Desde Montañita. Final de la historia.

Lo pasamos muy bien en los días nublados y luminosos de Montañita. En las sierras bajas y verdes, en las playas llenas de vegetación podrida y todo eso. Hasta que llegó el momento de volver: un día después de que la chilena rubia y la chilena morocha se fueran a Guayaquil, nos dimos cuenta de que estábamos llegando al final de nuestros cien dólares de emergencia. Entonces empezamos a viajar por primera vez hacia el sur, emprendiendo la vuelta a casa, que parecía tan lejos.

Caminos latinoaméricanos (Large)

Y calculamos mal: después de dos buses y muchas horas por las carreteras ecuatorianas, llegamos a la terminal de Guayaquil para darnos cuenta de que, con los pocos dólares que teníamos, no íbamos a poder llegar a la frontera peruana.

Era de noche y la terminal se iba apagando cuando tuvimos que ponernos de acuerdo en elegir entre dos opciones: intentar hacer dedo (que parecía complicado a esa hora y en esos barrios periféricos) o llamar a las chilenas para pedirles plata prestada (ellas nos habían dejado un dudoso número de teléfono).

Las llamamos, claro.

La respuesta fue sí y entonces nos dimos cuenta de que, hasta donde estaban ellas, solo podíamos ir en taxi. Eso nos dejaba con apenas unos centavos de resto.

Fuimos, claro.

El taxi pasó por barrios pobres, por debajo de autopistas y por más barrios pobres hasta dejarnos frente a un paredón interrumpido por fuertes rejas custodiadas entre dos uniformados con ametralladoras.

Pasamos, claro.

Caminamos a oscuras por callecitas prolijas de un barrio privado. No recuerdo de quién era la casa, creo que de algún pariente lejano de alguna de las dos. Y extrañamente solo las vimos a ellas, no sé si los dueños del lugar dormían o qué, pero ahí nos quedamos hasta el amanecer.

Al día siguiente los diez dólares sí nos alcanzaron hasta la frontera. De ahí en más el camino por Perú fue largo pero a ritmo constante: Piura, Trujillo, Chimbote, Lima, Nazca. Otra vez muchos transportes y puentes derrumbados. En un mínimo almacén frente a la playa de algún pueblo costero, llamé a la rubia metiendo una moneda tras otra en un pequeño teléfono público. Me dijo que le gustaba mucho que la hubiera llamado. Me pareció que lo decía sorprendida. Después me contó que de Guayaquil volarían a Nueva York. Habían conseguido unos pasajes baratos y alargaban su viaje.

Unos días después ya estábamos en Chile haciendo dedo, caminando por el desierto o durmiendo al aire libre. De caminar en el desierto recuerdo el ruido, un suelo seco que se quebraba bajo nuestros pies con el chasquido que hace una maceta al romperse. De dormir al aire libre recuerdo enroscarme en la bolsa de dormir para protegerme del frío y un perro que vino a olisquearnos en mitad de la noche (aunque esto último puede que lo haya soñado).

Cien (Large)

Cuando llegamos a Santiago devolvimos los diez dólares en la dirección que teníamos anotada en un papel arrugado y dedicamos nuestros últimos días de vacaciones a caminar por la ciudad, gastando los restantes pesos en empanadas y refrescos. Finalmente subimos a un último bus a Buenos Aires justo a tiempo para retomar las clases en la universidad.

Al desarmar la mochila, me sorprendió encontrar un San Pedro; había olvidado que lo llevaba. Lo plante en mi jardín.

Lo que siguió después fueron varios meses en los que las cartas iban y venían de Buenos Aires a Santiago. Y no solo las cartas, yo también, las veces que podía, ahorrando dólares y encontrando días libres para visitar a la rubia en su ciudad: buses o aviones ida y vuelta a Chile y pasando los mejores días en hoteles antiguos y descascarados.

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Montañita, Ecuador

Nos habían dicho que de Trujillo hacia el norte quedaban pocos puentes en pie. Eso hizo que nos desviáramos hacia el oeste, hacia las montañas. Después de muchas horas en buses antiguos cruzamos de Perú a Ecuador por el paso fronterizo de Macará. Al día siguiente, mientras viajábamos en un bus nocturno a Guayaquil, nos despertaron varias veces y nos hicieron bajar a punta de ametralladora a firmar cuadernos (solo a nosotros dos). Lo recuerdo como en sueños, contestando casi dormido. No sé por qué tanta militarización; tal vez fuera por la guerra entre Perú y Ecuador; el último conflicto armado había ocurrido hacía solo tres años y aún faltaban unos meses para firmar la paz definitiva. O tal vez tuviera algo que ver con Sendero Luminoso, que por aquellos años había controlado zonas cercanas en el Perú. O quién sabe.

