Comienza un nuevo milenio

Ni bien llegamos a Cuzco empezamos a familiarizarnos con el rumor de que las ruinas de Machu Picchu no iban a estar abiertas el 31 de diciembre a las doce de la noche. Entonces, poco a poco, el rumor empezó a parecernos cada vez más verosímil, hasta que finalmente aceptamos la alternativa más realista: iríamos al festejo oficial de fin de milenio en la ruinas de Saqsaywaman, en una colina cercana a Cuzco. No teníamos mucha idea de si Saqsaywaman había sido un lugar de sacrificios humanos, pero por las dudas decidimos honrarlo con una gran sangría. Así, en la última tarde del milenio, Andrés, Gastón, la pelirroja, la morocha y yo incursionamos en los abarrotados pasillos del mercado de Cuzco en busca de vino, azúcar, limones, hielo y una olla.

Recién por la noche, ya dentro de la camioneta camino a Saqsaywaman, nos enteramos de que estaba prohibido el ingreso de alcohol al evento y que los controles comenzaban en la ruta. Por suerte, el policía que entro a revisarnos el equipaje encaró a Gastón.

–¿Qué hay ahí?

Gastón no contestó (tal vez estuviera tragando saliva) pero levantó la manta que cubría los hielos.

–Ah, hielo… sigan nomás. –dijo el policía sin mucha vocación de detective.

Ahora no deja de parecerme extraño cómo pensábamos en aquella época. Hoy en día me sentiría raro cayendo a un festejo en ruinas incaicas cargado de cartones de vino, hielos, olla, etc. Pero entonces no nos parecía tan descabellado. Incluso, en el momento de llegar a la entrada principal y darnos cuenta de que por ahí no íbamos a poder ingresar, actuamos con total naturalidad pasando por delante del cartel de bienvenida y siguiendo por un camino que se abría hacia la izquierda, para ir en busca de algún lugar por donde colarnos.

Lo que no mencioné hasta ahora es que las zapatillas me quedaban grandes y que yo había aprovechado ese espacio extra para llevar escondidos hongos en una y trozos de San pedro disecados en la otra.  Los hongos me acompañaban desde Buenos Aires y el San Pedro lo había comprado con bastante disimulo a una curandera ahí mismo en el mercado de Cuzco (que curiosamente se llama Mercado Central de San Pedro).

Esa noche rodeamos las ruinas de Saqsaywaman en la oscuridad y terminamos trepando por una loma suave y de pastos cortos. Sobre la cima, Andrés, Gastón, la pelirroja, la morocha y yo cruzamos un alambrado, cargados de vinos, azúcar, limones y hielo. Me recuerdo caminando con los pasos extraños de mis zapatillas de payaso junto a Gastón, que era el encargado de llevar los hielos. Lo habíamos decidido así porque, claro, él seguía indocumentado.

Al descender de la loma nos mezclamos entre el público que esperaba paciente sentado en el pasto. Recuerdo que el espectáculo fue notablemente aburrido: una especie de valet semi originario, interpretado por gente cobriza y emplumada corriendo de acá para allá con un estilo más propio de Las Vegas que del altiplano y con un final de fuegos artificiales que resplandecieron sobre las piedras incaicas. O tal vez no entendí nada debido a que al principio estaba más concentrado en la preparación de la sangría que en el espectáculo en sí, y luego, el estado de embriaguez creciente llevó a desconcentrarme un poco más.

sangría
Antes del alcohol.

 

Otro motivo de distracción fue la rápida popularidad que obtuvimos al convidar parte de nuestro exceso de producción de sangría. O eso creo recordar, porque la cosa fue algo confusa. Lo siguiente que me viene a la memoria es Andrés sosteniéndome por los hombros mientras yo vomitaba detrás de una gran roca sagrada. Después me recuerdo dando unos pasos tambaleantes también abrazado a mi primo y, finalmente, acostado en una camilla dentro de una carpa de Defensa Civil, cubierto por varias mantas y conectado a una máscara de oxígeno.

apunamiento
Antes del oxígeno.

 

¡Qué bien se siente el oxígeno a esa altura! Incluso tuve energías como para bajar a una silla y cederle la cama a otro descompensado, al que tuvieron que hacerle masaje cardíaco y respiración boca a boca. Incluso le cedí mi máscara de oxígeno. Incluso me arrepentí cuando volví a sentirme muy mal.

