Zona Franca, Belice

27 de diciembre

 

De Sarteneja me fui para el lado de México a dedo. Salí muy temprano, desarmé la hamaca a oscuras, desayuné y me fui al camino cuando amanecía. Tuve suerte y en seguida pasó una camioneta que iba hasta Chunox. Ahí me quedé esperando un buen rato en otro camino de tierra por el que me habían dicho que no pasaba casi nadie. La mañana estaba fresca y yo esperaba entre matorrales y mirando unos pájaros que comían en unos juncos. Después de un rato apareció una camioneta y me llevó. El camino siguió entre los arbustos y los árboles. En un momento llegamos a un río y nos subimos directamente a una balsa muy pequeña, y poco después nos empezamos a mover lentamente (muy muy lentamente). La balsa la movía un tipo a mano: un cable grueso de hierro pasaba de lado a lado del río y estaba unido a nosotros a través de una polea que el balsero hacía girar con sus brazos y su espalda. El tipo le daba vueltas y vueltas a la polea y todo avanzaba de a milímetros. Él mismo, la cabina, la balsa, la camioneta, el conductor de la camioneta y yo: todo avanzaba lentamente con la fuerza del balsero. Yo, desde la caja de la camioneta, si miraba hacia atrás o hacia adelante veía camino y pastizales; si miraba hacia la izquierda veía el río; y hacia la derecha, el balsero en su cabina y el caribe. El río debía tener solo unos 30 o 40 metros de ancho pero tardamos bastante en cruzarlo. Cuando llegamos al otro lado seguimos viaje sin pagar, parece que el servicio era gratis.

Coronel Balza
El Coronel Balza.

 

Y seguimos viaje hasta Corozal. Ahí me tomé un bus destartalado hasta la frontera e hice los papeles de Belice.

Había leído que entre Belice y México hay una zona franca y me dieron ganas de ir a ver cómo era. No es un lugar ni mínimamente turístico: tuve que andar preguntando y cargando la mochila por unos caminos que parecían un aeropuerto abandonado. Cuando llegué vi que había algunas personas entrando por una abertura entre rejas. Todos pasaban mostrando una credencial a un tipo de seguridad. Cuando quise pasar, el tipo me paró y me preguntó a dónde iba. Le dije que a la zona franca, y le pregunté si podía pasar. Me dijo “sí, claro”.

Entré por una calle de locales comerciales, muy ancha, con bulevard en el medio, pero que solo parecía tener dos cuadras de largo. Los negocios estaban cerrados, los empleados iban llegando, todavía era las ocho y media de la mañana. Cuando llegué a la primera esquina, un coche paró a mi lado, bajó la ventanilla y un tipo me preguntó si yo era cubano. Le dije que no. Cerró la ventanilla y se fue. Ahí doblé a la derecha por otra calle ancha pero sin bulevard. Los negocios ya empezaban a abrir.

Caminé por una cuadra bien larga mirando ofertas tipo “5 calcetines coreanos por 20 pesos”. Cuando llegué al final todo terminaba abruptamente. Los últimos negocios daban lugar a unos pastizales y más lejos empezaba la selva. A la derecha se veía un alambrado. Rodeé el último negocio para ver que había por detrás y solo había terrenos baldíos, algo de basura, más pastizales y también la selva en el fondo. No había manzanas, solo negocios sobre las calles anchas, y solo tenían pintada la fachada. Lo que antes me había parecido como un centro comercial de una ciudad mediana, ahora me parecía un montaje para una película de Hollywood.

Zona Franca, Belice
Zona Franca.

 

Volví por la avenida, pasé la calle del bulevard y continué caminando entre los negocios que ahora estaban casi todos abiertos, salvo los que estaban abandonados. Había algunas construcciones bien grandes y ostentosas que parecían discotecas de zona turística cerradas por el invierno.
rebajadas al 50 por ciento
Rebajadas al 50%.

 

Más adelante pude doblar a la derecha y ahora sí parecía haber como intento de manzanas, pero todo estaba abandonado. Había negocios cerrados entre baldíos, cortinas bajas, techos semi caídos, carteles desteñidos por el sol, alguna combi sin ruedas; parecía todo post guerra nuclear. Caminé bastante por ahí y me sorprendió que solo vi dos grafitis, y muy simples. Después entendí por qué: donde empezaba la selva había un alambrado y toda la zona franca estaba cercada. Caminé bastante por ahí. Casi no había árboles, solo unas palmeras decorativas que encontraron tierra y sobrevivieron a la falta de riego. A todos los negocios le debió haber pegado mucho el sol: todo lo que no era gris era de colores pastel.
Combi
Sin impuestos.

 

euromoda
Claro, con la crisis en Europa esto es muy top.

 

Cuando me sacié los ojos de playones abandonados volví a la calle que estaba viva, pregunte precios de cámaras de fotos a unos hindúes y me fui para México.

zona muy franca
Zona muy franca.

 

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El LIBRO

 

Little Belize, Belice

26 de diciembre

 

Me desperté a media mañana, desayuné y se me ocurrió ir a visitar a los menonitas. El camino que había hecho para llegar a Sarteneja desde Orange Walk había sido dos horas en camioneta por ruta de tierra y solo habíamos pasado por dos comunidades. Entre las dos, en mitad de la nada, nos habíamos cruzado a cuatro tipos caminando con enteritos azul oscuro casi negros, camisas blancas y sombreros de vaquero. El hindú me dijo que esos eran menonitas y que vivían por ahí en un un pueblito llamado Little Belize. Parece que los menonitas son un grupo cristiano anabaptista similar a los Amish. No aceptan casi ninguna tecnología y se relacionan muy poco con el mundo exterior: básicamente para comerciar lo que cultivan.

Le dije a la chica del camping que me llevaba una de las bicicletas que tenían ahí y que me iba a visitar a los menonitas. Me dijo que no, que hay 25 millas hasta Little Belice, que no daba para hacerlo en bicicleta y menos en esa bicicleta. Yo miré la bicicleta oxidada, hice un cálculo rápido de millas a kilómetros que daba como 40 y pensé que sí, tenía razón, no daba. Dejé la bicicleta y pensé en hacer dedo. Caminé un par de metros y se me ocurrió una mejor idea: hacer dedo con la bicicleta. Es muy fácil hacer dedo en un camino de tierra con una bicicleta en la mano, y más en un lugar donde casi todos los vehículos que pasan son camionetas.

Me subí a la bici y empecé a pedalear. Me sentía con mucha energía. Lo malo era que ya era pasado el mediodía y el sol pegaba fuerte. Pedaleé, pedaleé, pedaleé y pedaleé y pedaleé y pedaleé. Todo era camino polvoriento y árboles que no daban sombra, el sol estaba bien arriba. Pasaban los minutos y las horas y no aparecía ninguna camioneta. La cadena oxidada chillaba en cada pedaleada. Y fueron muchas pedaleadas, varias veces pensé en volver, pero siempre encontraba una excusa para seguir un poco más. Tampoco me alentaba la idea de haber pedaleado tanto, más todo lo que tenía que hacer para volver, y no haber llegado a ningún lugar en particular. Y realmente cada vez tenía más ganas de llegar a los menonitas, alguna camioneta tenía que pasar. De pronto recordé que era navidad. Eso explicaba un poco la situación. La gente debería estar con sus familias, si alguno se movilizó debió haber sido temprano. Venía pensando en volver cuando vi un felino. No alcancé a ver qué era, tal vez un jaguarundi. Me dijeron que hay cinco especies de felinos por la zona: el jaguar, el puma, el tigrillo, el ocelote y el jaguarundi. Me quedé pensando que ir por un camino tan solitario no estaba tan mal. Lo que estaba un poco mal era que solo me había llevado una botella pequeña de agua y nada de comida. Pedaleé mucho. No hice más que pedalear, esquivar sectores del camino un poco arenosos o poceados, mirar los árboles y pensar. Cuatro horas pedaleé sin cruzarme ningún vehículo, hasta que llegué a encontrar un poco de civilización. Era Chunox, una de las dos comunidades que hay en el camino a Orange Walk. A la primera persona que encontré le pregunté dónde podía comprar algo de comer, tenía hambre y sed. Me dijeron un lugar pero estaba cerrado. Encontré a un tipo más adelante y le pregunté por otro lugar y la conversación fue algo así:

―Buenas… Disculpe la molestia… ¿no sabe dónde puedo comprar un refresco o algo de comer?
―Sí hijo, más adelante tienes una tienda… está pintada de rosa.
―Gracias… Y por las dudas… ¿usted tendría un inflador de bicicleta?
―Claro ―respondió y mandó al hijo a buscar el inflador al fondo
―Gracias…
―¿Y de dónde vienes tú?
―De Sarteneja
―…
―Y con las ruedas bajas, estoy muerto…
―¿Por qué no te quedas a comer con nosotros?
­―No, gracias, no quisiera molestarlos.
―Vamos muchacho… acompáñanos, ¡es navidad!

Yo sonreí y acepté, y así fue que comí con Normando y con su mujer Minerva. Me trajeron una coca-cola que con la sed que tenía la tomé extasiado como en las publicidades. Comimos carne con arroz y ensalada, y charlamos de varias cosas. Me dijo que era maestro de escuela y que una vez cuando era joven, un tipo le había hecho dedo y él no lo había levantado. Cuando llegó a su casa se quedó pensando en ese tipo y se arrepintió tanto que desde ese día, cuando puede ayudar a alguien, lo hace. Después me dijo que su sobrino era pescador y que les había traído langostas y me convidó con una langosta asada. Yo en cinco minutos había pasado del hambre, el cansancio y la sed a estar sentado a una mesa charlando y comiendo langosta. Sobre el final de la comida, le pregunté a Normando si tenía grasa para la cadena de la bici y sí tenía. Engrasé la bici, le inflé las ruedas y partí agradeciendo enormemente la hospitalidad de Normando y Minerva. Todavía me faltaban 8 millas hasta los menonitas.

Ahora que había bebido y comido, y había engrasado la bici e inflado las ruedas, todo era más fácil y pedaleé a buen ritmo. Aunque después de unos kilómetros el cansancio de todo el día se hizo notar; y también la dureza del asiento, que es la mala parte de inflar bien las ruedas. También había otro problema, ya era cerca de las cinco de la tarde y estaba claro que la vuelta iba a ser nocturna. Pero no me preocupaba mucho, estábamos casi en luna llena y sabía que iba a tener luna prácticamente toda la noche.

