinco adolescentes guatemaltecos (tres chicas y dos chicos). Me preguntaron de dónde salí y les conté. Les pregunté si querían ir y aceptaron. Entramos e increíblemente hasta pasaron por el túnel estrecho ensuciándose bastante. Ahora el camino se me hacía muy obvio. Ya bien adentro, me preguntaron cuantas veces había estado ahí y les dije que era la primera vez. Me dijeron que entonces por qué me estaban siguiendo y les dije que yo también estaba sorprendido de que me siguieran. Nos reímos y les propuse que encuentren el camino de vuelta solos. No hubo forma, le erraron desde el principio. Me senté en una roca y les dije:

—Yo los espero acá.
— ¿Qué, vos te vas por otro lado? —me dijo una.
—No, en un ratito ustedes van a volver a pasar por acá.
—Ah! Estamos en mal camino.
—No puede ser —dijo otro— si vinimos derecho.

Yo me reí por lo extraño del concepto de ‘derecho’ en esa cueva y les mostré el hueco por el que habíamos salido.

—No, nosotros no pasamos por ahí— dijo otra, pero se convenció cuando ya estaba adentro.

Actun-Kan
Vinimos derecho.

 

Al salir de la gruta nos sacamos fotos y nos pasamos los facebooks. Devolví la linterna al tipo de la entrada después de dos horas ahí adentro de la gruta y me dijo: al final sí que te metiste a la ruta de San Benito, ¿hasta dónde llegaste? Le dije que hasta la marca 15 y me dijo que la salida estaba en la 60. Me faltaba un buen rato.

Otro día me lo encontré a Roger que ahora sí se iba para México.

Roger
Roger todos los días me decía que se iba para México pero me estaba bicicleteando.

Y otro día llegó un circo.

gato encerrado
Decían que tenían pitufos de verdad, pero ahí había gato encerrado.

 

➮ Continúa 

 

El LIBRO

 

El Remate, Guatemala

15 de diciembre

 

Cuando salió el sol, algunos empezaron a hacer yoga sobre las bolsas de dormir y otros se fueron a cagar a los pastos. Unos 30 metros de pasto separaban al polideportivo del lago de Petén Itzá: la zona se convirtió en un campo minado. Hay que tener en cuenta que los hippies son vegetarianos y van al baño al menos una vez por día, y sobre todo en las mañanas. Más tarde, ya cada uno estaba haciendo alguna actividad y había varios haciendo yoga y meditando, mirando hacia el lago y las montañas, en los pastos aledaños al campo minado. En el pueblo no había mucha gente dando vueltas, pero justo entre los que hacían yoga, había unos cuantos tipos cortando el pasto a machetazos.

Yoga con machete
Ommmmmmmm swing swing.

 

En ese momento, me la encontré otra vez a Eugenia y nos quedamos un rato mirando el espectáculo de los sablazos afilados entre los lentos movimientos del yoga y de la meditación.

—Tengo que fumar menos marihuana… cuando los vi, pensé que estaban bailando… —me dijo de pronto Eugenia.
— ¿Te referís a los que están trabajando o a los otros?
—A los morenos de los machetazos.
—Sí que en el fondo es una danza africana.
— ¿Sabés qué…? —me dijo después de pensar un rato—. Tenías razón, los hippies no me quieren.
—Yo no te dije que los hippies no te quieren.
—Pero eso entendí yo.
—Tendrías que buscarte otro grupo…
—Sí, ya me lo dijiste.
—Un día armamos un grupo y luchamos contra las corporaciones… si ganamos, te van a querer, porque a ellos tampoco les gustan las corporaciones… a pesar de que tampoco les gusta la palabra ‘lucha’… a los guerreros del arcoíris —algo así dije yo, haciéndome el irónico.
—A veces no te entiendo.
—Porque fumás mucha marihuana.
—Si no fumara te entendería menos.
—Es verdad.

Charlamos un rato más, mientras los macheteros se iban acercando lentamente a la zona minada y yo trataba de imaginar cómo iba a terminar el espectáculo; pero no lo pude ver porque llegó una furgoneta que nos podía llevar a Flores y nos fuimos con Nico. Me despedí de Eugenia y no pude encontrar a Roger para saludarlo.

Jesus es verbo no sustantivo
Siempre aprendo algo cuando ando jesuseando por ahí.