En Guayaquil nos enteramos de que nuestras tarjetas de débito no funcionaban en Ecuador y aun así seguimos viaje hacia el norte con un billete de cien dólares que yo había escondido en la mochila para esas situaciones. Vivimos varios días con esos pocos dólares, la mayor parte del tiempo en Montañita, que en aquel entonces era un pueblo pequeño y tranquilo. Nos hospedamos en un hotel casi abandonado en el que dormíamos solo nosotros dos y tres murciélagos.

murciélagos (Large)
Tres hembras con chapa arriba

Una noche, parados bajo un techo de paja de un bar de la playa, Pablo despertó.

–Julián, encaremos a esas dos pibas.

Me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no estaba con nadie. Creo que eso me hizo pensar en “¿y qué les decimos?”.

Eran chilenas y no sé qué fue lo primero que dijimos, pero finalmente Pablo se quedó hablando con la más morocha y yo con la más rubia.

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Micha blanca

Estábamos a punto de lograr nuestro objetivo. Habíamos llegado al norte de Perú, habíamos conseguido los San Pedros y habíamos encontrado a una chamana para que los preparara. Ahora ella nos traía una olla con rodajas de cactus flotando en un líquido caliente.

Barco con ojos cerrados (Large)

–Le agregué micha blanca.
–¿Qué es?
–Una planta de aquí.

Mucho tiempo después me enteré de que “micha blanca” es el nombre local del floripondio (Brugmansia sp), una planta alucinógena que es, al mismo tiempo, similar y opuesta al San Pedro (Echinopsis pachanoi). Similar en la clasificación más amplia: el conjunto de todas las plantas que distorsionan los sentidos. Y opuesta en su relación con la conciencia: con el San Pedro todo parece ser más brillante o más sonoro o con más textura, incluso los pensamientos se sienten claros y reveladores, en cambio con el floripondio los sentidos pasan a un segundo plano y la percepción se nos arma con nuestros delirios internos; la conciencia parece quedar detrás de un vidrio empañado. Si el San pedro es un despertar, el floripondio es un sueño.

Y entonces tomamos el líquido amargo y contradictorio sin saber muy bien adónde íbamos.

–¿Puedo llevar un poco para mi marido?
–Claro.
–Es que está mal del hígado.

Cuando la chamana salió con su taza para el marido, nosotros hundimos las nuestras en el líquido espeso, entre las rodajas de San Pedro y las hojas grisáceas. Micha blanca. Yo recién empezaba a conocer los nombres de todas esas plantas.

Entonces.

Se hizo de noche (Large)

Se hizo de noche.

Pablo me habló de rayos verdes.

Me encontré solo en la playa, mirando un barco en el horizonte, con ojos verdes.

Los cangrejos también miraban al barco.

Estuve angustiado, dando pasos con dificultad, sin saber bien a qué altura estaba el piso.

Caminé entre la costa nocturna y la villa que había traído el mar revuelto.

Me encontré boca abajo en la playa, entre cuatro encapuchados y con un arma enfriándome la nuca.

Vi colores en la arena.

Me pareció que los encapuchados no eran cuatro sino tres.

Uno de los encapuchados buscó en mi bolsillo y extrajo dos dólares y una goma para atar el pelo.

Me pareció que los encapuchados eran cinco.

Se fueron caminando por la costa y miré sus espaldas hasta que desaparecieron en la oscuridad.

Me sentí bien, como despabilado por un baldazo de agua.

Me encontré en una calle de tierra sin poder distinguir el ancho del largo, y sobre todo sin saber hacia dónde debía ir.

Me sentí angustiado una vez más.

Reconocí lugares sin poder ubicarme.

Me di cuenta de que también me habían robado las llaves de la habitación.

Encontré el camino de vuelta a la posada por una calle sin luces, atravesada por ladridos de perros.

Le dije a Pablo que me habían robado las llaves de la habitación y Pablo miraba el cielo.

Entré a otra habitación.

Le pregunté a Pablo si las realidades eran dos o varias, y Pablo miraba el cielo.

Apagué la luz y las paredes se combaron hacia adentro.

Prendí la luz, las paredes volvieron a su lugar y en la más cercana había una araña grande.

Apagué la luz y Pablo me preguntó si sabía que había una araña muy cerca mío y le respondí que sí, que era mi amiga.

Sentí unas patas peludas caminando sobre mi mano y pegué un grito.

Prendí la luz y la araña no estaba en ningún lado.

Apagué la luz, las paredes se combaron hacia dentro y no podía dejar de pensar en las ocho patas peludas.

Prendí la luz, las paredes volvieron a su lugar y la araña estaba en el suelo.

Pisé fuerte y no me animé a levantar el pie, no estaba totalmente seguro de que hubiera muerto (la araña).

Arrastré con fuerza mi pie contra el áspero cemento convirtiendo al bicho en una delgadísima mancha de un color oscuro casi uniforme.

Vi muchas hormigas coloradas recorrer la mancha con olor a araña.

Me pareció imposible la velocidad de las patas de esas muy minúsculas y muy veloces hormigas.

