Un día llegó al hostal un francés que me cayó bien, se llamaba Toma. Estuvimos charlando un rato en el balcón y me preguntó dónde podía conseguir marihuana. Yo, que hacía 15 días que estaba en Flores y conocía a todos los hippies, no le podía faltar al dato: le dije que lo acompañaba para salir un rato y distraerme (ya era de noche y no tenía ganas de seguir trabajando). Fuimos a los puestos de los hippies y estuvimos charlando un poco hasta que Toma directamente preguntó por marihuana. Con los hippies estaba un guatemalteco llamado Lolo que se ofreció a venderle.
Lolo era muy simpático y tenía la cara chupada y los ojos saltones como si fuera un veterano de las raves. Nos invitó a subir a su cayuco para ir hasta su casa que quedaba enfrente, en San Miguel. Yo miré para un lado: la ciudad aburrida. Miré para el otro: un tronco hueco flotando en la oscuridad. Elegí el tronco.
Antes de que oscureciera.
Subimos al cayuco y se bamboleaba de un lado al otro con solo mover los ojos. Lolo subió en la punta parado para ponerse a remar y nos dio un par de tablas para que nos sentemos separados de la agüita que había en el fondo. Lolo remaba y, mientras avanzábamos lentamente, yo miraba el agua que en la oscuridad se veía negra y que llegaba hasta casi el borde del cayuco en cada bamboleo. Lolo nos vio la cara y nos dijo: no tengan miedo que no se va a dar vuelta, yo acá tengo mi celular y no quiero perderlo. Supongo que nos relajamos un poco y seguimos lentamente por la oscuridad hablando de cualquier tontería.
A los cinco minutos, Lolo me pasó un trapo para que vaya escurriendo fuera del cayuco el agua que iba entrando lentamente (y no tan lentamente) por los nudos del antiguo árbol. Cuando habían pasado unos veinte minutos y no sé que estábamos charlando de las estrellas, una lancha nos pasó a unos cuantos metros y yo temí por el efecto del oleaje cuando llegara al cayuco. Nuestra canoa aguantó y la lancha paró. El motorista de la lancha —que era un tipo de pelo negro con rulos, los ojos saltones y un gesto petrificado— nos dijo algo y lo saludamos.
—¡Buenas noches! —dijo Lolo.
—¡¿Eh?!… —dijo el de rulos.
—Que hace una buena noche… muy estrellada.
—¡¿Eh?!…
—Nada, nada… todo bien, hermano.
—¡¿Eh?!…
—…
—…
—…
—Tienen huevos?
—Todo bien, hermano… tranquilo…
—¡¿Eh?!…
—Que estamos bien, no necesitamos nada… estamos remando tranquilos…
—¡¿Eh?!…
—…
—…
El de rulos giró la lancha y empezó a acercarse lentamente. Yo seguía escurriendo agua fuera del cayuco.
—Soy Eddie Chepe y soy bien macho ¿quieren ser mis cuates?
—Sí, somos cuates, hermano.
— ¡Cuates las pelotas!
—Tranquilo, no tenemos ningún problema con vos.
—¡¿Eh?!… —dijo ocurrentemente Eddie Chepe y ya casi estaba al lado de nosotros.
—Tranquilo…
—¡¿Eh?!…
—…
—…
—…
— Te voy a quebrar
—…
La lancha ya había hecho contacto con el extremadamente inestable cayuco y yo ya me imaginaba en el agua. Lolo se agachó, agarró con su mano derecha la lancha y se asomó apenas para ver que había. Nosotros éramos tres con tres remos que eran unos palos muy contundentes y él era uno solo. Pensé que si se hacía tanto el valiente debía tener algo de acero debajo de su camisa o se había aspirado toda la vía láctea, o ambas cosas. Yo ya estaba extrañando la aburrida ciudad; no podía creer que estaba en el medio de un lago oscuro rodeado de esos dementes en una situación así de tensa (decidí que era el momento de dejar de escurrir agua fuera del cayuco).
—…
—…
Lolo soltó la lancha y agarró el remo con las dos manos. Toma y yo agarramos nuestros remos y todos nos mirábamos. Yo tenía mi mente en la oscuridad del agua. Si la cosa venía de armas me iba a sumergir a lo profundo y alejarme lo más que pueda buceando hasta salir por otro lado con mi última molécula de oxígeno.
—…
—…
Nadie decía nada y Eddie Chepe empezó a retroceder con su lancha sin dejar de mirarnos con su cara de piedra, sus ojos saltones y la boca entreabierta. Cuando se alejó lo suficiente, Lolo volvió a remar y dijo: “¿Solo estábamos hablando de las estrellas, no?”. Seguimos charlando del suceso hasta que bajamos del cayuco. Lo dejamos entre unos juncos y trepamos la montaña con Lolo.
La casa tenía cuatro paredes, una ventana, una puerta, una mini cocinita y una reposera que supongo que vendría a ser la cama. Nos quedamos charlando un rato ahí y volvimos a bajar la montaña. Para volver a Flores conseguimos una lancha que nos lleve. En el trayecto fuimos charlando. Toma le había comprado 20 dólares de ganja y le preguntó de dónde venía. Lolo dijo que la traían de Melchor. Yo le dije: qué loco, ¿viene de Belice? (Melchor es la frontera con Belice y me sonaba muy raro que viniera de ahí). Me dijo que no, que se plantaba en la frontera. Según Lolo: el reclamo permanente que hace Guatemala sobre el territorio de Belice hace que nadie sepa lo que va a pasar y nadie se establece ni hace proyectos a largo plazo, con lo cual por ahí no hay nadie, ni la policía; solo los que van a plantar en el medio de la selva sin saber muy bien de qué lado de la frontera están. Esa noche cenamos juntos y fue la última vez que los vi.
Mi habitación estaba debajo de un doble techo, o algo así, donde había muchos murciélagos. Chillaban todo el día, pero a la noche se transformaban en unos cantos estridentes que al principio no me dejaban dormir bien, después me acostumbré. Un día entró un murciélago por la ventana y revoloteó por la habitación hasta que el radar no le detectó el ventilador de techo e hizo toink! y quedó medio boleado sobre una cama. Lo agarré y lo metí en una bolsa. A la mañana siguiente lo dejé en un arbusto, se arrastró y se quedó ahí adentro.
Teníamos un espantamurciélagos, pero no funcionaba.
Después me fui a dar unas vueltas por Santa Elena —que es el pueblo que está frente a Flores, en el borde del lago— y me enteré que por ahí había unas grutas. Fui caminando pero no entré porque era medio tarde. Le pregunté al tipo de la puerta hasta dónde llegaba la cueva y me dijo que el paseo era como de una hora. Le pregunté si había lugares para meterse y me dijo que al final de la cueva estaba la ruta secreta a San Benito, pero que eso no estaba habilitado para visitar. —Ahí es muy fácil perderse —me dijo.
Estuve un par de días tratando de encontrar a alguien que me acompañe a la gruta, pero nadie quiso (Nico ya se había ido a México hacía unos días). Finalmente fui solo y como es un poco estresante el tema de meterse solo (por la posibilidad de perderse) me compré dos rollos de tanza para pescar de 100 metros para marcar el camino de vuelta.
Caminé hasta la gruta y me puse a charlar con el de la entrada; le volví a preguntar por la ruta secreta a San Benito y me volvió a decir que era fácil perderse ahí, que había demasiados túneles, que hace poco un español estuvo perdido desde las tres de la tarde hasta las 11 de la noche. Le pregunté si no había ido a buscarlo y me dijo que sí, que había ido tres veces, pero que quién sabe por dónde andaría metido. Me despedí de él y entré, pero salí enseguida. Yo había ido con una linternita y un celular con luz, pero me pareció que no era suficiente. Salí y le alquilé al tipo una linterna más grande (me pareció que me miraba con cara de ya sé que te vas a meter en la ruta a San Benito). Entré y me dio un poco de no sé qué sentir lo mínimo que iluminan las linternas cuando los ojos todavía no están acostumbrados y ver lo difícil que parece ubicarse al principio hasta en la parte turística. Estuve un rato dando vueltas hasta que encontré un agujero con un cartelito que decía ruta secreta a San Benito. Até la punta de una de las tanzas a una estalagmita y me metí. Toda la primera parte era en subida y había que ir en cuatro patas por unos 10 metros. Finalmente salí a una cueva muy grande. Después pasé una cueva larga y me metí por un camino a la derecha trepando por unas rocas que no salían a ningún lado y ya se me había acabado la primera tanza. Retomé por una pendiente y encontré un agujero muy chico por donde salía un mínimo vientito. Pensé: es acá. Até la segunda tanza y me metí. Eran solo unos dos metros pero era bastante ajustado; había que pasar arrastrándose bien cuerpo a tierra. Después se ampliaba y seguía varios metros más. Terminaba saliendo a otra cueva más o menos grande. Agarré para la izquierda y era camino errado; volví tratando de recoger la tanza como podía —se me enganchaba en todos lados—. A la derecha había otro túnel y salí a otra habitación. Ahí seguí para adelante, pero tampoco se podía continuar. Volví y agarré un camino hacia atrás y a la derecha. Hice unos metros y se me acabó la segunda tanza. En ese punto, el camino se dividía para varios lados. Exploré algunos y me decidí por uno que salía a la izquierda con un salto hacia abajo. Avancé un par de cuevas más y se dividía en dos agujeros. Decidí que hasta ahí me iba a meter sin tanza porque cuando miraba hacia atrás ya dudaba un poco. Empecé a volver y vi un número 15 en la roca, escrito en aerosol naranja. Caminé apurado dudando un poco del camino y con la ansiedad de volver a encontrar la tanza. Lo que voy aprendiendo de estas cuevas es que los lugares complicados son cuando uno sale de un túnel a una habitación grande. Cuando intento volver, es difícil entender por cuál agujero fue que salí a esa habitación. Encontré la tanza y fui deshaciendo el camino que ya se me empezaba a hacer familiar. Después encontré otros números naranjas en cuenta regresiva que estaban puestos para que se vean mejor volviendo. En un momento, me resbalé en una pendiente, se me cayó la linterna, se apagó y me quedé totalmente a oscuras. Una oscuridad que no te ves ni los pensamientos. Busqué mi otra linternita, la prendí y vi que la grande se había desarmado y una de las pilas había rodado muy lejos por la pendiente. Me costó un buen rato encontrarla.
