El valor del papel

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Mi salida de Bolivia tampoco fue simple. En Buenos Aires no me había alcanzado el tiempo para hacer el pasaporte argentino y entonces salí con el DNI. Como en aquella época se podía cruzar a Bolivia sin pasaporte pero no a Perú, mi truco era cruzar la segunda frontera con mi otro pasaporte, el español, el comodín bordó que en ese momento estaba sin estrenar.

–Aquí no hay sello de entrada –me informó el tipo de verde detrás del escritorio.
–¿Y qué tengo que hacer?

El boliviano se quedó un rato mirando seriamente mi pasaporte, pasando las hojas vacías de un lado al otro.

–Por unos diez dólares se podría arreglar esto –dijo de pronto, sin sacar la vista de alguna hoja probablemente elegida al azar.
–Está bien.

Revolví en mi mochila hasta encontrar un billete falso de diez dólares, que llevaba sin saber muy bien para qué. En aquella época, en la Argentina del 1 a 1, el dólar corría casi con tanta naturalidad como los pesos, y también los billetes falsos de ambas monedas. Recuerdo que los truchos de cinco pesos solían encajártelos en los taxis. Desconozco como sería el sistema, pero estaba claro que, de a cinco en cinco, necesitaban una gran red de distribución que justifique falsificar billetes tan chicos, y los taxis debieron parecer una buena opción para los falsificadores o para los clientes de los falsificadores o quién sabe cómo se maneja eso. Y bueno, también había dólares falsos y este que yo estaba entregando ahora se lo habían enchufado a mi padre. Él me lo pasó a mí porque probablemente no tendría ganas de poner cara de póker al volver a pasarlo.

El boliviano uniformado me ofreció un libro, yo deposité el papel falso entre las hojas y se lo devolví. Él agarró el pasaporte español y el libro y se fue atravesando un umbral que daba a una habitación oscura. Entonces pasaron unos minutos en los que me puse un poco nervioso, hasta que el tipo regresó con mi pasaporte adornado de dos sellos, uno de entrada a Bolivia y otro de salida.

Me fui de la oficina de migraciones boliviana intentando alcanzar a Pablo y a Mariano, que ya debían estar haciendo el segundo trámite al otro lado de la frontera. Me dirigí hacia el gran arco en el que estaba escrito, sobre chapas un poco oxidadas, “Bienvenidos a Perú”.

Pero algunos metros antes de llegar, alcancé a ver por el rabillo del ojo al tipo de verde que venía corriendo hacia mí. El primer instinto fue salir corriendo también, hacia la frontera, como en las películas; pero alguna voz responsable dentro de mi cabeza dijo: Julián no corras escapando de la policía, eso en las películas no siempre termina bien.

No corrí entonces, pero sí apuré el paso como para llegar a la frontera antes que el policía. En algún lugar de mi cerebro estaba despejándose una X para calcular la velocidad justa que me dejaba a salvo del lado de Perú, mientras que de alguna otra parte encefálica salía una voz a destiempo que advertía: Julián no sobornes a la policía con dólares falsos, eso tampoco suele terminar bien en las películas.

Llegué a Perú antes que mi perseguidor pero, a diferencia de las historias de Hollywood, en este caso el tipo de verde atravesó sin ningún problema ese límite imaginario.

–¡Señor! –gritó el policía pisándome los talones.
–¿Qué pasa? –pregunté yo, dándome vuelta y transpirando tanto como el boliviano.
–Este billete no sirve, pues –y me mostró el papel verdoso.
–¿Por qué no?
–No es de lo buenos.
–¿Cómo que no?
–Es falso.
–Ah… no sabía… ¿Pero qué hace usted aquí? Estamos en Perú.
–Tiene que regresar –dijo con una sonrisa en la cara, que la sentí cómplice, de hermanos latinoamericanos.

Pensé en negarme. Tenía el pasaporte sellado y estaba en Perú; en las películas ese debía ser el mejor lugar para estar, en vez de volver a Bolivia, a la tierra de mi perseguidor. Pero no, de pronto sentí que tenía que volver, que en la sonrisa del boliviano había una paz que necesitaba, y además probablemente él tenía que rendir cuentas a su superior, de seguro el próximo dueño del mayor porcentaje de ese billete. Entonces volví, siguiendo un instinto que en realidad aún me cuesta un poco entender.

–Pero solo tengo nueve dólares de los buenos –dije cuando ya estábamos otra vez en la oficina.
–Está bien –contestó, ladeando un poco la cabeza y repitiendo la sonrisa, que ahora la interpreté como conciliadora, como para que nadie se sienta demasiado estúpido.

Volví a revisar en mi mochila y extraje unos billetes que ya tenía en mente porque estaban casi en las mismas condiciones que el falso. Estaban tan estropeados que no me los habían aceptado en ninguna casa de cambio. Eran un billete de cinco y cuatro billetes de uno que parecían haber trabajado de dólar de la suerte en muchas billeteras.

–Aquí tiene –y estiré la mano con los billetes sobados, ya sin la pantomima del libro.
–Está bien –contestó el boliviano, otra vez con su sonrisa, ahora presente de un solo lado de la cara, tal vez conforme con haberse quedado con la última palabra.

Sellé el pasaporte en Perú, alcancé a mis amigos y subimos en triciclos empujados por niños en bicicleta, descalzos.

Hola Perú (Large)

 

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