En algún momento me dormí.

Fue una noche difícil.

Sobre todo para la araña.

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Salaverry, Perú

El norte de Perú nos tenía con los ojos abiertos. Habíamos juntado San Pedros en Huanchaco y en Las Delicias, dos pueblitos costeños cercanos a Trujillo. No recuerdo cómo ni por qué caímos en Las Delicias, probablemente alguien de Trujillo nos lo haya recomendado. El lugar resultó ser poco más que un balneario de turismo local de unas diez cuadras de largo por cinco de ancho, que se encontraba casi vacío en esos meses de corriente de El Niño. Casi vacío, nublado y abandonado, aunque alguna que otra familia insistía en tomar sol en la neblina.

Las Delicias, Perú (Large)

Nos hospedamos con el hijo del chamán del pueblo. Como habíamos preguntado al mismo tiempo por un hospedaje y por un chamán, alguien nos dijo que ese era el lugar indicado. El hostal consistía en unas habitaciones básicas que rodeaban un patio con San Pedros en las esquinas. El chamán había muerto ya, su hijo no continuó con la vocación del padre pero su hermana sí, y entonces estuvimos hablando de plantas alucinógenas y hasta de peces alucinógenos durante un largo rato. Nos contó que a los peces suelen hacerlos en sopa, pero que con este mar revuelto no salen. Y fue ella misma quien se ofreció a preparar los San Pedros: había que cocinarlos durante varias horas.

Mientras la olla hervía en casa de la chamana Pablo se quedó leyendo en el hostal y yo salí a caminar por la playa. Fui hacia el sur, descalzo sobre una arena oscurecida e invadida de ramas que habrían sido arrastradas por los ríos desbordados y que el mar devolvió a la playa. En el primer tramo pasé junto a una villa de chapas y maderas que también parecía haber llegado del mar revuelto. Después casi la nada, un largo trecho entre las olas y una zona semidesértica con montañas bajas en el fondo.

La playa terminaba en otro pueblo, un pueblo tranquilo, rodeado de un cerro bajo y desértico, y con un pequeño puerto industrial en la punta donde se unían la playa y la montaña. Caminé unas cuatro cuadras hasta la Plaza. Era amplia y sin un solo árbol. Estaba rodeada de casas bajas y una iglesia de cúpulas blancas y paredes de un color amarillo apagado que daba la espalda al cerro, de un color amarillo aún más apagado.

Había una sola persona en esa plaza sin árboles, un anciano sentado en un banco.

–Buenas tardes, ¿Me podría decir cómo se llama este pueblo?
–Salaverry.

El viejo se quedó mirándome. Yo esperé unos segundos y lo saludé y me fui.

Entonces me pareció buena idea subir al cerro para ver el pueblo desde arriba. No era muy alto, no sería mucho más de cien metros, pero fue un poco cansador y caluroso a pesar de que el sol ya estaba bajo. En la cima corría un aire más agradable. Y ahí no fue el pueblo visto desde arriba lo que más me sorprendió, sino lo que había del otro lado: la playa más grande que había visto nunca. No digo por lo largo (que no se veía dónde terminaba pero eso ocurre con muchas playas, y en todo caso el aire brumoso tampoco ayudaba a ver el final) sino por lo ancho: desde donde yo estaba habría más de dos kilómetros hasta el agua. Una playa enorme y grisácea con un punto negro en el medio. Tal vez el color de la arena la hiciera parecer aún más grande, un color que no se diferenciaba demasiado del mar revuelto y del cielo uniformemente nublado, y todos los límites borroneados por la bruma.

Bajé del cerro caminando hacia el punto negro. Me cansaba en la arena floja, los pasos se hacían pesados y el paisaje uniforme casi no parecía cambiar.

Después de largos minutos pude distinguir a una persona en el centro de lo que había sido la mancha negra, y ya más cerca, pude ver a ese hombre rodeado de bultos oscuros, vestido con harapos y con el pelo canoso y enmarañado. Nos miramos un rato antes de seguir mi camino. No sé si lo saludé o pensé en saludarlo. Estoy casi seguro de que él no me saludó.

Unos diez minutos después logré llegar a la orilla. Sentí los ojos enrojecidos y algo duro en la garganta. No sé si tenía que ver con el mendigo, con la playa inmensa, con la bruma o con algo que involucraba todo eso y algo más, tal vez Salaverry, tal vez Perú, o tal vez yo en esos días.

Salaverry, Perú (Large)

No estoy seguro de haber lagrimeado, en todo caso había mucha humedad. Caminé por la orilla hasta el puerto. Pasé por un portón abierto que sentí que era apenas una interrupción en el cerro que continuaba hasta el mar. Ahí solo vi a dos empleados con cascos sucios caminando de un galpón a otro entre grandes máquinas oxidadas.

–¿Se puede pasar por acá?
–Pase nomás.

Atravesé el puerto y al volver a cruzar por Salaverry me levantó un camión que me llevó de vuelta a Las Delicias.

