Inca Cueva y Quebrada de las Señoritas

De Iruya volvimos a la buena onda de Giramundo Hostel de Humahuaca y otra vez lo usamos de base para recorrer lugares poco visitados de la quebrada. Un día fuimos a Inca Cueva. Teníamos especial interés en ir ahí porque es un sitio en la quebrada de Chulín donde se encontraron restos arqueológicos de hasta diez mil años de antigüedad. Los más conocidos son las tres momias Chulina, Chulinita y Rosalía (Chulina fue datada por radiocarbono en 6080 ± 100 años y es, tal vez, la momia natural más antigua del mundo) pero lo más interesante para nosotros era que ahí fue donde se encontró la más antigua evidencia del consumo de la vilca o wilca. Se encontraron unas pipas de 4150 años de antigüedad, de las cuales se pudo obtener materia orgánica con restos de semillas de cebil. Ahí, hace cuatro mil años, los indios fumaban la visionaria vilca junto a momias que para entonces ya llevaban dos mil años enterradas.

Para ir a Inca Cueva (un nombre algo desafortunado ya que, en el corto período incaico, el sitio fue solo usado como tambo) tomamos uno de los tantos buses que suben por la ruta 9 hacia La Quiaca y bajamos una media hora después (22°58’34″S, 65°27’51″W) pasando apenas un poco el caserío Azul Pampa, sobre la parte de la ruta que corre hacia el oeste, justo donde la tierra es azul.

Desde la ruta hacia el sur se puede ver un gran puente de piedra sobre el río seco Chulín, un puente macizo hecho para durar cientos de años pero que ahora solo sostiene un par de rieles oxidados.

Bajamos el terraplén entre las piedras, cruzamos el Río Grande hacia el sur, pasamos debajo del gran puente ferroviario y comenzamos a subir por el cauce de la quebrada de Chulín.

Mirando al sur.

Después de un par de horas caminando por el cauce pedregoso, la quebrada se tornó rojiza y de curvas suaves.

Poco después llegamos a Inca Cueva (23°00’08″S 65°27’42″W).

Entonces Vane me dijo que lo que más le sorprendía del sitio era el lugar en el que estaba ubicado: entre altas paredes de arenisca roja con suaves chorreadas de sedimentos claros y oscuros, un escenario que parece de otro planeta. Incluso, en la pared frente a la cueva, en la parte más alta, había una ventana mostrando un pedazo de cielo y que parecía un gran ojo lagrimeante observándonos. Si yo hubiera sido un originario de esa zona hace unos miles de años, no dudaría del carácter especialmente espiritual del lugar y, por supuesto, ahí habría pintado todo lo que tuviera que pintar.

Unos pasos más allá de la cueva (23°00’11″S, 65°27’44″W) encontramos un angosto sendero subiendo la montaña hacia la derecha, hacia el oeste. El paisaje se tornó aún más irreal. Primero un árbol retorcido sobre una explanada de pasto verde y cortito, rodeado de lisas paredes rojas con sedimentos chorreantes.

Luego, subiendo por una pendiente lisa, otra explanada de pastos más altos y amarillentos que se continuaba por una pequeña quebrada.

Y luego una última subida, un poco trepando la roca, que nos condujo a una tercera superficie plana, mucho más amplia pero tan extraplanetaria como las anteriores, que contenía una laguna en el medio (23°00’10″S, 65°27’48″W).

Y, sorprendentemente, ahora nos encontrábamos detrás del ojo que mira desde lo alto hacia la cueva. Daban ganas de rezar.

Días después volvimos a salir hacia Inca Cueva. Esta vez en camioneta con Juan, el dueño del hostel, para intentar llegar desde otro lado, desde el sur, desde Sapagua, otro lugar donde también hay pinturas rupestres no muy lejos de ahí. Después de visitar las pinturas (23°03’26.7″S, 65°24’15″W), el camino fue duro, la camioneta se nos enterró en la arena un par de veces y tuvimos que abandonarla antes de lo previsto.

Caminamos desde algún lugar después de los petroglifos hasta Sapagua, que son tres casas y una capilla (23°01’50″S, 65°26’12″W). Ahí solo había un hombre, que por suerte pudo indicarnos el camino. Pero fue duro, muy hacia arriba. Y ya era tarde. Llegamos a la cima (23°01’16″S, 65°27’06″W) muy agitados y con el sol cerca del horizonte. Solo quedaban unos dos kilómetros en bajada y no teníamos tiempo para volver a subir. Aún así la vista de toda la quebrada de Chulín valió la pena. A lo lejos podíamos reconocer el espinazo del diablo, cerca de Tres Cruces.

Otro día fuimos a la Quebrada de las Señoritas de Uquía con Edgard, uno de los encargados del hostel. Él organiza tours a ese lugar tan bueno y tan poco conocido. Nos pidió que fuéramos en algún momento sin turistas, para explorar más la zona y para que le contáramos sobre la geología, la flora y la fauna del lugar. Además quería que le confirmáramos si ciertas rocas que él había encontrado por ahí podían ser ruinas arqueológicas.

Fuimos con él y con Pauline, su novia. El lugar está muy bien. Los puntos impactantes del recorridos son un alto y angosto cañón colorado muy agradable para recorrer, un valle con montañas de colores que corresponden a sedimentos de hace cientos de millones de años y unas cuantas irresponsables entradas a angostas grietas con caca de puma en el suelo.