Unos kilómetros después, me crucé con una pareja de menonitas que iban en uno de los carros que usan ellos. Son carros a caballo, de madera negra y techados. Eran dos ancianos y la ropa era como la de la familia Ingalls cuando van a la iglesia. Iban por una huella que corría junto al camino por el que iba yo.

Menonitas Little Belize
Menonitas.

 

Ahora ya casi no había selva, a los costados prácticamente todo era campos sembrados. Los viejitos doblaron y se perdieron entre pastizales. Un rato después, mientras imaginaba a dónde estarían yendo, empecé a pensar que debía estar cerca y que tal vez no iba a ser fácil encontrar el pueblo menonita. Imaginaba que tenía que haber algún desvío hacia la izquierda, pero claro, no iba a haber un cartel que diga “Aquí a la izquierda estamos los menonitas que nos queremos aislar del mundo”. El camino ahora tenía un poco de lomas. Hacía rato había visto unas casas a lo lejos y ahora ya no las veía. Empecé a dudar de haberme pasado y en un momento apareció finalmente un camino a la izquierda. Me metí por ahí cuando el sol se acercaba al horizonte, cansadísimo y dudando de todo, e imaginándome pedaleando por ese camino hacia la nada y volviendo todo el camino de vuelta un poco con la sensación de fracaso. Pasé varias lomas y el esfuerzo que hacía para subir cada una, me hacía pensar que era la última y que ya me volvía. Al final el camino doblaba abruptamente hacia la izquierda rodeando un campo y parecía ir a unas casas. Un rato después me empezaron a parecer que en realidad eran galpones y ya no iba a encontrar nada. Cuando estaba llegando me volvieron a parecer casas, pero casas de otra época y no parecía haber nadie por ahí. El camino dobló a la derecha y noté que mi sombra ya estaba bastante larga.

sombra de bicicleta en Little Belize
La llegada a sombra.

 

Seguí unos metros y vi unos niños en los fondos de una casa. Entré caminando con la bicicleta en la mano y fui por un sendero rodeado de árboles hasta donde estaban los niños que me empezaron a mirar con una cara de curiosidad extrema. Todos tenían enterito negro, camisa clara a cuadritos y sombrero tipo cowboy color blanco crudo. Todas las niñas tenían una blusa de un color violeta casi negro, con flores lilas y azules, debajo de un vestidito sin mangas color negro; tenían el pelo rubio bien recogido y algunas llevaban un sombrero casi blanco con una cinta azul oscura.

Niños y niñas en Little Belize
Play station.

 

Algunos niños estaban en uno de los carros de madera negra y se bajaron y se me acercaron sin dejar de mirarme en ningún momento. Un niño estaba jugando arrastrando una especie de carretilla que la dejó caer en cuanto me vio y también quedó como hipnotizado. Claro, ya me habían contado que ellos no tienen permitido andar en bicicleta y tal vez más de uno nunca había visto a nadie que no sea de la comunidad. A una nena, que también parecía en trance, le colgaba una muñeca de la mano que más bien parecía un muñeco vudú. Más atrás vi a los mayores, dejé la bicicleta en el suelo y me fui acercando, caminando entre los niños intentando sacarles alguna foto disimuladamente con mi celular a la altura de la cintura.

niños menonitas de Belice
Niños.

 

Cuando los adultos me vieron, lo guardé en el bolsillo. Estaban en grupos en algunos carros, usándolos un poco de bancos. Cuando llegué parecía que estuvieran charlando relajadamente y en una paz de otro mundo. Cuando me vieron, se levantaron algunos y se acercaron con mucha mirada de interrogación. Les pedí disculpas por interrumpirlos. Les dije que estaba un poco perdido y les pedí un vaso de agua. Nadie habló (o eso me parecía), me miraban y un poco se miraban entre ellos. Creo que uno miró a otro y ese otro se fue caminando hacia la casa (supuse que a buscar un vaso de agua). Parecía que se comunicaban por telepatía. Algunas mujeres salieron de la casa y también me miraban. Tenían vestidos negros y me clavaban los ojos. Todos me clavaban los ojos y me rodeaban, los hombres, las mujeres y los niños. Todos rubios, silenciosos e inexpresivos. Los niños se iban acercando muy muy lentamente. El tiempo también pasaba muy lento. ¿Cuánto podían tardar en traer un vaso de agua? Me sentía en una película de zombis en cámara lenta. Para sacarme los nervios de encima y romper ese silencio espeso, les pregunté si hablaban español. Uno me contestó “Sí, mejor español” esbozando una mini sonrisa pero mirándome de perfil. Les pregunté si estaban de fiesta y nadie me contestó. Había como cincuenta ojos mirándome. Por fin llegó un tipo con una taza, que se la pasó a otro, que la llenó de agua en una canilla que salía de un tanque gigantesco. Me tomé el agua y le pedí un segundo vaso, un poco porque de verdad tenía mucha sed y un poco para mostrarles que de verdad tenía mucha sed. Les pregunté para dónde quedaba Sarteneja, me indicaron y me fui sin mirar hacia atrás, y sintiendo todas las miradas en mi espalda. Pedaleé con una sensación muy extraña. Sentía que me quería quedar con ellos. Sabía que ahí no podía durar ni dos semanas, pero se me había quedado en la cabeza una sensación de relajo visual que me llamaba como una madre. Pero también se me combinaba con una sensación un poco molesta de haber generado una situación de zoológico simétrico que ellos no habían querido, pero bueno, no había sido mi intención. Solo pretendía visitar el pueblo y esa mañana ni siquiera me acordaba que era navidad.

Tenía ganas de seguir dando vueltas por ahí pero me fui, un poco por la oscuridad que se venía y un poco por no molestarlos más.

Cuando salí al camino principal, pedaleé un rato y apareció una camioneta. Le hice dedo y me llevó hasta Chunox. Después me volví a meter por el camino en la selva y ya era de noche. Había una gran luna como me lo esperaba, pero también había nubes, que no me las esperaba. Cuando la luna se escondía, se veía muy poco el camino. También me ayudaba con una linternita. Y ahí iba, en la oscuridad, entré las dos negras paredes de árboles. El camino de tierra casi no tenía color. El cielo estaba lleno de nubecitas que la luz de la luna les daba mucho contraste. Yo estaba cansadísimo, pero iba tranquilo, pedaleando, esquivando pozos y mirando un poco el camino, un poco el cielo y un poco la selva oscura. Volví a ver un felino, o lo imaginé, porque lo vi correr delante de la bici, a unos tres metros, en las sombras, antes de meterse entre los árboles.

Después de unas horas escuché una camioneta. Me bajé de la bici y esperé a que aparecieran las luces. Cuando se acercó le hice dedo, sin ver nada. Yo estaba muy cansado, mis pupilas debían estar muy dilatadas por la oscuridad y ahora solo veía luz e imaginaba mi propia imagen iluminada, vista desde la camioneta. Era una pareja y me llevaron hasta Sarteneja. En el camping comí algo y prácticamente me desmayé en la hamaca.

 

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El LIBRO

 

Belize City y Sarteneja, Belice

25 de diciembre

Me quedé unos días más en Flores y arranqué hacia Belice. Fui hasta la frontera en furgoneta, sellé el pasaporte y me tomé un taxi colectivo hasta San Ignacio. Después, mientras esperaba un bus a Belice City, me puse a charlar con un tipo que estaba esperando que le terminen de lavar el coche. Me agradaba la (un poco tonta) complicidad que se siente al hablar en castellano en un país de habla inglesa.

― ¿Quién te atendió en la frontera? ―me preguntó en un momento el beliceño.
―Ni idea… un negro grandote.
― ¿Te trataron bien?
―Creo que sí… no me dijeron nada.
―Aquí los negros nos discriminan mucho…

De pronto me di cuenta que yo estaba totalmente perdido en la conversación. Me quedé mirándole la cara, tratando de pensar a qué clase de personas discriminaban los negros. Étnicamente hablando, el tipo tranquilamente podría haber nacido de una orgía en la casa de Benetton (aunque la parte indígena era la que más se notaba). Traté de encontrar una pregunta que no fuera ofensiva:

― ¿Tu qué te consideras? ―le pregunté con la mejor cara de idiota que me salió.
―Español ―me dijo.
―Ah… ―le dije.

Este país me gusta, pensé.

Llegó el bus y era otra vez un school bus, pero ahora era todo gris (por fuera y por dentro); me sentía en una película antigua. Me quedé un rato pensando en el “español” que en Argentina discriminarían por negro y que acá lo discriminaban por poco negro y me puse a hablar con una chica mulata. “No hablo español” me dijo en español y, cómo yo no andaba con muchas ganas de hablar en inglés, me limité a preguntarle cuánto tardaba el viaje hasta Belice City.

A mitad de camino pasamos por Belmopan, la capital del país, que era poco más que unas cuantas casas desperdigadas. Un par de horas después habíamos atravesado todo el país y llegamos a Belice City, la antigua capital y la ciudad más grande, que es un puñado de casas un poco más apretado, donde algunas llegan a tener hasta 3 o 4 pisos. Me bajé en un playón que era la terminal, me calcé la mochila, consulté la brújula, crucé una calle de tierra, caminé cuatro cuadras y llegué al centro. En Belice City no debe haber mucho más de diez hoteles y fui al más barato. Era una casita de madera de dos plantas, en el centro de la ciudad, a media cuadra del mar. Lo atendía una negra alta y simpática que me hablaba con mucha autosuficiencia (como casi todas las negras) pero con un tono de complicidad que no sé a qué venía. Hasta me hizo un descuento sin que se lo pidiera.

En Belice, estuve dos días dando vueltas por la ciudad, recorriendo los barrios. Caminé tanto que hasta encontré un semáforo.

Belize City
Este es el lugar más céntrico de Belice.

 

Rasta canoso
Un tema de Rasta blanca.

 

negros en bicicleta
A cinco cuadras del centro.

 

Haulover river
Veleros.