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Avión a Lima, puentes destruidos y huesos en Chimbote.

La corriente del Niño de 1997-1998, la más catastrófica de los últimos 130 años, nos había dejado con pocos caminos en buenas condiciones entre Cusco y Lima. Eran demasiados los valles y quebradas con ríos desbordados que teníamos que pasar. En condiciones ideales el viaje en bus tenía un mínimo de treinta y seis horas de duración, y en este caso podían llegar a ser varios días. Una buena opción era conseguir un avión.

Eso hicimos, fuimos al aeropuerto a pedir el pasaje más barato. Al día siguiente estábamos embarcando por una pista soleada y ventosa en dirección a un pequeño avión con motores a hélice.

vuelo Cusco Lima (Large)

Entramos por la “panza”, como en los hércules, por una rampa que se abría y cerraba mediante un malacate y su cable de acero que recorría el centro del avión.

malacate (Large)

Adentro estaba todo escrito en ruso. Me pareció que la base de los asientos tenía más hierros de los necesarios, como si fueran antiguas sillas de dentista. Había máscaras de oxígeno que colgaban de trapitos con cuatro hilos en las puntas. La puerta de la cabina de los pilotos era una floreada cortina de tela.

Cuando ya estábamos en el aire tuve miedo. Recuerdo que en un momento Pablo me hablaba de Rusia y de cómo su abuelo lo había mandado a estudiar ruso al comité del partido comunista. Parte de la historia no la pude escuchar bien porque el ruido de las hélices era ensordecedor, pero parece que el abuelo aseguraba que el socialismo se iba a imponer en el mundo y que entonces el ruso sería el idioma del futuro. La historia se interrumpía cada tanto por las sacudidas de nuestro pequeño avión remachado. Las máscaras de oxígeno se balancearon durante todo el viaje.

Después fue todo por tierra. Desde Lima hacia el norte hicimos cientos de kilometros por la costa en varios buses. Cada bus terminaba en un puente destruido, cruzábamos el río a pie o cómo se pudiera, subíamos al siguiente bus y seguíamos viaje hasta el próximo puente destruido.

Corriente de El Niño de 1997-1998 (Large)

Almorzamos en un bar de la plaza de Chimbote, una pequeña y tranquila ciudad portuaria a mitad de camino entre Lima y Ecuador. La quietud del lugar me pareció más de pueblo que de ciudad. Un pueblo grande y tranquilo donde predominaban las casas bajas y las calles de tierra. El color de la tierra estaba en todos lados.

En la televisión del bar pasaban “Boca – Independiente”. Los jugadores corrían por una cancha casi sin pasto y los escasos espectadores miraban sentados desde unas tribunas de tablones de madera.

–Disculpe, ¿qué es esto de “Boca – Independiente”? –pregunté al mozo, un señor de pelo blanco y delantal celeste.
–¿Ustedes son argentinos? –dijo sonriendo.
–Claro.
–Aquí apreciamos mucho el fútbol argentino… y por eso tenemos varios equipos con nombres de su país.

(Era verdad y acá están sus páginas en Facebook: Boca Independiente.)

–Han llegado justo… Aquí, hace dos días, estuvo horrible por el alud.
–¿Acá también hubo alud?
–Sí, un desastre en el pueblo.
–¿Murió mucha gente?
–No, no es por eso… Bueno, sí hubo muertos por acá, pero muertos de antes. El alud arrasó el cementerio y quedaron los huesos desparramados por todo el pueblo.

Nos fuimos de Chimbote sin saber cómo terminó Boca – Independiente.

Unas horas después llegamos a Huanchaco, cerca de Trujillo, y entonces vimos que los San Pedros crecían por todos lados.

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Alud

Como no podíamos hacer el camino del Inca porque a Mariano se le acababan los días de vacaciones, desde Cuzco viajamos en tren directo hasta Aguas Calientes, ese pueblo oscuro, apretado entre montañas con selva, unas cuantas casas hechas de cascotes y madera.

Aguas Calientes (Large)

Trepamos la ladera hasta las ruinas de Machu Picchu para sorprendernos con las piedras que encajan justo y con la caída de un imperio, pero sobre todo, para sorprendernos con el paso del tiempo.

Machu Picchu bis (Large)

Finalmente, como a Mariano le sobró un día, decidimos tomarnos el tren no hacia Cusco sino hacia el otro lado, porque nos había dado la sensación de que no había nada hacia aquel lado, como si se acabara el escenario pero las vías continuaran.

El vagón, que solo lo ocupábamos nosotros, hizo unos doscientos metros y se detuvo. Un rato después pasó el guarda.

–¿Ustedes qué hacen aquí?
–Vamos hacia allá.
–¿Hasta dónde?
–Hasta el final.
–Pero no llega al final.
–¿Cómo?
–Por el desmoronamiento.
–Hasta donde llegue, entonces.
–Esta bien, pero además estos vagones no llegan a ningún lado, los desenganchamos y aquí se quedan, son solo para los turistas, van a tener que pasarse para allá.