Así fue como recibí al nuevo milenio dentro de una carpa de Defensa Civil. Estuve bastante tiempo ahí dentro. Cuando pude tambalearme hacia fuera de la carpa, era tan tarde que ya prácticamente no quedaba nadie en el lugar, y menos un transporte que pudiera bajarnos de la colina en dirección a Cuzco. Apenas podía mantenerme en pie entre las piedras de las ruinas y, en ese estado, solo quedaba una opción: una última camioneta de Defensa Civil, medio abandonada por su conductor, que más bien se concentraba en una petaca.  Al principio el tipo, un moreno achaparrado, se negó a llevarnos por su estado calamitoso y pidió que lo esperáramos un rato mientras se recuperaba. Entonces el petiso siguió bebiendo de la petaca y de a poco fue adquiriendo confianza en sí mismo hasta que decidió llevarnos con una gran sonrisa y ojos achinados.

Colina abajo, Andrés y Gastón fueron enfriándose en la caja y las chicas y yo en la cabina, atentos a la verborragia del conductor que bromeaba en cada curva estrecha y pedregosa. Los dedos de mis pies se apretaban en mis zapatos de payaso.

Amanecí muy débil. El primer día del siglo veintiuno lo pasé sin poder levantarme de la cama. Andrés mejoró un poco la situación leyéndome cuentos de Borges.

 

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Sexo y fútbol en el altiplano

Al llegar a Potosí supimos que el siguiente bus a La Paz salía al atardecer. Era cerca del mediodía, eso nos dejaba unas pocas horas para disfrutar de la histórica villa imperial, la legendaria ciudad que se extiende a las faldas de la montaña Sumaj Orcko. Pero antes de llegar al centro, al pasar por un hotel, con la morocha decidimos que íbamos a disfrutar más de Potosí y que íbamos a entendernos mejor si alquilábamos un cuarto. No fue fácil explicar al recepcionista que solo lo queríamos por algunas horas.

–Tengo que cobrarles por el día entero.Calle de Potosí (Large)
–Claro.

A Potosí la recuerdo como una ciudad fragmentada en diferentes tonos de marrones sobre pendientes que van de alto a más alto. La altitud me empastaba los pensamientos, como si todo el tiempo estuviera despertándome de una siesta. Está situada a 4000 metros. Junto con El Alto, son las dos ciudades de más de 100.000 habitantes más elevadas del mundo. Y cuesta respirar. La presión de oxígeno ahí es solo un 62 por ciento de lo que hay a nivel del mar. El cálculo de tiempo de adaptación a la altura para esa situación es de 46 días. En ese período el cuerpo aumenta el ritmo respiratorio, el corazón late más rápido, secretamos más bicarbonato en la orina, se reduce la producción de lactato, disminuye el volumen de plasma, los glóbulos rojos aumentan en cantidad y en tamaño, se desarrollan más capilares sanguíneos en los músculos y aumentan la mioglobina, las mitocondrias y la concentración de enzimas aeróbicas, entre otras cosas. Pero nosotros recién llegábamos y con la morocha nos agitamos exageradamente subiendo la escalera.

La escalera era de madera oscura y gastada, las paredes del cuarto también, la cama era pequeña. Entonces volvimos a agitarnos hasta que me sangró la nariz. Y tan seco es el clima en Potosí que la sangre se secó rápido. La traspiración también. Los ojos me ardieron. Estuvimos a punto de quedarnos dormidos. Yo descansé mi cabeza sobre su pecho, que recuerdo blanco y amplio. Me recosté ahí para no sucumbir ante la almohada que se veía traicionera. Creo que los dos hicimos fuerza con los párpados. Llegamos con el tiempo justo a la terminal.

Lo siguiente fue el transcurso de otras largas horas en tres buses: primero a La Paz, luego a Copacabana y finalmente a Puno, ya del lado peruano, junto al gigantesco Titicaca, el lago navegable más alto del mundo.

Para ese momento del viaje yo tenía un fuerte dolor que bajaba desde la nuca hasta los hombros, apenas podía mover el cuello. Y era lógico, hacía mucho que no dormía en una cama. Los músculos debían estar cansados de sostener la cabeza durante tantos días. El cuerpo me pedía un colchón.

Pero no, decidimos no dormir en Puno y seguir viaje. Y una vez más debíamos esperar unas cuantas horas antes de subir al siguiente bus.

Entonces, por hacer algo, caminamos hasta el gigantesco lago. Estaba nublado y nos sentamos en la orilla a charlar y otear el horizonte, probablemente con esa sensación extraña que da otear el horizonte de un lago. Y en algún momento, en mitad de alguna conversación costera, desde lejos vimos llegar una lancha y de la lancha bajó Gastón.