Pero lo que más me gustó fue el antigal, esas piedras que Edgar quería mostrarnos y que sí que nos parecieron los restos de un pueblo indio. Las piedras eran cimientos de paredes al pie de un cerro y rodeadas de cactus en una situación muy parecida a las ruinas de Quilmes. Las paredes eran rectas, al estilo incaico. Interpretamos que los cimientos de la parte más alta, en la zona central, podían haber sido los de la casa del jefe de la tribu. Junto a estos encontramos una estructura de pared cilíndrica con ubicación y forma similar a las que hacían los aborígenes de la zona para enterrar a sus muertos, a los cuales desenterraban cada año en unas fiestas en las que los difuntos eran invitados simbólicamente con un poco de comida y bebida, para luego volver a ser enterrados hasta el año siguiente.

La posibilidad de que ahí abajo hubiera una momia (una posibilidad no muy remota ya que hace solo unos pocos meses encontraron un par de momias no muy lejos de ahí) me dio una imperiosa necesidad de cavar. Pero reprimimos nuestros instintos huaqueros y nos quedamos del lado de la legalidad con la esperanza de que los próximos tentados fueran arqueólogos.

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Rótula rota

Sebastián quedó junto al terraplén con su rótula fracturada y su muñeca muy adolorida, Vanesa se quedó a cuidarlo y yo dejé la mochila y corrí río arriba a buscar ayuda. El perro me siguió.

No duré mucho corriendo, se me hacía imposible a esa altura y hacia arriba entre las piedras. Fui a paso sostenido, lo más rápido que pude, apretando fuerte la coca entre los dientes y mojándome la cabeza en el río, cada tanto, para evitar el sofocamiento del sol que ya estaba bien arriba y rebotaba fuerte en el paisaje seco y amarillento.

Tardé cuarenta y cinco minutos en llegar a San Juan. Encontrarlo fue más difícil de lo que había imaginado, el pueblo no se ve desde el río, que a esa altura corre encajonado. Pero finalmente logré llegar a la casa de Jacinta. Estaban ella y su marido. Con el aliento entrecortado, les conté todo lo sucedido. Me dijeron que fuera a buscar al enfermero a la salita sanitaria (el enfermero y el maestro son los dos únicos empleados públicos del pequeño pueblo).

Fui pero no estaba. Salí a buscarlo entre las casas de piedra.

–¡¿Qué pasó?! –gritó Hermógena desde la ladera de una montaña.
–¡Se despeñó Sebastián! ¡Se rompió la rodilla! ¡Estoy buscando al enfermero!
Hermógena señaló hacia otro valle.

Encontré al enfermero junto a un rebaño de cabras. Le conté el accidente brevemente mientras caminábamos hacia la salita.

–¿Tiene heridas?
–Solo superficiales.
–¿Puede caminar?
–No creo.
–¿Puede montar?
–No estoy seguro.

Pensé en la posibilidad del pie en el estribo, pensé en la posibilidad de la pierna colgando, imaginé una situación difícil. El enfermero fue juntando lo que creyó necesario en una pequeña mochila que más bien parecía ser la de un escolar. Le expliqué más o menos (como pude) dónde fue el accidente.

–¿Dónde está?
–En una parte que va entre montañas muy picudas, cuando se empieza a ver el colorado, en la primera quebrada que se une por la derecha… Caminamos una hora, pero calculo que a paso rápido se puede llegar en media.
–Ve yendo. Yo busco ayuda y luego te alcanzo.

Tardé media hora río abajo, trotando de vez en cuando. El perro llegó antes que yo, el enfermero un poco después. Con él venía un pibe de unos veinte años. Tuvimos que calmar al perro que, aparentemente un poco enterado de la situación, se puso a ladrar al enfermero protegiendo a Sebastián.

Después de una revisión rápida del herido, el enfermero recorrió los alrededores con la mirada.

–¿Creés que puedes caminar un poco?
–Ya no puedo ni doblar la pierna.
–¿Has montado alguna vez?
–No.

El enfermero movió la cabeza de un lado a otro. Luego mandó al pibe a buscar una mula y tres tablitas que pudiera sacar de algún cajón de madera. Entonces se puso a vendar la muñeca y desinfectar las heridas.

–No vamos a poder sacarte río abajo, el camino se hace imposible para la mula más allá, tendremos que regresar río arriba y sacarte por el camino de Pantipampa.

Mientras esperábamos al pibe con la mula (que calculamos que tardaría al menos una hora y media en volver) fuimos improvisando un entablillado con ramas, media botella de plástico y una venda. Luego coqueamos todos, sentados en las piedras, bajo el rayo del sol. Sebastián aguantaba las ganas de llorar.

Luego el enfermero estimó que la mula no iba a poder llegar hasta donde estábamos; no iba a poder ni bajar el terraplén ni pasar por el río, que justo en ese lugar se angostaba y corría un poco torrentoso entre las piedras. Decidió que íbamos a ganar tiempo intentando transportar a Sebastián del otro lado del terraplén.

Así fuimos, llevándolo a los hombros entre el enfermero y yo y Vanesa sosteniéndole la pierna hacia adelante. Cruzamos el río dos veces, metiéndonos en el agua.

Justo después de pasar la parte más complicada, llegó la mula. La traía el pibe junto a Jacinta y su marido. Jacinta cargaba con el almuerzo para todos: un par de tuppers con pollo y arroz. Comimos. Luego coqueamos. Luego completamos el entablillado con las tres maderas y una venda elástica que aportó Vanesa y que venía muy bien para el caso.

