No solo había sido una gran casualidad que nos encontráramos con otro viajero haciendo el camino de San Isidro de Iruya a San Juan, sino que él también quería seguir hasta Chiyayoc, un caserío aún más apartado que prácticamente no recibe ninguna visita. Sebastián tenía una buena razón para ir: él había enviado donaciones a Chiyayoc pero nunca había podido llegar hasta allá en persona.
En lo que no coincidimos por un rato fue en la preferencia del momento de la partida. Nosotros queríamos tomarnos un día más en San Juan y ayudar con el arado de unos campos que justo empezaban a trabajarlos y Sebastián prefería partir esa misma mañana porque no andaba con tanto tiempo y tenía que volver a Buenos Aires.
–No se preocupen, quédense, yo voy solo.
–No, ya fue, mirá si vas a ir solo, es medio power el camino… Y ya estamos los tres por acá. Vamos hoy y listo, no pasa nada.
La vía más directa de San Juan a Chiyayoc era cruzar las escarpadas y neblinosas montañas hacia el noreste, pero me dio la sensación de que iba a ser muy difícil seguir el sendero. De hecho, Hermógena nos dijo que iba a ser imposible, que estaba muy poco marcado, que ya casi nadie iba por ahí. Otra opción era el que le dicen el camino de la playa, bajando el río San Juan y luego volviendo a subir hacia el norte por el antiguo sendero que se usaba para ir de Iruya a Chiyayoc. Es un camino aún menos transitado que el primero (solo lo usan si tienen que llevar animales grandes que no pueden cruzar los senderos de montaña) pero me pareció que las indicaciones eran más claras. Había que bajar por el río hasta entrar en un angosto cañón colorado. Al salir del cañón el río continúa un trecho más y el paso se interrumpe por una cascada. Antes de eso teníamos que doblar a la izquierda y cruzar un cerro un poco desmoronado para encontrar el antiguo camino del otro lado. No tenía tan claro que lo fuéramos a encontrar pero saldríamos temprano para tener tiempo de volver a San Juan en el caso de que no lo halláramos.
El camino era incierto y también lo era el lugar en el que pudiéramos dormir (no llevábamos carpa, la habíamos dejado con las mochilas grandes en Humahuaca) pero confiábamos en que al menos alguien nos dejaría acomodarnos en el suelo de algún rancho.
Sebastián, Vane, el perro negro y yo nos despedimos de la gente y abandonamos el pedregoso pueblo de San Juan a eso de las diez de la mañana. Comenzamos a bajar entre montañas picudas, cruzando el río repetidas veces.
Después de una hora de caminata, a las once, Sebastián calló por un terraplén. Vane y yo estábamos bajando por otro lugar y no vimos la caída pero escuchamos los gritos de auxilio. Nos apuramos y lo encontramos tirado entre las piedras.
–Me quebré.
–¿Posta?
–Sí, me duele mucho la muñeca… Y se me salió la rodilla, vas a tener que acomodármela.
Le miré la mano y no me parecía que estuviera muy mal y tampoco me resultaba convincente la idea de una rodilla descolocada, pero cuando le levanté la manga del pantalón pude ver que había un bulto que sobresalía de la articulación de una forma un poco impresionante.
Entonces con Vanesa le estiramos la pierna suavemente y todo volvió a parecer bastante normal, sin nada que reacomodar, pero al tocarle la rodilla noté claramente que la rótula estaba en dos pedazos.
–No estoy muy seguro de que te hayas roto la muñeca, pero parece que te fracturaste la rótula.
–¿De verdad?
–Casi seguro.
–A ver, ayudame a levantarme.
–No, no vas a poder caminar, voy a tener que ir a buscar ayuda.
La cara de Sebastián empezó a transformarse.
–No me digas eso, me quiero matar.
–Voy a buscar ayuda.