–¡Ehhhh!
–¡Ehhhh!

Nos abrazamos.

–¡¿Qué hacés, bestia?!
–¡¿Qué hacés, Chupete?!
–¡Qué locura!
–Increíble.
–¿Qué contás?
–Nunca llegó el pasaporte, tuve que cruzar ilegal.
–¡¿Por el lago?!

Se rió.

–No, ahora vengo de visitar las islas de los Uros.

Nos reímos.

–Crucé por la frontera, caminando. Estoy sin papeles.

Creo que en esa época nos sentíamos muy grosos, nos comíamos el mundo. Con ese espíritu Gastón cruzó la frontera sin firmar ningún papel y con ese espíritu desafiamos a unos peruanos a un partido de futbol junto al lago, a 3800 metros sobre el nivel del mar y mal dormidos.

la pelota no dobla (Large)

Los primeros quince minutos empezamos ganando, después claramente no. No era tanto porque la pelota no doblara sino porque nosotros íbamos doblándonos de a poco. Si corría más de tres pasos, sentía la sangre latir en las encías. Algo con gusto metálico resbalaba por mi garganta. Nos golearon. Terminamos casi con hipotermia e intentamos recuperarnos con unos mates. Andrés tiritaba. Supongo que de verdad sentiría mucho frío porque lo siguiente que atinó a hacer fue comprarse dos pulóveres peruanos. Se puso uno arriba del otro.

niña tomando mate (Large)

Esa noche íbamos a hacer el trayecto final de nuestra larga travesía a Cusco. Todavía faltaban un par de días para la llegada del año 2000. Una vez más el viaje sería nocturno. Entonces, al subir al último bus del milenio, recordé que yo estaba con la morocha y me senté a su lado.

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Desde Montañita. Final de la historia.

Lo pasamos muy bien en los días nublados y luminosos de Montañita. En las sierras bajas y verdes, en las playas llenas de vegetación podrida y todo eso. Hasta que llegó el momento de volver: un día después de que la chilena rubia y la chilena morocha se fueran a Guayaquil, nos dimos cuenta de que estábamos llegando al final de nuestros cien dólares de emergencia. Entonces empezamos a viajar por primera vez hacia el sur, emprendiendo la vuelta a casa, que parecía tan lejos.

Caminos latinoaméricanos (Large)

Y calculamos mal: después de dos buses y muchas horas por las carreteras ecuatorianas, llegamos a la terminal de Guayaquil para darnos cuenta de que, con los pocos dólares que teníamos, no íbamos a poder llegar a la frontera peruana.

Era de noche y la terminal se iba apagando cuando tuvimos que ponernos de acuerdo en elegir entre dos opciones: intentar hacer dedo (que parecía complicado a esa hora y en esos barrios periféricos) o llamar a las chilenas para pedirles plata prestada (ellas nos habían dejado un dudoso número de teléfono).

Las llamamos, claro.

La respuesta fue sí y entonces nos dimos cuenta de que, hasta donde estaban ellas, solo podíamos ir en taxi. Eso nos dejaba con apenas unos centavos de resto.

Fuimos, claro.

El taxi pasó por barrios pobres, por debajo de autopistas y por más barrios pobres hasta dejarnos frente a un paredón interrumpido por fuertes rejas custodiadas entre dos uniformados con ametralladoras.

Pasamos, claro.

Caminamos a oscuras por callecitas prolijas de un barrio privado. No recuerdo de quién era la casa, creo que de algún pariente lejano de alguna de las dos. Y extrañamente solo las vimos a ellas, no sé si los dueños del lugar dormían o qué, pero ahí nos quedamos hasta el amanecer.

Al día siguiente los diez dólares sí nos alcanzaron hasta la frontera. De ahí en más el camino por Perú fue largo pero a ritmo constante: Piura, Trujillo, Chimbote, Lima, Nazca. Otra vez muchos transportes y puentes derrumbados. En un mínimo almacén frente a la playa de algún pueblo costero, llamé a la rubia metiendo una moneda tras otra en un pequeño teléfono público. Me dijo que le gustaba mucho que la hubiera llamado. Me pareció que lo decía sorprendida. Después me contó que de Guayaquil volarían a Nueva York. Habían conseguido unos pasajes baratos y alargaban su viaje.