En algún momento Jacinta y su marido hablaron de adelantarse a paso rápido hasta Pantipampa para buscar ayuda. En Pantipampa no hay nada, solo un abra bien alta con un par de puestos para llevar a pastar a las cabras, pero allá arriba suele haber señal de celular que llega de alguna manera rebotando entre las montañas del valle de Iruya, y así podían avisar al hospital para que mandaran ayuda.

En algún momento Jacinta desapareció.

Fue difícil subir a Sebastián a la mula. Y no fue la única vez, porque la mula no pasaba montada en las pendientes abruptas o las cornisas muy estrechas. Lo subimos y lo bajamos en reiteradas ocasiones durante largas horas. Sebastián gritaba de dolor.

Después de abandonar el río, el camino se convirtió definitivamente en el sendero de cornisa más peligroso que había visto en mi vida. Muchas veces le pedí a Vanesa que prestara mucha atención, que fuera muy consciente de qué rocas pisaba. Me pareció increíble que ese fuera el camino normal de acceso al pueblo, un estrechísimo y abismal sendero que no puede transitarse ni a caballo.

En algún momento nos dimos cuenta de que nadie sabía si Jacinta había ido a pedir ayuda a Pantipampa. Ante la duda enviamos también al marido.

Un rato después, desde las alturas, pudimos reconocer a Jacinta en un valle, sentada cerca de sus cabras.
Así fuimos, arrastrando a Sebastián varios kilómetros. Llegamos al abra de Pantipampa a las ocho de la noche, ya casi sin luz. Cerca de ahí encontramos al marido de Jacinta, que traía la noticia de que no había conseguido señal de celular. Además, él, el pibe y la mula tenían que regresar por razones que no terminé de entender.

El enfermero, Vanesa, Sebastián, el perro y yo seguimos caminando por la planicie del abra, a oscuras, con las linternas, con Sebastián al hombro dando pasos cortitos con su dolorosa pierna entablillada. Cada tanto el perro se acercaba a Sebastián y caminaba varios metros manteniendo el hocico a centímetros de la pierna herida. Evaluamos dormir en alguno de los puestos, pero en algún momento el enfermero finalmente consiguió señal de celular y pidió ayuda al Hospital. Le contestaron que intentarían reunir gente para subir una camilla y entonces decidimos seguir.
Hubo un momento crítico en el que Sebastián hizo un desafortunado movimiento que lo obligó a gritar y a retorcerse del dolor. Pidió que lo acostáramos. Y ahí estábamos en el suelo, a oscuras, sin tener del todo claro si la ayuda estaba en camino, a pasos de la abrupta bajada al río San Isidro, una bajada con muchas curvas y con una pendiente demasiado empinada. La muñeca de Sebastián estaba muy hinchada. Había muchísimas estrellas. Hacía frío.

A las diez de la noche, poco después de que empezáramos a intentar bajar la cuesta, vimos las luces de las linternas. Eran siete camilleros (algunos empleados del hospital y otros de la municipalidad) que traían una camilla, un vino toro, una Fanta naranja, varias bolsas de coca y varios paquetitos de bicarbonato de sodio. Tuvimos que calmar al perro que ladró defendiendo al herido.

Todos nos saludamos, salvo Sebastián que quedó en el suelo. Ellos mezclaron el vino con un poco de Fanta. Nosotros tomamos sedientos el resto de la gaseosa. Todos coqueamos entrecruzando luces de linternas. Los camilleros se hacían bromas entre ellos. Sebastián intentaba sonreír desde la oscuridad del suelo.

Cuando el tiempo del coqueo estuvo cumplido, los camilleros ataron con fuerza al herido en la camilla. Tardamos dos horas en bajar la cuesta. Los camilleros iban rotando cada cinco o diez minutos, secándose las palmas de las manos en la tierra del camino para que no resbalasen.

La ambulancia y una camioneta nos esperaban del otro lado del río San Isidro. Vane viajó con Sebastián en la ambulancia, yo viajé con el perro negro en la caja de la camioneta. Ya eran las doce de la noche.

Lo primero en el hospital fueron las radiografías. Efectivamente la rótula estaba partida al medio y lo de la muñeca era una luxación. Le pusieron media férula y lo mandaron de urgencia en ambulancia, en un largo viaje nocturno atravesando la provincia de Jujuy y parte de Salta, para ser operado en el Hospital Güemes.

Vane y yo caímos casi desmayados en la habitación de un hostal de la tranquila Iruya.

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Quebrada de San Juan

No solo había sido una gran casualidad que nos encontráramos con otro viajero haciendo el camino de San Isidro de Iruya a San Juan, sino que él también quería seguir hasta Chiyayoc, un caserío aún más apartado que prácticamente no recibe ninguna visita. Sebastián tenía una buena razón para ir: él había enviado donaciones a Chiyayoc pero nunca había podido llegar hasta allá en persona.

En lo que no coincidimos por un rato fue en la preferencia del momento de la partida. Nosotros queríamos tomarnos un día más en San Juan y ayudar con el arado de unos campos que justo empezaban a trabajarlos y Sebastián prefería partir esa misma mañana porque no andaba con tanto tiempo y tenía que volver a Buenos Aires.

–No se preocupen, quédense, yo voy solo.
–No, ya fue, mirá si vas a ir solo, es medio power el camino… Y ya estamos los tres por acá. Vamos hoy y listo, no pasa nada.