Al salir de la ruta secreta a San Benito, me encontré a cinco adolescentes guatemaltecos (tres chicas y dos chicos). Me preguntaron de dónde salí y les conté. Les pregunté si querían ir y aceptaron. Entramos e increíblemente hasta pasaron por el túnel estrecho ensuciándose bastante. Ahora el camino se me hacía muy obvio. Ya bien adentro, me preguntaron cuantas veces había estado ahí y les dije que era la primera vez. Me dijeron que entonces por qué me estaban siguiendo y les dije que yo también estaba sorprendido de que me siguieran. Nos reímos y les propuse que encuentren el camino de vuelta solos. No hubo forma, le erraron desde el principio. Me senté en una roca y les dije:
—Yo los espero acá.
— ¿Qué, vos te vas por otro lado? —me dijo una.
—No, en un ratito ustedes van a volver a pasar por acá.
—Ah! Estamos en mal camino.
—No puede ser —dijo otro— si vinimos derecho.
Yo me reí por lo extraño del concepto de ‘derecho’ en esa cueva y les mostré el hueco por el que habíamos salido.
—No, nosotros no pasamos por ahí— dijo otra, pero se convenció cuando ya estaba adentro.
Vinimos derecho.
Al salir de la gruta nos sacamos fotos y nos pasamos los facebooks. Devolví la linterna al tipo de la entrada después de dos horas ahí adentro de la gruta y me dijo: al final sí que te metiste a la ruta de San Benito, ¿hasta dónde llegaste? Le dije que hasta la marca 15 y me dijo que la salida estaba en la 60. Me faltaba un buen rato.
Otro día me lo encontré a Roger que ahora sí se iba para México.
Roger todos los días me decía que se iba para México pero me estaba bicicleteando.
Y otro día llegó un circo.
Decían que tenían pitufos de verdad, pero ahí había gato encerrado.
Cuando salió el sol, algunos empezaron a hacer yoga sobre las bolsas de dormir y otros se fueron a cagar a los pastos. Unos 30 metros de pasto separaban al polideportivo del lago de Petén Itzá: la zona se convirtió en un campo minado. Hay que tener en cuenta que los hippies son vegetarianos y van al baño al menos una vez por día, y sobre todo en las mañanas. Más tarde, ya cada uno estaba haciendo alguna actividad y había varios haciendo yoga y meditando, mirando hacia el lago y las montañas, en los pastos aledaños al campo minado. En el pueblo no había mucha gente dando vueltas, pero justo entre los que hacían yoga, había unos cuantos tipos cortando el pasto a machetazos.
Ommmmmmmm swing swing.
En ese momento, me la encontré otra vez a Eugenia y nos quedamos un rato mirando el espectáculo de los sablazos afilados entre los lentos movimientos del yoga y de la meditación.
—Tengo que fumar menos marihuana… cuando los vi, pensé que estaban bailando… —me dijo de pronto Eugenia.
— ¿Te referís a los que están trabajando o a los otros?
—A los morenos de los machetazos.
—Sí que en el fondo es una danza africana.
— ¿Sabés qué…? —me dijo después de pensar un rato—. Tenías razón, los hippies no me quieren.
—Yo no te dije que los hippies no te quieren.
—Pero eso entendí yo.
—Tendrías que buscarte otro grupo…
—Sí, ya me lo dijiste.
—Un día armamos un grupo y luchamos contra las corporaciones… si ganamos, te van a querer, porque a ellos tampoco les gustan las corporaciones… a pesar de que tampoco les gusta la palabra ‘lucha’… a los guerreros del arcoíris —algo así dije yo, haciéndome el irónico.
—A veces no te entiendo.
—Porque fumás mucha marihuana.
—Si no fumara te entendería menos.
—Es verdad.
Charlamos un rato más, mientras los macheteros se iban acercando lentamente a la zona minada y yo trataba de imaginar cómo iba a terminar el espectáculo; pero no lo pude ver porque llegó una furgoneta que nos podía llevar a Flores y nos fuimos con Nico. Me despedí de Eugenia y no pude encontrar a Roger para saludarlo.
Siempre aprendo algo cuando ando jesuseando por ahí.
Pasó la última furgoneta hacia Cobán y como estaba llena nos subimos al techo, donde ya había dos personas. Nos acomodamos como pudimos, tratando de recostarnos entre la mercadería en el poco espacio que hay para cuatro personas y muchos bultos en el techo de una furgoneta; había un portaequipaje rectangular que hacía de barandita estratégica que sostenía todo. En un momento, me puse a charlar con uno de los viajeros del techo y, no sé por qué, me terminó contando que había vivido en Estados Unidos. Yo le pregunté qué cagada se había mandado, adivinándole que había vuelto a la fuerza. No me quiso contestar, pero después de un rato me confesó que había matado a dos mexicanos en una noche de borrachera.
El viaje era como de dos horas por ruta asfaltada y con muchas curvas. Enseguida fue anocheciendo y se fue poniendo muy frío. Yo empecé a sacar cosas de la mochila y a ponérmelas en la medida en que podía con la poca libertad de movimiento que tenía ahí arriba. Trataba de mantenerme acostado y que la ropa no se la llevara el viento.
Dormimos en Cobán en un hostal con dos amigos del Rainbow que ya estaban ahí, y a la mañana siguiente nos fuimos con ellos en una furgoneta a Flores que es una isla en el lago Petén Itzá. En Flores fuimos directo al hostal Frida donde estaban muchos de nuestros amigos hippies. Cuando llegamos nos dijeron que ya no había lugar en el suelo: solo quedaban lugares en las camas. Era la primera vez que escuchaba que en un hostal ya no queda lugar en el suelo y solo están libres las camas, pero bueno, son cosas que pasan con la familia Rainbow. El suelo costaba 3 dólares y la cama, 5; por supuesto no aceptamos. Al final encontramos un hostal donde nos dieron camas por 4 dólares. Se llama El Regalito.
La ciudad estaba un poco asaltada por los hippies del Rainbow porque quedaba más o menos de paso entre el encuentro de Cobán en Guatemala y el de Palenque en México. Yo empecé a aislarme un poco de sus actividades porque tenía que trabajar con la computadora. En El Regalito estaba cómodo. La habitación era de seis camas marineras. Los hippies se renovaban todo el tiempo y yo conocía a la mayoría. Había una tele, una silla y un balcón grande. La tele no la prendía nadie, la silla estaba casi siempre ocupada por mí y por mi computadora y el piso y el balcón estaban ocupados por los hippies en diferentes actividades a las que me sumaba cuando hacía descansos del trabajo. Yo la pasaba muy bien, un poco trabajaba y un poco charlaba con las visitas itinerantes. Por supuesto que el hostal no tenía wifi, pero me la robaba del hostal de al lado que era más careta.
Cuando no estaban los hippies, él me hacía compañía.
Una de las ruinas mayas más importantes que hay es Tikal y está a 64 kilómetros de Flores. Es uno de los puntos más turísticos de Centroamérica y la entrada no es barata para el estándar de Guatemala. Con Nico y un par más estuvimos averiguando cómo se podía entrar gratis. Después de unos días de dudas, decidimos que lo mejor tal vez era ir hasta Uaxactum y caminar hasta Tikal para colarnos por la selva. Uaxactum son otras ruinas mayas, mucho más pequeñas y están al final del camino que pasa por Tikal. Hay 20 kilómetros entre ambas.
Salimos una mañana y nos tomamos un bus en Flores que iba hasta Uaxactum. Éramos Nico, cinco hippies y yo. En la entrada al parque nacional de Tikal nos pararon para cobrarnos el ticket y les dijimos que íbamos a Uaxactum (la entrada a Uaxactum es muy barata). Un poco después pasamos por las ruinas de Tikal y le preguntamos al chofer del bus si nos podía dejar por ahí. Se lo preguntamos sin ninguna esperanza de que nos dijera que sí, y nos dijo que no. La policía no se lo permitía y no quería tener problemas. Seguimos el camino mirando por la ventanilla reconociendo el lugar y fijándonos si había caminitos por la selva.
