23 de enero de 2013
Salí temprano y bien abrigado de mi habitación con la mochila cargada de agua, paltas, panes, y un plástico por si llovía (eso me pasa por mirar muchos documentales donde una vez al año llueve torrencialmente en el desierto). Fui hasta la casa de Marciano, que así se llama mi nuevo amigo huichol. Él me había invitado a buscar peyote al desierto. Cuando llegué me estaba esperando con Vanesa, su hija de 13 años. Salimos los tres a caminar entre los cerros. Hacía bastante frío (Real de Catorce está alto y es seco). Salimos a las 8 y media de la mañana y una hora después estábamos entre las montañas escuchando a los coyotes. En el camino charlamos mucho.
―Mi padre tuvo 28 hijos ―me contó en un momento Marciano.
―28 son muchos.
―Sí… los tuvo con cinco mujeres.
―Debés tener muchos sobrinos.
―Nunca los conté.
―Me imagino.
―Y mi abuelo también tuvo varios hijos, entre 15 y 20… también con cinco mujeres ―agregó Marciano sumando parientes en una forma exponencial.
―Si todos los hijos de tu abuelo fueron tan prolíficos como tu padre eso da unos 500 nietos para el viejo ―le dije después de hacer un poco de esfuerzo mental con los números.
―Somos muchos De La Cruz ―me dijo Vanesa sonriendo, y yo me quedé pensando que a ese ritmo ella sería uno de los diez mil bisnietos.
El sol se iba levantando y ya no hacía frío. Estábamos alto y solo nos superaban unos cuatro o cinco cerros que se veían muy iluminados, secos y con pendientes suaves. Todo estaba cerca del amarillo, incluidos los arbustos. Ya no se escuchaban los coyotes.
―¿Y ustedes cuantos son? ―les pregunté, sintiendo que los números se llevaban bien con los climas secos.
―Con Yolanda, mi mujer, tuvimos cuatro hijos. Vanesa es la mayor. Después vienen Perla de 10 y Sebastián de 8. Ellos querían venir hoy, pero no pueden, son muy chicos, se iban a cansar
―Falta uno.
―Silau… tiene un año.
―Qué nombre raro Silau.
―Significa “sonaja”.
―Tiene nombre huichol…
―Porque cambió la ley…También tiene nombre en español… para que lo entiendan… Se llama Ángel.
―¿Le tienen que poner un nombre en español para que lo entiendan?
―La gente está muy loca.
―Como si hubieran comido demasiado peyote.
―Demasiado poco… ―nos reímos― Pero también todos tenemos otro nombre en huichol.
―¿Cuál es el tuyo?
―Yausalí.
―¿Significa algo?
―Me faltan algunas palabras para explicarlo, pero es el momento de cosechar el maíz o cuando se caen las hojas.
Ya no subíamos, caminábamos entre valles y corría un poco de viento.
―Dos niñas y dos niños
―Después de Vanesa y de Perla yo quería tener un hijo varón. Los más ancianos me dijeron que haga una flecha y la hice. Así nació Sebastián y luego llego Silau.
En un momento llegamos a la base del Cerro Quemado y empezamos a rodearlo por la izquierda porque todavía no íbamos a subir.
―Ese es el cerro Quemado, el lugar más sagrado de los huicholes. Hasta ahí llegan desde muy lejos los peregrinos, para rezar. Dicen que de aquí salió el sol por primera vez. Hay algunas palabras que no tienen traducción. Del sol nacieron los cuatro dioses: el maíz, el ciervo, el águila y el peyote.
Seguimos caminando los tres y pasamos junto al sendero que subía a la cumbre.
―Aquí cobra Mundo…
―¿Cómo que “cobra mundo”?
―Sí, Mundo… un amigo mío, se llama así… cobra entrada a los turistas que quieren subir.
―Ah.
Empezamos a descender por la ladera de un cerro que está frente al Quemado. Algunas conversaciones me las perdía porque entre Marciano y su hija hablaban en huichol (o wixárica, como se dice en su idioma, que en realidad se pronuncia algo así como wirrárica, o al menos así lo escuchaba yo).
―¿Y a vos por qué te pusieron Marciano?
―Mi madre me lo puso sin saber lo que significaba… Ahora se saben muchas cosas, pero en los 70 y los 80 la gente no estaba tan informada
―Marciano es un buen nombre.
―Gracias.
Yo me quedé pensando en el nombre: Marciano Yausalí de la Cruz. Traducido significaría algo así como: “Habitante de Marte del otoño terrestre del instrumento de tortura y muerte del hijo del Dios de los católicos”.