La vía más directa de San Juan a Chiyayoc era cruzar las escarpadas y neblinosas montañas hacia el noreste, pero me dio la sensación de que iba a ser muy difícil seguir el sendero. De hecho, Hermógena nos dijo que iba a ser imposible, que estaba muy poco marcado, que ya casi nadie iba por ahí. Otra opción era el que le dicen el camino de la playa, bajando el río San Juan y luego volviendo a subir hacia el norte por el antiguo sendero que se usaba para ir de Iruya a Chiyayoc. Es un camino aún menos transitado que el primero (solo lo usan si tienen que llevar animales grandes que no pueden cruzar los senderos de montaña) pero me pareció que las indicaciones eran más claras. Había que bajar por el río hasta entrar en un angosto cañón colorado. Al salir del cañón el río continúa un trecho más y el paso se interrumpe por una cascada. Antes de eso teníamos que doblar a la izquierda y cruzar un cerro un poco desmoronado para encontrar el antiguo camino del otro lado. No tenía tan claro que lo fuéramos a encontrar pero saldríamos temprano para tener tiempo de volver a San Juan en el caso de que no lo halláramos.

El camino era incierto y también lo era el lugar en el que pudiéramos dormir (no llevábamos carpa, la habíamos dejado con las mochilas grandes en Humahuaca) pero confiábamos en que al menos alguien nos dejaría acomodarnos en el suelo de algún rancho.

Sebastián, Vane, el perro negro y yo nos despedimos de la gente y abandonamos el pedregoso pueblo de San Juan a eso de las diez de la mañana. Comenzamos a bajar entre montañas picudas, cruzando el río repetidas veces.


Después de una hora de caminata, a las once, Sebastián calló por un terraplén. Vane y yo estábamos bajando por otro lugar y no vimos la caída pero escuchamos los gritos de auxilio. Nos apuramos y lo encontramos tirado entre las piedras.

–Me quebré.
–¿Posta?
–Sí, me duele mucho la muñeca… Y se me salió la rodilla, vas a tener que acomodármela.

Le miré la mano y no me parecía que estuviera muy mal y tampoco me resultaba convincente la idea de una rodilla descolocada, pero cuando le levanté la manga del pantalón pude ver que había un bulto que sobresalía de la articulación de una forma un poco impresionante.

Entonces con Vanesa le estiramos la pierna suavemente y todo volvió a parecer bastante normal, sin nada que reacomodar, pero al tocarle la rodilla noté claramente que la rótula estaba en dos pedazos.

–No estoy muy seguro de que te hayas roto la muñeca, pero parece que te fracturaste la rótula.
–¿De verdad?
–Casi seguro.
–A ver, ayudame a levantarme.
–No, no vas a poder caminar, voy a tener que ir a buscar ayuda.

La cara de Sebastián empezó a transformarse.

–No me digas eso, me quiero matar.
–Voy a buscar ayuda.

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Mucha onda en San Juan

Desde San Isidro de Iruya partimos caminando hacia San Juan, un pueblito de nueve familias, aislado en la montaña, sin luz y al cual (nos enteramos después) solo llegaron unos diez viajeros en este último año.

Fuimos siguiendo las indicaciones de Teresa y las marcas de pintura blanca que había hecho Jacinta sobre las piedras. Ella es la mujer que recibe a los escasos caminantes que llegan hasta el pueblo.

En el primer tramo fuimos subiendo el río y en algún momento nos encontramos con un perro negro al cual, por supuesto, Vanesa acarició. El perro nos siguió el resto del camino.

Abandonamos el río (22°44’16″S; 65°14’45″O) para subir la montaña hacia el norte por un sendero que, una vez más, me pareció notablemente peligroso: empinado, muy angosto, de piedras sueltas y casi siempre al borde del precipicio.

En mitad de la subida nos encontramos con Sebastián, un pibe de Merlo que en los últimos tiempos se dedicó a llevar donaciones a los pueblitos de la zona. Él también estaba yendo hacia San Juan y fue una gran casualidad que justo nos cruzáramos con unas de las pocas personas que recorren ese camino.

Un par de horas después, Vane, Sebastián, el perro negro y yo llegamos al punto más alto del camino (22°43’59″S; 65°14’30″O) a 3500 metros de altura, desde donde se podía ver el valle de San Juan y el pueblito del otro lado del río.

La bajada no tuvo menos vértigo que la subida.

Poco antes de llegar nos encontramos con Jacinta y su marido que andaban cuidando sus cabras. Nos dijeron que los esperásemos en la casa, que ellos llegarían a las seis.

Después cruzamos el río y trepamos una vez más, por suerte guiados por Sebastián, ya que el pueblo no se alcanza a ver desde el cauce del río y los caminos de cabra confunden un poco.

En la casa de Jacinta (22°43’29,5″S; 65°13’58,5″O) nos recibió un gatito bebé que, por supuesto, Vane acarició. Ahí dejamos las mochilas y salimos a dar una vuelta junto con el gatito que viajaba en el pecho de Vane, debajo de la campera.

El perro negro fue nuestra peor carta de presentación. En San Juan odian a los perros y las pocas personas que nos cruzamos nos lo hicieron saber y nos avisaron que si el perro lastimaba a algún animal, íbamos a tener que pagarlo.

