28 de octubre
Pensaba quedarme un día más en Copán Ruinas, pero un belga que estaba en el hostal iba para El Salvador y como yo quería ir para allá y los belgas siempre son buena onda, lo acompañé. Nos tomamos un bus hasta Santa Rosa y otro hasta San Salvador. La idea era llegar temprano para ir directo a las playas. Cuando llegamos a San Salvador fuimos a tomarnos otro bus.
Íbamos a El Tunco, pero nadie nos avisó la parada y terminamos en El Zonte. Ahí conocimos a Annika (finlandesa) y a Pascal (canadiense). Era una playa de surfers y para mi sorpresa, lo único que había para hacer ahí era surfear —cosa que yo nunca había hecho en mi vida—. Y bueno, vamos a surfear, le dije a Tom, que así se llama el belga.
Fuimos a alquilar tablas con Tom y Pascal y, como no tenían tablas grandes para principiantes, me dieron una mediana. Le pregunté al tipo que nos las alquilaba por qué la mía tenía dos aletas y las demás tres y me dijo que con dos era menos estable pero que te daba más versatilidad al girar. ¡Perfecto! Era lo que necesitaba. No sea que en mi primer día de surf me vaya a aburrir yendo todo derecho. Cuando llegamos a la playa había unas olas que daban miedo. Eran unas bestias que hasta sin tabla había que tomar coraje para enfrentarlas. Empecé a dudar un poco de lo que estaba haciendo.
No hubo forma, luchar contra las olas era una salvajada. En cinco minutos estaba sacudido y agotadísimo y sin ninguna esperanza de cruzar la rompiente. Finalmente una ola me dio la tabla contra la cabeza y salí totalmente derrotado, cansado y dolorido. Después, mientras estaba en la arena sentado meditando en rompientes de olas y rompientes de frentes, vi que Annika estaba con su instructor que le enseñaba a pararse barrenando en la espuma de las olas ya rotas. Evidentemente era lo que tenía que hacer. Fui, agarré una buena espuma, barrené, me paré, tambaleé y caí: triunfo total. Me quedé practicando toda la mañana parándome sobre la tabla como un poliomielítico. Al final, parecía más fácil de lo que pensaba.
A la tarde me dije, nada de arruga barrena, y me fui a cruzar la rompiente. Enseguida entré en un lavarropas. Una cosa que me sale bien es aguantar la respiración. Y ahí estaba, dando vueltas en una ola inmensa, tranquilo, con oxígeno para rato. Cada tanto, unos tirones me hacían recordar que había una tabla atada a mi tobillo girando en algún lado. En un momento sentí el piso y pude saber donde era arriba y donde abajo. Salí a respirar poco antes de que otra ola me invitara una segunda vuelta. Así, por momentos girando y por momentos nadando como un calamar con un parásito adherido a un tentáculo, terminé pasando la rompiente. Y ahora estaba allá, del otro lado de la violencia, pero no tenía ningún sentido lo que estaba haciendo. El problema de esas olas no solo era su tamaño, sino que no eran para surfear, aparentemente. Eran esas que un segundo después de que se forman, ya rompen y lo hace toda la ola al mismo tiempo. Era un pasaje directo de nuevo al lavarropas que desde ese ángulo se veía todavía más duro. Y ahí estaba yo, elevándome con las olas y viendo como rompían con furia ahí abajo, dos metros más adelante. No sabía cómo volver. Desde arriba de la ola parecía muy fuerte la caída. Me acerqué y reculé cobardemente varias veces. Al final, fue fácil: una ola extraña rompió mucho antes y me fui barrenando en una gran espuma. Para ese momento me dolían todos los músculos. Intenté volver a pararme, pero ya ni tenía fuerza en los brazos para separarme de la tabla. Al día siguiente nos fuimos los cuatro a El Tunco. Annika, Tom y Pascal se fueron a surfear y yo me quedé en el hostal disfrutando de mis dolores musculares.
Un día después fuimos a unas cascadas. Estaban cerca de un pueblito perdido en la montaña, donde termina un camino. Había unos pozos para saltar relativamente altos y me pregunté por qué estaba haciendo eso. Es algo que me pregunto cada vez que voy a saltar de algún lado. Pero esta vez pensé que esa pregunta no tiene respuesta en muchas otras situaciones diferentes y en esta particularmente era pura cobardía y me dije: hagamos una cosa (ya asumiendo que mi cerebro era otra persona), primero te tirás y después te preguntás por qué lo hiciste. Después de tirarme me tiré en otros lados más y finalmente quise hacerme la pregunta pero me pareció aburridísima.
Cuando estábamos en el pueblo, esperando el bus de vuelta, se nos acercó un tipo muy borracho y muy pesado que me terminó cayendo bien. Había combatido en la guerra civil. Le pregunté que en qué bando y me dijo que en la derecha, según se enteró mucho después. Tenía una esquirla en la mano. Me dijo que era francotirador. En el pueblo había música fuerte y cada tanto el borracho se ponía a bailar. Yo me puse a bailar un poco también, para reírnos un rato. Le pregunté si había matado a alguien y me dijo noooooo. Le dije: ¿Cómo? ¿Eras muy malo con la puntería, no le pegaste a nadie? Me dijo: no sé, yo disparaba en la selva puf puf puf puf puf, no sé qué pasaría ahí abajo —estaba muy borracho y apenas se le entendían los balbuceos—. Habló de mucha pobreza y de que le daban de comer.
Estuve otros dos o tres días más practicando surf y finalmente me pude subir a algunas olas de las grandes. De esas de allá a lo lejos, mucho después de la rompiente y que en realidad no rompen sino que se van como desmoronando de un lado al otro. Tampoco era fácil. Arrancaban en cualquier lugar y había muchos surfistas y yo no conocía las reglas. Tuve que bajarme de más de una, cuando vi que ya estaba ocupada. Además eran muy grandes y daban un poco de vértigo y me caía al toque y de nuevo a bracear agotadoramente. Encima, el fondo era de piedra y no daba mucha gracia. Prefería divertirme en las olas de la costa que eran menos cansadoras y además me copiaba de las instrucciones que le daban los morenos profesores locales mientras les daban empujoncitos a las tambaleantes turistas blancuzcas (tanto de día como de noche).