Unos días después ya estábamos en Chile haciendo dedo, caminando por el desierto o durmiendo al aire libre. De caminar en el desierto recuerdo el ruido, un suelo seco que se quebraba bajo nuestros pies con el chasquido que hace una maceta al romperse. De dormir al aire libre recuerdo enroscarme en la bolsa de dormir para protegerme del frío y un perro que vino a olisquearnos en mitad de la noche (aunque esto último puede que lo haya soñado).

Cien (Large)

Cuando llegamos a Santiago devolvimos los diez dólares en la dirección que teníamos anotada en un papel arrugado y dedicamos nuestros últimos días de vacaciones a caminar por la ciudad, gastando los restantes pesos en empanadas y refrescos. Finalmente subimos a un último bus a Buenos Aires justo a tiempo para retomar las clases en la universidad.

Al desarmar la mochila, me sorprendió encontrar un San Pedro; había olvidado que lo llevaba. Lo plante en mi jardín.

Lo que siguió después fueron varios meses en los que las cartas iban y venían de Buenos Aires a Santiago. Y no solo las cartas, yo también, las veces que podía, ahorrando dólares y encontrando días libres para visitar a la rubia en su ciudad: buses o aviones ida y vuelta a Chile y pasando los mejores días en hoteles antiguos y descascarados.

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Micha blanca

Estábamos a punto de lograr nuestro objetivo. Habíamos llegado al norte de Perú, habíamos conseguido los San Pedros y habíamos encontrado a una chamana para que los preparara. Ahora ella nos traía una olla con rodajas de cactus flotando en un líquido caliente.

Barco con ojos cerrados (Large)

–Le agregué micha blanca.
–¿Qué es?
–Una planta de aquí.

Mucho tiempo después me enteré de que “micha blanca” es el nombre local del floripondio (Brugmansia sp), una planta alucinógena que es, al mismo tiempo, similar y opuesta al San Pedro (Echinopsis pachanoi). Similar en la clasificación más amplia: el conjunto de todas las plantas que distorsionan los sentidos. Y opuesta en su relación con la conciencia: con el San Pedro todo parece ser más brillante o más sonoro o con más textura, incluso los pensamientos se sienten claros y reveladores, en cambio con el floripondio los sentidos pasan a un segundo plano y la percepción se nos arma con nuestros delirios internos; la conciencia parece quedar detrás de un vidrio empañado. Si el San pedro es un despertar, el floripondio es un sueño.

Y entonces tomamos el líquido amargo y contradictorio sin saber muy bien adónde íbamos.

–¿Puedo llevar un poco para mi marido?
–Claro.
–Es que está mal del hígado.

Cuando la chamana salió con su taza para el marido, nosotros hundimos las nuestras en el líquido espeso, entre las rodajas de San Pedro y las hojas grisáceas. Micha blanca. Yo recién empezaba a conocer los nombres de todas esas plantas.

Entonces.

Se hizo de noche (Large)

Se hizo de noche.

Pablo me habló de rayos verdes.

Me encontré solo en la playa, mirando un barco en el horizonte, con ojos verdes.

Los cangrejos también miraban al barco.

Estuve angustiado, dando pasos con dificultad, sin saber bien a qué altura estaba el piso.

Caminé entre la costa nocturna y la villa que había traído el mar revuelto.

Me encontré boca abajo en la playa, entre cuatro encapuchados y con un arma enfriándome la nuca.

Vi colores en la arena.

Me pareció que los encapuchados no eran cuatro sino tres.

Uno de los encapuchados buscó en mi bolsillo y extrajo dos dólares y una goma para atar el pelo.

Me pareció que los encapuchados eran cinco.

Se fueron caminando por la costa y miré sus espaldas hasta que desaparecieron en la oscuridad.

Me sentí bien, como despabilado por un baldazo de agua.

Me encontré en una calle de tierra sin poder distinguir el ancho del largo, y sobre todo sin saber hacia dónde debía ir.

Me sentí angustiado una vez más.

Reconocí lugares sin poder ubicarme.

Me di cuenta de que también me habían robado las llaves de la habitación.

Encontré el camino de vuelta a la posada por una calle sin luces, atravesada por ladridos de perros.

Le dije a Pablo que me habían robado las llaves de la habitación y Pablo miraba el cielo.

Entré a otra habitación.

Le pregunté a Pablo si las realidades eran dos o varias, y Pablo miraba el cielo.

Apagué la luz y las paredes se combaron hacia adentro.

Prendí la luz, las paredes volvieron a su lugar y en la más cercana había una araña grande.