Muchas de las casas de San Juan están hechas casi totalmente de piedra, incluso los aleros de los techos de paja son de lajas. Cuando me agaché para sacarle una foto a una de esas casas con un corral de cabras también hecho en piedra, salió Mari con una onda tejida en lana cruzada entre los senos, el puño en alto y gritando “¡Eso sí que no!”. Al llegar muy cerca creí que iba a intentar pegarme y pensé en ponerme en guardia. Me levanté y Mari frenó a un metro, pero siguieron los insultos a mi intento de foto al conjunto de piedras habitable. Un rato después, cuando Sebastián le compró una cerveza, ya éramos personas que nos enviábamos sonrisas. En San Juan no hay ningún tipo de tienda formal, pero un par de casas venden cervezas que las traen a lomo de burro.

Por supuesto que no me cayó muy bien la agresividad que fuimos recibiendo por parte de los lugareños pero, en algún momento, me pareció comprender que todos se trataban un poco así, cambiando de la agresión (o lo que para mí parecía agresión verbal y gestual) a la sonrisa en cuestión de segundos. Creí imaginar que era parte de la normalidad del pueblo, un aislado caserío de nueve familias sin electricidad, sin televisión, con un sistema de códigos de sociabilidad no muy universal.

Al atardecer comenzó a nublarse y, al borde del pueblo, en la parte alta, sentada sobre unas rocas, encontramos a Hermógena con su vestido tradicional y colorido, su sombrero floreado, su onda de lana cruzada entre los senos y la vista perdida en la neblina que bajaba del cielo hacia las montañas.

–Buenas tardes.
–¿Por qué traen ese perro? –gritó, al vernos, con voz aguda.
–No es nuestro, nos siguió desde San Isidro.
–¿Y para qué le dan de comer?
–No le dimos, solo nos siguió –mentí.
–¿Y por qué no lo echaron a piedrazos?

Por un instante pensé en decir que habíamos intentado echarlo, pero eso no iba a creérselo nadie. Callé.

–Si lastima a un animal, los van a denunciar y van a tener que pagar.
–¿Y cuánto sería una cabra?
–Cincuenta el kilo.

Coqueamos mirando los cerros.

Hermógena estaba esperando a su hijo que había ido a buscar a un animal extraviado y empezaba a preocuparse por la oscuridad inminente. Tenía la vista perdida en el sendero delgadísimo y abismal cuando apareció una vaca. Hermógena se puso de pié, avanzó hacia el animal desatándose la onda de lana y echó a la pobre vaca de nuevo hacia las alturas de las montañas a base de gritos agudos y efectivos piedrazos que salían de la onda. Parece que esa vaca no era el animal perdido que buscaban.

–¿Qué pasaba con la vaca?
–Se ha bajado de la montaña, la muy desgraciada, y ahora no tengo tiempo de cuidarla.

Coqueamos un rato más. Nos preguntó los nombres. Nos dijo que en San Isidro hay un hombre llamado Julián que tiene una hija llamada Vanesa. Le dijimos que en nuestro caso éramos pareja. Charlamos más cosas y sonreímos varias veces.

Al volver a la casa de Jacinta encontramos a una de sus dos hijas pequeñas llorando por la certeza de que el desaparecido gatito bebé estaba en las entrañas del perro negro. Un rato después del rencuentro con su mascota se calmó y hasta jugamos al poliladron con armas de plástico con las dos niñas. Una de ellas le preguntó a Vane por qué tenía pelo de oveja.

Esa noche cenamos, a la luz de las velas, un guiso que nos preparó Jacinta. Afuera lloviznaba. El salón comedor era pequeño y rústico. La luz de las velas iluminaba tenuemente un pedazo de charqui que colgaba sobre nuestras cabezas.

Hasta ese momento Sebastián todavía podía caminar.

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Psicodelia en Pantipampa

Los campesinos fueron volviendo hacia sus pueblos, con resaca, coqueando y balbuceando entre sonrisas. Nosotros los acompañamos. En Iruya termina el ripio y entonces fuimos caminando hasta San Isidro, un pueblito de unas setenta familias, algunos kilómetros hacia el noroeste.

Tuvimos que cruzar el río varias veces, buscando los mejores lugares y saltando sobre las piedras.

Sobre el final nos agarró una llovizna. La tranquilidad del pequeño pueblito se potenciaba con el cielo gris.

Alquilamos una habitación con vista hacia las montañas, unos cerros escarpados cruzados por un delgado sendero en diagonal, apenas visible.

Ese día caminamos por el pueblo, acariciamos un gatito, acariciamos tres burros, acariciamos tumbas en el cementerio. La más nueva era de hace tres meses, con cruz de madera simple y repleta de flores. Las más viejas eran de hace unos dos siglos y tenían menos flores que la más nueva.

Al día siguiente, después de tomar un té de San Pedro, fuimos a caminar hacia Pantipampa por consejo de Teresa, la dueña del hostal. Ella nos indicó el camino. Era el delgado sendero en diagonal sobre las montañas de en frente. En Pantipampa no hay casas, es simplemente un abra donde dos mujeres llevan a pastar a sus cabras.

Caminamos un par de horas por el sendero que me pareció notablemente peligroso, no apto para alguien con un mínimo miedo a las alturas. Hubo tramos en los que el sendero no tenía más de treinta centímetros de un suelo con piedras sueltas y en diagonal hacia el precipicio.