 

➮ Continúa 

 

El LIBRO

 

Flores, Uaxactum, Tikal y El Remate, Guatemala

13 de diciembre

Pasó la última furgoneta hacia Cobán y como estaba llena nos subimos al techo, donde ya había dos personas. Nos acomodamos como pudimos, tratando de recostarnos entre la mercadería en el poco espacio que hay para cuatro personas y muchos bultos en el techo de una furgoneta; había un portaequipaje rectangular que hacía de barandita estratégica que sostenía todo. En un momento, me puse a charlar con uno de los viajeros del techo y, no sé por qué, me terminó contando que había vivido en Estados Unidos. Yo le pregunté qué cagada se había mandado, adivinándole que había vuelto a la fuerza. No me quiso contestar, pero después de un rato me confesó que había matado a dos mexicanos en una noche de borrachera.

El viaje era como de dos horas por ruta asfaltada y con muchas curvas. Enseguida fue anocheciendo y se fue poniendo muy frío. Yo empecé a sacar cosas de la mochila y a ponérmelas en la medida en que podía con la poca libertad de movimiento que tenía ahí arriba. Trataba de mantenerme acostado y que la ropa no se la llevara el viento.

Dormimos en Cobán en un hostal con dos amigos del Rainbow que ya estaban ahí, y a la mañana siguiente nos fuimos con ellos en una furgoneta a Flores que es una isla en el lago Petén Itzá. En Flores fuimos directo al hostal Frida donde estaban muchos de nuestros amigos hippies. Cuando llegamos nos dijeron que ya no había lugar en el suelo: solo quedaban lugares en las camas. Era la primera vez que escuchaba que en un hostal ya no queda lugar en el suelo y solo están libres las camas, pero bueno, son cosas que pasan con la familia Rainbow. El suelo costaba 3 dólares y la cama, 5; por supuesto no aceptamos. Al final encontramos un hostal donde nos dieron camas por 4 dólares. Se llama El Regalito.

La ciudad estaba un poco asaltada por los hippies del Rainbow porque quedaba más o menos de paso entre el encuentro de Cobán en Guatemala y el de Palenque en México. Yo empecé a aislarme un poco de sus actividades porque tenía que trabajar con la computadora. En El Regalito estaba cómodo. La habitación era de seis camas marineras. Los hippies se renovaban todo el tiempo y yo conocía a la mayoría. Había una tele, una silla y un balcón grande. La tele no la prendía nadie, la silla estaba casi siempre ocupada por mí y por mi computadora y el piso y el balcón estaban ocupados por los hippies en diferentes actividades a las que me sumaba cuando hacía descansos del trabajo. Yo la pasaba muy bien, un poco trabajaba y un poco charlaba con las visitas itinerantes. Por supuesto que el hostal no tenía wifi, pero me la robaba del hostal de al lado que era más careta.

El Regalito
Cuando no estaban los hippies, él me hacía compañía.

 

Una de las ruinas mayas más importantes que hay es Tikal y está a 64 kilómetros de Flores. Es uno de los puntos más turísticos de Centroamérica y la entrada no es barata para el estándar de Guatemala. Con Nico y un par más estuvimos averiguando cómo se podía entrar gratis. Después de unos días de dudas, decidimos que lo mejor tal vez era ir hasta Uaxactum y caminar hasta Tikal para colarnos por la selva. Uaxactum son otras ruinas mayas, mucho más pequeñas y están al final del camino que pasa por Tikal. Hay 20 kilómetros entre ambas.

Salimos una mañana y nos tomamos un bus en Flores que iba hasta Uaxactum. Éramos Nico, cinco hippies y yo. En la entrada al parque nacional de Tikal nos pararon para cobrarnos el ticket y les dijimos que íbamos a Uaxactum (la entrada a Uaxactum es muy barata). Un poco después pasamos por las ruinas de Tikal y le preguntamos al chofer del bus si nos podía dejar por ahí. Se lo preguntamos sin ninguna esperanza de que nos dijera que sí, y nos dijo que no. La policía no se lo permitía y no quería tener problemas. Seguimos el camino mirando por la ventanilla reconociendo el lugar y fijándonos si había caminitos por la selva.

Finalmente llegamos a Uaxactum. El pueblo son unas pocas casas construidas alrededor de una vieja pista para avionetas y todo ubicado en el medio de las ruinas mayas. Cuando llegamos preguntamos un poco, caminamos entre los árboles y salimos a unos templos. Ya era el atardecer y estuvimos solos dando vueltas por las ruinas. Nos hicimos unos sánguches y dormimos cada uno en el lugar que más le gustó. Yo me elegí un templo sobre una montañita y dormí hasta el amanecer.