Finalmente llegamos a Uaxactum. El pueblo son unas pocas casas construidas alrededor de una vieja pista para avionetas y todo ubicado en el medio de las ruinas mayas. Cuando llegamos preguntamos un poco, caminamos entre los árboles y salimos a unos templos. Ya era el atardecer y estuvimos solos dando vueltas por las ruinas. Nos hicimos unos sánguches y dormimos cada uno en el lugar que más le gustó. Yo me elegí un templo sobre una montañita y dormí hasta el amanecer.
El hospedaje tenía buenas vistas, pero las habitaciones estaban en ruinas.
A la mañana siguiente vimos monos araña, fuimos a otras ruinas y vimos más monos. También vimos una cueva en el piso y claro: nos metimos.
En ese hueco hacía mucho calor, seguro que los indios se metían en mayas.
Después estuve charlando con Nico y estuvimos de acuerdo en que los 20 kilómetros que teníamos que caminar hasta Tikal no estaban buenos. 20 kilometros por la selva no suena mal, pero el camino a la ida —que era una ruta de tierra casi recta— nos había parecido un poco aburrido para hacerlo caminando. Les propusimos a los demás buscar alguien en el pueblo que nos lleve y estuvieron de acuerdo. Preguntamos y una camioneta iba a ir a Tikal a buscar no sé qué cosa y nos podía llevar por unos pesos. Subieron todos los hippies en la caja y Nico me dijo: — ¿por qué no vas adelante? —y le entendí perfectamente que me estaba pidiendo que convenza al chofer de bajarnos un poco antes de Tikal. Me costó casi los 20 kilómetros en convencerlo. Primero charlamos de cualquier cosa, después fui entrando en el tema y finalmente fui explícito. Me dijo que no podía, que me iba a mostrar cuál era el camino que llevaba al templo 4, pero que no nos iba a bajar ahí, que los policías le podían hacer problemas. Intercambiamos diferentes ideas y opiniones y finalmente le dije que hagamos esto: parábamos para hacer pis y nosotros nos rehusábamos a volver a subir a pesar de sus advertencias. Se rió y dijo: no puedo, no puedo. Cuando llegamos al caminito frenó y dijo: acá es, pero bajen rápido. Yo bajé y les dije a los hippies: — ¡Rápido, rápido, bajen! —todos saltaron y nos metimos a las apuradas en la selva. Una de las hippies era una rubia casi albina que iba con un aro de hula hula; después de 50 metros nos paró y dijo: — ¿hey, por qué corremos? ¿No vamos a pagar? —y nos morimos de la risa. Era yankee y como no hablaba bien el español no se había enterado de nada. No le hacía gracia colarse, pobre; pero ¡qué risa me daba!
«… Debe ser por acá ¿alguien trajo un hula hula para ubicarnos?…»
Tikal está muy bien; son ruinas en el medio de la selva y tiene cinco templos muy altos. El más alto es de 70 metros y desde arriba se pueden ver los otros cuatro que emergen muy por encima del manto que forman las copas de los árboles. El lugar es para caminar todo el día. A la tarde nos encontramos con muchos otros hippies del Rainbow. ¡Muchos! Era un día especial de ceremonias mayas y la caravana de bicis de los hippies y muchos otros habían decidido ir todos juntos. Se escuchaban muchos OOMMMMMM por varios lados. También lo volví a encontrar a Roger.
Camino correcto.
Los hippies eran muchos y habían entrado gratis de una forma que ya habíamos barajado entre las posibilidades, solo que el problema que teníamos nosotros era que no éramos muchos. Los hippies eran como cien y entraron cantando canciones de amor y paz. Un amigo me dijo que un policía lo intentó parar poniéndole una mano en el pecho y él lo abrazó tiernamente. No sé si en algún momento los de seguridad habrán pensado que podrían cobrarles entrada a 100 hippies.
Nuestra intención era quedarnos a dormir en las ruinas, algo que tampoco está permitido, pero si uno se esconde en la selva o en lo alto de algún templo antes del atardecer, nadie se entera. De todos modos fuimos desistiendo porque se había largado a llover y porque la llegada de 100 hippies había atraído otros tantos policías antidisturbios un par de horas después. La situación era rara: lluvia, selva, enormes ruinas mayas, muchos hippies y muchos antidisturbios. En un momento mientras nos retirábamos pasamos por la parte más central del parque y la encontré a Eugenia. Estaba bailando bajo la lluvia en el centro de la plaza. A un costado había varios hippies mirándola desde debajo de un techito y en otro costado había varios policías mirándola detrás de sus escudos translúcidos. Con Nico y Roger seguimos nuestro camino hacia afuera. Estaba lloviendo cada vez más fuerte, estaba oscureciendo y estaban cerrando el parque. Yo no vi como siguió la cosa en la plaza, pero un amigo me contó que los policías cerraron fila y empezaron a avanzar lentamente. Los hippies empezaron a retroceder hacia el lado de la salida y Eugenia empezó a bailar más frenéticamente (aparentemente encendida por la situación). Cuando los policías estaban por llegar a Eugenia, un hippie corajudo fue corriendo hacia ella y le dijo: ¿te vienes con nosotros o te quedas con ellos? Eugenia pareció despertar y se fue con los hippies (todo esto según me contó mi amigo). Yo, más o menos para ese entonces estaría a medio camino de la salida que quedaba un poco lejos. La lluvia se puso muy fuerte; cada vez estaba más oscuro y todo se veía gris. Yo caminaba chapoteando en el barro debajo de mi gran plástico transparente que casi siempre llevo en la mochila para estas situaciones. Iba con Roger que tenía un pilotín y con Nico que había decidido empaparse sin mayores preocupaciones. En un momento, unos cuatro o cinco hippies se vinieron a meter debajo de mi plástico. A mí me agradaba la situación y compartir con ellos mi protección y me puse a cantar: “Gracias por el plaaaaaastico… Gracias por el plaaaaastico… Nos guuusta, nos aaaama, nos daaaa felicidaaaaaad ♫”: los espanté a todos.
Ya no llovía cuando llegué a la entrada, que en realidad no es la entrada sino el centro del parque y el centro administrativo de las ruinas, donde hay oficinas, restaurante, camping, hotel y alguna cosa más. El parque es muy grande: la entrada real está a kilómetros de ahí y son simplemente unas oficinas y una barrera en la ruta. Tanto las ruinas como los límites del parque están en el medio de la selva. Cuestión que llegue a ese centrito y me fui reuniendo con todos los hippies en los alrededores de un restaurante que era donde habían dejado las bicis y todas sus cosas. Ya era de noche y la gente estaba charlando, riendo y decidiendo donde iban a acampar cuando de pronto llegó la policía. Había como 20 camionetas patrulla, no sé cuantos policías con escudos, bastones y armas largas, y un montón de hippies que reían y charlaban a su bola. Yo me acerqué a la policía a ver cómo venía la mano y me enteré que nos daban cinco minutos para desalojar e irnos.
Fui a hablar con algunos y les dije que la policía nos daba cinco minutos, pero a nadie parecía importarle mucho. Les dije que cuando la policía dice cinco minutos suele ocurrir una de las siguientes dos cosas: o que el tiempo se prolongue o que empiecen los balazos de goma —me miraban con cara rara—. Yo me hubiera quedado ahí a defender algo a piedrazos, pero no había nada que defender. Supongo que nuestras visiones de la situación diferían mucho por lo disímil de nuestras vivencias pasadas. Pero es verdad que la cosa estaba rara: ¿qué se suponía que teníamos que hacer? ¿Caminar kilómetros hasta quién sabe dónde? ¿Nos iban a acompañar para asegurarse de que nos fuéramos? La verdad es que me despreocupé un poco: si empezaban los palazos iba a ser divertido y había mucha selva por delante.
Finalmente un grupo de hippies prácticos fueron a negociar con la policía y de pronto apareció un camión para las bicicletas y empezaron a subirlas. El camión era grande pero no entraron todas. Las restantes las subieron a las camionetas, y nosotros también empezamos a subir con las bicicletas. La situación en la oscuridad era un poco caótica, pero después de un buen rato ya estábamos casi todos en los vehículos y empezaban a arrancar de a poco. Yo no tenía muy claro a dónde nos estaban llevando. Se suponía que nos llevaban a afuera del parque. Un hippie decía que ahí había un restaurante, pero yo no recordaba haber visto nada, solo selva. Podíamos dormir en cualquier lado pero el tema de la lluvia era muy impredecible. Cuestión que ahí iba yo, sin saber a dónde, con la familia arcoíris en una caravana larga de luces rojas, blancas y azules en el medio de la oscuridad de la selva. Un poco sí que parecía un arcoíris.
No sé dónde se tomaban las decisiones, pero después de parar un rato en la entrada del parque, volvimos a arrancar y nos terminaron llevando hasta El Remate, que es el primer pueblo en la ruta, a unos 30 kilómetros de Tikal. Ahí ya había un lugar donde comprar un poco de comida y el grupo de hippies prácticos negoció con el alcalde del pueblo para que nos abran el polideportivo para dormir. Nos dijeron que no había luz ni baños, pero el dato a los hippies les debió haber parecido como un chiste. Nico logró colgar su hamaca entre una reja y un tablero de básquet. El resto dormimos en el piso; la mayoría teníamos bolsas de dormir.
