Parque nacional Toro Toro

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Se me rompió la computadora, por eso es que hace rato que no escribo. Ya está arreglada y ahora intentaré recuperar el tiempo en estos días.

La laptop se rompió mientras la llevaba en la mochila durante una caminata por las montañas. Se le quebró la pantalla en algún lugar entre el parque nacional Toro Toro y Mizque. Fue un bajón pero al menos aprendí algo: las laptops, si bien son cómodas, no conviene usarlas de asiento.

El parque nacional Toro Toro es muy recomendable. Un lugar donde uno no puede caminar hacia ningún lado sin encontrarse con un cañón, una cascada, una cueva o, sorprendentemente, huellas de dinosaurios. Y una ventaja adicional es que hay pocos turistas. De los viajeros que visitan Bolivia, no son muchos los que pasan por Cochabamba y muchos menos los que llegan a Toro Toro.

El pasado pisado.

Al parque se accede solamente desde Cochabamba. Un solo bus al día llega al pequeño pueblo de Toro Toro después de recorrer, durante seis horas, 138 kilómetros de caminos de tierra con subidas y bajadas que oscilan entre los 2000 y 4000 metros. Llega después de las doce de la noche. Cuando fuimos con Vane, la luz estaba cortada desde hacía dos días.

Al bajar del bus, la gente fue desapareciendo entre las sombras. Casi todos campesinos y cholas con sus aguayos. Dentro de cada aguayo puede haber un niño o mercadería, y muchas veces es un misterio.

Nosotros también cargamos nuestras mochilas por la oscuridad. Caminamos por callecitas de piedra. Primero doblamos azarosamente a la izquierda, luego otra vez a la izquierda y nos dio la sensación de que era un camino sin salida. Volvimos por nuestros pasos. Encontramos algún que otro hostal donde golpeamos puertas y nadie contestó. Luego pasamos por una pequeña plaza con inesperadas esculturas de dinosaurios y, mientras discutíamos la posibilidad de acampar ahí hasta el amanecer, un hombre apareció entre las sombras del techo de alguna vivienda en construcción. De hecho nunca abandonó del todo las sombras, nunca llegué a ver del todo su cara.

Le explicamos que no teníamos donde dormir, que los hostales parecían abandonados. El hombre, acostumbrado a manejarse en quechua, no hablaba bien español pero se hacía entender. Nos dijo que podíamos dormir ahí. Pregunté si se refería a la obra en construcción. Me respondió que había unos cuartos que todavía no estaban habilitados pero que uno estaba abierto. Subimos por una escalera exterior hasta una habitación simple, con el espacio justo para dos camas y una mesa de luz. Nos pareció bien y ahí nos alojamos.

Antes de irse, el hombre sin rostro nos avisó que estábamos en una iglesia bautista.

A la mañana siguiente aprovechamos el contexto para secar un raro San Pedro (probablemente Trichocereus scopulicola) que habíamos encontrado en la zona de Cochabamba.

Entreabriendo las puertas del cielo.

Estuvimos unos cuantos días recorriendo los pintorescos escenarios del parque.

Un tajo en la montaña.
Otro.

Nuestro próximo destino era la provincia de Mizque. Para llegar por caminos había que hacer un increíble rodeo volviendo a Cochabamba, unos 400 kilómetros en total. Aunque en los mapas se veía cerca, muy cerca, unos 25 kilómetros en línea recta, pero atravesando ríos y montañas.

Y decidimos hacer eso: caminar hacia el sudeste y cruzar por lo salvaje. Calculamos que iríamos a tardar unos tres o cuatro días. Tal vez más, en la montaña nunca se sabe.

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