El sendero se convirtió gradualmente en un camino de cornisa entre la montaña y un buen precipicio. Marciano solía ir adelante, yo en el medio y Vanesa detrás. En un momento dudé si el camino no era un poco peligroso para dejar desatendida a una niña de 13 años. Miré para atrás y vi que Vanesa se movía con confianza. Y también pensé: bueno, estamos yendo a buscar peyote.
―¿A qué edad probaste por primera vez peyote, Vanesa? ―le dije mientras la esperaba.
―A los 3 o 4 años… Sebastián a los dos años… se lo tuvieron que mezclar con naranja porque no le gustaba.
―Me imagino.
―Pero de todos modos se las ingeniaba para separarlo ―me dijo sonriente.
―¿Y recordás qué sentías la primera vez que comiste?
―No, no recuerdo nada ―me respondió también sonriente.
Qué pregunta más estúpida que le hice, pensé. Mis recuerdos de los 3 o 4 años son como en sueños.
Pasamos por una pequeña vertiente y seguimos un trecho por el río casi seco, como por un desfiladero.
―En las ceremonias que duran varios días, solo se come a la noche, durante el resto del día se toma agua o se come peyote… Si tienes hambre, comes peyote ―me contaba Marciano mientras descendíamos por las rocas.
―Suena bien.
―… los rezos suenan bien… Este camino baja directamente al desierto. Ahí haremos los rezos.
―Tenés que enseñarme a rezar en wixárica.
―El idioma no importa… Tú puedes pedir lo que quieras en el idioma que quieras…
Llegamos al desierto cerca del mediodía. Caminamos por una pendiente suave que iba bajando entre arbustos secos y bromelias espinosas. El desierto era una planicie muy extensa. A lo lejos se veían casitas y en el fondo más montañas. Marciano le explicaba a su hija hacia dónde quedaban unos pueblos. O al menos eso entendí por un momento que hablaron en español.
Hacía calor y Vanesa tenía hambre.
―¿Comemos aquí, papá?
―No, primero el peyote, luego comes, así te agarra fuerte.
Caminamos por el desierto como dos horas, cada uno por su lado buscando los cactus.
En un momento nos juntamos.
―Parece que no somos chamanes, parece que hoy no vamos a encontrar ―me dijo.
Estábamos en una parte del desierto que él nunca había ido. Fuimos porque otro huichol le dijo que ahí había peyotes y él quería conocer. Yo estaba feliz de la caminata que estaba haciendo, pero en el fondo tenía ganas de encontrar aunque sea un poquito del cactus para no sentir que me iba con las manos vacías.
A eso de las dos de la tarde cruzamos un río seco y Marciano encontró dos peyotes (uno mediano y uno pequeño). Estaban entre unos arbustos, al ras de la tierra y cubiertos de polvo. Me costaba entender cómo fue que los vió. Después cortó los botones dejando las raíces para que vuelvan a crecer. Nos sentamos en la tierra y se puso a limpiar los cactus enseñándome cómo se hacía. El sol estaba bien alto y ahora corría una brisa fresca y seca.
Cuando terminó, separó tres porciones dejando la más grande para él, la mediana para mí y la más pequeña para Vanesa. Ahí sacó de su morral el cuero de una cabeza de venado con los cuernos y todo, y Vanesa se apartó unos metros. Su padre se le acercó y empezó a hacer unos rezos en huichol moviendo la cabeza del animal por el cuerpo de ella y hacia los cuatro puntos cardinales. Al final terminó poniéndole el peyote en la boca.
(Padre)
Después tocó mi turno. La cabeza de venado apuntó a los cuatro vientos y luego fue subiendo por mi pierna derecha con pausas al ritmo de los versos. Después subió por el lado derecho del cuerpo y finalmente, el cuero con cuernos rodeó mi cabeza, siempre volviendo al lado derecho. Me sentía en el centro de algo. Desde mí hacia afuera había dos huicholes, mucho desierto y al final las montañas. Me hubiera gustado saber qué significaban todas esas palabras.
El peyote no era rico, pero con esfuerzo y poniendo caras raras se podía masticar y tragar. Después, Marciano dijo que probablemente habría muchos por ahí y que cuando encontremos unos cinco juntos, iba a bendecir las ofrendas que había traído.