Paola y Lucio se fueron temprano por la mañana porque querían llegar a Flores ese mismo día. Yo le había pedido a Nico que nos quedemos un poco y que me acompañe a las grutas de Lanquín. Hacía como tres semanas que había decidido volver a meterme ahí y sabía que el único que me iba a acompañar a ese lugar era Nico (el otro era Roger, pero ya estaba en camino hacia México). Era un poco peligroso explorar la gruta solo; además de ser un enrosque para la cabeza. Era ahora o nunca.
Estuvimos haciendo dedo un buen rato y finalmente nos llevaron a Lanquín por unos pesos. Fuimos hasta la cueva, pagamos el ticket en una caseta de madera destartalada, anotamos nuestros nombres en un cuaderno sucio y entramos. Nuestra indumentaria era profesional: Nico tenía una camisa floreada, bermudas y ojotas. Yo tenía una musculosa gris, pantalón de vestir negro con rayitas blancas y zapatillas chatas negras. Nico tenía una linternita de un dólar y medio, y yo, una linterna de cabeza rota que la ataba con un pedazo de ropa elástica que había sacado de un pantalón corto comprado de segunda mano en Bolivia.
Pasamos toda la parte iluminada sin más problema que el de resbalarnos varias veces, pero eso era inevitable, el piso era una manteca. Fuimos subiendo y bajando por unos doscientos metros de habitaciones enormes apenas iluminadas con foquitos amarillentos que colgaban de un cable. Cuando terminamos la parte del paseo, quedaba la oscuridad (a lo que veníamos). Encontré con facilidad el abismo, pero tardé bastante en encontrar la entrada lateral. Pensé: si ya me pierdo en el principio, esto va a ser complicado. Dimos vueltas alrededor de varias rocas gigantescas en una situación bastante oscura (todavía los ojos no se nos habían acostumbrado del todo a tan poca luz) y finalmente, encontramos la entrada y pasamos a una habitación no muy alta, donde teníamos que ir esquivando las estalactitas y las estalagmitas. Le dije a Nico: es por acá. Y Nico me dijo: no, no puede ser por ahí, eso es un agujero en el piso. Le dije: parece que no te acordaras que en Brasil te hice meter en un hueco en la montaña que solo se podía pasar a la fuerza como una lombriz metiéndose en la tierra. Es verdad, me dijo y se metió por el hueco atravesado de estalactitas. Pasamos a una habitación en la que teníamos que ir agachados y sorteando columnas verrugosas y húmedas, y salimos por una ventana a la parte lateral del abismo. Es por acá, dije y Nico ya empezaba a sonreír mientras bajábamos hasta una cornisa que separaba el abismo de la barranca de caca de murciélagos.
«…Creo que era por este hueco…»
Ahora tenía un poquito más de luz que la vez anterior y pude ver que había un lugar que parecía que se podía bajar por el abismo. Nico quiso empezar a bajar y le dije: no, primero vayamos para allá, que quiero ver a dónde va el túnel que vi la vez pasada, después volvemos. Me dijo: me parece muy bien; y nos deslizamos por la pendiente que daba a la caca de murciélago. Atravesamos la montaña de caca clavando los pies y las manos para no caer al agujero que se veía en el fondo. Se caminaba (o gateaba) muy bien. La caca de murciélago parecía como tierra buena comprada en un vivero (estaba ultra procesada por unas cucarachas que viven de eso; es decir que en realidad era caca de cucarachas). Entramos en el túnel agachados y avanzamos hasta donde había llegado yo. Nico me preguntó: ¿entonces, me decís que vos llegaste hasta acá solo y con una linternita de celular? Sí, le dije, y nos reímos. Avanzamos más y salimos a una habitación donde había pequeñas lagunitas de agua escalonadas. Le dije a Nico: esperá, pongámosle nombres a los lugares para orientarnos mejor que acá no da para perderse. Le pareció perfecto y ahora ese lugar se llamaba Lagunitas. Los anteriores, claro, se llamaban Caca de murciélago y Abismo. La idea estuvo buena porque además de ser útil para la memoria, más adelante nos sirvió para referirnos a los lugares mientras tomábamos decisiones del camino.
En la habitación de las lagunitas fuimos pisando los bordes para no meter los pies en el agua y pasamos por un estrechamiento y una curva que daban a otra habitación que la llamamos Diente Largo, por una estalactita que había ahí. Estalactitas y estalagmitas había hacia cualquier lugar que miráramos y en todas las habitaciones pero esta estaba al final de la habitación en una gran ventana en forma de boca y era como un colmillo largo y puntiagudo que estaba en el centro y llegaba casi al piso. Esquivamos el colmillo y pasamos a un lugar que llamamos trampolín, porque en el suelo había una formación que parecía un trampolín o una rampa para esquí. Después pasamos a un lugar que llamamos columna porque una estalactita y una estalagmita se habían juntado formando una gruesa columna. Después una habitación que llamamos Dientes de tiburón porque era una situación parecida al diente largo pero ahora era una boca con muchas estalactitas cortas y afiladas que parecían justamente dientes de un tiburón. Después pasamos a un lugar que llamamos Ballena. Supongo que influenciados por los lugares anteriores ahora nos sentíamos en la panza de una ballena. Parece una tontería lo que estoy diciendo, pero nos daba mucho relajo saber que para volver, simplemente teníamos que hacer: Ballena, Dientes de tiburón, Columna, Trampolín, Diente largo, Lagunitas, Caca, Abismo, Habitación baja, y Habitación de entrada. Al menos, yo repetía la lista mentalmente y me hacía sentir bien. Había otros lugares para meterse, pero estaba claro que si queríamos volver, de Trampolín había que pasar a Diente largo; y si no era así, había que volver a Trampolín hasta encontrar el diente largo.
En la panza de la Ballena se escuchaba que corría agua como si estuviéramos en el cuento de pinocho. Avanzando un poco, salimos a una pendiente rocosa que fuimos bajando lentamente y que llegaba hasta un laguito subterráneo que desagotaba por una mini cascadita a otra lagunita y terminaba formando un pequeño río que se iba metiendo en una cueva en la piedra (no se veía por donde llegaba el agua —probablemente por el fondo—). Nos quedamos maravillados mirando el lugar. Yo había tenido esperanzas de encontrar un pedazo de río subterraneo. El río Lanquín emerge de la gruta a unos metros de donde habíamos entrado. La gruta es de piedra caliza y se forma porque la piedra se va disolviendo lentamente en el agua. Por lo visto, ahí donde llegamos era una parte de la gruta en formación. Pensamos en meternos y avanzar un poco por el río que entraba en la piedra, pero el lugar era muy chico y parecía que se cerraba rápido.
Después de cansarnos los ojos en el río subterráneo, y de hacer juegos de luces con las linternas y el agua, apagamos las luces un rato para quedar en la oscuridad total escuchando la corriente y las gotitas que sonaban muy fuertes en el silencio de esa profundidad. Después volvimos a subir la pendiente y buscamos huecos por donde meternos para seguir hacia adelante. Nos metimos en algunos, pero no parecían dar a ningún lado y regresamos un poco por el mismo camino buscando otros lugares. Fuimos cada uno por diferentes rincones buscando algún pasaje y en un momento, Nico me gritó: eh, estoy en trampolín y creo que encontré algo. Fui hasta ahí y escalamos unas rocas que daban a un pasillo. Del pasillo se salía a una habitación grande como una iglesia. Ahí encaramos hacia la izquierda donde había como un anfiteatro con techo abovedado. Yo bajé y no encontré hacia dónde seguir. Como no tenía salida lo llamamos pozo ciego, aunque parecía tener un túnel en lo alto, pero no se podía llegar hasta ahí. Agarramos hacia el otro lado y fuimos bajando entre las rocas hasta llegar a un lago subterráneo mucho más grande que el anterior. No lo podíamos creer. Nos quedamos mirando y decidimos meternos. Apoyamos las linternas en unas rocas apuntando hacia el lago y buscamos un lugar para bajar que se pueda volver a subir. Yo bajé por un lugar y Nico por otro. El lago era grande; nuestras linternas truchas no llegaban a iluminar el otro lado (parecía profundo, también). Nadé un rato bastante maravillado y volví a buscar la linterna para ver como era el resto del lago. Me la puse en la cabeza y nadé —con la cabeza afuera, claro—. Del lado de enfrente y a la izquierda estaba la entrada de agua. Al revés que en el laguito anterior, en este se veía la entrada del agua pero no la salida. Avancé un poco nadando a contracorriente y un poco agarrándome de las rocas, y me subí a una plataforma. La plataforma se trasformaba en un corredor un poco en diagonal que se metía en la roca con el pequeño río en un costado. Era un tajo amplio en la piedra que iba formando una cueva junto al río. Lo seguí un poco y volví porque no daba avanzar mucho; ahora estaba solo y en pelotas, y chorreando agua con una linterna en la cabeza. Volví a meterme en el lago y me dejé llevar un poco por la corriente de la entrada de agua. Estuvimos un rato más nadando y comentando lo bueno que estaba el lugar, y salimos porque nos estaba dando un poco de frío.