Del cómodo vagón vacío pasamos a uno con mucha gente y alguna que otra gallina. Me pareció bien. Y todo me pareció bien de ahí en más: el tren bajando por el cañón profundo y selvático, las hojas oscuras y brillantes por la lluvia, las nubes en las cumbres, los puentes de hierro, no tener idea de a dónde íbamos, todo eso.

Tren de Machu Picchu (Large)

Durante un buen rato fuimos en ese tren rústico, a veces yendo hacia adelante y hacia atrás en zigzag para descender por alguna ladera demasiado abrupta, y alguna que otra vez parando en caseríos perdidos que parecían vivir de la plantación de bananas; hasta que frenó definitivamente.

Me sorprendió. El tren se había detenido frente a una laguna. Una vez más el escenario acababa y los rieles continuaban, pero en este caso continuaban bajo el agua.

Las casas también continuaban bajo el agua; a algunas solo se les veía el techo sobre la superficie de la laguna. Era un pueblo llamado Santa Teresa, o lo que quedaba del pueblo después del alud. Estábamos en un año de Corriente de El Niño, y no una normal, sino la más devastadora de los últimos 130 años. Y el derrumbe de montaña que estábamos viendo en ese momento fue el primero de los muchos que luego vimos a lo largo de todo el país.

Alud en Santa Teresa, Perú, 1997, 1998 (Large)

Un rato después volvimos a subir al mismo tren, para que nos lleve de regreso a Cusco.

Y Mariano emprendió la vuelta a Buenos Aires.

Mariano Marletto vuelve (Large)

Ahora seguimos solo dos en busca del San Pedro, el cactus sagrado de los indios del Perú.

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El valor del papel

Mi salida de Bolivia tampoco fue simple. En Buenos Aires no me había alcanzado el tiempo para hacer el pasaporte argentino y entonces salí con el DNI. Como en aquella época se podía cruzar a Bolivia sin pasaporte pero no a Perú, mi truco era cruzar la segunda frontera con mi otro pasaporte, el español, el comodín bordó que en ese momento estaba sin estrenar.

–Aquí no hay sello de entrada –me informó el tipo de verde detrás del escritorio.
–¿Y qué tengo que hacer?

El boliviano se quedó un rato mirando seriamente mi pasaporte, pasando las hojas vacías de un lado al otro.

–Por unos diez dólares se podría arreglar esto –dijo de pronto, sin sacar la vista de alguna hoja probablemente elegida al azar.
–Está bien.

Revolví en mi mochila hasta encontrar un billete falso de diez dólares, que llevaba sin saber muy bien para qué. En aquella época, en la Argentina del 1 a 1, el dólar corría casi con tanta naturalidad como los pesos, y también los billetes falsos de ambas monedas. Recuerdo que los truchos de cinco pesos solían encajártelos en los taxis. Desconozco como sería el sistema, pero estaba claro que, de a cinco en cinco, necesitaban una gran red de distribución que justifique falsificar billetes tan chicos, y los taxis debieron parecer una buena opción para los falsificadores o para los clientes de los falsificadores o quién sabe cómo se maneja eso. Y bueno, también había dólares falsos y este que yo estaba entregando ahora se lo habían enchufado a mi padre. Él me lo pasó a mí porque probablemente no tendría ganas de poner cara de póker al volver a pasarlo.

El boliviano uniformado me ofreció un libro, yo deposité el papel falso entre las hojas y se lo devolví. Él agarró el pasaporte español y el libro y se fue atravesando un umbral que daba a una habitación oscura. Entonces pasaron unos minutos en los que me puse un poco nervioso, hasta que el tipo regresó con mi pasaporte adornado de dos sellos, uno de entrada a Bolivia y otro de salida.

Me fui de la oficina de migraciones boliviana intentando alcanzar a Pablo y a Mariano, que ya debían estar haciendo el segundo trámite al otro lado de la frontera. Me dirigí hacia el gran arco en el que estaba escrito, sobre chapas un poco oxidadas, “Bienvenidos a Perú”.

Pero algunos metros antes de llegar, alcancé a ver por el rabillo del ojo al tipo de verde que venía corriendo hacia mí. El primer instinto fue salir corriendo también, hacia la frontera, como en las películas; pero alguna voz responsable dentro de mi cabeza dijo: Julián no corras escapando de la policía, eso en las películas no siempre termina bien.

No corrí entonces, pero sí apuré el paso como para llegar a la frontera antes que el policía. En algún lugar de mi cerebro estaba despejándose una X para calcular la velocidad justa que me dejaba a salvo del lado de Perú, mientras que de alguna otra parte encefálica salía una voz a destiempo que advertía: Julián no sobornes a la policía con dólares falsos, eso tampoco suele terminar bien en las películas.