 

Después me tomé otro school bus a Orange Walk, en el norte del país. Ahí me puse a esperar un bus a Sarteneja, pero nadie sabía a qué hora pasaba. Las pocas personas que encontré para preguntarles no me aseguraron nada (ni siquiera estaban seguros de que hubiera algún bus ese día). Me puse a hacer dedo y, media hora después, me levantó un hindú que venía con una chica. El hindú tenía 46 años y había venido a Belice a hacer negocios. La chica tenía 20, era su empleada y ahora un poco más. El tipo estaba bastante loco. Me preguntó de dónde era y cuando le dije Argentina, me dijo: Obrigado! Yo le dije: Obrigado você. Me contó que había vivido en Estados Unidos y había conocido argentinos y había aprendido algunas palabras. La camioneta iba a los pedos por un camino de tierra ancho. Traían cerveza y empezamos a tomar, a charlar y a jugar a un juego que consistía en dominar el equilibrio de nuestro cuerpo de una forma que para mí era complicada: la camioneta iba muy rápido y el camino estaba lleno de pozos; frenábamos, cargábamos los vasos de plástico (no demasiado), arrancábamos y a ver quién podía tomar cerveza en esa montaña rusa. A mitad de la segunda botella, perdí: volqué un vaso casi lleno en todo mi cuerpo. Ahora toda la cabina olía a cerveza. Pero bueno, lo seguimos intentando y perfeccionándonos.

Cuando llegamos, el hindú dio algunas vueltas por el pueblo para que yo lo conociera. Sarteneja es un pequeño pueblo pesquero bastante aislado en un país también bastante aislado. Son unas cuantas casitas a las que se llega por el camino de tierra o en barco. Una de las razones por la que yo había llegado hasta ahí era porque Belice es medio caro y tenía la información de que había un camping barato para los que se atrevían a llegar hasta ahí. El hindú me dejó en la entrada y yo bajé de la camioneta bastante borracho y dando las gracias, tal vez con los ojos un poco bizcos. El camping era rústico y entre árboles frutales. Como no había nadie, ni siquiera alguien que atendiera, até la hamaca entre dos árboles y me eché a dormir. Me desperté un par de horas más tarde, un poco más lúcido, y me fui a dar una vuelta con tres perros que encontré en el camping y que me siguieron después de algunas caricias y un poco de pan.

El pueblo estaba casi tan tranquilo como el camping. El mar también: es caribe pero está en una bahía bastante cerrada. Es la bahía de Chetumal, que separa Belice de México. El agua es celeste, lechosa y salobre. Dicen que hay manatíes y cocodrilos.

muelle de madera
Tranqui.

 

A la noche vi que en el camping había un gringo, un par de belgas y un costarricense. A la mañana siguiente, por fin apareció alguien del camping. Era una chica beliceña que creo que era la dueña. Se había casado con un francés o algo así. Me registré y volví a salir a dar unas vueltas con los perros. Esta vez anduvimos por la selva y por unos campos de frutales. Los perros persiguieron a un conejo, le ladraron a un lagarto en un árbol y encontraron una serpiente de coral que se escapó entre unos arbustos. Volvimos muy sedientos.

Ese día era 24 de diciembre. Esa noche iba a ser nochebuena y me sentí muy lejos de casa. De pura casualidad estaba hojeando una revista en una especie de quincho rodeado de mosquitero y de pronto, al pasar una página, veo una foto de unos edificios de Hong Kong junto a la foto del hermano de un amigo; y eso fue lo más cerca que estuve de mis conocidos. Nochebuena la pasé en un muellecito sobre el caribe, tomando ron con el par de belgas y el costarricense.

como ir de Guatemala a Belice

 

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El LIBRO

 

Flores y San Miguel, Guatemala

21 de diciembre

Un día llegó al hostal un francés que me cayó bien, se llamaba Toma. Estuvimos charlando un rato en el balcón y me preguntó dónde podía conseguir marihuana. Yo, que hacía 15 días que estaba en Flores y conocía a todos los hippies, no le podía faltar al dato: le dije que lo acompañaba para salir un rato y distraerme (ya era de noche y no tenía ganas de seguir trabajando). Fuimos a los puestos de los hippies y estuvimos charlando un poco hasta que Toma directamente preguntó por marihuana. Con los hippies estaba un guatemalteco llamado Lolo que se ofreció a venderle.

Lolo era muy simpático y tenía la cara chupada y los ojos saltones como si fuera un veterano de las raves. Nos invitó a subir a su cayuco para ir hasta su casa que quedaba enfrente, en San Miguel. Yo miré para un lado: la ciudad aburrida. Miré para el otro: un tronco hueco flotando en la oscuridad. Elegí el tronco.

lago peten itza guatemala
Antes de que oscureciera.

 

Subimos al cayuco y se bamboleaba de un lado al otro con solo mover los ojos. Lolo subió en la punta parado para ponerse a remar y nos dio un par de tablas para que nos sentemos separados de la agüita que había en el fondo. Lolo remaba y, mientras avanzábamos lentamente, yo miraba el agua que en la oscuridad se veía negra y que llegaba hasta casi el borde del cayuco en cada bamboleo. Lolo nos vio la cara y nos dijo: no tengan miedo que no se va a dar vuelta, yo acá tengo mi celular y no quiero perderlo. Supongo que nos relajamos un poco y seguimos lentamente por la oscuridad hablando de cualquier tontería.

A los cinco minutos, Lolo me pasó un trapo para que vaya escurriendo fuera del cayuco el agua que iba entrando lentamente (y no tan lentamente) por los nudos del antiguo árbol. Cuando habían pasado unos veinte minutos y no sé que estábamos charlando de las estrellas, una lancha nos pasó a unos cuantos metros y yo temí por el efecto del oleaje cuando llegara al cayuco. Nuestra canoa aguantó y la lancha paró. El motorista de la lancha —que era un tipo de pelo negro con rulos, los ojos saltones y un gesto petrificado— nos dijo algo y lo saludamos.

—¡Buenas noches! —dijo Lolo.
—¡¿Eh?!… —dijo el de rulos.
—Que hace una buena noche… muy estrellada.
—¡¿Eh?!…
—Nada, nada… todo bien, hermano.
—¡¿Eh?!…
—…
—…
—…
—Tienen huevos?
—Todo bien, hermano… tranquilo…
—¡¿Eh?!…
—Que estamos bien, no necesitamos nada… estamos remando tranquilos…
—¡¿Eh?!…
—…
—…

El de rulos giró la lancha y empezó a acercarse lentamente. Yo seguía escurriendo agua fuera del cayuco.

­—Soy Eddie Chepe y soy bien macho ¿quieren ser mis cuates?
—Sí, somos cuates, hermano.
— ¡Cuates las pelotas!
—Tranquilo, no tenemos ningún problema con vos.
—¡¿Eh?!… —dijo ocurrentemente Eddie Chepe y ya casi estaba al lado de nosotros.
—Tranquilo…
—¡¿Eh?!…
—…
—…
—…
— Te voy a quebrar
—…

La lancha ya había hecho contacto con el extremadamente inestable cayuco y yo ya me imaginaba en el agua. Lolo se agachó, agarró con su mano derecha la lancha y se asomó apenas para ver que había. Nosotros éramos tres con tres remos que eran unos palos muy contundentes y él era uno solo. Pensé que si se hacía tanto el valiente debía tener algo de acero debajo de su camisa o se había aspirado toda la vía láctea, o ambas cosas. Yo ya estaba extrañando la aburrida ciudad; no podía creer que estaba en el medio de un lago oscuro rodeado de esos dementes en una situación así de tensa (decidí que era el momento de dejar de escurrir agua fuera del cayuco).

—…
—…

Lolo soltó la lancha y agarró el remo con las dos manos. Toma y yo agarramos nuestros remos y todos nos mirábamos. Yo tenía mi mente en la oscuridad del agua. Si la cosa venía de armas me iba a sumergir a lo profundo y alejarme lo más que pueda buceando hasta salir por otro lado con mi última molécula de oxígeno.

—…
—…

Nadie decía nada y Eddie Chepe empezó a retroceder con su lancha sin dejar de mirarnos con su cara de piedra, sus ojos saltones y la boca entreabierta. Cuando se alejó lo suficiente, Lolo volvió a remar y dijo: “¿Solo estábamos hablando de las estrellas, no?”. Seguimos charlando del suceso hasta que bajamos del cayuco. Lo dejamos entre unos juncos y trepamos la montaña con Lolo.

La casa tenía cuatro paredes, una ventana, una puerta, una mini cocinita y una reposera que supongo que vendría a ser la cama. Nos quedamos charlando un rato ahí y volvimos a bajar la montaña. Para volver a Flores conseguimos una lancha que nos lleve. En el trayecto fuimos charlando. Toma le había comprado 20 dólares de ganja y le preguntó de dónde venía. Lolo dijo que la traían de Melchor. Yo le dije: qué loco, ¿viene de Belice? (Melchor es la frontera con Belice y me sonaba muy raro que viniera de ahí). Me dijo que no, que se plantaba en la frontera. Según Lolo: el reclamo permanente que hace Guatemala sobre el territorio de Belice hace que nadie sepa lo que va a pasar y nadie se establece ni hace proyectos a largo plazo, con lo cual por ahí no hay nadie, ni la policía; solo los que van a plantar en el medio de la selva sin saber muy bien de qué lado de la frontera están. Esa noche cenamos juntos y fue la última vez que los vi.

 

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El LIBRO

 

Flores y Cueva de Santa Elena, Guatemala

18 de diciembre

 

Mi habitación estaba debajo de un doble techo, o algo así, donde había muchos murciélagos. Chillaban todo el día, pero a la noche se transformaban en unos cantos estridentes que al principio no me dejaban dormir bien, después me acostumbré. Un día entró un murciélago por la ventana y revoloteó por la habitación hasta que el radar no le detectó el ventilador de techo e hizo toink! y quedó medio boleado sobre una cama. Lo agarré y lo metí en una bolsa. A la mañana siguiente lo dejé en un arbusto, se arrastró y se quedó ahí adentro.

espanta murcielagos
Teníamos un espantamurciélagos, pero no funcionaba.