Volvimos a Trampolín (Nico pasó por otro lado deslizándose por una especie de tobogán y salió al mismo lugar). Después fuimos volviendo un poco haciendo: Diente largo, Lagunitas y Caca de murciélago, y ahí Nico decidió que iba a bajar al pozo oscuro que estaba al fondo de la caca. Bajamos tanteando que sea fácil volver a escalar por la esponjosa caca y finalmente el pozo no era tan misterioso como en nuestra imaginación, solo daba a una pequeña cueva.
Volvimos a subir y fuimos hacia el Abismo y empezamos a bajarlo. También era menos profundo que en nuestra imaginación. Ya no merecía el título de abismo. Lo que lo hacía parecer más profundo era que el piso estaba tapizado de caca y la caca de murciélago es oscura y daba la sensación de que el pozo no tenía fondo. Ahí abajo encontramos un hueco atravesado de estalactitas que seguía bajando y nos metimos. Yo me sentía que estaba muy profundo, pero no me daba cuenta profundo en relación a qué. Bajamos y salimos a una pequeña cuevita donde corría otra parte del río (apenas entrábamos agachados). Ahí el agua corría con más fuerza y formaba espuma. Me imaginé a la gruta como un gran colador del río.
Salimos y me metí en otro pozo pequeño. Los pasos eran muy angostos y terminaba en un charco de agua con un cangrejo de patas muy largas. Salí y nos fuimos hacia un costado que se habría una gran galería. Yo intenté sacar fotos con mi celular, pero no salía nada. Me hubiera gustado tener una buena cámara para fotografiar todos esos lugares. La galería estaba atravesada de techo a piso por algo que parecía un árbol petrificado y le quedó ese nombre. Y ahí sí: ese lugar daba a un verdadero abismo. Ahora se podía ver el fondo que era claro y estaba lejos. También había un poco de agua ahí abajo. Tal vez se podía avanzar por un lateral, pero era medio colgando por unas estalagmitas y parecía muy peligroso. Nos quedamos mirando el lugar un buen rato y volvimos.
Empezamos a volver haciendo: Tronco petrificado, Falso abismo, Terraza, Cueva baja, y Cueva de la entrada. Ahí estábamos casi donde habíamos empezado y encaré hacia otro lado pensando: bueno, todo esto fue hacia la izquierda, ahora veamos hacia la derecha. El túnel daba a un pasillo estrecho y cada vez se estrechaba más. Se veía una entrada, pero había que pasar casi taladrando la roca y estábamos cansados; hacía tres horas que estábamos en la gruta. Justo en ese momento escuchamos unos gritos. Estábamos cerca de la parte iluminada y salimos. Eran los tipos de la entrada que se habían metido a buscarnos por segunda vez —según nos dijeron—. Nos vieron salir llenos de barro, con nuestra indumentaria lastimosa y les dijimos que la cueva era increíble. Uno de los hombres lo miró a Nico y le dijo: “¡Y descalzo!”. “Si, estaba muy resbaloso”, dijo Nico, que no sé en qué momento se había sacado las ojotas.
Parece que unos turistas se habían metido como una hora después que nosotros y cuando salieron, los tipos de la entrada les preguntaron si nos habían visto. Les dijeron que no, que en la cueva no había nadie y entonces se metieron a buscarnos, pero no pasaron de las luces porque ellos nunca se habían metido más allá de las luces. Estuvieron gritándonos, pero claro, ahí tan adentro no se escuchaba nada.
Salimos y nos sacamos todo el barro del cuerpo en el río Lanquín. Después nos pusimos a hacer dedo hacia Cobán y a charlar un rato recordando la gruta y sonriendo bastante.
Una de las últimas imágenes que me llevo del Rainbow es a Eugenia vestida únicamente con algo que le cubría el torso desde debajo de los pechos hasta la cintura. Es decir, que no le cubría nada. Primero pensé que era algo simbólico, pero después me di cuenta que era funcional: esa cosa tipo faja sostenía las alitas. Tenía unas alas hechas de hojas de ambay. También, se había puesto una peluca plateada y estaba dando una especie de sermón chapoteando en un balde con barro.
Después de despedirme de Roger, que estaba terminando de armar su bici para su intrépido viaje a México, me fui del campamento con Nico, acompañados de un flaquísimo gringo llamado Lucio, una ultra hippie española llamada Paola y Wiki, el perro de Paola. Nos fuimos a dedo. Primero nos llevó un camión frigorífico hasta Cobán. Cuando nos bajamos, el conductor y un acompañante nos pidieron sacarse una foto con nosotros. En Cobán hicimos dedo hasta Carchaca. Ahí nos tomamos una combi hasta Pajal. Como la combi estaba llenísima; Nico, Lucio, Paola y Wiki fueron en el techo. No sabía que el techo de una combi podía alojar a tres adultos y un perro. Iba a los pedos y yo cada tanto miraba por la ventanilla a ver si perdía un amigo. En un momento, el conductor los hizo bajar porque íbamos a pasar por un puesto policial; después volvieron al techo.
Nos llevaron hasta una nada llamada Pajal, donde también había un puesto policial. Acá parece que no importaba que los policías los vieran en el techo. Debe haber policías malos y policías buenos, y estos eran de alguno de esos dos bandos. Yo bajé primero y alcancé a ver que uno de los uniformados, desde una camioneta, les sacaba una foto a mis amigos que coronaban de rastas la combi y ya empezaban a bajar y a hacer un pasamano con el perro. Interpreté que esa foto era meramente turística y me acerqué a charlar. No me acuerdo de que hablamos, pero finalmente me dijo que en un rato iban a Lanquín y que nos podían alcanzar. Después, no sé qué problema tuvieron que no podían irse y nos llevaron un trecho hasta pasarnos a otra camioneta policial que había venido en nuestra búsqueda. Entre un vehículo y el otro nos pidieron sacarnos una foto con ellos y extrañamente nos pareció normal y nos la sacamos sonriendo. También les prestamos nuestras cámaras para quedarnos con una copia. Me pareció ver al fotógrafo dudando un poco, pero las sacó igual.
Digan hippie…
Flash.
Mis amigos hippies y el perro viajaron en la caja y yo me metí con los ratis a charlar un rato. Hablando de tonterías, me dijeron que ellos habían sido los que apresaron a Colibrí (no dijeron ‘apresamos’, dijeron ‘cocinamos’). Primero no les creí, dado que estábamos un poco lejos de Cobán, pero después me dieron datos muy precisos que me hicieron dudar. Al final, no sé como terminamos hablando del Che Guevara. Me dijeron que no sabían mucho lo que había hecho, pero que fue una persona que estaba a favor de los más humildes.
Ellos también estaban a favor de los más humildes, parece.
Pasamos una noche en Lanquín y, conectándome a internet después de mucho tiempo, vi que Gustavo me había mandado bastante trabajo y que teníamos que responder a las críticas en pocos días. A la mañana siguiente nos fuimos a Semuc Champey y me propuse trabajar cada día, de 6 de la tarde a 10 de la noche. Yo ya había estado ahí y sabía que eran las únicas horas que había electricidad para mi computadora que no tiene ni batería.
Al segundo día practiqué mi deporte: me volví a colar al parque (ahora haciendo de guía de los hippies). Esta vez, en mitad de la selva, pasamos sin hacer ruido por las espaldas de uno de seguridad como en un video juego. En realidad yo ni lo vi.
Como la mayoría de las veces que vuelvo a un lugar, en el parque encontré cosas nuevas muy buenas. Encontramos una especie de cueva debajo de una de las pozas escalonadas, que se entraba por el agua, con unos 20 centímetros de aire que permitían entrar flotando y respirando con la cabeza hacia arriba. Ya adentro había más espacio donde me podía mover entre las rocas oscuras, con la mitad del cuerpo en el agua de fondo turquesa. Avancé unos tres o cuatro metros, me sumergí y volví a salir a otra cueva donde el aire ya no tenía conexión con el exterior y olía raro. Me volví a sumergir y salí a unos 15 metros de donde había entrado. Fui a buscar a Nico, volvimos y nos metimos los dos; hicimos el mismo recorrido, pero avanzando una cueva más. Esta cueva era mucho más chica y no daba para quedarse mucho, porque entre ambos nos íbamos a acabar el oxigeno en poco tiempo. Me volví a sumergir y a buscar otra cueva. No era fácil; desde abajo del agua no se entiende muy bien donde hay aire. La cosa era mirar hacia arriba y ver superficies que parecieran chatas y plateadas, pero sin máscara se veía todo fuera de foco y era difícil distinguirlo de algunas rocas. Encontré un lugar, pero metí los dedos y apenas me cabía la mano. Traté de respirar ahí y me pareció muy complicado hacerlo solo metiendo los labios y con los ojos cerrados. Pegué unas brazadas largas y salí al exterior. Me quedé un rato flotando y como Nico no salía me preocupé un poco. Me sumergí otra vez y lo vi pataleando en el fondo lo más tranquilo. Cuando salió, le pregunté dónde había respirado y sí, había estado respirando en ese huequito. Y nos reímos, claro. Deberíamos madurar un poco.
Ahí abajo de las cascadítas estaba la entrada a la cueva.
Completando el tour de Semuc, fuimos a saltar del puente de 12 metros. Nico flasheó que era demasiado alto y yo aproveché que ya lo había hecho y haciéndome el canchero me tiré despreocupadamente como entrando a la cocina. Después Nico y Paola se tiraron felices.