Una media hora antes de llegar al abra nos cruzamos con Ofelia que venía de cuidar a sus cabras. La anciana de setenta y nueve años bajaba con su vestido tradicional ondeando en la brisa. Nos quedamos un rato charlando y coqueando con ella al borde del precipicio. Hablamos de sus animales, de las veces que hizo ese camino, de su casa en San Isidro, de la cala que llevaba en el sombrero, y de alguna cosa más. Después de despedirnos la vi bordear el precipicio hasta que su espalda de setenta y nueve años desapareció detrás de la curva.

La nada de Pantipampa superó nuestras expectativas: pastizales de pendiente suave, ventosos, a 3200 metros de altura, sobre algún que otro cóndor planeando entre montañas de variadas formas y colores psicodélicos.

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Nos quedamos hasta la última hora prudente antes de la caída del sol. La bajada por el sendero de Ofelia me pareció aún más peligrosa.

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Cóndor huasi

Del Parque Nacional Calilegua fuimos a San Salvador de Jujuy. Después Purmamarca (que chorrea turismo con su cerro de los siete colores), Maimará, Tilcara y Humahuaca. En Humahuaca nos quedamos bastante tiempo. La motivación de acampar se debilitó por la necesidad de wifi para avanzar con el blog y terminamos en el Hostel Giramundo. Hicimos mucha amistad con la gente del hostel y ellos mismos nos insistieron para que nos quedáramos un tiempo colaborando un poco con las tareas del lugar a cambio de alojamiento y comida. Nos gustó la idea. Yo combinaba la escritura con escasas interrupciones para atender la recepción y Vanesa iba a la terminal a capturar presas posiblemente interesadas en el hostel.

Usando Humahuaca como base estuvimos visitando varios lugares de la zona. Un día dejamos las mochilas grandes en el hostel y subimos con equipaje liviano al bus destartalado que va para Iruya. Recorrimos por tres horas un camino de ripio montañoso hasta llegar al pueblo. Sin saberlo, estábamos en el día que comenzaba la Fiesta del Rosario, la fiesta mayor de Iruya. La gente llegó caminando entre las montañas, desde pequeños pueblitos y caseríos, trayendo sus santos para festejar y sus cosechas para comerciar.

Me tocó una habitación con la mejor vista.

Fueron tres días en los que vimos devotos rezando interminablemente, peregrinaciones tenebrosas marchando en la oscuridad bajo el ruido de los monótonos erkes, fuegos artificiales, peleas alcohólicas, globos de colores, enmascarados bailando danzas indígenas alrededor de la virgen, banderines de colores, cubículos de chapa para entrar a bailar bachata y reguetón, burros masticando bolsas de plástico.

Un día salimos a caminar por las laderas de las montañas hacia el este del pueblo. Después de un par de horas de caminata almorzamos sanguches de palta y tomate interrumpiendo el almuerzo de dieciséis cóndores (Vultur gryphus) que nos sobrevolaron las cabezas a la espera de que nos fuéramos.

El cóndor es el ave no marina de mayor envergadura del mundo (hasta 3,30 metros), son carroñeros, anidan entre 1000 y 5000 msnm, viven hasta 75 años, son monógamos y ponen un huevo cada dos años. Se los considera Patrimonio Cultural y Natural de Sudamérica.

Es difícil ver un cóndor (están catalogados como una especie casi amenazada), pero un burro tuvo la mala suerte de morir entre las piedras y nosotros tuvimos la suerte de estar ahí, escuchando el ruido del viento contra las alas de esas aves enormes. Increíblemente llegamos a verlos hasta una mínima distancia de solo seis o siete metros.

Esa misma noche fue el pico de los festejos religiosos y hubo una enormidad de fuegos artificiales, algo que me pareció sobredimensionado para el pequeño pueblo. Al día siguiente volvimos a trepar un par de horas por las montañas para ver a los cóndores. Ya no estaban, solo el burro muerto a merced de las moscas. Los designios de Dios son inescrutables.

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De las termas del Jordán a la puna

Atravesamos el Parque Nacional Calilegua en el bus destartalado. Primero por selva de pedemonte, luego por selva de montaña y, arriba de todo, por bosques de montaña. Luego el camino desciende hasta San Francisco, en la parte alta de las yungas. Ahí bajamos y acampamos.

Al día siguiente, con la ayuda del GPS, caminamos hasta las termas del río Jordán. El sendero arranca a un par de kilómetros del pueblo, volviendo por la ruta hacia el sur. La picada sale hacia la derecha y son dos horas bajando por la selva.

El lugar es sorprendente. La temperatura del agua solo ronda los treinta grados, pero las termas son totalmente naturales y de tonos turquesas y el paisaje que las rodea está formado por paredes rocosas y selva. Es justo donde el río Jordán (que en esta época está seco) se junta con el río Valle Grande (23°39’54″S; 64°57’16″O). Las fotos se quedan cortas, porque se nos rompió la cámara y solo pudimos sacar con el celular (y porque las fotos en general carecen de algunos contextos).

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Subir un poco por el cauce del Jordán también tuvo lo suyo.

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Después de San Francisco seguimos en el bus destartalado hacia Valle Grande y luego en camioneta hasta Valle Colorado. Ahí termina la huella. Dormimos en una casa de adobe. La idea era seguir al día siguiente a pie, por un antiguo camino de piedra construido por los incas, hasta Santa Ana y de ahí una vez más en camioneta hacia Humahuaca, conectando las yungas con la puna, pero nos pareció poco prudente: nuestras mochilas estaban bastante pesadas, era todo el camino cuesta arriba hasta 3500 metros sobre el nivel del mar, podíamos apunarnos en ese camino tan solitario y ahí las noches son muy frías. Había una posibilidad de alquilar una mula por solo 400 pesos para que nos llevara las mochilas, pero calculamos mal la plata, recién en Humahuaca hay cajero y no llegábamos con el efectivo. Decidimos hacer el sendero incaico sin las mochilas y regresar por el mismo camino.