Después me fui a dar unas vueltas por Santa Elena —que es el pueblo que está frente a Flores, en el borde del lago— y me enteré que por ahí había unas grutas. Fui caminando pero no entré porque era medio tarde. Le pregunté al tipo de la puerta hasta dónde llegaba la cueva y me dijo que el paseo era como de una hora. Le pregunté si había lugares para meterse y me dijo que al final de la cueva estaba la ruta secreta a San Benito, pero que eso no estaba habilitado para visitar. —Ahí es muy fácil perderse —me dijo.

Estuve un par de días tratando de encontrar a alguien que me acompañe a la gruta, pero nadie quiso (Nico ya se había ido a México hacía unos días). Finalmente fui solo y como es un poco estresante el tema de meterse solo (por la posibilidad de perderse) me compré dos rollos de tanza para pescar de 100 metros para marcar el camino de vuelta.

Caminé hasta la gruta y me puse a charlar con el de la entrada; le volví a preguntar por la ruta secreta a San Benito y me volvió a decir que era fácil perderse ahí, que había demasiados túneles, que hace poco un español estuvo perdido desde las tres de la tarde hasta las 11 de la noche. Le pregunté si no había ido a buscarlo y me dijo que sí, que había ido tres veces, pero que quién sabe por dónde andaría metido. Me despedí de él y entré, pero salí enseguida. Yo había ido con una linternita y un celular con luz, pero me pareció que no era suficiente. Salí y le alquilé al tipo una linterna más grande (me pareció que me miraba con cara de ya sé que te vas a meter en la ruta a San Benito). Entré y me dio un poco de no sé qué sentir lo mínimo que iluminan las linternas cuando los ojos todavía no están acostumbrados y ver lo difícil que parece ubicarse al principio hasta en la parte turística. Estuve un rato dando vueltas hasta que encontré un agujero con un cartelito que decía ruta secreta a San Benito. Até la punta de una de las tanzas a una estalagmita y me metí. Toda la primera parte era en subida y había que ir en cuatro patas por unos 10 metros. Finalmente salí a una cueva muy grande. Después pasé una cueva larga y me metí por un camino a la derecha trepando por unas rocas que no salían a ningún lado y ya se me había acabado la primera tanza. Retomé por una pendiente y encontré un agujero muy chico por donde salía un mínimo vientito. Pensé: es acá. Até la segunda tanza y me metí. Eran solo unos dos metros pero era bastante ajustado; había que pasar arrastrándose bien cuerpo a tierra. Después se ampliaba y seguía varios metros más. Terminaba saliendo a otra cueva más o menos grande. Agarré para la izquierda y era camino errado; volví tratando de recoger la tanza como podía —se me enganchaba en todos lados—. A la derecha había otro túnel y salí a otra habitación. Ahí seguí para adelante, pero tampoco se podía continuar. Volví y agarré un camino hacia atrás y a la derecha. Hice unos metros y se me acabó la segunda tanza. En ese punto, el camino se dividía para varios lados. Exploré algunos y me decidí por uno que salía a la izquierda con un salto hacia abajo. Avancé un par de cuevas más y se dividía en dos agujeros. Decidí que hasta ahí me iba a meter sin tanza porque cuando miraba hacia atrás ya dudaba un poco. Empecé a volver y vi un número 15 en la roca, escrito en aerosol naranja. Caminé apurado dudando un poco del camino y con la ansiedad de volver a encontrar la tanza. Lo que voy aprendiendo de estas cuevas es que los lugares complicados son cuando uno sale de un túnel a una habitación grande. Cuando intento volver, es difícil entender por cuál agujero fue que salí a esa habitación. Encontré la tanza y fui deshaciendo el camino que ya se me empezaba a hacer familiar. Después encontré otros números naranjas en cuenta regresiva que estaban puestos para que se vean mejor volviendo. En un momento, me resbalé en una pendiente, se me cayó la linterna, se apagó y me quedé totalmente a oscuras. Una oscuridad que no te ves ni los pensamientos. Busqué mi otra linternita, la prendí y vi que la grande se había desarmado y una de las pilas había rodado muy lejos por la pendiente. Me costó un buen rato encontrarla.

Al salir de la ruta secreta a San Benito, me encontré a cinco adolescentes guatemaltecos (tres chicas y dos chicos). Me preguntaron de dónde salí y les conté. Les pregunté si querían ir y aceptaron. Entramos e increíblemente hasta pasaron por el túnel estrecho ensuciándose bastante. Ahora el camino se me hacía muy obvio. Ya bien adentro, me preguntaron cuantas veces había estado ahí y les dije que era la primera vez. Me dijeron que entonces por qué me estaban siguiendo y les dije que yo también estaba sorprendido de que me siguieran. Nos reímos y les propuse que encuentren el camino de vuelta solos. No hubo forma, le erraron desde el principio. Me senté en una roca y les dije:

—Yo los espero acá.
— ¿Qué, vos te vas por otro lado? —me dijo una.
—No, en un ratito ustedes van a volver a pasar por acá.
—Ah! Estamos en mal camino.
—No puede ser —dijo otro— si vinimos derecho.

Yo me reí por lo extraño del concepto de ‘derecho’ en esa cueva y les mostré el hueco por el que habíamos salido.

—No, nosotros no pasamos por ahí— dijo otra, pero se convenció cuando ya estaba adentro.

Actun-Kan
Vinimos derecho.

 

Al salir de la gruta nos sacamos fotos y nos pasamos los facebooks. Devolví la linterna al tipo de la entrada después de dos horas ahí adentro de la gruta y me dijo: al final sí que te metiste a la ruta de San Benito, ¿hasta dónde llegaste? Le dije que hasta la marca 15 y me dijo que la salida estaba en la 60. Me faltaba un buen rato.

Otro día me lo encontré a Roger que ahora sí se iba para México.

Roger
Roger todos los días me decía que se iba para México pero me estaba bicicleteando.

Y otro día llegó un circo.

gato encerrado
Decían que tenían pitufos de verdad, pero ahí había gato encerrado.

 

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El Remate, Guatemala

15 de diciembre

 

Cuando salió el sol, algunos empezaron a hacer yoga sobre las bolsas de dormir y otros se fueron a cagar a los pastos. Unos 30 metros de pasto separaban al polideportivo del lago de Petén Itzá: la zona se convirtió en un campo minado. Hay que tener en cuenta que los hippies son vegetarianos y van al baño al menos una vez por día, y sobre todo en las mañanas. Más tarde, ya cada uno estaba haciendo alguna actividad y había varios haciendo yoga y meditando, mirando hacia el lago y las montañas, en los pastos aledaños al campo minado. En el pueblo no había mucha gente dando vueltas, pero justo entre los que hacían yoga, había unos cuantos tipos cortando el pasto a machetazos.

Yoga con machete
Ommmmmmmm swing swing.

 

En ese momento, me la encontré otra vez a Eugenia y nos quedamos un rato mirando el espectáculo de los sablazos afilados entre los lentos movimientos del yoga y de la meditación.

—Tengo que fumar menos marihuana… cuando los vi, pensé que estaban bailando… —me dijo de pronto Eugenia.
— ¿Te referís a los que están trabajando o a los otros?
—A los morenos de los machetazos.
—Sí que en el fondo es una danza africana.
— ¿Sabés qué…? —me dijo después de pensar un rato—. Tenías razón, los hippies no me quieren.
—Yo no te dije que los hippies no te quieren.
—Pero eso entendí yo.
—Tendrías que buscarte otro grupo…
—Sí, ya me lo dijiste.
—Un día armamos un grupo y luchamos contra las corporaciones… si ganamos, te van a querer, porque a ellos tampoco les gustan las corporaciones… a pesar de que tampoco les gusta la palabra ‘lucha’… a los guerreros del arcoíris —algo así dije yo, haciéndome el irónico.
—A veces no te entiendo.
—Porque fumás mucha marihuana.
—Si no fumara te entendería menos.
—Es verdad.

Charlamos un rato más, mientras los macheteros se iban acercando lentamente a la zona minada y yo trataba de imaginar cómo iba a terminar el espectáculo; pero no lo pude ver porque llegó una furgoneta que nos podía llevar a Flores y nos fuimos con Nico. Me despedí de Eugenia y no pude encontrar a Roger para saludarlo.

Jesus es verbo no sustantivo
Siempre aprendo algo cuando ando jesuseando por ahí.

 

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Flores, Uaxactum, Tikal y El Remate, Guatemala

13 de diciembre

Pasó la última furgoneta hacia Cobán y como estaba llena nos subimos al techo, donde ya había dos personas. Nos acomodamos como pudimos, tratando de recostarnos entre la mercadería en el poco espacio que hay para cuatro personas y muchos bultos en el techo de una furgoneta; había un portaequipaje rectangular que hacía de barandita estratégica que sostenía todo. En un momento, me puse a charlar con uno de los viajeros del techo y, no sé por qué, me terminó contando que había vivido en Estados Unidos. Yo le pregunté qué cagada se había mandado, adivinándole que había vuelto a la fuerza. No me quiso contestar, pero después de un rato me confesó que había matado a dos mexicanos en una noche de borrachera.

El viaje era como de dos horas por ruta asfaltada y con muchas curvas. Enseguida fue anocheciendo y se fue poniendo muy frío. Yo empecé a sacar cosas de la mochila y a ponérmelas en la medida en que podía con la poca libertad de movimiento que tenía ahí arriba. Trataba de mantenerme acostado y que la ropa no se la llevara el viento.

Dormimos en Cobán en un hostal con dos amigos del Rainbow que ya estaban ahí, y a la mañana siguiente nos fuimos con ellos en una furgoneta a Flores que es una isla en el lago Petén Itzá. En Flores fuimos directo al hostal Frida donde estaban muchos de nuestros amigos hippies. Cuando llegamos nos dijeron que ya no había lugar en el suelo: solo quedaban lugares en las camas. Era la primera vez que escuchaba que en un hostal ya no queda lugar en el suelo y solo están libres las camas, pero bueno, son cosas que pasan con la familia Rainbow. El suelo costaba 3 dólares y la cama, 5; por supuesto no aceptamos. Al final encontramos un hostal donde nos dieron camas por 4 dólares. Se llama El Regalito.