Apagué la luz y Pablo me preguntó si sabía que había una araña muy cerca mío y le respondí que sí, que era mi amiga.

Sentí unas patas peludas caminando sobre mi mano y pegué un grito.

Prendí la luz y la araña no estaba en ningún lado.

Apagué la luz, las paredes se combaron hacia dentro y no podía dejar de pensar en las ocho patas peludas.

Prendí la luz, las paredes volvieron a su lugar y la araña estaba en el suelo.

Pisé fuerte y no me animé a levantar el pie, no estaba totalmente seguro de que hubiera muerto (la araña).

Arrastré con fuerza mi pie contra el áspero cemento convirtiendo al bicho en una delgadísima mancha de un color oscuro casi uniforme.

Vi muchas hormigas coloradas recorrer la mancha con olor a araña.

Me pareció imposible la velocidad de las patas de esas muy minúsculas y muy veloces hormigas.

En algún momento me dormí.

Fue una noche difícil.

Sobre todo para la araña.

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Salaverry, Perú

El norte de Perú nos tenía con los ojos abiertos. Habíamos juntado San Pedros en Huanchaco y en Las Delicias, dos pueblitos costeños cercanos a Trujillo. No recuerdo cómo ni por qué caímos en Las Delicias, probablemente alguien de Trujillo nos lo haya recomendado. El lugar resultó ser poco más que un balneario de turismo local de unas diez cuadras de largo por cinco de ancho, que se encontraba casi vacío en esos meses de corriente de El Niño. Casi vacío, nublado y abandonado, aunque alguna que otra familia insistía en tomar sol en la neblina.

Las Delicias, Perú (Large)

Nos hospedamos con el hijo del chamán del pueblo. Como habíamos preguntado al mismo tiempo por un hospedaje y por un chamán, alguien nos dijo que ese era el lugar indicado. El hostal consistía en unas habitaciones básicas que rodeaban un patio con San Pedros en las esquinas. El chamán había muerto ya, su hijo no continuó con la vocación del padre pero su hermana sí, y entonces estuvimos hablando de plantas alucinógenas y hasta de peces alucinógenos durante un largo rato. Nos contó que a los peces suelen hacerlos en sopa, pero que con este mar revuelto no salen. Y fue ella misma quien se ofreció a preparar los San Pedros: había que cocinarlos durante varias horas.

Mientras la olla hervía en casa de la chamana Pablo se quedó leyendo en el hostal y yo salí a caminar por la playa. Fui hacia el sur, descalzo sobre una arena oscurecida e invadida de ramas que habrían sido arrastradas por los ríos desbordados y que el mar devolvió a la playa. En el primer tramo pasé junto a una villa de chapas y maderas que también parecía haber llegado del mar revuelto. Después casi la nada, un largo trecho entre las olas y una zona semidesértica con montañas bajas en el fondo.

La playa terminaba en otro pueblo, un pueblo tranquilo, rodeado de un cerro bajo y desértico, y con un pequeño puerto industrial en la punta donde se unían la playa y la montaña. Caminé unas cuatro cuadras hasta la Plaza. Era amplia y sin un solo árbol. Estaba rodeada de casas bajas y una iglesia de cúpulas blancas y paredes de un color amarillo apagado que daba la espalda al cerro, de un color amarillo aún más apagado.

Había una sola persona en esa plaza sin árboles, un anciano sentado en un banco.

–Buenas tardes, ¿Me podría decir cómo se llama este pueblo?
–Salaverry.

El viejo se quedó mirándome. Yo esperé unos segundos y lo saludé y me fui.

Entonces me pareció buena idea subir al cerro para ver el pueblo desde arriba. No era muy alto, no sería mucho más de cien metros, pero fue un poco cansador y caluroso a pesar de que el sol ya estaba bajo. En la cima corría un aire más agradable. Y ahí no fue el pueblo visto desde arriba lo que más me sorprendió, sino lo que había del otro lado: la playa más grande que había visto nunca. No digo por lo largo (que no se veía dónde terminaba pero eso ocurre con muchas playas, y en todo caso el aire brumoso tampoco ayudaba a ver el final) sino por lo ancho: desde donde yo estaba habría más de dos kilómetros hasta el agua. Una playa enorme y grisácea con un punto negro en el medio. Tal vez el color de la arena la hiciera parecer aún más grande, un color que no se diferenciaba demasiado del mar revuelto y del cielo uniformemente nublado, y todos los límites borroneados por la bruma.