Me tiré tranquilo porque las rocas me sonreían.
El segundo día a la noche, mientras estaba trabajando en la computadora, se acercó un empleado del hostal a espiarme y me dijo que le muestre la música que estaba haciendo. Le dije que no era música, que era mi trabajo y que era el registro de la actividad de unas neuronas. Me preguntó si era verdad que pensábamos con las neuronas. Le dije que sí y me quedé un poco pensando que estaba descomponiendo las oscilaciones de grupos neuronales en diferentes frecuencias y viendo cómo se combinaban con disparos rítmicos de neuronas individuales y pensé que sí, que no solo visualmente se parece a música. Después de mirarme un rato, el empleado me dijo que eso a él no se le daba bien. Le dije: ¿qué, la computación? Y me dijo: no, lo de pensar. Le pregunté qué cosa se le daba bien y me dijo que hablar.
Eugenia está muy loca; hace cinco días que no duerme y cada vez sus excentricidades se vuelven más y más surrealistas y ya está asustando a los hippies. Grita, se disfraza, te salta encima y siempre tiene un plan diferente que te lo cuenta con ojos muy expresivos. Normalmente sé por dónde anda, porque cada tanto escucho un grito sostenido y nasal que atraviesa un par de kilómetros en la selva. Es el ruido que emite después de terminar unos masajes que suele hacer a quién tenga la valentía de recibirlos. Son muy buenos: su mente delirante parece que le permite trasmitir el flash a través de sus masajes, que te hace con todo el cuerpo y que supongo que se los inventa en el momento. Usa presiones, roces y ruidos que terminan haciendo un masaje psicodélico. Además, de su locura salieron potentes bailes africanos y las pinturas de cara que hizo para la fiesta de luna llena, que parecían visiones de peyote.
Un día, alguien dijo: —¡hagamos tortillas! —¡Ahó! —respondió otro. (‘Ahó!’ es una expresión indígena norteamericana que significa algo parecido a: ‘Eso!’ o ‘Claro que sí!’; y que se usa mucho en el Rainbow. Tiene más o menos el mismo significado que ‘Amén’). Yo me puse a colaborar con las tortillas y como ninguno de nosotros sabía mucho del tema, nos pusimos a gritar: —¡Tortillera conection! —(Acá, cuando la gente necesita algo u ofrece algo, grita ese ‘algo’ seguido de la palabra “conection”. Por ejemplo: —¡algas coneeeeection! —o —¡marihuana coneeeeection! —y normalmente se entiende si es pedido u ofrecimiento por el contexto. Por ejemplo: si es algas, siempre es ofrecimiento; y si es marihuana, siempre es pedido. Además, cada tanto, la gente agradece todas esas cosas materiales e inmateriales que compartimos (o que nos ofrece la Pachamama), con una canción que dice, por ejemplo para las algas: —♫ Gracias por las aaaalgas… gracias por las aaaalagas. Nos guuustan, nos aaaman, nos daaan felicidaaaad —o para el amor: —♫ Gracias por el amooooor… gracias por el amooooor. Nos guuuusta, nos aaaama, nos daaa felicidaaaad —y la gran mayoría se suele enganchar, y cantan todos juntos). En fin, después de que gritamos ¡tortillera conection! se acercó un pibe y nos enseñó a hacer tortillas amasándolas con bolsitas de plástico. Funcionaba muy bien y yo me puse a cantar: —♫ Gracias por el plaaaastico… gracias por el plaaaaastico. Nos guuuusta, nos aaaama, nos da felicidaaaad —pero lo interrumpí porque no se enganchó nadie. Evidentemente, no todas las cosas que nos son útiles son dignas de nuestra devoción. El plástico parece que no, a pesar de que justo estaba lloviendo un poco y estábamos bajo un techo de plástico, y que las carpas son de plástico, etc. En realidad, sí que se enganchó alguien a cantar; se enganchó un chileno que me cae muy bien y que se cagaba de la risa.
Más tarde cayó Eugenia a ayudarnos y se dio más o menos el siguiente diálogo:
—¡Qué feo, con bolsitas de plástico!
—♫ Gracias por el plaaaastico… gracias por el plaaastico…—me puse a cantar como por reflejo y fue mi única intervención.
—♫ Pero contamiiiiiina… y es muy feeeo… —también se puso a cantar ella.
—♫ Pero nos es muy uuuuutil… en nuestro campameeeeento… —se sumó el chileno.
—♫ Pero deberiiiiamos… usar cosas naturaaaales.
—¡Ahó! —dijo alguien.
—♫ Pero viene de la tieeeerra… de hecho viene de adentro de la tieeeeeerra —dijo el chileno que ya se debería creer Martín Fierro con ese toque filosófico que le imprimió a esa especie de payada sin guitarra.
—♫ Yo lo hago con las maaaanos… y no dependo del plaaaastico —se puso más pragmática.
—♫ Entonces sácate la bombaaaaacha… porque tiene plaaastico.
Ella, que solo tenía un vestidito rústico y una bombacha de lycra se emocionó:
—♫ Me hiciste ver la luuuuz… tampoco necesito esto —y se sacó la bombacha.
—¡Ahó! —dijo alguien.
—♫ A muchas le hice ver la luuuuuuz… cuando les dije que se saquen la bombaaaacha —dijo el chileno y todo terminó en risas y un pedido nuestro a Eugenia de que no se arranque los botones de plástico del vestidito.
Se fue contenta.
Más tarde, mientras seguíamos con las infinitas tortillas para trescientas personas, me quedé pensando en lo de “gracias por le plástico”. Todos los días que estuve en el campamento llovió y la lucha contra la lluvia es un poco permanente. Algunos proponen dejar de cantar “Cole’oko mama cole’oko” porque es un canto para que llueva; varios creen que no para de llover porque cantamos eso. Realmente, el barro que hay por todas partes parece que ya tiene fastidiado a la mayoría; siempre hay que estar agregando un plástico en algún lado para mantenernos relativamente secos en los peores momentos. De pronto se me ocurrió cantar: —♫ Gracias por la lluuuuvia… gracias por la lluuuuvia… nos guuusta, nos aaaama, nos daaa felicidaaaaad —y ese sí que tuvo éxito y lo cantaron todos; estoy aprendiendo.
¡Gracias por el baaaarro! ♫
Algo sorprendente es que exista un campamento de cientos de personas (en algunas ocasiones miles) sin ningún organizador general. En el Rainbow todo el mundo hace lo que quiere y organiza cosas a voluntad. Aunque hay unas tres reglas básicas: NO alcohol, NO drogas y NO carne. Lo de no carne se extiende a no leche y no huevo. Además, siempre hay que hacer una olla de comida cruda para los ‘crudívoros’ (hay algunos que han decidido solo comer cosas crudas por el resto de sus vidas). Por otro lado, la avena no se puede servir cruda porque varios dicen que con el agua fermenta y no sé qué. A todo esto hay que sumarle que el presupuesto es acotado porque todo se compra con lo que la gente pone en un sombrero que pasan después de comer. El promedio da más o menos 40 centavos de dólar por persona por comida. A pesar de todo, cada tanto, suele haber muy buenos platos; que devoro con mucho interés, ya que solo hacemos dos viandas al día y llegan después de largos cantos y cariños. Un día le pregunté a uno: —¿Vos sos vegetariano? —y me dijo: —No, también como hormigas.
El tema de ‘no drogas’ tampoco es simple. Aparentemente es ‘no a las drogas sintéticas’; el resto abundan. Y una discusión que surge cada tanto es sobre el LSD: hay LSD a pesar de que es sintético. Algunos opinan que no debería haber. El mejor argumento que escuché a favor de que no se prohíba el LSD fue el de un brasileño que dijo que hay Rainbow porque hay LSD. —¡Ahó! —dijo alguien.
No solo la lluvia diaria pone a prueba la capacidad de los hippies para estar siempre de buena onda: algo peor son los robos. Desaparecen cosas de las carpas cada dos por tres (principalmente dinero). Varios les echan la culpa a algunos campesinos que pasan cada tanto por el campamento. Otros creen que es gente del Rainbow. Una cosa es seguro: a un tipo del campamento lo agarró la policía en la ciudad comprando con una tarjeta de crédito de otro del Rainbow y lo metieron preso. Después, los hippies tuvieron una discusión sobre una propuesta de pagar la excarcelación entre todos, pero quedó en la nada; probablemente por la falta de voluntad de los que ya habían sido robados. El tipo se hace llamar Colibrí. Y salió. Unas semanas después de entrar, fue una mujer mayorcita del Rainbow a comprar ácido fólico y a sacar al tipo de la cárcel porque quiere tener un hijo y ahora lo están encargando en la carpa. Cuando volvió Colibrí, se volvieron a intensificar los robos; pero es raro porque se intensificaron de una manera exagerada. Están robando a cuatro manos y no parece que pudiera hacerlo ese tipo solo, en los pocos momentos que lo dejan salir de la carpa. Y la cosa se puso violenta (o no tanto; violenta para el mundo hippie): un grupo (al que me sumé) se internó en el bosque a buscarlo y exigirle que devuelva lo robado (que por cierto debe ser mucha plata). El tipo, que tiene 30 años menos que su nueva novia, se empezó a escudar detrás de ella. Estaba claro que mentía. Dijo que todo era un mal entendido, que ya había estado preso en otra ocasión y que también era un mal entendido. En la discusión surgió el dato de que había dado diferentes nombres y ya nadie sabía cómo se llamaba realmente. Pero negaba todo. Un hippie veterano que había sufrido un gran robo, le dijo que si no le devolvía las cosas, le rompía la cara. Otras hippies saltaron y dijeron “noooo, no, así no” y el hippie veterano reculó cambiando la cara de odio por una sonrisa semiforzada y con vergüenza, como si lo hubieran agarrado robando a él. Finalmente se juntó más gente que salió de entre los árboles al escuchar los gritos, y después de un rato largo de situaciones tensas, me di cuenta que el verdadero problema para la mayoría no era Colibrí sino que se estaba rompiendo la paz y la buena onda. Entonces también me di cuenta que Colibrí había ganado la partida: los hippies preferían que se vaya con el botín antes que empeorar los tonos elevados de voz. No sé como terminó la cosa porque ese día yo me fui. Seguro que lo dejaron ir, no tenían ninguna otra opción.
