Aislamiento

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Gastón se fue de Cuzco antes que nosotros, en parte secuestrado por una inglesa que conoció en el tren de vuelta de Machu Picchu. Andrés y yo salimos un par de días después, ya emprendiendo el regreso. La primera parada fue Puno. Ahí volvimos a acercarnos a la orilla del Titicaca, esta vez con intención de visitar las islas flotantes de los uros.

–¡Hola, amigos! ¿Quieren un paseíto por las islas?… Tour barato, amigos.
–Hola. Estábamos pensando si se podía dormir en las islas.
–Ah…
–No conocemos cómo es por allá.
–Sí, pueden venir a mi isla si quieren.
–Ah, genial…
–En un par de horas termino de trabajar y los llevo.

La frase en quechua que más he utilizado en mi vida la aprendí en ese trayecto en lancha: Mana cancho colque. Significa “No tengo dinero”. Nuestro nuevo amigo también nos enseñó a decirlo en aimara, era más difícil de pronunciar y ya no la recuerdo.

Llegamos a la isla flotante. Era un colchón de totoras (Schoenoplectus californicus) de unos treinta o cuarenta metros de largo con tres o cuatro casitas también hechas de totoras. Me pareció un lugar muy acotado para vivir. Y muy blando.

Islas de los uros
Lancha y la angosta.

Primero conocimos a los niños. Eran tres: un nene de unos ocho años, una hermanita menor y un hermanito aún menor. Tres enanitos vestidos multicolor, con los cachetes inflados,  secos y curtidos. El más pequeño tenía la cara semi cubierta de mocos y estuvo casi todo el tiempo masticando una pata de un pájaro, cruda. Él era el que peor olía. El mayor era el más inteligente, muy inteligente.

–¿Y te gusta vivir acá?
–¡Sí!… Bueno, a veces hace mucho frío.

Dentro de un cono de paja conocimos a una de las mujeres. En la pequeña choza apenas entrábamos la chola, los niños y nosotros. Les pedimos calentar agua y les convidamos mate.

Schoenoplectus californicus
En la isla de nuestro amigo también había un mangrullo.

Aprendimos que las chozas no duran mucho en pie y que cuando se caen pasan a formar parte de la isla. La isla crece, las familias también. Si los habitantes se pelean, serruchan al medio el colchón de totoras y cada uno se va por su lado. O al menos eso fue lo que nos contaron.

El lugar era excelente para acampar. Con el permiso de nuestro amigo, armamos la carpa en el medio de la isla. Las estacas entraron muy suave en las totoras. Los niños nos apestaron el interior de la carpa, pero nos reímos mucho con ellos.

Cuando empezaba a caer la noche, un hombre mayor se asomó a medias por debajo del sobretecho y pronunció algo en aimara.

–Dice que su mujer duerme acá y  que le dan plata –tradujo el niño inteligente.
–Ah… decile que no, que muchas gracias igual.

acampar en las islas flotantes de los uros
Las propuestas nos las tomábamos con carpa.

Recuerdo que por la noche le conté a Andrés que hay algo dentro mío que me ubica en un lugar solitario del universo. Como si poca cosa existiera. No mucho más que esa duda. Una especie de subjetividad sin fin. Una perspectiva demasiado constante. Algo que tiende a anular la existencia de casi todo, salvo un mínimo punto que pareciera estar entre mis ojos. No tengo muy claro si eso se llama solipsismo. No es que lo defienda como explicación final, simplemente es una sensación o un razonamiento extremadamente individual. Tengo plena conciencia de que desde afuera parece psicosis. No digo que no lo sea, pero esa idea tiene tan poca relación con mi mundo externo que siento que no necesito explorarla demasiado.

–Julián, tenemos que decirte una cosa.
–No me jodas, pelotudo.

Nos reímos.

Igual me dio miedo.

Esa noche dormí incómodo. Tal vez el suelo estuviera demasiado blando.

Sentí ruidos fuera de la carpa.

Algo rozando la tela.

El cansancio hizo que durmiera gran parte de la mañana siguiente. Escuché música, gritos, después bastante silencio.

Al salir de la carpa, solo encontramos a los niños.

–¿Dónde están los demás?
–Están caídos… Vino el tío con singani y estuvieron de fiesta –explicó el niño inteligente.

Alcancé a ver cuerpos desmayados dentro de las chozas de paja. No mostraban intención de moverse. Durante un rato nos preocupamos pensando en cómo salir de la isla. No parecía un día laboral para nuestro amigo lanchero. Tampoco teníamos tan claro si él estaba dentro de alguna de las chozas. Los niños tampoco sabían cómo ayudarnos.

–Tendrán que esperar, pues.

Cuando empezábamos a impacientarnos, o tal vez a aburrirnos, vimos llegar lentamente una lancha. Era un uro parecido a nuestro amigo con un puñado de turistas franceses.

–Acá no hay mucho que ver, están todos borrachos… Pero si nos llevan de vuelta a Puno estaríamos muy agradecidos.

El conductor consultó con los franceses y no hubo problema.

En el camino de vuelta pasamos por otra isla flotante donde los isleños se mantuvieron sobrios y sentados en ronda vendiendo artesanías a los franceses.

Luego, desde Puno, un bus hacia la frontera con Bolivia.

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