La ciudad estaba un poco asaltada por los hippies del Rainbow porque quedaba más o menos de paso entre el encuentro de Cobán en Guatemala y el de Palenque en México. Yo empecé a aislarme un poco de sus actividades porque tenía que trabajar con la computadora. En El Regalito estaba cómodo. La habitación era de seis camas marineras. Los hippies se renovaban todo el tiempo y yo conocía a la mayoría. Había una tele, una silla y un balcón grande. La tele no la prendía nadie, la silla estaba casi siempre ocupada por mí y por mi computadora y el piso y el balcón estaban ocupados por los hippies en diferentes actividades a las que me sumaba cuando hacía descansos del trabajo. Yo la pasaba muy bien, un poco trabajaba y un poco charlaba con las visitas itinerantes. Por supuesto que el hostal no tenía wifi, pero me la robaba del hostal de al lado que era más careta.

El Regalito
Cuando no estaban los hippies, él me hacía compañía.

 

Una de las ruinas mayas más importantes que hay es Tikal y está a 64 kilómetros de Flores. Es uno de los puntos más turísticos de Centroamérica y la entrada no es barata para el estándar de Guatemala. Con Nico y un par más estuvimos averiguando cómo se podía entrar gratis. Después de unos días de dudas, decidimos que lo mejor tal vez era ir hasta Uaxactum y caminar hasta Tikal para colarnos por la selva. Uaxactum son otras ruinas mayas, mucho más pequeñas y están al final del camino que pasa por Tikal. Hay 20 kilómetros entre ambas.

Salimos una mañana y nos tomamos un bus en Flores que iba hasta Uaxactum. Éramos Nico, cinco hippies y yo. En la entrada al parque nacional de Tikal nos pararon para cobrarnos el ticket y les dijimos que íbamos a Uaxactum (la entrada a Uaxactum es muy barata). Un poco después pasamos por las ruinas de Tikal y le preguntamos al chofer del bus si nos podía dejar por ahí. Se lo preguntamos sin ninguna esperanza de que nos dijera que sí, y nos dijo que no. La policía no se lo permitía y no quería tener problemas. Seguimos el camino mirando por la ventanilla reconociendo el lugar y fijándonos si había caminitos por la selva.

Finalmente llegamos a Uaxactum. El pueblo son unas pocas casas construidas alrededor de una vieja pista para avionetas y todo ubicado en el medio de las ruinas mayas. Cuando llegamos preguntamos un poco, caminamos entre los árboles y salimos a unos templos. Ya era el atardecer y estuvimos solos dando vueltas por las ruinas. Nos hicimos unos sánguches y dormimos cada uno en el lugar que más le gustó. Yo me elegí un templo sobre una montañita y dormí hasta el amanecer.

Uaxactun
El hospedaje tenía buenas vistas, pero las habitaciones estaban en ruinas.

 

A la mañana siguiente vimos monos araña, fuimos a otras ruinas y vimos más monos. También vimos una cueva en el piso y claro: nos metimos.

respiradero de Uaxactun
En ese hueco hacía mucho calor, seguro que los indios se metían en mayas.

 

Después estuve charlando con Nico y estuvimos de acuerdo en que los 20 kilómetros que teníamos que caminar hasta Tikal no estaban buenos. 20 kilometros por la selva no suena mal, pero el camino a la ida —que era una ruta de tierra casi recta— nos había parecido un poco aburrido para hacerlo caminando. Les propusimos a los demás buscar alguien en el pueblo que nos lleve y estuvieron de acuerdo. Preguntamos y una camioneta iba a ir a Tikal a buscar no sé qué cosa y nos podía llevar por unos pesos. Subieron todos los hippies en la caja y Nico me dijo: — ¿por qué no vas adelante? —y le entendí perfectamente que me estaba pidiendo que convenza al chofer de bajarnos un poco antes de Tikal. Me costó casi los 20 kilómetros en convencerlo. Primero charlamos de cualquier cosa, después fui entrando en el tema y finalmente fui explícito. Me dijo que no podía, que me iba a mostrar cuál era el camino que llevaba al templo 4, pero que no nos iba a bajar ahí, que los policías le podían hacer problemas. Intercambiamos diferentes ideas y opiniones y finalmente le dije que hagamos esto: parábamos para hacer pis y nosotros nos rehusábamos a volver a subir a pesar de sus advertencias. Se rió y dijo: no puedo, no puedo. Cuando llegamos al caminito frenó y dijo: acá es, pero bajen rápido. Yo bajé y les dije a los hippies: — ¡Rápido, rápido, bajen! —todos saltaron y nos metimos a las apuradas en la selva. Una de las hippies era una rubia casi albina que iba con un aro de hula hula; después de 50 metros nos paró y dijo: — ¿hey, por qué corremos? ¿No vamos a pagar? —y nos morimos de la risa. Era yankee y como no hablaba bien el español no se había enterado de nada. No le hacía gracia colarse, pobre; pero ¡qué risa me daba!

como colarse a Tikal
«… Debe ser por acá ¿alguien trajo un hula hula para ubicarnos?…»

 

Tikal está muy bien; son ruinas en el medio de la selva y tiene cinco templos muy altos. El más alto es de 70 metros y desde arriba se pueden ver los otros cuatro que emergen muy por encima del manto que forman las copas de los árboles. El lugar es para caminar todo el día. A la tarde nos encontramos con muchos otros hippies del Rainbow. ¡Muchos! Era un día especial de ceremonias mayas y la caravana de bicis de los hippies y muchos otros habían decidido ir todos juntos. Se escuchaban muchos OOMMMMMM por varios lados. También lo volví a encontrar a Roger.

Tikal
Camino correcto.

 

Los hippies eran muchos y habían entrado gratis de una forma que ya habíamos barajado entre las posibilidades, solo que el problema que teníamos nosotros era que no éramos muchos. Los hippies eran como cien y entraron cantando canciones de amor y paz. Un amigo me dijo que un policía lo intentó parar poniéndole una mano en el pecho y él lo abrazó tiernamente. No sé si en algún momento los de seguridad habrán pensado que podrían cobrarles entrada a 100 hippies.

Nuestra intención era quedarnos a dormir en las ruinas, algo que tampoco está permitido, pero si uno se esconde en la selva o en lo alto de algún templo antes del atardecer, nadie se entera. De todos modos fuimos desistiendo porque se había largado a llover y porque la llegada de 100 hippies había atraído otros tantos policías antidisturbios un par de horas después. La situación era rara: lluvia, selva, enormes ruinas mayas, muchos hippies y muchos antidisturbios. En un momento mientras nos retirábamos pasamos por la parte más central del parque y la encontré a Eugenia. Estaba bailando bajo la lluvia en el centro de la plaza. A un costado había varios hippies mirándola desde debajo de un techito y en otro costado había varios policías mirándola detrás de sus escudos translúcidos. Con Nico y Roger seguimos nuestro camino hacia afuera. Estaba lloviendo cada vez más fuerte, estaba oscureciendo y estaban cerrando el parque. Yo no vi como siguió la cosa en la plaza, pero un amigo me contó que los policías cerraron fila y empezaron a avanzar lentamente. Los hippies empezaron a retroceder hacia el lado de la salida y Eugenia empezó a bailar más frenéticamente (aparentemente encendida por la situación). Cuando los policías estaban por llegar a Eugenia, un hippie corajudo fue corriendo hacia ella y le dijo: ¿te vienes con nosotros o te quedas con ellos? Eugenia pareció despertar y se fue con los hippies (todo esto según me contó mi amigo). Yo, más o menos para ese entonces estaría a medio camino de la salida que quedaba un poco lejos. La lluvia se puso muy fuerte; cada vez estaba más oscuro y todo se veía gris. Yo caminaba chapoteando en el barro debajo de mi gran plástico transparente que casi siempre llevo en la mochila para estas situaciones. Iba con Roger que tenía un pilotín y con Nico que había decidido empaparse sin mayores preocupaciones. En un momento, unos cuatro o cinco hippies se vinieron a meter debajo de mi plástico. A mí me agradaba la situación y compartir con ellos mi protección y me puse a cantar: “Gracias por el plaaaaaastico… Gracias por el plaaaaastico… Nos guuusta, nos aaaama, nos daaaa felicidaaaaaad ♫”: los espanté a todos.

Ya no llovía cuando llegué a la entrada, que en realidad no es la entrada sino el centro del parque y el centro administrativo de las ruinas, donde hay oficinas, restaurante, camping, hotel y alguna cosa más. El parque es muy grande: la entrada real está a kilómetros de ahí y son simplemente unas oficinas y una barrera en la ruta. Tanto las ruinas como los límites del parque están en el medio de la selva. Cuestión que llegue a ese centrito y me fui reuniendo con todos los hippies en los alrededores de un restaurante que era donde habían dejado las bicis y todas sus cosas. Ya era de noche y la gente estaba charlando, riendo y decidiendo donde iban a acampar cuando de pronto llegó la policía. Había como 20 camionetas patrulla, no sé cuantos policías con escudos, bastones y armas largas, y un montón de hippies que reían y charlaban a su bola. Yo me acerqué a la policía a ver cómo venía la mano y me enteré que nos daban cinco minutos para desalojar e irnos.

Fui a hablar con algunos y les dije que la policía nos daba cinco minutos, pero a nadie parecía importarle mucho. Les dije que cuando la policía dice cinco minutos suele ocurrir una de las siguientes dos cosas: o que el tiempo se prolongue o que empiecen los balazos de goma —me miraban con cara rara—. Yo me hubiera quedado ahí a defender algo a piedrazos, pero no había nada que defender. Supongo que nuestras visiones de la situación diferían mucho por lo disímil de nuestras vivencias pasadas. Pero es verdad que la cosa estaba rara: ¿qué se suponía que teníamos que hacer? ¿Caminar kilómetros hasta quién sabe dónde? ¿Nos iban a acompañar para asegurarse de que nos fuéramos? La verdad es que me despreocupé un poco: si empezaban los palazos iba a ser divertido y había mucha selva por delante.