¡Te voy a romper la cara!… digo… ¡Amor y paz, hermano!
Volví al Rainbow y volví al barro. Me puse mi pantalón destruido y caminé 10 o 20 minutos por la manteca marrón. En el círculo central reconocí a Nico de espaldas, haciendo malabares entre los hippies que estaban cantando “Cole’oko mama cole’oko” [http://www.youtube.com/watch?v=Z6SeDm8vu5A] y después «Somos los guerreros del arcoíris!». Me acerqué por atrás y me puse una máscara que compré en Chichicastenango. Era como la cruza de un pasamontañas con un gorrito andino. O una careta de lucha libre mexicana, pero tejida por una abuelita. Cuando me vio, me sonreía con mucha interrogación en su cara. Le dije “Nico!” detrás de mi máscara y me reconoció enseguida. Nos abrazamos y nos reímos. También, al toque, lo reconocí a Roger que venía caminando a la distancia. Después de 5 meses y 5 países nos reencontramos los tres.
Terrorista del arcoíris.
Me quedé varios días en el campamento. Me sentía un poco más conectado que la vez anterior. Uno de los días fuimos en expedición hasta un pueblito cercano con un guía local. Caminamos con los hippies un buen rato por las montañas; entre la selva y los pastizales. Salimos a un camino y cuando empezó a haber casas, la gente empezó a salir y a mirarnos como en un zoológico. Yo disfrutaba mucho del paseo y del contraste tribal. Cuando llegamos al pueblo, nos instalamos en un playón y los hippies empezaron a hacer malabares, a cantar y a tocar instrumentos. La gente se fue acercando formando una especie de círculo incompleto a una distancia más que prudencial. Los hippes estuvieron un buen rato haciendo cosas de circo, entreteniendo sobre todo a los niños. Yo en un momento me relajé y me acosté en el pasto y me cayó una clava en el medio de la frente.
Enemigos de las burbujas arcoíris.
También habían preparado una obra de teatro y cuando estaba por empezar, el negro, que es uno de los del rainbow y que tiene más alma de punky que de hippie, empezó a hacerse el loco golpeando un palo contra el piso y arreando a la gente como ovejas para formar un círculo más cerrado alrededor de la obra. Funcionó.
Esta rubia fue mucho más aglutinadora que el negro.
Lo que no funcionó muy bien fue la obra. Trataba sobre los cuatro elementos, que supongo que son agua, fuego, aire y tierra; pero no entendí bien. Era sobre unas semillas que alguien le daba a una especie de hada o algo así y que no lograba que germinen y el hada las iba llevando con diferentes gnomos o no sé qué eran; y cada uno le recomendaba algo diferente. Unos le recomendaban que ponga las semillas en la tierra; otros, que les ponga agua; otros, que les dé el sol (que supongo que representaba el fuego, pero que no sé qué tiene que ver con la germinación, tal vez por el calor). Lo del aire no me acuerdo. Cada elemento abarcaba toda una parte de la obra con música representativa y bailes. Finalmente terminaba, según entendí, con que las semillas para germinar necesitaban AMOR. Y ahí sí que germinaban. Yo, personalmente, no comprendí del todo la obra porque estaba prestando más atención a la gente local que a los actores. Y la gente local no entendió mucho tampoco, porque la mayoría no hablaba español. Uno del pueblo se había puesto como traductor, pero le resultó una tarea bastante difícil por tener que andar interrumpiendo y gritando por encima de la música, y porque había cosas difíciles de traducir como «hada» o «chacras» o cosas así, que el tipo trataba de explicar con esfuerzo y de una forma aproximada. Además, a mitad de la obra, un pibe sacó un paño con artesanías para vender y la mayoría de la gente abandonó el espectáculo para ver los «collarcitos de colores». Me dio la sensación de que muchos creían que estaban regalando algo. Yo también me fui un rato en la mitad. Me fui a comprar una cerveza en una tiendita que había a un par de cuadras. Ahí encontré a varios del Rainbow recuperándose un poco de la abstinencia (en el campamento está prohibido el alcohol).
Después de la obra, empezó a hacerse de noche y también empezó un pequeño conflicto que casualmente me tocó estar cerca cuando comenzó. Un local vino a hablar con el negro y le explicó que cuando él había estado gritando y golpeando un palo contra el piso, una nena se asustó mucho y ahora necesitaban un mechón de su pelo para quemarlo cerca de la nariz de la niña. El negro le dijo que él no le daba su pelo a nadie. Yo interpreté la respuesta como algo salido de su espíritu punky, pero me equivocaba. El tipo empezó a implorar un poco y a explicar que ellos tenían esa costumbre. Si un niño se asusta y no le queman pelo del asustador delante de su nariz, puede enfermar y morir. El negro se siguió negando, ahora con palabras un poco agresivas. Ya había varios locales que se habían acercado y estaban a la expectativa. Yo me metí y le dije bueno, no pasa nada, le cortamos un poco de pelo a otro hippie y listo. El local me dijo que sí, pero me pareció que ponía cara de no es lo mismo pero algo es algo. Entonces me puse a pedirles un poco de pelo a los hippies que también se habían acercado a ver la situación. Ninguno, absolutamente ninguno quiso darle un poco de pelo. Yo empecé a no entender nada. Habíamos venido con la idea de compartir todo lo que tengamos para dar, y ahora no había ni un mechón de pelo. Como realmente no entendía nada, empecé a preguntarles a todos, con sinceridad, por qué no querían entregar un mechón de pelo. Y para mi gran sorpresa, todos y por separado argumentaron que los indios podían hacer magia negra con el pelo. Yo primero pensé que era joda. A algunos les pregunté si de verdad creían que estos tipos podían hacerles algo a ellos a través de un mechón de pelo y la respuesta fue un rotundo sí. Algunos hasta argumentaron que había mucha magia negra por la zona. A otros les pregunté por qué pensaban que estos tipos nos iban a querer hacer magia negra si nosotros habíamos venido con la mejor onda del mundo y que lo que el local estaba diciendo sonaba a una costumbre muy verosímil. Más o menos me dijeron que «nunca se sabe». Yo me volví al tipo y le pregunté si un mechón de mi pelo le servía (mi única motivación era no dejar a los locales tan ofendidos). Me dijo que sí, pero me puso mucha cara de no estar convencido. Yo lo entendía: mi pelo era muy cortito, lacio y limpio. Era como si se cortara él mismo un poco de su propio pelo. Me corté un mechón con una tijera que él mismo tenía, se lo di, lo guardó en el bolsillo y me lo agradeció mucho, pero igual se quedó con cara de pollito mojado. El conflicto no terminaba. Había aceptado mi pelo de pura buena onda, pero no estaba nada convencido de que funcionara. La gran mayoría de la gente no estaba al tanto del problema porque los malabares seguían, pero el grupo del conflicto se había agrandado y ya había como unos quince locales con sus argumentos y sus caras de más o menos angustiados. Supuse que veían la inminente enfermedad de la niña y su posible muerte. Ya era de noche y yo la cara de los locales solo las podía diferenciar por su grado de angustia o enojo. Pensé que justo el negro, un par de días antes, había estado cortándose la barba en el círculo sagrado del campamento y los pelos había quedado tirados por ahí y yo podía juntarlos y traerlos al día siguiente, pero me di cuenta que a mí también ya me estaba fallando el cráneo. Se me ocurrió ir a Eugenia a pedirle un mechón, que sabía que me lo iba a dar (Eugenia es un capítulo aparte). Me lo dio sin preguntar y se lo di al local que también lo guardó en el bolsillo y pareció tranquilizarse. Al rato supongo que otra vez empezó a dudar de la eficacia de los pelos ajenos al asustador y volvió a insistir con los pelos del negro. El negro les dijo cosas como que eran unos ignorantes. Que él en el camino había visto una cantidad de basura tirada, propio de gente sin educación y que eran devotos de la iglesia católica que era la peor caca de este planeta. El tipo le dijo que nosotros decíamos que veníamos a traer paz y amor pero que dejábamos la mierda. Más tarde lo insultó de una forma exageradamente sutil: me preguntó a mí de que país era y le dije que de Argentina. Me dijo: muy buenos jugadores de futbol por ahí. Después le preguntó al negro y le contestó Uruguay. Ahí no hay buenos jugadores, dijo el local. Todo terminó inconcluso más o menos por ese momento. Nos fuimos en banda caminando por la oscuridad. Fue una mala tarde. El negro me cae muy bien, pero había estado muy garca.
