Ni bien llegamos a Cuzco empezamos a familiarizarnos con el rumor de que las ruinas de Machu Picchu no iban a estar abiertas el 31 de diciembre a las doce de la noche. Entonces, poco a poco, el rumor empezó a parecernos cada vez más verosímil, hasta que finalmente aceptamos la alternativa más realista: iríamos al festejo oficial de fin de milenio en la ruinas de Saqsaywaman, en una colina cercana a Cuzco. No teníamos mucha idea de si Saqsaywaman había sido un lugar de sacrificios humanos, pero por las dudas decidimos honrarlo con una gran sangría. Así, en la última tarde del milenio, Andrés, Gastón, la pelirroja, la morocha y yo incursionamos en los abarrotados pasillos del mercado de Cuzco en busca de vino, azúcar, limones, hielo y una olla.
Recién por la noche, ya dentro de la camioneta camino a Saqsaywaman, nos enteramos de que estaba prohibido el ingreso de alcohol al evento y que los controles comenzaban en la ruta. Por suerte, el policía que entro a revisarnos el equipaje encaró a Gastón.
–¿Qué hay ahí?
Gastón no contestó (tal vez estuviera tragando saliva) pero levantó la manta que cubría los hielos.
–Ah, hielo… sigan nomás. –dijo el policía sin mucha vocación de detective.
Ahora no deja de parecerme extraño cómo pensábamos en aquella época. Hoy en día me sentiría raro cayendo a un festejo en ruinas incaicas cargado de cartones de vino, hielos, olla, etc. Pero entonces no nos parecía tan descabellado. Incluso, en el momento de llegar a la entrada principal y darnos cuenta de que por ahí no íbamos a poder ingresar, actuamos con total naturalidad pasando por delante del cartel de bienvenida y siguiendo por un camino que se abría hacia la izquierda, para ir en busca de algún lugar por donde colarnos.
Lo que no mencioné hasta ahora es que las zapatillas me quedaban grandes y que yo había aprovechado ese espacio extra para llevar escondidos hongos en una y trozos de San pedro disecados en la otra. Los hongos me acompañaban desde Buenos Aires y el San Pedro lo había comprado con bastante disimulo a una curandera ahí mismo en el mercado de Cuzco (que curiosamente se llama Mercado Central de San Pedro).
Esa noche rodeamos las ruinas de Saqsaywaman en la oscuridad y terminamos trepando por una loma suave y de pastos cortos. Sobre la cima, Andrés, Gastón, la pelirroja, la morocha y yo cruzamos un alambrado, cargados de vinos, azúcar, limones y hielo. Me recuerdo caminando con los pasos extraños de mis zapatillas de payaso junto a Gastón, que era el encargado de llevar los hielos. Lo habíamos decidido así porque, claro, él seguía indocumentado.
Al descender de la loma nos mezclamos entre el público que esperaba paciente sentado en el pasto. Recuerdo que el espectáculo fue notablemente aburrido: una especie de valet semi originario, interpretado por gente cobriza y emplumada corriendo de acá para allá con un estilo más propio de Las Vegas que del altiplano y con un final de fuegos artificiales que resplandecieron sobre las piedras incaicas. O tal vez no entendí nada debido a que al principio estaba más concentrado en la preparación de la sangría que en el espectáculo en sí, y luego, el estado de embriaguez creciente llevó a desconcentrarme un poco más.
Otro motivo de distracción fue la rápida popularidad que obtuvimos al convidar parte de nuestro exceso de producción de sangría. O eso creo recordar, porque la cosa fue algo confusa. Lo siguiente que me viene a la memoria es Andrés sosteniéndome por los hombros mientras yo vomitaba detrás de una gran roca sagrada. Después me recuerdo dando unos pasos tambaleantes también abrazado a mi primo y, finalmente, acostado en una camilla dentro de una carpa de Defensa Civil, cubierto por varias mantas y conectado a una máscara de oxígeno.
¡Qué bien se siente el oxígeno a esa altura! Incluso tuve energías como para bajar a una silla y cederle la cama a otro descompensado, al que tuvieron que hacerle masaje cardíaco y respiración boca a boca. Incluso le cedí mi máscara de oxígeno. Incluso me arrepentí cuando volví a sentirme muy mal.
Así fue como recibí al nuevo milenio dentro de una carpa de Defensa Civil. Estuve bastante tiempo ahí dentro. Cuando pude tambalearme hacia fuera de la carpa, era tan tarde que ya prácticamente no quedaba nadie en el lugar, y menos un transporte que pudiera bajarnos de la colina en dirección a Cuzco. Apenas podía mantenerme en pie entre las piedras de las ruinas y, en ese estado, solo quedaba una opción: una última camioneta de Defensa Civil, medio abandonada por su conductor, que más bien se concentraba en una petaca. Al principio el tipo, un moreno achaparrado, se negó a llevarnos por su estado calamitoso y pidió que lo esperáramos un rato mientras se recuperaba. Entonces el petiso siguió bebiendo de la petaca y de a poco fue adquiriendo confianza en sí mismo hasta que decidió llevarnos con una gran sonrisa y ojos achinados.
Colina abajo, Andrés y Gastón fueron enfriándose en la caja y las chicas y yo en la cabina, atentos a la verborragia del conductor que bromeaba en cada curva estrecha y pedregosa. Los dedos de mis pies se apretaban en mis zapatos de payaso.
Amanecí muy débil. El primer día del siglo veintiuno lo pasé sin poder levantarme de la cama. Andrés mejoró un poco la situación leyéndome cuentos de Borges.