Mamitupu, Kuna Yala, Panamá

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12 de septiembre

Bajamos en el muelle de una isla muy pequeña y otra vez nos encontramos con las caras de curiosidad. Preguntamos dónde dormir. Nos dijeron que con Pablo. No sé cómo terminamos en una casita de paja, y de ahí unas mujeres nos guiaron hasta la otra punta de la isla. La isla nos pareció muy agradable. Era tan pequeña como Caledonia, pero más verde. Donde nos llevaron había palmeras y playitas. Cuando llegamos, mi mochila ya estaba ahí, aunque yo había dejado en el muelle. La casa a la que habíamos ido primero era la casa de Pablo y este otro lugar era donde Pablo tenía cuatro chocitas para turistas. No debería tener muchos clientes (no hemos visto ningún turista desde la frontera con Colombia).

Las mujeres que nos llevaron no hablaban español, con lo cual no pudimos negociar un precio. Solo nos quedaba esperar a Pablo.

Entonces fuimos a dar una vuelta. La isla era realmente chica y en diez minutos habíamos pasado por casi todas las calles y ya estábamos de vuelta. Improvisamos un merienda con leche en polvo, avena y canela y nos fuimos a meter al agua. En un momento llegó un indio en una canoa y nos pusimos a charlar. El tipo me pareció inteligente. Hablamos de un par de cosas, nos reímos un rato y le ayudé a subir el cayuco sobre unos troncos. Entonces nos preguntó que queríamos por ahí y le dijimos que pensábamos acampar en esa playita o, si alguien nos llevaba, en la isla de enfrente que se veía solitaria. Nos dijo que para ir a la isla de enfrente habría que hablar con el dueño, que en la playita en la que estábamos tal vez no era lo más cómodo y que además había reglas en la isla y que podíamos dormir en las cabañas. Le dijimos que estábamos esperando a Pablo para hablar de eso y nos dijo que él era Pablo. Nos reímos y, después de charlar un rato más, nos dejó las cabañas a 5 dólares.

hamaca
Sí, era más cómodo que la playita.

 

Ese día estuvimos bastante con él. Iba y venía, como nuestro guía en Caledonia. En un momento, llegó a la playa un chico con seis pescados y Pablo nos preguntó si queríamos aprovechar y comprarle algunos. Nos vendió los tres más grandes por 2 dólares. Pablo nos preguntó si no queríamos encargarle unas langostas. El chico prometió que al día siguiente iba a bucear y a ver si nos encontraba algunas.

Esa noche cenamos los pescados y después fuimos a conocer la casa de Pablo y a su familia. Nos presentó a algunos hijos, algunos nietos y a su mujer, Asinta, que andaba vestida tradicionalmente y con una linterna en la cabeza (no hay luz en la isla y todos andan con linternas). Estuvimos charlando un rato en la casa, echados en las hamacas y a la luz de las linternas. El piso era de tierra y casi todo lo demás era de caña, paja o madera.

En un momento le preguntamos a Pablo dónde quedaba isla cuero. Nos dijo que estábamos en isla cuero. Nos reímos. Nos contó que con ese nombre la conocen algunos colombianos. Le pusieron isla cuero porque, hasta hace un tiempo, todos los chicos y chicas menores de dieciocho años andaban desnudos. Después llegaron los misioneros y se acabó todo. No sé qué habrá sido de los misioneros porque ahora no había nadie más que los kunas.

Al día siguiente teníamos la opción de ir remando hasta la isla de enfrente (Pablo nos prestaba su cayuco) o acompañar a Pablo y a otro chico a buscar mariscos a unas rocas. Ambos planes se pincharon cuando se largó una tormenta. Fue lluvia, viento y rayos caribeños. Al atardecer, cuando ya no llovía, llegó el de las langostas. Había encontrado tres. Nos costaron un dólar cada una. A la noche saqué mi pasaporte español y cociné una paella de pura langosta, que nos costó unos 4 dólares en total. Cenamos junto a la playa, entre las palmeras.

langosta
Ahora que lo veo no se si llamarlo paella, pero qué rico.

 

A la mañana siguiente, fuimos al muelle a ver si había alguien que nos llevara. Nos habríamos quedado más tiempo en Mamitupo, pero Claudia se tenía que encontrar con unas amigas en Panamá y se estaba quedando sin días. Si ellas llegaban en avión desde Austria y no la encontraban, se iban a preocupar y no había forma de avisarles.

En un momento llegó un carguero colombiano y enseguida se acercó una mujer con veinte cocos. Los del carguero le pagaron 4 dólares. Después una con cincuenta cocos y le pagaron 10 dólares. A ambas las trataron muy mal y les rechazaron algunos cocos diciendo que eran de mala calidad. Yo le dije al capitán que se había olvidado de decir gracias y no me dio bola. Al rato vino y le regaló un paquete de galletitas a Martina. En un momento, le pregunté a uno de los kunas por qué no ponían una planta procesadora de cocos como las de Colombia. Me dijo que en las reuniones se estaba discutiendo justamente eso y que lo de los colombianos era un abuso. Después me quedé pensando que si los colombianos no vienen a comprar los cocos, entonces quién viene a traer el resto de los productos. Los Kunas tendrían que encargarse de eso también. Además, me puse a pensar en cómo quedaría una planta industrial entre esas islas. Realmente, no sé qué pensar. Supongo que esas reuniones de sailas deben ser largas.

tratando como el culo
Tratada como el culo.

 

Al final llegó al muelle la panga que pertenecía a la comunidad de la isla, porque tenían que llevarla a Aligandí a hacerle un cambio de aceite, o algo así, y nos ofrecieron llevarnos. Pablo vino con nosotros para ir hasta Achutupo, una isla a mitad de camino, dónde había una fiesta de tres días porque le cortaban el pelo a una chica que cumplía quince años (es una especie de bautismo, nos explicaron).

Llegando a Achutupu, vi que había un barco que parecía más de altamar que los pequeños cargueros que solíamos ver. Me sorprendió que diera la profundidad para que esté ahí. Pablo me dijo que estaba a la venta. Se lo habían encontrado a la deriva y no saben lo que ocurrió con la tripulación. Le dije que lo podrían identificar por el nombre y me dijo que sí, que era un barco jamaiquino. No pude saber más porque llegamos al muelle.

Nos despedimos de Pablo y continuamos hasta Aligandí.

 

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