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En lo más alto vimos siete cóndores (Vultur gryphus).

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Parque Nacional Calilegua

Con los neozelandeses acampamos en el Embalse Cabra Corral.

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Al día siguiente nos separamos en el camping de la ciudad de Salta. Ahí nos quedamos varios días en la casa de mi primo, descansando y tomándole su excelente cerveza artesanal. Luego viajamos hasta la ciudad de Libertador General San Martín (más conocida como Ledesma) hacia el este de la provincia de Jujuy. Ahí compramos alimentos para varios días y tomamos un bus destartalado hacia el Parque Nacional Calilegua en las yungas jujeñas.

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Acampamos bajo cebiles.

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Caminamos por la selva.

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Vimos huellas de corzuela (Mazama americana).

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Vimos huellas de osito lavador (Procyon cancrivorus).

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Vimos huellas de no sé qué.

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Vimos huellas de Tapir (Tapirus terrestris).

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Vimos semillas de cebil (Anadenanthera colubrina).

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Juntamos muchas semillas de cebil.

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Y pensamos que habíamos visto huellas de puma.

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Pero le mostramos las fotos a los guardaparques de la estación Aguas Negras y nos aseguraron que eran de yaguareté (Panthera onca).

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El LIBRO

Quebrada de las conchas

Estuvimos unos días en Tafí, después en Amaicha, visitamos las ruinas de Quilmes y subimos por la ruta 40 hasta Cafayate. En el camping del Luz y Fuerza conocimos una pareja de neozelandeses que venían viajando por Sudamérica en una van roja. Con ellos seguimos viaje.

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La misma tarde en que salimos, hicimos camping libre en la Quebrada de las Conchas.

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Y nos incendió el atardecer.

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Felices.

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Y felices al amanecer.

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Y al vestirnos.

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Y al desayunar.

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La Quebrada de las Conchas nos pareció muy fotogénica .

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Hamish  /   Vane  /  Julián  /  Hanna

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El LIBRO

Antiguos registros del uso de Trichocereus

Cada vez más metidos en el mundo de las pinturas rupestres de la cultura Aguada de Catamarca, fuimos hasta La Resbalosa, unas cuevas ubicadas a unos doce kilómetros de Icaño.

Entre dibujos abstractos y figurativos, una vez más pude ver imágenes de cactus, incluido uno en forma de cruz sobre otro con todo el aspecto de un achuma (San Pedro) (Trichocereus terscheckii).

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Un flechazo al sol

Después seguimos hasta una laguna que figuraba en el GPS. Fuimos por huellas de animales, otra vez abriéndonos camino y agachándonos bajo las espinas hasta gatear en las zonas más complicadas.

Sentí que llegaba a un lugar extraviado, una laguna habitada solamente por pájaros y ramas secas.

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Catamarca

Daban ganas de seguir. Un baqueano nos había comentado que había otras pinturas rupestres pasando la laguna, pero no sabíamos el lugar exacto y tampoco teníamos mucho tiempo. El sol, una vez más, se acercaba a las montañas. Volvimos apurados, con la luz justa. Teníamos linternas, pero las luces pequeñas de poco sirven para caminar por picadas muy cerradas en el bosque. Llegamos a Icaño de noche después de haber caminado unos veinticinco kilómetros. El último tramo lo hicimos como hipnotizados por la luz de las linternas y el dolor en las piernas.

Unos días después fuimos invitados al Congreso Anual de Arqueología que se realizó en el hotel Hilton de Tucumán. Entonces viajamos un poco a dedo y un poco en bus hacia la provincia de perros malos. Ya en el congreso, además de escuchar las charlas y consultar con los expertos un par de dudas que seguía teniendo, también nos invitaron a hacer stand up “científico” en el día de la fiesta. Fue un poco loco y un poco estresante inventar y practicar, de un día para otro, chistes sobre arqueología. Pero nos divertimos a pesar de lo caótico que fue intentar arrear humorísticamente a unos mil arqueólogos, ya ebrios en su mayoría. Creo que Vanesa puso agradablemente incómodos a más de uno, haciéndoles notar que muchos barbudos llevaban camisa a cuadros hasta en la noche de la fiesta; aunque no tanto como en las charlas, donde más bien nos habíamos sentido en un congreso de leñadores.

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En el humor inteligente, lo importante para la expresividad es que estén bien iluminadas las partes bajas.

Lo más interesante del encuentro fue un simposio de etnobotánica que se hacía por primera vez. La mayoría de las charlas eran en el teatro del hotel y fue agradablemente experimental. Hubo muestras de danzas rituales y, durante las charlas, artistas plásticos dibujando en vivo, inspirándose en las palabras de los exponentes.

Me perdí algunos datos interesantes por colgarme mirando los psicodélicos dibujos que fueron apareciendo.

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Charla interpretada por Ivan Zigaran

–Allá hay yopo, ¿viste? –Me dijo Vanesa con media sonrisa.

En un costado de la sala, sobre una mesa levemente iluminada, había un platito con hojas de coca, otro con semillas de cebil y un tarrito con el polvo marrón.

Junté un poco en un papel doblado al medio y fuimos a tomarlo al frondoso jardín botánico Miguel Lillo, justo en frente del hotel.