Llegué a Perú antes que mi perseguidor pero, a diferencia de las historias de Hollywood, en este caso el tipo de verde atravesó sin ningún problema ese límite imaginario.

–¡Señor! –gritó el policía pisándome los talones.
–¿Qué pasa? –pregunté yo, dándome vuelta y transpirando tanto como el boliviano.
–Este billete no sirve, pues –y me mostró el papel verdoso.
–¿Por qué no?
–No es de lo buenos.
–¿Cómo que no?
–Es falso.
–Ah… no sabía… ¿Pero qué hace usted aquí? Estamos en Perú.
–Tiene que regresar –dijo con una sonrisa en la cara, que la sentí cómplice, de hermanos latinoamericanos.

Pensé en negarme. Tenía el pasaporte sellado y estaba en Perú; en las películas ese debía ser el mejor lugar para estar, en vez de volver a Bolivia, a la tierra de mi perseguidor. Pero no, de pronto sentí que tenía que volver, que en la sonrisa del boliviano había una paz que necesitaba, y además probablemente él tenía que rendir cuentas a su superior, de seguro el próximo dueño del mayor porcentaje de ese billete. Entonces volví, siguiendo un instinto que en realidad aún me cuesta un poco entender.

–Pero solo tengo nueve dólares de los buenos –dije cuando ya estábamos otra vez en la oficina.
–Está bien –contestó, ladeando un poco la cabeza y repitiendo la sonrisa, que ahora la interpreté como conciliadora, como para que nadie se sienta demasiado estúpido.

Volví a revisar en mi mochila y extraje unos billetes que ya tenía en mente porque estaban casi en las mismas condiciones que el falso. Estaban tan estropeados que no me los habían aceptado en ninguna casa de cambio. Eran un billete de cinco y cuatro billetes de uno que parecían haber trabajado de dólar de la suerte en muchas billeteras.

–Aquí tiene –y estiré la mano con los billetes sobados, ya sin la pantomima del libro.
–Está bien –contestó el boliviano, otra vez con su sonrisa, ahora presente de un solo lado de la cara, tal vez conforme con haberse quedado con la última palabra.

Sellé el pasaporte en Perú, alcancé a mis amigos y subimos en triciclos empujados por niños en bicicleta, descalzos.

Hola Perú (Large)

 

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El LIBRO

 

Qaqachacas vs. Laymes

No fue tan inmediata la vuelta de Andrés. Cuando se dice que Bolivia es un país que te atrapa, muchas veces es en forma literal. Un día después de despedirnos, mi primo y sus ansias de compartir felicidad con su novia se encontraban en un piquete en Challapata, en la ruta entre Oruro y Uyuni. Dos días después también.

Según nos contó, los piqueteros parecían bastante decididos en su emprendimiento. Habían bloqueado la ruta utilizando ataúdes con ventanita en la tapa. La ventana era para ver a los muertos, por si alguien tenía alguna duda del estilo de las de Mirtha. Además, como en Bolivia la dinamita se vende en puestos callejeros, para hacer ruido usaban los violentos cartuchos como si fuera pirotecnia. Las explosiones levantaron el polvo del desierto como en una película de Rambo.

El reclamo en Challapata venía de parte de los indígenas Qaqachacas y era muy simple de entender: pedían al estado que les provea de armas.

El argumento era que sus enemigos ancestrales, los Laimes, habían conseguido las suyas y los habían tiroteado. Los ataúdes con ventanitas claramente constituían parte de la argumentación.

Si bien el reclamo y el argumento eran simples, la solución no lo parecía. A nadie se le ocurría pensar que el gobierno les fuera a entregar armas a los Qaqachacas para que tiroteen a los Laimes y fin del conflicto.

Lo que recuerda mi primo es que, durante la noche, espontáneamente se fueron agrupando los argentinos de los distintos buses estacionados en caravana. Y claro, se discutió sobre derechos y obligaciones (incluso por teléfono con la embajada argentina) hasta llegar a la conclusión de que lo mejor era alquilar entre todos uno de los buses parados y volver a La Paz para hablar en persona con el embajador. Después de largos negociados, un chofer aceptó llevar a la treintena de argentinos a La Paz y nadie reflexionó mucho sobre los derechos y obligaciones de la treintena de bolivianos que habían llegado en ese bus y que quedaron a pata, disfrutando del clima extremo del altiplano.

Ya en La Paz, el embajador argentino, al cual probablemente no le hiciera gracia la palabra ataúd, ordenó contratar otro bus y sacar de Bolivia al numeroso grupo de argentinos con sus derechos y obligaciones por el camino de Santa Cruz, un camino largo y con varios bloqueos de rutas, pero bloqueos naturales, porque estaban en estación de lluvia, bloqueos sin ataúdes y que no solían durar más de doce horas hasta que bajara el río en cuestión.

Tardaron algo más de una semana en salir de Bolivia.