Finalmente un grupo de hippies prácticos fueron a negociar con la policía y de pronto apareció un camión para las bicicletas y empezaron a subirlas. El camión era grande pero no entraron todas. Las restantes las subieron a las camionetas, y nosotros también empezamos a subir con las bicicletas. La situación en la oscuridad era un poco caótica, pero después de un buen rato ya estábamos casi todos en los vehículos y empezaban a arrancar de a poco. Yo no tenía muy claro a dónde nos estaban llevando. Se suponía que nos llevaban a afuera del parque. Un hippie decía que ahí había un restaurante, pero yo no recordaba haber visto nada, solo selva. Podíamos dormir en cualquier lado pero el tema de la lluvia era muy impredecible. Cuestión que ahí iba yo, sin saber a dónde, con la familia arcoíris en una caravana larga de luces rojas, blancas y azules en el medio de la oscuridad de la selva. Un poco sí que parecía un arcoíris.

No sé dónde se tomaban las decisiones, pero después de parar un rato en la entrada del parque, volvimos a arrancar y nos terminaron llevando hasta El Remate, que es el primer pueblo en la ruta, a unos 30 kilómetros de Tikal. Ahí ya había un lugar donde comprar un poco de comida y el grupo de hippies prácticos negoció con el alcalde del pueblo para que nos abran el polideportivo para dormir. Nos dijeron que no había luz ni baños, pero el dato a los hippies les debió haber parecido como un chiste. Nico logró colgar su hamaca entre una reja y un tablero de básquet. El resto dormimos en el piso; la mayoría teníamos bolsas de dormir.

 

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Grutas de Lanquín, Guatemala

8 de diciembre

Paola y Lucio se fueron temprano por la mañana porque querían llegar a Flores ese mismo día. Yo le había pedido a Nico que nos quedemos un poco y que me acompañe a las grutas de Lanquín. Hacía como tres semanas que había decidido volver a meterme ahí y sabía que el único que me iba a acompañar a ese lugar era Nico (el otro era Roger, pero ya estaba en camino hacia México). Era un poco peligroso explorar la gruta solo; además de ser un enrosque para la cabeza. Era ahora o nunca.

Estuvimos haciendo dedo un buen rato y finalmente nos llevaron a Lanquín por unos pesos. Fuimos hasta la cueva, pagamos el ticket en una caseta de madera destartalada, anotamos nuestros nombres en un cuaderno sucio y entramos. Nuestra indumentaria era profesional: Nico tenía una camisa floreada, bermudas y ojotas. Yo tenía una musculosa gris, pantalón de vestir negro con rayitas blancas y zapatillas chatas negras. Nico tenía una linternita de un dólar y medio, y yo, una linterna de cabeza rota que la ataba con un pedazo de ropa elástica que había sacado de un pantalón corto comprado de segunda mano en Bolivia.

Pasamos toda la parte iluminada sin más problema que el de resbalarnos varias veces, pero eso era inevitable, el piso era una manteca. Fuimos subiendo y bajando por unos doscientos metros de habitaciones enormes apenas iluminadas con foquitos amarillentos que colgaban de un cable. Cuando terminamos la parte del paseo, quedaba la oscuridad (a lo que veníamos). Encontré con facilidad el abismo, pero tardé bastante en encontrar la entrada lateral. Pensé: si ya me pierdo en el principio, esto va a ser complicado. Dimos vueltas alrededor de varias rocas gigantescas en una situación bastante oscura (todavía los ojos no se nos habían acostumbrado del todo a tan poca luz) y finalmente, encontramos la entrada y pasamos a una habitación no muy alta, donde teníamos que ir esquivando las estalactitas y las estalagmitas. Le dije a Nico: es por acá. Y Nico me dijo: no, no puede ser por ahí, eso es un agujero en el piso. Le dije: parece que no te acordaras que en Brasil te hice meter en un hueco en la montaña que solo se podía pasar a la fuerza como una lombriz metiéndose en la tierra. Es verdad, me dijo y se metió por el hueco atravesado de estalactitas. Pasamos a una habitación en la que teníamos que ir agachados y sorteando columnas verrugosas y húmedas, y salimos por una ventana a la parte lateral del abismo. Es por acá, dije y Nico ya empezaba a sonreír mientras bajábamos hasta una cornisa que separaba el abismo de la barranca de caca de murciélagos.

grutas de Lanquin
«…Creo que era por este hueco…»

 

Ahora tenía un poquito más de luz que la vez anterior y pude ver que había un lugar que parecía que se podía bajar por el abismo. Nico quiso empezar a bajar y le dije: no, primero vayamos para allá, que quiero ver a dónde va el túnel que vi la vez pasada, después volvemos. Me dijo: me parece muy bien; y nos deslizamos por la pendiente que daba a la caca de murciélago. Atravesamos la montaña de caca clavando los pies y las manos para no caer al agujero que se veía en el fondo. Se caminaba (o gateaba) muy bien. La caca de murciélago parecía como tierra buena comprada en un vivero (estaba ultra procesada por unas cucarachas que viven de eso; es decir que en realidad era caca de cucarachas). Entramos en el túnel agachados y avanzamos hasta donde había llegado yo. Nico me preguntó: ¿entonces, me decís que vos llegaste hasta acá solo y con una linternita de celular? Sí, le dije, y nos reímos. Avanzamos más y salimos a una habitación donde había pequeñas lagunitas de agua escalonadas. Le dije a Nico: esperá, pongámosle nombres a los lugares para orientarnos mejor que acá no da para perderse. Le pareció perfecto y ahora ese lugar se llamaba Lagunitas. Los anteriores, claro, se llamaban Caca de murciélago y Abismo. La idea estuvo buena porque además de ser útil para la memoria, más adelante nos sirvió para referirnos a los lugares mientras tomábamos decisiones del camino.

En la habitación de las lagunitas fuimos pisando los bordes para no meter los pies en el agua y pasamos por un estrechamiento y una curva que daban a otra habitación que la llamamos Diente Largo, por una estalactita que había ahí. Estalactitas y estalagmitas había hacia cualquier lugar que miráramos y en todas las habitaciones pero esta estaba al final de la habitación en una gran ventana en forma de boca y era como un colmillo largo y puntiagudo que estaba en el centro y llegaba casi al piso. Esquivamos el colmillo y pasamos a un lugar que llamamos trampolín, porque en el suelo había una formación que parecía un trampolín o una rampa para esquí. Después pasamos a un lugar que llamamos columna porque una estalactita y una estalagmita se habían juntado formando una gruesa columna. Después una habitación que llamamos Dientes de tiburón porque era una situación parecida al diente largo pero ahora era una boca con muchas estalactitas cortas y afiladas que parecían justamente dientes de un tiburón. Después pasamos a un lugar que llamamos Ballena. Supongo que influenciados por los lugares anteriores ahora nos sentíamos en la panza de una ballena. Parece una tontería lo que estoy diciendo, pero nos daba mucho relajo saber que para volver, simplemente teníamos que hacer: Ballena, Dientes de tiburón, Columna, Trampolín, Diente largo, Lagunitas, Caca, Abismo, Habitación baja, y Habitación de entrada. Al menos, yo repetía la lista mentalmente y me hacía sentir bien. Había otros lugares para meterse, pero estaba claro que si queríamos volver, de Trampolín había que pasar a Diente largo; y si no era así, había que volver a Trampolín hasta encontrar el diente largo.

En la panza de la Ballena se escuchaba que corría agua como si estuviéramos en el cuento de pinocho. Avanzando un poco, salimos a una pendiente rocosa que fuimos bajando lentamente y que llegaba hasta un laguito subterráneo que desagotaba por una mini cascadita a otra lagunita y terminaba formando un pequeño río que se iba metiendo en una cueva en la piedra (no se veía por donde llegaba el agua —probablemente por el fondo—). Nos quedamos maravillados mirando el lugar. Yo había tenido esperanzas de encontrar un pedazo de río subterraneo. El río Lanquín emerge de la gruta a unos metros de donde habíamos entrado. La gruta es de piedra caliza y se forma porque la piedra se va disolviendo lentamente en el agua. Por lo visto, ahí donde llegamos era una parte de la gruta en formación. Pensamos en meternos y avanzar un poco por el río que entraba en la piedra, pero el lugar era muy chico y parecía que se cerraba rápido.

Después de cansarnos los ojos en el río subterráneo, y de hacer juegos de luces con las linternas y el agua, apagamos las luces un rato para quedar en la oscuridad total escuchando la corriente y las gotitas que sonaban muy fuertes en el silencio de esa profundidad. Después volvimos a subir la pendiente y buscamos huecos por donde meternos para seguir hacia adelante. Nos metimos en algunos, pero no parecían dar a ningún lado y regresamos un poco por el mismo camino buscando otros lugares. Fuimos cada uno por diferentes rincones buscando algún pasaje y en un momento, Nico me gritó: eh, estoy en trampolín y creo que encontré algo. Fui hasta ahí y escalamos unas rocas que daban a un pasillo. Del pasillo se salía a una habitación grande como una iglesia. Ahí encaramos hacia la izquierda donde había como un anfiteatro con techo abovedado. Yo bajé y no encontré hacia dónde seguir. Como no tenía salida lo llamamos pozo ciego, aunque parecía tener un túnel en lo alto, pero no se podía llegar hasta ahí. Agarramos hacia el otro lado y fuimos bajando entre las rocas hasta llegar a un lago subterráneo mucho más grande que el anterior. No lo podíamos creer. Nos quedamos mirando y decidimos meternos. Apoyamos las linternas en unas rocas apuntando hacia el lago y buscamos un lugar para bajar que se pueda volver a subir. Yo bajé por un lugar y Nico por otro. El lago era grande; nuestras linternas truchas no llegaban a iluminar el otro lado (parecía profundo, también). Nadé un rato bastante maravillado y volví a buscar la linterna para ver como era el resto del lago. Me la puse en la cabeza y nadé —con la cabeza afuera, claro—. Del lado de enfrente y a la izquierda estaba la entrada de agua. Al revés que en el laguito anterior, en este se veía la entrada del agua pero no la salida. Avancé un poco nadando a contracorriente y un poco agarrándome de las rocas, y me subí a una plataforma. La plataforma se trasformaba en un corredor un poco en diagonal que se metía en la roca con el pequeño río en un costado. Era un tajo amplio en la piedra que iba formando una cueva junto al río. Lo seguí un poco y volví porque no daba avanzar mucho; ahora estaba solo y en pelotas, y chorreando agua con una linterna en la cabeza. Volví a meterme en el lago y me dejé llevar un poco por la corriente de la entrada de agua. Estuvimos un rato más nadando y comentando lo bueno que estaba el lugar, y salimos porque nos estaba dando un poco de frío.