Bajé del cerro caminando hacia el punto negro. Me cansaba en la arena floja, los pasos se hacían pesados y el paisaje uniforme casi no parecía cambiar.

Después de largos minutos pude distinguir a una persona en el centro de lo que había sido la mancha negra, y ya más cerca, pude ver a ese hombre rodeado de bultos oscuros, vestido con harapos y con el pelo canoso y enmarañado. Nos miramos un rato antes de seguir mi camino. No sé si lo saludé o pensé en saludarlo. Estoy casi seguro de que él no me saludó.

Unos diez minutos después logré llegar a la orilla. Sentí los ojos enrojecidos y algo duro en la garganta. No sé si tenía que ver con el mendigo, con la playa inmensa, con la bruma o con algo que involucraba todo eso y algo más, tal vez Salaverry, tal vez Perú, o tal vez yo en esos días.

Salaverry, Perú (Large)

No estoy seguro de haber lagrimeado, en todo caso había mucha humedad. Caminé por la orilla hasta el puerto. Pasé por un portón abierto que sentí que era apenas una interrupción en el cerro que continuaba hasta el mar. Ahí solo vi a dos empleados con cascos sucios caminando de un galpón a otro entre grandes máquinas oxidadas.

–¿Se puede pasar por acá?
–Pase nomás.

Atravesé el puerto y al volver a cruzar por Salaverry me levantó un camión que me llevó de vuelta a Las Delicias.

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Avión a Lima, puentes destruidos y huesos en Chimbote.

La corriente del Niño de 1997-1998, la más catastrófica de los últimos 130 años, nos había dejado con pocos caminos en buenas condiciones entre Cusco y Lima. Eran demasiados los valles y quebradas con ríos desbordados que teníamos que pasar. En condiciones ideales el viaje en bus tenía un mínimo de treinta y seis horas de duración, y en este caso podían llegar a ser varios días. Una buena opción era conseguir un avión.

Eso hicimos, fuimos al aeropuerto a pedir el pasaje más barato. Al día siguiente estábamos embarcando por una pista soleada y ventosa en dirección a un pequeño avión con motores a hélice.

vuelo Cusco Lima (Large)

Entramos por la “panza”, como en los hércules, por una rampa que se abría y cerraba mediante un malacate y su cable de acero que recorría el centro del avión.

malacate (Large)

Adentro estaba todo escrito en ruso. Me pareció que la base de los asientos tenía más hierros de los necesarios, como si fueran antiguas sillas de dentista. Había máscaras de oxígeno que colgaban de trapitos con cuatro hilos en las puntas. La puerta de la cabina de los pilotos era una floreada cortina de tela.

Cuando ya estábamos en el aire tuve miedo. Recuerdo que en un momento Pablo me hablaba de Rusia y de cómo su abuelo lo había mandado a estudiar ruso al comité del partido comunista. Parte de la historia no la pude escuchar bien porque el ruido de las hélices era ensordecedor, pero parece que el abuelo aseguraba que el socialismo se iba a imponer en el mundo y que entonces el ruso sería el idioma del futuro. La historia se interrumpía cada tanto por las sacudidas de nuestro pequeño avión remachado. Las máscaras de oxígeno se balancearon durante todo el viaje.

Después fue todo por tierra. Desde Lima hacia el norte hicimos cientos de kilometros por la costa en varios buses. Cada bus terminaba en un puente destruido, cruzábamos el río a pie o cómo se pudiera, subíamos al siguiente bus y seguíamos viaje hasta el próximo puente destruido.

Corriente de El Niño de 1997-1998 (Large)

Almorzamos en un bar de la plaza de Chimbote, una pequeña y tranquila ciudad portuaria a mitad de camino entre Lima y Ecuador. La quietud del lugar me pareció más de pueblo que de ciudad. Un pueblo grande y tranquilo donde predominaban las casas bajas y las calles de tierra. El color de la tierra estaba en todos lados.

En la televisión del bar pasaban “Boca – Independiente”. Los jugadores corrían por una cancha casi sin pasto y los escasos espectadores miraban sentados desde unas tribunas de tablones de madera.

–Disculpe, ¿qué es esto de “Boca – Independiente”? –pregunté al mozo, un señor de pelo blanco y delantal celeste.
–¿Ustedes son argentinos? –dijo sonriendo.
–Claro.
–Aquí apreciamos mucho el fútbol argentino… y por eso tenemos varios equipos con nombres de su país.

(Era verdad y acá están sus páginas en Facebook: Boca Independiente.)

