Estábamos a punto de lograr nuestro objetivo. Habíamos llegado al norte de Perú, habíamos conseguido los San Pedros y habíamos encontrado a una chamana para que los preparara. Ahora ella nos traía una olla con rodajas de cactus flotando en un líquido caliente.
–Le agregué micha blanca.
–¿Qué es?
–Una planta de aquí.
Mucho tiempo después me enteré de que “micha blanca” es el nombre local del floripondio (Brugmansia sp), una planta alucinógena que es, al mismo tiempo, similar y opuesta al San Pedro (Echinopsis pachanoi). Similar en la clasificación más amplia: el conjunto de todas las plantas que distorsionan los sentidos. Y opuesta en su relación con la conciencia: con el San Pedro todo parece ser más brillante o más sonoro o con más textura, incluso los pensamientos se sienten claros y reveladores, en cambio con el floripondio los sentidos pasan a un segundo plano y la percepción se nos arma con nuestros delirios internos; la conciencia parece quedar detrás de un vidrio empañado. Si el San pedro es un despertar, el floripondio es un sueño.
Y entonces tomamos el líquido amargo y contradictorio sin saber muy bien adónde íbamos.
–¿Puedo llevar un poco para mi marido?
–Claro.
–Es que está mal del hígado.
Cuando la chamana salió con su taza para el marido, nosotros hundimos las nuestras en el líquido espeso, entre las rodajas de San Pedro y las hojas grisáceas. Micha blanca. Yo recién empezaba a conocer los nombres de todas esas plantas.
Entonces.
Se hizo de noche.
Pablo me habló de rayos verdes.
Me encontré solo en la playa, mirando un barco en el horizonte, con ojos verdes.
Los cangrejos también miraban al barco.
Estuve angustiado, dando pasos con dificultad, sin saber bien a qué altura estaba el piso.
Caminé entre la costa nocturna y la villa que había traído el mar revuelto.
Me encontré boca abajo en la playa, entre cuatro encapuchados y con un arma enfriándome la nuca.
Vi colores en la arena.
Me pareció que los encapuchados no eran cuatro sino tres.
Uno de los encapuchados buscó en mi bolsillo y extrajo dos dólares y una goma para atar el pelo.
Me pareció que los encapuchados eran cinco.
Se fueron caminando por la costa y miré sus espaldas hasta que desaparecieron en la oscuridad.
Me sentí bien, como despabilado por un baldazo de agua.
Me encontré en una calle de tierra sin poder distinguir el ancho del largo, y sobre todo sin saber hacia dónde debía ir.
Me sentí angustiado una vez más.
Reconocí lugares sin poder ubicarme.
Me di cuenta de que también me habían robado las llaves de la habitación.
Encontré el camino de vuelta a la posada por una calle sin luces, atravesada por ladridos de perros.
Le dije a Pablo que me habían robado las llaves de la habitación y Pablo miraba el cielo.
Entré a otra habitación.
Le pregunté a Pablo si las realidades eran dos o varias, y Pablo miraba el cielo.
Apagué la luz y las paredes se combaron hacia adentro.
Prendí la luz, las paredes volvieron a su lugar y en la más cercana había una araña grande.
Apagué la luz y Pablo me preguntó si sabía que había una araña muy cerca mío y le respondí que sí, que era mi amiga.
Sentí unas patas peludas caminando sobre mi mano y pegué un grito.
Prendí la luz y la araña no estaba en ningún lado.
Apagué la luz, las paredes se combaron hacia dentro y no podía dejar de pensar en las ocho patas peludas.
Prendí la luz, las paredes volvieron a su lugar y la araña estaba en el suelo.
Pisé fuerte y no me animé a levantar el pie, no estaba totalmente seguro de que hubiera muerto (la araña).
Arrastré con fuerza mi pie contra el áspero cemento convirtiendo al bicho en una delgadísima mancha de un color oscuro casi uniforme.
Vi muchas hormigas coloradas recorrer la mancha con olor a araña.
Me pareció imposible la velocidad de las patas de esas muy minúsculas y muy veloces hormigas.
En algún momento me dormí.
Fue una noche difícil.
Sobre todo para la araña.