De Iruya volvimos a la buena onda de Giramundo Hostel de Humahuaca y otra vez lo usamos de base para recorrer lugares poco visitados de la quebrada. Un día fuimos a Inca Cueva. Teníamos especial interés en ir ahí porque es un sitio en la quebrada de Chulín donde se encontraron restos arqueológicos de hasta diez mil años de antigüedad. Los más conocidos son las tres momias Chulina, Chulinita y Rosalía (Chulina fue datada por radiocarbono en 6080 ± 100 años y es, tal vez, la momia natural más antigua del mundo) pero lo más interesante para nosotros era que ahí fue donde se encontró la más antigua evidencia del consumo de la vilca o wilca. Se encontraron unas pipas de 4150 años de antigüedad, de las cuales se pudo obtener materia orgánica con restos de semillas de cebil. Ahí, hace cuatro mil años, los indios fumaban la visionaria vilca junto a momias que para entonces ya llevaban dos mil años enterradas.
Para ir a Inca Cueva (un nombre algo desafortunado ya que, en el corto período incaico, el sitio fue solo usado como tambo) tomamos uno de los tantos buses que suben por la ruta 9 hacia La Quiaca y bajamos una media hora después (22°58’34″S, 65°27’51″W) pasando apenas un poco el caserío Azul Pampa, sobre la parte de la ruta que corre hacia el oeste, justo donde la tierra es azul.
Desde la ruta hacia el sur se puede ver un gran puente de piedra sobre el río seco Chulín, un puente macizo hecho para durar cientos de años pero que ahora solo sostiene un par de rieles oxidados.
Bajamos el terraplén entre las piedras, cruzamos el Río Grande hacia el sur, pasamos debajo del gran puente ferroviario y comenzamos a subir por el cauce de la quebrada de Chulín.
Después de un par de horas caminando por el cauce pedregoso, la quebrada se tornó rojiza y de curvas suaves.
Poco después llegamos a Inca Cueva (23°00’08″S 65°27’42″W).
Entonces Vane me dijo que lo que más le sorprendía del sitio era el lugar en el que estaba ubicado: entre altas paredes de arenisca roja con suaves chorreadas de sedimentos claros y oscuros, un escenario que parece de otro planeta. Incluso, en la pared frente a la cueva, en la parte más alta, había una ventana mostrando un pedazo de cielo y que parecía un gran ojo lagrimeante observándonos. Si yo hubiera sido un originario de esa zona hace unos miles de años, no dudaría del carácter especialmente espiritual del lugar y, por supuesto, ahí habría pintado todo lo que tuviera que pintar.
Unos pasos más allá de la cueva (23°00’11″S, 65°27’44″W) encontramos un angosto sendero subiendo la montaña hacia la derecha, hacia el oeste. El paisaje se tornó aún más irreal. Primero un árbol retorcido sobre una explanada de pasto verde y cortito, rodeado de lisas paredes rojas con sedimentos chorreantes.
Luego, subiendo por una pendiente lisa, otra explanada de pastos más altos y amarillentos que se continuaba por una pequeña quebrada.
Y luego una última subida, un poco trepando la roca, que nos condujo a una tercera superficie plana, mucho más amplia pero tan extraplanetaria como las anteriores, que contenía una laguna en el medio (23°00’10″S, 65°27’48″W).
Y, sorprendentemente, ahora nos encontrábamos detrás del ojo que mira desde lo alto hacia la cueva. Daban ganas de rezar.
Días después volvimos a salir hacia Inca Cueva. Esta vez en camioneta con Juan, el dueño del hostel, para intentar llegar desde otro lado, desde el sur, desde Sapagua, otro lugar donde también hay pinturas rupestres no muy lejos de ahí. Después de visitar las pinturas (23°03’26.7″S, 65°24’15″W), el camino fue duro, la camioneta se nos enterró en la arena un par de veces y tuvimos que abandonarla antes de lo previsto.
Caminamos desde algún lugar después de los petroglifos hasta Sapagua, que son tres casas y una capilla (23°01’50″S, 65°26’12″W). Ahí solo había un hombre, que por suerte pudo indicarnos el camino. Pero fue duro, muy hacia arriba. Y ya era tarde. Llegamos a la cima (23°01’16″S, 65°27’06″W) muy agitados y con el sol cerca del horizonte. Solo quedaban unos dos kilómetros en bajada y no teníamos tiempo para volver a subir. Aún así la vista de toda la quebrada de Chulín valió la pena. A lo lejos podíamos reconocer el espinazo del diablo, cerca de Tres Cruces.
Otro día fuimos a la Quebrada de las Señoritas de Uquía con Edgard, uno de los encargados del hostel. Él organiza tours a ese lugar tan bueno y tan poco conocido. Nos pidió que fuéramos en algún momento sin turistas, para explorar más la zona y para que le contáramos sobre la geología, la flora y la fauna del lugar. Además quería que le confirmáramos si ciertas rocas que él había encontrado por ahí podían ser ruinas arqueológicas.
Fuimos con él y con Pauline, su novia. El lugar está muy bien. Los puntos impactantes del recorridos son un alto y angosto cañón colorado muy agradable para recorrer, un valle con montañas de colores que corresponden a sedimentos de hace cientos de millones de años y unas cuantas irresponsables entradas a angostas grietas con caca de puma en el suelo.
Pero lo que más me gustó fue el antigal, esas piedras que Edgar quería mostrarnos y que sí que nos parecieron los restos de un pueblo indio. Las piedras eran cimientos de paredes al pie de un cerro y rodeadas de cactus en una situación muy parecida a las ruinas de Quilmes. Las paredes eran rectas, al estilo incaico. Interpretamos que los cimientos de la parte más alta, en la zona central, podían haber sido los de la casa del jefe de la tribu. Junto a estos encontramos una estructura de pared cilíndrica con ubicación y forma similar a las que hacían los aborígenes de la zona para enterrar a sus muertos, a los cuales desenterraban cada año en unas fiestas en las que los difuntos eran invitados simbólicamente con un poco de comida y bebida, para luego volver a ser enterrados hasta el año siguiente.
La posibilidad de que ahí abajo hubiera una momia (una posibilidad no muy remota ya que hace solo unos pocos meses encontraron un par de momias no muy lejos de ahí) me dio una imperiosa necesidad de cavar. Pero reprimimos nuestros instintos huaqueros y nos quedamos del lado de la legalidad con la esperanza de que los próximos tentados fueran arqueólogos.