Uaxactun
El hospedaje tenía buenas vistas, pero las habitaciones estaban en ruinas.

 

A la mañana siguiente vimos monos araña, fuimos a otras ruinas y vimos más monos. También vimos una cueva en el piso y claro: nos metimos.

respiradero de Uaxactun
En ese hueco hacía mucho calor, seguro que los indios se metían en mayas.

 

Después estuve charlando con Nico y estuvimos de acuerdo en que los 20 kilómetros que teníamos que caminar hasta Tikal no estaban buenos. 20 kilometros por la selva no suena mal, pero el camino a la ida —que era una ruta de tierra casi recta— nos había parecido un poco aburrido para hacerlo caminando. Les propusimos a los demás buscar alguien en el pueblo que nos lleve y estuvieron de acuerdo. Preguntamos y una camioneta iba a ir a Tikal a buscar no sé qué cosa y nos podía llevar por unos pesos. Subieron todos los hippies en la caja y Nico me dijo: — ¿por qué no vas adelante? —y le entendí perfectamente que me estaba pidiendo que convenza al chofer de bajarnos un poco antes de Tikal. Me costó casi los 20 kilómetros en convencerlo. Primero charlamos de cualquier cosa, después fui entrando en el tema y finalmente fui explícito. Me dijo que no podía, que me iba a mostrar cuál era el camino que llevaba al templo 4, pero que no nos iba a bajar ahí, que los policías le podían hacer problemas. Intercambiamos diferentes ideas y opiniones y finalmente le dije que hagamos esto: parábamos para hacer pis y nosotros nos rehusábamos a volver a subir a pesar de sus advertencias. Se rió y dijo: no puedo, no puedo. Cuando llegamos al caminito frenó y dijo: acá es, pero bajen rápido. Yo bajé y les dije a los hippies: — ¡Rápido, rápido, bajen! —todos saltaron y nos metimos a las apuradas en la selva. Una de las hippies era una rubia casi albina que iba con un aro de hula hula; después de 50 metros nos paró y dijo: — ¿hey, por qué corremos? ¿No vamos a pagar? —y nos morimos de la risa. Era yankee y como no hablaba bien el español no se había enterado de nada. No le hacía gracia colarse, pobre; pero ¡qué risa me daba!

como colarse a Tikal
«… Debe ser por acá ¿alguien trajo un hula hula para ubicarnos?…»

 

Tikal está muy bien; son ruinas en el medio de la selva y tiene cinco templos muy altos. El más alto es de 70 metros y desde arriba se pueden ver los otros cuatro que emergen muy por encima del manto que forman las copas de los árboles. El lugar es para caminar todo el día. A la tarde nos encontramos con muchos otros hippies del Rainbow. ¡Muchos! Era un día especial de ceremonias mayas y la caravana de bicis de los hippies y muchos otros habían decidido ir todos juntos. Se escuchaban muchos OOMMMMMM por varios lados. También lo volví a encontrar a Roger.

Tikal
Camino correcto.

 

Los hippies eran muchos y habían entrado gratis de una forma que ya habíamos barajado entre las posibilidades, solo que el problema que teníamos nosotros era que no éramos muchos. Los hippies eran como cien y entraron cantando canciones de amor y paz. Un amigo me dijo que un policía lo intentó parar poniéndole una mano en el pecho y él lo abrazó tiernamente. No sé si en algún momento los de seguridad habrán pensado que podrían cobrarles entrada a 100 hippies.

Nuestra intención era quedarnos a dormir en las ruinas, algo que tampoco está permitido, pero si uno se esconde en la selva o en lo alto de algún templo antes del atardecer, nadie se entera. De todos modos fuimos desistiendo porque se había largado a llover y porque la llegada de 100 hippies había atraído otros tantos policías antidisturbios un par de horas después. La situación era rara: lluvia, selva, enormes ruinas mayas, muchos hippies y muchos antidisturbios. En un momento mientras nos retirábamos pasamos por la parte más central del parque y la encontré a Eugenia. Estaba bailando bajo la lluvia en el centro de la plaza. A un costado había varios hippies mirándola desde debajo de un techito y en otro costado había varios policías mirándola detrás de sus escudos translúcidos. Con Nico y Roger seguimos nuestro camino hacia afuera. Estaba lloviendo cada vez más fuerte, estaba oscureciendo y estaban cerrando el parque. Yo no vi como siguió la cosa en la plaza, pero un amigo me contó que los policías cerraron fila y empezaron a avanzar lentamente. Los hippies empezaron a retroceder hacia el lado de la salida y Eugenia empezó a bailar más frenéticamente (aparentemente encendida por la situación). Cuando los policías estaban por llegar a Eugenia, un hippie corajudo fue corriendo hacia ella y le dijo: ¿te vienes con nosotros o te quedas con ellos? Eugenia pareció despertar y se fue con los hippies (todo esto según me contó mi amigo). Yo, más o menos para ese entonces estaría a medio camino de la salida que quedaba un poco lejos. La lluvia se puso muy fuerte; cada vez estaba más oscuro y todo se veía gris. Yo caminaba chapoteando en el barro debajo de mi gran plástico transparente que casi siempre llevo en la mochila para estas situaciones. Iba con Roger que tenía un pilotín y con Nico que había decidido empaparse sin mayores preocupaciones. En un momento, unos cuatro o cinco hippies se vinieron a meter debajo de mi plástico. A mí me agradaba la situación y compartir con ellos mi protección y me puse a cantar: “Gracias por el plaaaaaastico… Gracias por el plaaaaastico… Nos guuusta, nos aaaama, nos daaaa felicidaaaaaad ♫”: los espanté a todos.