Volvimos a Trampolín (Nico pasó por otro lado deslizándose por una especie de tobogán y salió al mismo lugar). Después fuimos volviendo un poco haciendo: Diente largo, Lagunitas y Caca de murciélago, y ahí Nico decidió que iba a bajar al pozo oscuro que estaba al fondo de la caca. Bajamos tanteando que sea fácil volver a escalar por la esponjosa caca y finalmente el pozo no era tan misterioso como en nuestra imaginación, solo daba a una pequeña cueva.

Volvimos a subir y fuimos hacia el Abismo y empezamos a bajarlo. También era menos profundo que en nuestra imaginación. Ya no merecía el título de abismo. Lo que lo hacía parecer más profundo era que el piso estaba tapizado de caca y la caca de murciélago es oscura y daba la sensación de que el pozo no tenía fondo. Ahí abajo encontramos un hueco atravesado de estalactitas que seguía bajando y nos metimos. Yo me sentía que estaba muy profundo, pero no me daba cuenta profundo en relación a qué. Bajamos y salimos a una pequeña cuevita donde corría otra parte del río (apenas entrábamos agachados). Ahí el agua corría con más fuerza y formaba espuma. Me imaginé a la gruta como un gran colador del río.

Salimos y me metí en otro pozo pequeño. Los pasos eran muy angostos y terminaba en un charco de agua con un cangrejo de patas muy largas. Salí y nos fuimos hacia un costado que se habría una gran galería. Yo intenté sacar fotos con mi celular, pero no salía nada. Me hubiera gustado tener una buena cámara para fotografiar todos esos lugares. La galería estaba atravesada de techo a piso por algo que parecía un árbol petrificado y le quedó ese nombre. Y ahí sí: ese lugar daba a un verdadero abismo. Ahora se podía ver el fondo que era claro y estaba lejos. También había un poco de agua ahí abajo. Tal vez se podía avanzar por un lateral, pero era medio colgando por unas estalagmitas y parecía muy peligroso. Nos quedamos mirando el lugar un buen rato y volvimos.

Empezamos a volver haciendo: Tronco petrificado, Falso abismo, Terraza, Cueva baja, y Cueva de la entrada. Ahí estábamos casi donde habíamos empezado y encaré hacia otro lado pensando: bueno, todo esto fue hacia la izquierda, ahora veamos hacia la derecha. El túnel daba a un pasillo estrecho y cada vez se estrechaba más. Se veía una entrada, pero había que pasar casi taladrando la roca y estábamos cansados; hacía tres horas que estábamos en la gruta. Justo en ese momento escuchamos unos gritos. Estábamos cerca de la parte iluminada y salimos. Eran los tipos de la entrada que se habían metido a buscarnos por segunda vez —según nos dijeron—. Nos vieron salir llenos de barro, con nuestra indumentaria lastimosa y les dijimos que la cueva era increíble. Uno de los hombres lo miró a Nico y le dijo: “¡Y descalzo!”. “Si, estaba muy resbaloso”, dijo Nico, que no sé en qué momento se había sacado las ojotas.

Parece que unos turistas se habían metido como una hora después que nosotros y cuando salieron, los tipos de la entrada les preguntaron si nos habían visto. Les dijeron que no, que en la cueva no había nadie y entonces se metieron a buscarnos, pero no pasaron de las luces porque ellos nunca se habían metido más allá de las luces. Estuvieron gritándonos, pero claro, ahí tan adentro no se escuchaba nada.

Salimos y nos sacamos todo el barro del cuerpo en el río Lanquín. Después nos pusimos a hacer dedo hacia Cobán y a charlar un rato recordando la gruta y sonriendo bastante.

 

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El LIBRO

 

Semuc Champey, Guatemala

7 de diciembre

Una de las últimas imágenes que me llevo del Rainbow es a Eugenia vestida únicamente con algo que le cubría el torso desde debajo de los pechos hasta la cintura. Es decir, que no le cubría nada. Primero pensé que era algo simbólico, pero después me di cuenta que era funcional: esa cosa tipo faja sostenía las alitas. Tenía unas alas hechas de hojas de ambay. También, se había puesto una peluca plateada y estaba dando una especie de sermón chapoteando en un balde con barro.

Después de despedirme de Roger, que estaba terminando de armar su bici para su intrépido viaje a México, me fui del campamento con Nico, acompañados de un flaquísimo gringo llamado Lucio, una ultra hippie española llamada Paola y Wiki, el perro de Paola. Nos fuimos a dedo. Primero nos llevó un camión frigorífico hasta Cobán. Cuando nos bajamos, el conductor y un acompañante nos pidieron sacarse una foto con nosotros. En Cobán hicimos dedo hasta Carchaca. Ahí nos tomamos una combi hasta Pajal. Como la combi estaba llenísima; Nico, Lucio, Paola y Wiki fueron en el techo. No sabía que el techo de una combi podía alojar a tres adultos y un perro. Iba a los pedos y yo cada tanto miraba por la ventanilla a ver si perdía un amigo. En un momento, el conductor los hizo bajar porque íbamos a pasar por un puesto policial; después volvieron al techo.

Nos llevaron hasta una nada llamada Pajal, donde también había un puesto policial. Acá parece que no importaba que los policías los vieran en el techo. Debe haber policías malos y policías buenos, y estos eran de alguno de esos dos bandos. Yo bajé primero y alcancé a ver que uno de los uniformados, desde una camioneta, les sacaba una foto a mis amigos que coronaban de rastas la combi y ya empezaban a bajar y a hacer un pasamano con el perro. Interpreté que esa foto era meramente turística y me acerqué a charlar. No me acuerdo de que hablamos, pero finalmente me dijo que en un rato iban a Lanquín y que nos podían alcanzar. Después, no sé qué problema tuvieron que no podían irse y nos llevaron un trecho hasta pasarnos a otra camioneta policial que había venido en nuestra búsqueda. Entre un vehículo y el otro nos pidieron sacarnos una foto con ellos y extrañamente nos pareció normal y nos la sacamos sonriendo. También les prestamos nuestras cámaras para quedarnos con una copia. Me pareció ver al fotógrafo dudando un poco, pero las sacó igual.

policía sacando foto
Digan hippie…

 

hippies y policías
Flash.

 

Mis amigos hippies y el perro viajaron en la caja y yo me metí con los ratis a charlar un rato. Hablando de tonterías, me dijeron que ellos habían sido los que apresaron a Colibrí (no dijeron ‘apresamos’, dijeron ‘cocinamos’). Primero no les creí, dado que estábamos un poco lejos de Cobán, pero después me dieron datos muy precisos que me hicieron dudar. Al final, no sé como terminamos hablando del Che Guevara. Me dijeron que no sabían mucho lo que había hecho, pero que fue una persona que estaba a favor de los más humildes.

policias hippies
Ellos también estaban a favor de los más humildes, parece.

 

Pasamos una noche en Lanquín y, conectándome a internet después de mucho tiempo, vi que Gustavo me había mandado bastante trabajo y que teníamos que responder a las críticas en pocos días. A la mañana siguiente nos fuimos a Semuc Champey y me propuse trabajar cada día, de 6 de la tarde a 10 de la noche. Yo ya había estado ahí y sabía que eran las únicas horas que había electricidad para mi computadora que no tiene ni batería.

Al segundo día practiqué mi deporte: me volví a colar al parque (ahora haciendo de guía de los hippies). Esta vez, en mitad de la selva, pasamos sin hacer ruido por las espaldas de uno de seguridad como en un video juego. En realidad yo ni lo vi.

Como la mayoría de las veces que vuelvo a un lugar, en el parque encontré cosas nuevas muy buenas. Encontramos una especie de cueva debajo de una de las pozas escalonadas, que se entraba por el agua, con unos 20 centímetros de aire que permitían entrar flotando y respirando con la cabeza hacia arriba. Ya adentro había más espacio donde me podía mover entre las rocas oscuras, con la mitad del cuerpo en el agua de fondo turquesa. Avancé unos tres o cuatro metros, me sumergí y volví a salir a otra cueva donde el aire ya no tenía conexión con el exterior y olía raro. Me volví a sumergir y salí a unos 15 metros de donde había entrado. Fui a buscar a Nico, volvimos y nos metimos los dos; hicimos el mismo recorrido, pero avanzando una cueva más. Esta cueva era mucho más chica y no daba para quedarse mucho, porque entre ambos nos íbamos a acabar el oxigeno en poco tiempo. Me volví a sumergir y a buscar otra cueva. No era fácil; desde abajo del agua no se entiende muy bien donde hay aire. La cosa era mirar hacia arriba y ver superficies que parecieran chatas y plateadas, pero sin máscara se veía todo fuera de foco y era difícil distinguirlo de algunas rocas. Encontré un lugar, pero metí los dedos y apenas me cabía la mano. Traté de respirar ahí y me pareció muy complicado hacerlo solo metiendo los labios y con los ojos cerrados. Pegué unas brazadas largas y salí al exterior. Me quedé un rato flotando y como Nico no salía me preocupé un poco. Me sumergí otra vez y lo vi pataleando en el fondo lo más tranquilo. Cuando salió, le pregunté dónde había respirado y sí, había estado respirando en ese huequito. Y nos reímos, claro. Deberíamos madurar un poco.

poza semuc
Ahí abajo de las cascadítas estaba la entrada a la cueva.

 

Completando el tour de Semuc, fuimos a saltar del puente de 12 metros. Nico flasheó que era demasiado alto y yo aproveché que ya lo había hecho y haciéndome el canchero me tiré despreocupadamente como entrando a la cocina. Después Nico y Paola se tiraron felices.

roca que sonríe
Me tiré tranquilo porque las rocas me sonreían.

