Introducción del libro

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No recibí una carta de despedida ni un mail ni nada. Sospechaba que simplemente iban a dejar de depositarme dinero. El contrato decía bien claro que era solo por dos años y probablemente lo único que iba a pasar era eso: una ausencia de depósitos. Entonces me fijé en el balance de mi cuenta bancaria y sí, ya no tenía sueldo.

Seguí yendo al trabajo durante otro par de meses sin cobrar, no quería dejar las cosas inconclusas. Podía subsistir un tiempo prescindiendo de una entrada de dinero, sobre todo porque no tenía que pagar alquiler: el departamento era mío, comprado con ahorros de muchos años, y era prácticamente lo único que tenía. Eso y otro escaso resto de dinero que, me di cuenta enseguida, no iba a alcanzar para mucho tiempo más.

Entonces pensé en mis opciones. En la situación en la que estaba tenía pocas chances de encontrar algo productivo en Argentina y empecé a buscar en el exterior. Al fin apareció algo que realmente me interesó. Esto es lo que me contestaron desde México:

“Tengo la posibilidad de ofrecerle un puesto. No hay ningún problema pero, ¿le gustaría venir y conocer el laboratorio, la gente y los proyectos? Creo que es muy importante que nos veamos, hablemos y vea el ambiente. El lugar tiene todo lo que una persona como usted busca para desarrollarse, pero quiero que nos conozca.”

Arreglamos una entrevista. O algo parecido.
Apuré todo lo que tenía que terminar en Buenos Aires, trabajando incluso más horas que cuando cobraba. El resto del trabajo, que era bastante, podía terminarlo con la computadora. Armé la mochila, alquilé el departamento y me fui. Según mis cálculos, con la entrada del alquiler, lo que quedaba de los ahorros y viajando barato, tenía que alcanzarme para llegar.

El bus salió de Retiro y pasó por unas cuantas provincias llenas de pasto en las que debo haber pensado demasiado. Cuando se hizo de noche, me tomé una pastilla y me quedé mirando por la ventana. Recuerdo las líneas del asfalto que pasaban una atrás de la otra.

Me desperté en La Quiaca, bajé del bus, miré la brújula y caminé hasta Bolivia. Dormí en Villazón, en Tupiza y en Uyuni. Ahí tomé otro bus hacia el salar. Primero por caminos de tierra, después entró directamente en la superficie blanca. Cuando habíamos recorrido un par de kilómetros, me bajé. El bus se fue y desapareció en el horizonte. Yo me quedé mirando la enorme planicie de sal con las montañas en el fondo, bien lejos. Cerré los ojos y corrí hasta cansarme.

Después volví, un poco caminando y un poco a dedo hasta Uyuni y tomé un bus destartalado por caminos de ripio, entre montañas secas y de curvas suaves hasta Potosí.

Hasta ese momento no había sido necesario escribir nada.

El LIBRO