Ya no llovía cuando llegué a la entrada, que en realidad no es la entrada sino el centro del parque y el centro administrativo de las ruinas, donde hay oficinas, restaurante, camping, hotel y alguna cosa más. El parque es muy grande: la entrada real está a kilómetros de ahí y son simplemente unas oficinas y una barrera en la ruta. Tanto las ruinas como los límites del parque están en el medio de la selva. Cuestión que llegue a ese centrito y me fui reuniendo con todos los hippies en los alrededores de un restaurante que era donde habían dejado las bicis y todas sus cosas. Ya era de noche y la gente estaba charlando, riendo y decidiendo donde iban a acampar cuando de pronto llegó la policía. Había como 20 camionetas patrulla, no sé cuantos policías con escudos, bastones y armas largas, y un montón de hippies que reían y charlaban a su bola. Yo me acerqué a la policía a ver cómo venía la mano y me enteré que nos daban cinco minutos para desalojar e irnos.

Fui a hablar con algunos y les dije que la policía nos daba cinco minutos, pero a nadie parecía importarle mucho. Les dije que cuando la policía dice cinco minutos suele ocurrir una de las siguientes dos cosas: o que el tiempo se prolongue o que empiecen los balazos de goma —me miraban con cara rara—. Yo me hubiera quedado ahí a defender algo a piedrazos, pero no había nada que defender. Supongo que nuestras visiones de la situación diferían mucho por lo disímil de nuestras vivencias pasadas. Pero es verdad que la cosa estaba rara: ¿qué se suponía que teníamos que hacer? ¿Caminar kilómetros hasta quién sabe dónde? ¿Nos iban a acompañar para asegurarse de que nos fuéramos? La verdad es que me despreocupé un poco: si empezaban los palazos iba a ser divertido y había mucha selva por delante.

Finalmente un grupo de hippies prácticos fueron a negociar con la policía y de pronto apareció un camión para las bicicletas y empezaron a subirlas. El camión era grande pero no entraron todas. Las restantes las subieron a las camionetas, y nosotros también empezamos a subir con las bicicletas. La situación en la oscuridad era un poco caótica, pero después de un buen rato ya estábamos casi todos en los vehículos y empezaban a arrancar de a poco. Yo no tenía muy claro a dónde nos estaban llevando. Se suponía que nos llevaban a afuera del parque. Un hippie decía que ahí había un restaurante, pero yo no recordaba haber visto nada, solo selva. Podíamos dormir en cualquier lado pero el tema de la lluvia era muy impredecible. Cuestión que ahí iba yo, sin saber a dónde, con la familia arcoíris en una caravana larga de luces rojas, blancas y azules en el medio de la oscuridad de la selva. Un poco sí que parecía un arcoíris.

No sé dónde se tomaban las decisiones, pero después de parar un rato en la entrada del parque, volvimos a arrancar y nos terminaron llevando hasta El Remate, que es el primer pueblo en la ruta, a unos 30 kilómetros de Tikal. Ahí ya había un lugar donde comprar un poco de comida y el grupo de hippies prácticos negoció con el alcalde del pueblo para que nos abran el polideportivo para dormir. Nos dijeron que no había luz ni baños, pero el dato a los hippies les debió haber parecido como un chiste. Nico logró colgar su hamaca entre una reja y un tablero de básquet. El resto dormimos en el piso; la mayoría teníamos bolsas de dormir.

 

➮ Continúa 

 

El LIBRO