 

El segundo día a la noche, mientras estaba trabajando en la computadora, se acercó un empleado del hostal a espiarme y me dijo que le muestre la música que estaba haciendo. Le dije que no era música, que era mi trabajo y que era el registro de la actividad de unas neuronas. Me preguntó si era verdad que pensábamos con las neuronas. Le dije que sí y me quedé un poco pensando que estaba descomponiendo las oscilaciones de grupos neuronales en diferentes frecuencias y viendo cómo se combinaban con disparos rítmicos de neuronas individuales y pensé que sí, que no solo visualmente se parece a música. Después de mirarme un rato, el empleado me dijo que eso a él no se le daba bien. Le dije: ¿qué, la computación? Y me dijo: no, lo de pensar. Le pregunté qué cosa se le daba bien y me dijo que hablar. 

Rainbow Gathering, Cobán, Guatemala (III)

5 de diciembre

Eugenia está muy loca; hace cinco días que no duerme y cada vez sus excentricidades se vuelven más y más surrealistas y ya está asustando a los hippies. Grita, se disfraza, te salta encima y siempre tiene un plan diferente que te lo cuenta con ojos muy expresivos. Normalmente sé por dónde anda, porque cada tanto escucho un grito sostenido y nasal que atraviesa un par de kilómetros en la selva. Es el ruido que emite después de terminar unos masajes que suele hacer a quién tenga la valentía de recibirlos. Son muy buenos: su mente delirante parece que le permite trasmitir el flash a través de sus masajes, que te hace con todo el cuerpo y que supongo que se los inventa en el momento. Usa presiones, roces y ruidos que terminan haciendo un masaje psicodélico. Además, de su locura salieron potentes bailes africanos y las pinturas de cara que hizo para la fiesta de luna llena, que parecían visiones de peyote.

Un día, alguien dijo: —¡hagamos tortillas! —¡Ahó! —respondió otro. (‘Ahó!’ es una expresión indígena norteamericana que significa algo parecido a: ‘Eso!’ o ‘Claro que sí!’; y que se usa mucho en el Rainbow. Tiene más o menos el mismo significado que ‘Amén’). Yo me puse a colaborar con las tortillas y como ninguno de nosotros sabía mucho del tema, nos pusimos a gritar: —¡Tortillera conection! —(Acá, cuando la gente necesita algo u ofrece algo, grita ese ‘algo’ seguido de la palabra “conection”. Por ejemplo: —¡algas coneeeeection! —o —¡marihuana coneeeeection! —y normalmente se entiende si es pedido u ofrecimiento por el contexto. Por ejemplo: si es algas, siempre es ofrecimiento; y si es marihuana, siempre es pedido. Además, cada tanto, la gente agradece todas esas cosas materiales e inmateriales que compartimos (o que nos ofrece la Pachamama), con una canción que dice, por ejemplo para las algas: —♫ Gracias por las aaaalgas… gracias por las aaaalagas. Nos guuustan, nos aaaman, nos daaan felicidaaaad —o para el amor: —♫ Gracias por el amooooor… gracias por el amooooor. Nos guuuusta, nos aaaama, nos daaa felicidaaaad —y la gran mayoría se suele enganchar, y cantan todos juntos). En fin, después de que gritamos ¡tortillera conection! se acercó un pibe y nos enseñó a hacer tortillas amasándolas con bolsitas de plástico. Funcionaba muy bien y yo me puse a cantar: —♫ Gracias por el plaaaastico… gracias por el plaaaaastico. Nos guuuusta, nos aaaama, nos da felicidaaaad —pero lo interrumpí porque no se enganchó nadie. Evidentemente, no todas las cosas que nos son útiles son dignas de nuestra devoción. El plástico parece que no, a pesar de que justo estaba lloviendo un poco y estábamos bajo un techo de plástico, y que las carpas son de plástico, etc. En realidad, sí que se enganchó alguien a cantar; se enganchó un chileno que me cae muy bien y que se cagaba de la risa.

Más tarde cayó Eugenia a ayudarnos y se dio más o menos el siguiente diálogo:

—¡Qué feo, con bolsitas de plástico!
—♫ Gracias por el plaaaastico… gracias por el plaaastico…—me puse a cantar como por reflejo y fue mi única intervención.
—♫ Pero contamiiiiiina… y es muy feeeo… —también se puso a cantar ella.
—♫ Pero nos es muy uuuuutil… en nuestro campameeeeento… —se sumó el chileno.
—♫ Pero deberiiiiamos… usar cosas naturaaaales.
—¡Ahó! —dijo alguien.
—♫ Pero viene de la tieeeerra… de hecho viene de adentro de la tieeeeeerra —dijo el chileno que ya se debería creer Martín Fierro con ese toque filosófico que le imprimió a esa especie de payada sin guitarra.
—♫ Yo lo hago con las maaaanos… y no dependo del plaaaastico —se puso más pragmática.
—♫ Entonces sácate la bombaaaaacha… porque tiene plaaastico.

Ella, que solo tenía un vestidito rústico y una bombacha de lycra se emocionó:

—♫ Me hiciste ver la luuuuz… tampoco necesito esto —y se sacó la bombacha.
—¡Ahó! —dijo alguien.
—♫ A muchas le hice ver la luuuuuuz… cuando les dije que se saquen la bombaaaacha —dijo el chileno y todo terminó en risas y un pedido nuestro a Eugenia de que no se arranque los botones de plástico del vestidito.

Se fue contenta.

Más tarde, mientras seguíamos con las infinitas tortillas para trescientas personas, me quedé pensando en lo de “gracias por le plástico”. Todos los días que estuve en el campamento llovió y la lucha contra la lluvia es un poco permanente. Algunos proponen dejar de cantar “Cole’oko mama cole’oko” porque es un canto para que llueva; varios creen que no para de llover porque cantamos eso. Realmente, el barro que hay por todas partes parece que ya tiene fastidiado a la mayoría; siempre hay que estar agregando un plástico en algún lado para mantenernos relativamente secos en los peores momentos. De pronto se me ocurrió cantar: —♫ Gracias por la lluuuuvia… gracias por la lluuuuvia… nos guuusta, nos aaaama, nos daaa felicidaaaaad —y ese sí que tuvo éxito y lo cantaron todos; estoy aprendiendo.

 

hippies en el barro
¡Gracias por el baaaarro! ♫

 

Algo sorprendente es que exista un campamento de cientos de personas (en algunas ocasiones miles) sin ningún organizador general. En el Rainbow todo el mundo hace lo que quiere y organiza cosas a voluntad. Aunque hay unas tres reglas básicas: NO alcohol, NO drogas y NO carne. Lo de no carne se extiende a no leche y no huevo. Además, siempre hay que hacer una olla de comida cruda para los ‘crudívoros’ (hay algunos que han decidido solo comer cosas crudas por el resto de sus vidas). Por otro lado, la avena no se puede servir cruda porque varios dicen que con el agua fermenta y no sé qué. A todo esto hay que sumarle que el presupuesto es acotado porque todo se compra con lo que la gente pone en un sombrero que pasan después de comer. El promedio da más o menos 40 centavos de dólar por persona por comida. A pesar de todo, cada tanto, suele haber muy buenos platos; que devoro con mucho interés, ya que solo hacemos dos viandas al día y llegan después de largos cantos y cariños. Un día le pregunté a uno: —¿Vos sos vegetariano? —y me dijo: —No, también como hormigas.

El tema de ‘no drogas’ tampoco es simple. Aparentemente es ‘no a las drogas sintéticas’; el resto abundan. Y una discusión que surge cada tanto es sobre el LSD: hay LSD a pesar de que es sintético. Algunos opinan que no debería haber. El mejor argumento que escuché a favor de que no se prohíba el LSD fue el de un brasileño que dijo que hay Rainbow porque hay LSD. —¡Ahó! —dijo alguien.

No solo la lluvia diaria pone a prueba la capacidad de los hippies para estar siempre de buena onda: algo peor son los robos. Desaparecen cosas de las carpas cada dos por tres (principalmente dinero). Varios les echan la culpa a algunos campesinos que pasan cada tanto por el campamento. Otros creen que es gente del Rainbow. Una cosa es seguro: a un tipo del campamento lo agarró la policía en la ciudad comprando con una tarjeta de crédito de otro del Rainbow y lo metieron preso. Después, los hippies tuvieron una discusión sobre una propuesta de pagar la excarcelación entre todos, pero quedó en la nada; probablemente por la falta de voluntad de los que ya habían sido robados. El tipo se hace llamar Colibrí. Y salió. Unas semanas después de entrar, fue una mujer mayorcita del Rainbow a comprar ácido fólico y a sacar al tipo de la cárcel porque quiere tener un hijo y ahora lo están encargando en la carpa. Cuando volvió Colibrí, se volvieron a intensificar los robos; pero es raro porque se intensificaron de una manera exagerada. Están robando a cuatro manos y no parece que pudiera hacerlo ese tipo solo, en los pocos momentos que lo dejan salir de la carpa. Y la cosa se puso violenta (o no tanto; violenta para el mundo hippie): un grupo (al que me sumé) se internó en el bosque a buscarlo y exigirle que devuelva lo robado (que por cierto debe ser mucha plata). El tipo, que tiene 30 años menos que su nueva novia, se empezó a escudar detrás de ella. Estaba claro que mentía. Dijo que todo era un mal entendido, que ya había estado preso en otra ocasión y que también era un mal entendido. En la discusión surgió el dato de que había dado diferentes nombres y ya nadie sabía cómo se llamaba realmente. Pero negaba todo. Un hippie veterano que había sufrido un gran robo, le dijo que si no le devolvía las cosas, le rompía la cara. Otras hippies saltaron y dijeron “noooo, no, así no” y el hippie veterano reculó cambiando la cara de odio por una sonrisa semiforzada y con vergüenza, como si lo hubieran agarrado robando a él. Finalmente se juntó más gente que salió de entre los árboles al escuchar los gritos, y después de un rato largo de situaciones tensas, me di cuenta que el verdadero problema para la mayoría no era Colibrí sino que se estaba rompiendo la paz y la buena onda. Entonces también me di cuenta que Colibrí había ganado la partida: los hippies preferían que se vaya con el botín antes que empeorar los tonos elevados de voz. No sé como terminó la cosa porque ese día yo me fui. Seguro que lo dejaron ir, no tenían ninguna otra opción.

te rompo la cara
¡Te voy a romper la cara!… digo… ¡Amor y paz, hermano!

 

 

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