Andrés en Bolivia

Órdenes y desórdenes mentales en Isla del Sol, Bolivia

Tengo pocos recuerdos del barco de Copacabana a Isla del Sol, pero sí me viene a la memoria lo que vino después, haber subido las montañas ni bien llegamos, cargando nuestras mochilas pesadas por unos cuantos cientos de escalones de piedra que trepaban la ladera empinada. Al llegar a la parte más alta quedamos sorprendidos con la bahía que ahora podíamos ver al otro lado, unos trescientos metros de playa de agua cristalina, sin olas, rodeada de montañas en semicírculo, como un gran anfiteatro. Ahora puedo imaginarme a mí mismo imitando la curva de la bahía con los labios.

Bahía de la Isla del sol 1998
(:

Bajamos hasta la arena y acampamos en cualquier lado, donde quisimos, con la puerta de la carpa apuntando hacia el agua.

puerta de la carpa hacia el lago Titicaca
Titicaca

No recuerdo bien qué fue lo que cenamos esa noche, pero sé que al día siguiente hicimos una comida de hongos que habíamos recolectado. Deben haber sido hongos bastante tóxicos (Psilocybe cubensis, por ejemplo) porque quedamos con los sentidos notablemente alterados.

Felices en la Isla de sol
Así

Primero sentí nauseas, después temblores y finalmente frío. Me abrigué y empecé a filosofar en voz baja. Varias veces durante la tarde creí entender la verdad del universo. Y estuve discutiendo un buen rato sobre la velocidad del tiempo (conmigo mismo).

En algún momento mi diálogo interno fluyó hacia la mitología inca, en particular la parte en que explica que los inicios de la civilización incaica fueron precisamente ahí, en la Isla del Sol, el lugar desde el cual salieron Manco Cápac y Mama Ocllo a fundar la ciudad de Cuzco. Entonces se me hizo reveladora la frase “Todo comenzó, algún tiempo atrás en la Isla del Sol”. Me quedé helado. Estuve tarareándola enfermizamente un buen rato, sintiendo que era un mantra y que todo su significado entraba en mi cuerpo. El verso que venía a continuación me inquietaba: “se cruzaron nuestros caminos por casualidad, en la isla del Sol”. Como todavía no nos habíamos cruzado con nadie, imaginé que el encuentro era inminente, y al no haber senderos a la vista, supuse que esos caminos llegaban desde otras dimensiones. Me asusté.

La parte de “la herida abierta” y lo de “muero por vos” tampoco eran muy tranquilizadoras. ¡El símbolo!

tres piernas (Large)
Tener tres piernas también me preocupaba

Mariano, por el contrario, decidió que hacía demasiado calor y que esa temperatura no era la adecuada para filosofar y sí para estar en malla tomando sol sin preocuparse demasiado por la velocidad del tiempo, los símbolos o las dimensiones paralelas.

filosofando para adentro
(Puede que hiciera frío, puede que hiciera calor, puede que Pablo también estuviera filosofando para adentro)

–Julián, vení… mirá… hay un sapo en el fondo del lago –gritó Pablo con el agua hasta las axilas.

Me saqué la campera, entré en el lago y fui acercándome a Pablo hasta que el agua helada me llegó al cuello.

–¿Dónde?
–Ahí… mirá… ¿Ves eso que se parece a una piedra?

Después de tres segundos de observar la piedra, con indignación volví mi mirada hacia Pablo por unos segundos más y regresé tiritando hacia la playa, prometiéndome no volver a hacerle caso durante esa tarde.

ovejas reales (Large)
Parece que las ovejas eran reales

En realidad fui un poco injusto con mi juicio hacia Pablo: un tiempo después me enteré de la existencia de un sapo que vive en el lago Titicaca (Telmatobius culeus); solo está ahí y se lo considera una especie rara y amenazada de extinción. Por otro lado, tampoco es que yo estuviera en ese momento en condiciones de distinguir un sapo de una piedra.

Aún así tal vez hubo algo de acertado en la decisión de no seguir a Pablo porque, no muchos minutos después de ese episodio, pude divisar a mi intrépido amigo sobre unos altos y escarpados peñascos, que ahora los recuerdo bastante peligrosos.

Isla del Sol Pablo
Pablo

Después Pablo se encargó de contarnos que desde allá arriba se podía ver el fondo del lago con algas fluorescentes que se movían sinusoidalmente alrededor del sapo.

En algún momento Mariano rectificó su decisión de no filosofar para adentro y me pidió un cuaderno. Estuvo varias horas escribiendo, aunque sin dejar de tomar sol. Yo me preocupé por quedarme sin hojas, y un poco por la salud de la espalda de Mariano que parecía prendida fuego. Me abrigué más.