No tenía olor a yopo y picaba como si le hubieran agregado pimienta.

Cuando empecé a marearme me di cuenta de que no era yopo sino rapé de tabaco. Y, con la lucidez de la nicotina, de pronto me pareció lógico que el congreso no tuviera canilla libre de polvos psicoactivos.

En una de esas charlas conocí a Carlo Brescia, una persona excelente, un ingeniero peruano que se dedica a la producción audiovisual con temáticas culturales y ambientales y sabe mucho de plantas visionarias. Él me pasó algo que estaba buscando hace rato: crónicas sobre la época de la colonia donde se mencionara al cactus sagrado.

“Achuma: Cardo grande; y vn beuedizo que haze perder el juicio por vn rato.” (Bertonio 1612).

“La chuma que son vnos cardones espinosos asados en rebanadas, y puestas sobre la parte dolorida de la goza alibia el dolor, y lo quita, del sumo de esta yerba usan los indios supersticiosamente bebiendola con que pierden el sentido, y dicen que ven quanto quieren…” (Vasquez de Espinoza 1616).

“Y para concluyr con este capítulo (pues fuera nunca acabar si quisiera decir todas las Idolatrías destos Indios y superstiçiones diabólicas) remataré con una infernal que todavía dura y está muy introducida, y usada dellos y de los casiques y curacas más prinçipales desta nación y es que para saber la voluntad mala ó buena que se tienen unos á otros, toman un brebaje que llaman Achuma; que es una acua, que haçen del çumo de unos cardones gruessos y lisos, que se crían en valles calientes; bévenla con grandes çeremonias, y cantares: y como ellas sea muy fuerte, luego, los que la beven quedan sin juiçio; y privados de su sentido: y ven visiones que el Demonio les representa, y conforme a ellas jusgan sus sospechas y de los otros las intensiones.” (Oliva 1631).

“… del corazón de la achuma que es un gran cardón de su naturaleza medicinal hacía que cortasen una como hostia blanca y que puesta en un lugar adornado de varias flores y hierbas olorosas y la achuma con sartas de granates y cuentas que ellos más estiman era adorada como Dios persuadidos que allí estaba escondido Santiago (así llaman al rayo) danzaban y bailaban delante de ella ofrendábanle plata y otros dones luego comulgaban tomando la misma achuma en bebida que les privaba de juicio. Ahí eran los éxtasis y visiones, aparecíaseles el demonio en forma de rayo.” (Archivium Romanum Societatis Iesu 1637).

“La achuma es cierta especie de cardón […]; crece un estado de alto y a veces más; es tan grueso como la pierna, cuadrado y de color de zabila; produce unas pitahayas pequeñas y dulces. Es ésta una planta con que el demonio tenía engañados a los indios del Perú en su gentilidad; de la cual usaban para sus embustes y supersticiones. Bebido el zumo della, saca de sentido de manera que quedan los que lo beben como muertos, y aun se ha visto morir a algunos por causa de la mucha frialdad que el cerebro recibe. Transportados con esta bebida los indios, soñaban mil disparates y los creían como si fueran verdades.” (Cobo 1653).

“En la provincia de los Charcas hai un Cardo, que llaman Achuma, cuyo zumo bebido priva de sentido, y para este fin le usaban y usan los Indios hechiceros; porque en estando asi se les aparece el Demonio, y les responde a lo que le preguntan: y aun dicen que hai Españolas que se valen de ese embeleco, para hacer muchos, y que en esta yerva hai pacto implícito.” (León Pinelo 1656).

Me resulta muy interesante el de 1612, porque Bertonio menciona al achuma como un vocablo aimara y no quechua. Y también los de 1616, 1637 y 1656, ya que son registros de lo que era la antigua provincia de Charcas, que hoy es Bolivia. El de Vasquez de Espinoza es en La Plata, lo que ahora es Sucre; el del Archivium Romanum Societatis Iesu, en Potosí y el de León Pinelo en Chuquisaca, sureste boliviano. Hasta el momento no había podido encontrar evidencia del consumo del achuma de este lado de los Andes.

Sigo preguntándome si habría sido Echinopsis terscheckii o Echinopsis pachanoi o Echinopsis langeniformis.

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Bibliografía:

– Archivium Romanum Societatis Iesu, Roma, Peru, Lettere Annue IV 1630-1651, folios 48-60. Carta Annua. (Citado por Estenssoro 2001) [1637].

– Bertonio, Ludovico. Vocabulario de la lengua aymara. Cochabamba: Ceres, talleres gráficos “El Buitre”. 1984 [1612].

– Cobo, Fray Bernabé. Historia del Nuevo Mundo. Biblioteca de Autores Españoles, 2 vols. Madrid. 1956 [1653].

– León Pinelo, Antonio de. El Paraíso en el Nuevo Mundo. Comentario apologético, Historia Natural y Peregrina de las Indias Occidentales Islas de Tierra Firme Mar Océano. Tomo II, Lima. 1943 [1656].

– Oliva, Giovanni Anello. Historia del Reino y Provincia del Perú y vidas de los varones insignes de la Compañía de Jesús. Edición, prólogo y notas de Carlos M. Gálvez. Lima: PUCP. 1998 [1631].

– Vasquez de Espinoza, Antonio. Compendio y Descripción de las Indias Orientales. Transcrito del original por Charles Upson Clark. Washington: Smithsonian Institute. 1948 [1616].

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