En el camino pasamos por la iglesia del pueblo que era muy simple y muy antigua y el Negro, que además de alma de punky tiene grandes capacidades de liderazgo, se metió en la iglesia y varios lo acompañaron. Adentro solo había gente rezando. Fue hasta el altar, agarró una biblia y el micrófono y se puso a recitar partes con acentos rarísimos. Otros que lo habían seguido se morían de la risa. Uno se puso a tocar una batería que también había por ahí, otro una marimba y un tercero tocaba su propia flauta hippie. La secuencia era fantástica. Afuera estaba oscuro, adentro estaba muy iluminado y sonaba una música del demonio. El negro tenía puesto un sombrero de pirata y su barba era casi la de Morgan. Sus ojos saltones resaltaban en su piel oscura. Los ruidos bíblicos se escuchaban muy fuertes con el micrófono. Los locales medio sonreían con la mitad de la cara y con el ceño fruncido.
¡Al abordaje!
Me fui y caminé con un grupito por senderos oscuros como dos horas hasta el campamento.
En Chichicastenango me hospedé en un hostal barato donde la terraza y mi ventana daban al cementerio. Las tumbas y mi cuarto estaban a la misma altura, pero separadas por unos 100 metros y por un valle. Desde mi ventana se podía ver casi todo el cementerio, que era totalmente multicolor: cada bóveda y cada tumba estaba pintada de un color diferente.
Otro tipo de Rainbow Gathering.
Bajé una cuadra, subí por una escalera de piedra y me puse a pasear entre el arcoíris de casitas de muertos. Las tumbas eran solo cruces de colores sobre montículos de tierra con pinocha esparcida arriba. Estaban una al lado de la otra y no daban espacio ni para caminar. Cada dos por tres me encontraba parado arriba de alguien.
Sobre la parte más alta vi a dos indios y una india en una ceremonia maya. También estaban vestidos de muchos colores, pero colores chiquitos, como si hubieran hecho picadillo al cementerio en sus ropas. Estaban recitando rezos alrededor de un fuego hecho de huevos y limones. Me quedé sorprendido de que los huevos y los limones pudieran arder así. Se los frotaban por el cuerpo y los iban agregando cada tanto formando círculos. Los tipos recitaban acompasados pero cada uno decía algo diferente. No sé lo que decían porque hablaban en algún idioma maya (supongo que era q’eqchi’). Cuando se acabaron los huevos y los limones, siguieron con velas blancas y negras que las iban apoyando acostadas en el fuego. La ceremonia era muy larga y me fui mucho antes de que terminen con todas las velas que tenían.
Humo, huevos, cruces y cantos indígenas.
Saliendo del cementerio me crucé con unas doscientas personas que venían detrás de un cajón. Todos me miraban. Tal vez me parecía al difunto.
Ese mismo día por la noche, desde mi ventana vi fuego entre las bóvedas y me acerqué una vez más al cementerio. Apreté el paso entre las calles oscuras y después entre las bóvedas que ahora casi no tenían color. Cuando llegué estaba terminando una ceremonia nocturna.
Al día siguiente era justo el día groso del mercado. La gente de las comunidades llegaba y los puestos terminaron ocupando todo el centro. También crecían en altura como cuatro metros, anudando palos con sogas y toldos.
El mercado crecía en ancho y en alto, pero también en diagonal
De Chichicastenango me fui a Nebaj en un chicken bus. Dormí ahí y al día siguiente me fui para Cobán en tres combis, yendo de comunidad en comunidad. Quería volver al Rainbow para encontrarme con Roger y Nico.
En la Pensión Meza hay muchos personajes. Todos están medio locos excepto Willy que está totalmente loco:
– Willy: Un gringo de unos sesenta y pico de años que usa siempre pantalones cortos, remera sin mangas, chaleco de polar, gorro de lana; y siempre está gritando unos “cuaaack” nasales que parecen hechos por un pato de metal.
– Robert: Un negro garífuna de Livingston. Con rastas, gordo, dientes de oro y muy sereno. Me pareció muy inteligente. Cuando lo conocí, estaba tranquilo, leyendo una biblia con cubierta de cuero, bajo una sombrilla en el patio de la pensión. Yo me había quedado sin libro para leer en El Salvador y me había llevado una biblia que encontré en el hostal y la estaba hojeando cada tanto. Nos pusimos a charlar, y de todas las pavadas que hablamos, la que más me gustó fue su extraña confesión: «Yo soy creyente por obligación: no hay ningún negro ateo, así como no hay ningún negro torero» me dijo riéndose a gusto con su sonrisa de oro.
– Conrad: Según me contó, cuando él tenía 9 años su familia se mudó a Estados Unidos, y tiempo después, pudo estar legal por un convenio por la guerra civil en Guatemala. Cuando él ya tenía 50 y pico, después de pasar toda su vida en Estados Unidos, llegó la paz a Guatemala, se acabó el convenio y pasó a ser un ilegal. Tuvo que cambiar su trabajo de maestro bilingüe por el de albañil. Finalmente, lo metieron preso tres meses y lo deportaron. Llegó a Guatemala sin familia y sin plata. Volvió a cruzar como ilegal por México, lo metieron preso otros tres meses y lo volvieron a deportar. De nuevo volvió a entrar: esta vez cruzando por el desierto junto a un salvadoreño que se ahogo pasando un río, llevándose al fondo la comida de ambos. Conrad caminó dos días y dos noches por el desierto comiendo cactus. Salió del desierto y lo metieron un año en prisión federal y lo volvieron a deportar. Ahora tiene que esperar un año más para volver a entrar ilegalmente sin tener un exceso de problemas. Vive de vender libros de inglés por la calle y apenas junta el dinero para pagar la pensión. También está pensando en la posibilidad de irse a Sudamérica que dice que ahí lo van a tratar mejor que en Guatemala. Me preguntó cómo hice para cruzar el Darién y le hablé de las opciones que yo conocía.
– Andrea: Un italiano de unos 50 y pico que se parece mucho al psicoanalista de Twin Peaks. De hecho, se la pasa hablando de psicoanálisis (casi siempre borracho).
– Freddys: Es guatemalteco y vivió 10 años en la pensión. Ahora no, pero vuelve cada tanto para tomar cerveza con la gente. Me dio una paliza terrible en el ping-pong y me contó que la habitación en la que estoy no fue en la que estuvo el Che. Dice que estuvo en la 9 pero que se vino abajo y ahora decoraron la 21.
Después de 10 días en Guate, me fui a Antigua otra vez y subí al volcán Pacaya, que está en actividad. Anduve caminando por un paisaje lunar.
Desde la luna el sol se veía rarísimo.
Ahí, conocí a Diana y a Aixa, dos españolas que están en Guatemala de voluntariado. Me invitaron a su casa en Patzún, un pueblito no muy lejos del Lago de Atitlán.
No todos los trabajos en Patzún eran voluntarios.
Pasé unos días con ellas y me fui para el lago. Me tomé una camioneta comunal a Godinez, una combi a Panajachel y una lancha a San Pedro La Laguna. Me pareció muy buena la entrada al pueblo en lancha, que era a través de una especie de techo de paja que llegaba hasta el agua. Me alojé en la mejor ganga de todo mi viaje: habitación grande, cama doble, baño privado y wifi; todo por 3 dólares. El wifi lo necesitaba porque me llegaron nuevas críticas del paper y me tenía que poner a trabajar.
Al día siguiente, en un descanso del trabajo, me fui caminando hasta el pueblo de al lado que se llama San Juan La Laguna y ahí me di cuenta que el lago estaba desbordado. Las casas, que originalmente estaban en la costa y tenían dos pisos, ahora estaban deshabitadas y tenían un solo piso por encima del agua. También se veían techos que parecían flotando. Lo que en San Pedro había interpretado como una linda entrada a la ciudad en lancha a través de algo que parecía un techo de paja que llegaba hasta el agua, era efectivamente un techo de paja que llegaba hasta el agua.
Tenía buenas vistas.
Ahí en San Juan, encontré unos niños que estaban jugando a tirar un CD viejo desde el muelle para después sumergirse y buscarlo entre las plantas y las ruinas subacuáticas. Había mucho sol y el fondo se veía muy verde. Les expliqué a los niños que eso no eran algas sino plantas subacuáticas, les conté un par de trucos para aguantar más la respiración y me sumé al juego un buen rato, hasta que terminé con los dedos arrugados.
De paso, también les enseñé a levitar.
La hijita del dueño del hostal en San Pedro se llamaba Argentina. El tipo le puso ese nombre porque había sido fanático de Maradona y del futbol argentino. Cada tanto, mientras trabajaba en la computadora, me distraía un grito del estilo: “¡Cuidado, Argentina!” o “¡No te alejes, Argentina!” y cosas menos simbólicas como “ponete un abrigo, Argentina”.
Me fui de San Pedro. Me tomé un chicken bus hasta El Encuentro y una combi hasta Chichicastenango.