Mariano Marletto
(Conservo ese cuaderno pero parece escrito en algún idioma extraño)

Aunque, a decir verdad, fue Andrés el que más raro estuvo. En algún momento pidió prestado mi walkman de última generación, uno al que no hacía falta darle vuelta el cassette, sino que reproducía los dos lados en loop, sin más trámites que escuchar un chasquido entre vuelta y vuelta. La cinta que estaba puesta en ese momento era una que había llevado Pablo, con Vox Dei de un lado y el unplugged de MTV de Spinetta del otro. Andrés se puso los auriculares, se metió en la carpa, luego desapareció dentro de su bolsa de dormir y ahí estuvo varias horas escuchando, quién sabe cuántas veces, los discos de Vox Dei y Spinetta, uno atrás del otro resonando dentro de su cráneo.

Las pocas interrupciones que tuvo fueron cuando alguno de nosotros se acercaba para ver si estaba bien; a las cuales él respondía con una carcajada demoníaca, para luego inmediatamente volver a desaparecer dentro de la bolsa.

Al día siguiente los cuatro nos sentimos un poco apaleados, pero Andrés, además de eso, nos reveló una frase que extrajo como resumen de toda su experiencia del día anterior y que no repitió más de dos veces pero que la recuerdo muy bien:

“La felicidad solo es real cuando es compartida”

Sí, unos cuantos años antes del estreno de la película Into the Wild, Andrés, palabras más, palabras menos, y tan intoxicado como Christopher McCandless, llegó a esa misma conclusión que cada tanto vuelvo a ver enfatizada en las redes sociales.

Solo que Andrés no murió, y en cambio decidió actuar en consecuencia. No escribió la frase en ningún lado, no la volvió a repetir; pero sí armó su mochila y decidió volver ese mismo día a Buenos Aires, a compartir su felicidad con la persona que en ese momento él consideró que era la indicada, su novia.

Entonces seguimos solo tres hacia Perú.

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Tránsito lento en Copacabana, Bolivia

Coroico estuvo bueno, La Paz volvió a estar buena y Copacabana estuvo bien hasta que mis intestinos llegaron a una situación límite.

Cholas negras de Coroico (Large)
Cholas negras de Corioco

No recordaba haber ido al baño de una forma significativa desde hacía muchos días (puntualmente desde el exceso de pastillas antidiarreicas en Potosí). Ahora en Copacabana, cuando el tránsito lento había llegado a un punto máximo de embotellamiento, me encontraba en un restaurante. O más bien saliendo al patio interno de un restaurante, para entrar en su pequeño baño de techo inclinado donde pretendía hacer un último intento. Apoyé la mano en el picaporte, entré y me senté. Hice mucha fuerza. No pude. Me levanté los pantalones, equilibré mi peso en el picaporte oxidado una vez más, abrí la puerta, hice unos pasos de regreso por el patio, me arrodillé, me senté, me acosté en el piso y ya no pude levantarme. Tenía el vientre inflado, como un embarazo de unos cinco o seis meses. No sé si llegué a gritar o alguien avisó que yo estaba inmovilizado en el suelo, pero un rato después sentí que Pablo, Andrés y Mariano me arrastraban hasta una camioneta donde negociaron precio con el conductor. El hospital estaba cerca, Copacabana es un pueblo pequeño.

Me ingresaron a una salita mientras mis amigos esperaban en algún otro lado. Entonces escuché un grito de alguien pidiendo que traigan oxígeno y después ruidos de corridas que podían ser de varios médicos apurados. Mis amigos se asustaron, pero el alboroto no era por mí, era por un bebé que entró en brazos de una chola, más o menos al mismo tiempo que yo, aunque evidentemente en una situación mucho más crítica.

Los movimientos destinados al bebé eran de médicos desesperados, en cambio los movimientos destinados a mi eran los de las manos suaves de una joven enfermera. Sus palmas y sus dedos se movían en forma circular y acompasada por mi vientre. Yo estaba recostado en una camilla y la miraba a los ojos. Era delgada, de rasgos mestizos, de pelo negro y lacio. Sonreía y preguntaba cosas como: ¿qué ha comido? Yo le devolvía la sonrisa y solo recordaba una bolsa de maíz inflado y seis bananas en Coroico. Me pareció que le hacía gracia mi dieta. En esa situación estuvimos un buen rato: yo contestando preguntas, sus manos cobrizas masajeando mi panza, ella sonriendo y yo tirándome gases tóxicos uno atrás del otro, casi sin interrupción. Si fuera por mí, me habría quedado así toda la noche.

Pero algún médico entró a la sala y mi enfermera favorita dijo algo de un enema. El hombre contestó que creía que no hacía falta. Yo, con sentimientos encontrados, decidí no opinar.

Al final me dieron unas pastillas laxantes y me aconsejaron que vuelva al hotel caminando, que de esa forma iba a seguir removiendo un poco mi interior. Como no encontré excusas para quedarme, tuve que despedirme de la enfermera y caminar de regreso al hotel junto a mis amigos.

Las pastillas terminaron haciendo efecto y pasé gran parte de esa noche adelgazando en un pequeño baño.

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