–Han llegado justo… Aquí, hace dos días, estuvo horrible por el alud.
–¿Acá también hubo alud?
–Sí, un desastre en el pueblo.
–¿Murió mucha gente?
–No, no es por eso… Bueno, sí hubo muertos por acá, pero muertos de antes. El alud arrasó el cementerio y quedaron los huesos desparramados por todo el pueblo.

Nos fuimos de Chimbote sin saber cómo terminó Boca – Independiente.

Unas horas después llegamos a Huanchaco, cerca de Trujillo, y entonces vimos que los San Pedros crecían por todos lados.

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Alud

Como no podíamos hacer el camino del Inca porque a Mariano se le acababan los días de vacaciones, desde Cuzco viajamos en tren directo hasta Aguas Calientes, ese pueblo oscuro, apretado entre montañas con selva, unas cuantas casas hechas de cascotes y madera.

Aguas Calientes (Large)

Trepamos la ladera hasta las ruinas de Machu Picchu para sorprendernos con las piedras que encajan justo y con la caída de un imperio, pero sobre todo, para sorprendernos con el paso del tiempo.

Machu Picchu bis (Large)

Finalmente, como a Mariano le sobró un día, decidimos tomarnos el tren no hacia Cusco sino hacia el otro lado, porque nos había dado la sensación de que no había nada hacia aquel lado, como si se acabara el escenario pero las vías continuaran.

El vagón, que solo lo ocupábamos nosotros, hizo unos doscientos metros y se detuvo. Un rato después pasó el guarda.

–¿Ustedes qué hacen aquí?
–Vamos hacia allá.
–¿Hasta dónde?
–Hasta el final.
–Pero no llega al final.
–¿Cómo?
–Por el desmoronamiento.
–Hasta donde llegue, entonces.
–Esta bien, pero además estos vagones no llegan a ningún lado, los desenganchamos y aquí se quedan, son solo para los turistas, van a tener que pasarse para allá.

Del cómodo vagón vacío pasamos a uno con mucha gente y alguna que otra gallina. Me pareció bien. Y todo me pareció bien de ahí en más: el tren bajando por el cañón profundo y selvático, las hojas oscuras y brillantes por la lluvia, las nubes en las cumbres, los puentes de hierro, no tener idea de a dónde íbamos, todo eso.

Tren de Machu Picchu (Large)

Durante un buen rato fuimos en ese tren rústico, a veces yendo hacia adelante y hacia atrás en zigzag para descender por alguna ladera demasiado abrupta, y alguna que otra vez parando en caseríos perdidos que parecían vivir de la plantación de bananas; hasta que frenó definitivamente.

Me sorprendió. El tren se había detenido frente a una laguna. Una vez más el escenario acababa y los rieles continuaban, pero en este caso continuaban bajo el agua.

Las casas también continuaban bajo el agua; a algunas solo se les veía el techo sobre la superficie de la laguna. Era un pueblo llamado Santa Teresa, o lo que quedaba del pueblo después del alud. Estábamos en un año de Corriente de El Niño, y no una normal, sino la más devastadora de los últimos 130 años. Y el derrumbe de montaña que estábamos viendo en ese momento fue el primero de los muchos que luego vimos a lo largo de todo el país.

Alud en Santa Teresa, Perú, 1997, 1998 (Large)

Un rato después volvimos a subir al mismo tren, para que nos lleve de regreso a Cusco.

Y Mariano emprendió la vuelta a Buenos Aires.

Mariano Marletto vuelve (Large)

Ahora seguimos solo dos en busca del San Pedro, el cactus sagrado de los indios del Perú.

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El valor del papel

Mi salida de Bolivia tampoco fue simple. En Buenos Aires no me había alcanzado el tiempo para hacer el pasaporte argentino y entonces salí con el DNI. Como en aquella época se podía cruzar a Bolivia sin pasaporte pero no a Perú, mi truco era cruzar la segunda frontera con mi otro pasaporte, el español, el comodín bordó que en ese momento estaba sin estrenar.

–Aquí no hay sello de entrada –me informó el tipo de verde detrás del escritorio.
–¿Y qué tengo que hacer?

El boliviano se quedó un rato mirando seriamente mi pasaporte, pasando las hojas vacías de un lado al otro.

–Por unos diez dólares se podría arreglar esto –dijo de pronto, sin sacar la vista de alguna hoja probablemente elegida al azar.
–Está bien.

