Volar sobre los Andes

Me habría quedado más tiempo con los indios del Orinoco pero se acercaba la fecha de la vuelta. Fueron otros tres largos viajes en bus hasta Caracas. Ahí pasé un par de días en los barrios agitados de la capital, hasta que tocó partir. El primer tramo era un vuelo directo a Santiago, donde había planificado pasar unos días con la chilena. Esa parada en Chile significó un gasto extra en el presupuesto, aunque no muy diferente al de los meses anteriores. En el último año cada peso que ahorraba lo destinaba a viajar a Santiago.

Algo que me incomoda de Chile es que es el país con mayor control de ingreso de vegetales que conozco. Esta vez llevaba yopo y ayahuasca.

–¿Qué es esto? –me preguntó el uniformado en el aeropuerto, manoseando las cortezas de Banisteriopsis caapi.
–Un regalo de mi novia – contesté y era una respuesta planificada, es lo que contesto siempre cuando un policía intenta quedarse con mis cosas.
–¿Sabe que no puede entrar nada de origen vegetal al país?
–Sí, bueno, supuse que no tenía nada de malo.
–¿Qué tipo de novia tienes tú que te regala esto?
–Es un poco rara ella, pero la quiero.
–Bueno, vamos a hacer una excepción… Solo déjame ver que no haya bichitos.

Revisó bien las cortezas de ayahuasca asegurándose de que no tuviera bichos y me las devolvió sin problemas.

De los días que pasé en Santiago con la chilena, lo que recuerdo con más cariño fue la noche en la que alquilamos una habitación de un hotel barato de algún barrio oscuro en el centro. Era una casona antigua con puertas altas y ventanas resquebrajadas que daban a patios internos grises o a pasillos amarronados de una forma que parecía un poco al azar.

–¿Nos casamos? –pregunté sobre la sábana con figuras geométricas.
–Bueno, pero si me traes unos Rocklets, unas guagüitas, papafritas y un jugo Baggio de naranja con pellejitos.
–Está bien.rubia desnuda (Large)

Entonces caminé por calles sucias y oscuras, apretando el paso e imitando la cara de peligroso que aparentemente se estilaba en esa zona.–Disculpe, ¿sabe dónde puedo comprar golosinas?

–A esta hora solo en los puestos de la avenida.

Los puestos callejeros eran pequeños oasis de luz. Muchos colores sobre un resplandor amarillento colgando de un cable cuyo otro extremo se perdía en la oscuridad.

Conseguí casi todo y ya de vuelta en el hotel ella me recibió con una sonrisa.

Primero comimos los hongos que yo le había enviado por correo hacía unos meses. Después pasamos una noche de la que no recuerdo tanto. Solo puedo evocar mi cuerpo muy flaco yendo al baño y, en otra ocasión, mi mano jugando con la de ella, en un movimiento repetitivo, como de una ola rompiendo sobre otra. También recuerdo haber escuchado The Cure gran parte de la noche. Recién cuando salió el sol comimos las golosinas.

–¿Qué te pasa?
–Nada –contestó en voz baja.
–Tenés la mirada como perdida.
–Fue una noche particular, tengo derecho a estar así.

Nos reímos.

A los pocos días me tocó volar de nuevo sobre los Andes.

Y tiempo después ella se puso de novia. No hemos vuelto a vernos.

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Desde Montañita. Final de la historia.

Lo pasamos muy bien en los días nublados y luminosos de Montañita. En las sierras bajas y verdes, en las playas llenas de vegetación podrida y todo eso. Hasta que llegó el momento de volver: un día después de que la chilena rubia y la chilena morocha se fueran a Guayaquil, nos dimos cuenta de que estábamos llegando al final de nuestros cien dólares de emergencia. Entonces empezamos a viajar por primera vez hacia el sur, emprendiendo la vuelta a casa, que parecía tan lejos.

Caminos latinoaméricanos (Large)

Y calculamos mal: después de dos buses y muchas horas por las carreteras ecuatorianas, llegamos a la terminal de Guayaquil para darnos cuenta de que, con los pocos dólares que teníamos, no íbamos a poder llegar a la frontera peruana.

Era de noche y la terminal se iba apagando cuando tuvimos que ponernos de acuerdo en elegir entre dos opciones: intentar hacer dedo (que parecía complicado a esa hora y en esos barrios periféricos) o llamar a las chilenas para pedirles plata prestada (ellas nos habían dejado un dudoso número de teléfono).

Las llamamos, claro.

La respuesta fue sí y entonces nos dimos cuenta de que, hasta donde estaban ellas, solo podíamos ir en taxi. Eso nos dejaba con apenas unos centavos de resto.

Fuimos, claro.

El taxi pasó por barrios pobres, por debajo de autopistas y por más barrios pobres hasta dejarnos frente a un paredón interrumpido por fuertes rejas custodiadas entre dos uniformados con ametralladoras.

Pasamos, claro.

Caminamos a oscuras por callecitas prolijas de un barrio privado. No recuerdo de quién era la casa, creo que de algún pariente lejano de alguna de las dos. Y extrañamente solo las vimos a ellas, no sé si los dueños del lugar dormían o qué, pero ahí nos quedamos hasta el amanecer.

Al día siguiente los diez dólares sí nos alcanzaron hasta la frontera. De ahí en más el camino por Perú fue largo pero a ritmo constante: Piura, Trujillo, Chimbote, Lima, Nazca. Otra vez muchos transportes y puentes derrumbados. En un mínimo almacén frente a la playa de algún pueblo costero, llamé a la rubia metiendo una moneda tras otra en un pequeño teléfono público. Me dijo que le gustaba mucho que la hubiera llamado. Me pareció que lo decía sorprendida. Después me contó que de Guayaquil volarían a Nueva York. Habían conseguido unos pasajes baratos y alargaban su viaje.

Unos días después ya estábamos en Chile haciendo dedo, caminando por el desierto o durmiendo al aire libre. De caminar en el desierto recuerdo el ruido, un suelo seco que se quebraba bajo nuestros pies con el chasquido que hace una maceta al romperse. De dormir al aire libre recuerdo enroscarme en la bolsa de dormir para protegerme del frío y un perro que vino a olisquearnos en mitad de la noche (aunque esto último puede que lo haya soñado).

Cien (Large)

Cuando llegamos a Santiago devolvimos los diez dólares en la dirección que teníamos anotada en un papel arrugado y dedicamos nuestros últimos días de vacaciones a caminar por la ciudad, gastando los restantes pesos en empanadas y refrescos. Finalmente subimos a un último bus a Buenos Aires justo a tiempo para retomar las clases en la universidad.

Al desarmar la mochila, me sorprendió encontrar un San Pedro; había olvidado que lo llevaba. Lo plante en mi jardín.

Lo que siguió después fueron varios meses en los que las cartas iban y venían de Buenos Aires a Santiago. Y no solo las cartas, yo también, las veces que podía, ahorrando dólares y encontrando días libres para visitar a la rubia en su ciudad: buses o aviones ida y vuelta a Chile y pasando los mejores días en hoteles antiguos y descascarados.

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