Revolví en mi mochila hasta encontrar un billete falso de diez dólares, que llevaba sin saber muy bien para qué. En aquella época, en la Argentina del 1 a 1, el dólar corría casi con tanta naturalidad como los pesos, y también los billetes falsos de ambas monedas. Recuerdo que los truchos de cinco pesos solían encajártelos en los taxis. Desconozco como sería el sistema, pero estaba claro que, de a cinco en cinco, necesitaban una gran red de distribución que justifique falsificar billetes tan chicos, y los taxis debieron parecer una buena opción para los falsificadores o para los clientes de los falsificadores o quién sabe cómo se maneja eso. Y bueno, también había dólares falsos y este que yo estaba entregando ahora se lo habían enchufado a mi padre. Él me lo pasó a mí porque probablemente no tendría ganas de poner cara de póker al volver a pasarlo.

El boliviano uniformado me ofreció un libro, yo deposité el papel falso entre las hojas y se lo devolví. Él agarró el pasaporte español y el libro y se fue atravesando un umbral que daba a una habitación oscura. Entonces pasaron unos minutos en los que me puse un poco nervioso, hasta que el tipo regresó con mi pasaporte adornado de dos sellos, uno de entrada a Bolivia y otro de salida.

Me fui de la oficina de migraciones boliviana intentando alcanzar a Pablo y a Mariano, que ya debían estar haciendo el segundo trámite al otro lado de la frontera. Me dirigí hacia el gran arco en el que estaba escrito, sobre chapas un poco oxidadas, “Bienvenidos a Perú”.

Pero algunos metros antes de llegar, alcancé a ver por el rabillo del ojo al tipo de verde que venía corriendo hacia mí. El primer instinto fue salir corriendo también, hacia la frontera, como en las películas; pero alguna voz responsable dentro de mi cabeza dijo: Julián no corras escapando de la policía, eso en las películas no siempre termina bien.

No corrí entonces, pero sí apuré el paso como para llegar a la frontera antes que el policía. En algún lugar de mi cerebro estaba despejándose una X para calcular la velocidad justa que me dejaba a salvo del lado de Perú, mientras que de alguna otra parte encefálica salía una voz a destiempo que advertía: Julián no sobornes a la policía con dólares falsos, eso tampoco suele terminar bien en las películas.

Llegué a Perú antes que mi perseguidor pero, a diferencia de las historias de Hollywood, en este caso el tipo de verde atravesó sin ningún problema ese límite imaginario.

–¡Señor! –gritó el policía pisándome los talones.
–¿Qué pasa? –pregunté yo, dándome vuelta y transpirando tanto como el boliviano.
–Este billete no sirve, pues –y me mostró el papel verdoso.
–¿Por qué no?
–No es de lo buenos.
–¿Cómo que no?
–Es falso.
–Ah… no sabía… ¿Pero qué hace usted aquí? Estamos en Perú.
–Tiene que regresar –dijo con una sonrisa en la cara, que la sentí cómplice, de hermanos latinoamericanos.

Pensé en negarme. Tenía el pasaporte sellado y estaba en Perú; en las películas ese debía ser el mejor lugar para estar, en vez de volver a Bolivia, a la tierra de mi perseguidor. Pero no, de pronto sentí que tenía que volver, que en la sonrisa del boliviano había una paz que necesitaba, y además probablemente él tenía que rendir cuentas a su superior, de seguro el próximo dueño del mayor porcentaje de ese billete. Entonces volví, siguiendo un instinto que en realidad aún me cuesta un poco entender.

–Pero solo tengo nueve dólares de los buenos –dije cuando ya estábamos otra vez en la oficina.
–Está bien –contestó, ladeando un poco la cabeza y repitiendo la sonrisa, que ahora la interpreté como conciliadora, como para que nadie se sienta demasiado estúpido.

Volví a revisar en mi mochila y extraje unos billetes que ya tenía en mente porque estaban casi en las mismas condiciones que el falso. Estaban tan estropeados que no me los habían aceptado en ninguna casa de cambio. Eran un billete de cinco y cuatro billetes de uno que parecían haber trabajado de dólar de la suerte en muchas billeteras.

–Aquí tiene –y estiré la mano con los billetes sobados, ya sin la pantomima del libro.
–Está bien –contestó el boliviano, otra vez con su sonrisa, ahora presente de un solo lado de la cara, tal vez conforme con haberse quedado con la última palabra.

Sellé el pasaporte en Perú, alcancé a mis amigos y subimos en triciclos empujados por niños en bicicleta, descalzos.

Hola Perú (Large)

 

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El LIBRO