Seguimos caminando y Vanesa encontró uno grande, también totalmente camuflado. Luego yo encontré otro muy por casualidad, casi totalmente enterrado y sentí que les pude haber pasado por al lado a miles sin darme cuenta. Marciano encontró otros tres. Dos eran muy chiquitos.
―Estos pequeños se los voy a llevar a Sebastián y a Perla.
―¿Silau no come peyote?
―No, aún no aprendió a comer.
―Es verdad, todavía debe tomar la teta.
―Sí, y un poco de papilla.
―bueno, el año que viene ya podrá comer peyote con naranja.
―Sí, el próximo año sí.
Muy cerca de los tres que encontró Marciano, Vanesa encontró otros dos y decidieron que ese era el lugar para bendecir las ofrendas. Las ofrendas eran artesanías y la cabeza del venado. Uno de los peyotes lo dejamos sin cortar como parte de lo ofrecido a los dioses. Después de la bendición nos pusimos a comer los sánguches de palta.
Seguimos caminando y buscando. La cuenta final dio: 2 peyotes encontrados por mí, 4 por Vanesa y 28 por Marciano. 34 peyotes era un número grande y las proporciones daban un poco de risa. Yo solamente me quería llevar un par y arranqué uno de raíz para plantarlo en casa. Me quedé pensando dónde era mi casa.
Me miré las manos y estaban muertas: pálidas, azuladas y con las líneas casi negras. Miré a los alrededores y vi que estábamos como en un mar de bromelias de color verde potente.
El resto de los peyotes Marciano se los iba a llevar a su suegra que vive en la zona huichol de Jalisco, con el resto de su familia. Ella se los había encargado y también había sido ella la que le había dado la cabeza de venado para el ritual y para dejarla como ofrenda donde encontráramos los peyotes.
En un momento vimos que apareció algo como un jinete a contraluz, por encima de una loma; y nos alejamos. Me pareció raro porque estábamos en el medio de la nada.
―¿Papá, se pueden montar las vacas?
―Ni que estuviéramos en un rodeo ―respondió Marciano.
―Porque eso que apareció era un niño montado en una vaca.
―No, eso no era un niño montado en una vaca ―dijo Marciano sonriendo.
―Sí que era.
Los dos sonreían. Yo solo había visto una figura negra sobre un cielo casi blanco (si es que vi algo).
Finalmente dejamos las ofrendas en un lugar escondido y empezamos el camino hacia el cerro Quemado.
Al llegar a la base comimos más peyote. Subimos por atrás, por donde suben los peregrinos. El camino estaba muy poco marcado. Al principio subía lentamente y luego con mucha pendiente. Era medio tarde: el sol estaba un poco más bajo de lo que hubiéramos deseado. Íbamos subiendo mucho y se empezaron a ver nuevas montañas, el desierto muy abajo y la lluvia a lo lejos.
―¿No se supone que en el desierto no llueve?
―Sí, eso es lo que se supone.
En un momento íbamos bien separados. Otra vez Marciano iba adelante, yo en el medio y Vanesa más lejos. La subida era dura. Y las plantas se ponían cada vez más raras. Pensé: pobre Vanesa, la estamos dejando atrás, y me senté en una roca a esperarla. Los arbustos altos me tapaban parte del paisaje pero para un lado se veía la quebrada por la que habíamos bajado y para el otro lado, una ladera del quemado que daba a otra parte del desierto. Corría un poco de viento fresco. Empecé a escuchar la respiración agitada de Vanesa y el ruido del palo con el que se ayudaba a caminar. Pasaron varios minutos y yo seguía escuchando su respiración y el palito. Chequeé que no fuera mi respiración y no, no lo era; la escuchaba por todos lados. Un tiempo después, apareció a lo lejos, pero yo ya no escuchaba su respiración y ella no tenía ningún palito.
La lluvia se veía espectacular en el desierto y también se veía en el cielo casi arriba de nosotros. Pensé: debemos estar en el borde de la lluvia. Marciano me estaba esperando.
―¿No será que nos estamos mojando y no nos damos cuenta?
―Puede ser ―me dijo sonriente.
Subíamos tan empinados que en ningún momento podíamos ver la cumbre. Hacia arriba veíamos poco más que roca, arbustos y el cielo todo nublado. El camino se estaba haciendo mucho más largo de lo que imaginábamos. Estaba oscureciendo y se estaba poniendo frío. En un momento, un burro, que parecía perdido en el medio de una gran montaña vacía que estaba enfrente, rebuznó varias veces y su eco se escuchó en otro cerro. Parecía la bocina de un tren. Pensé en un tren muy viejo y recordé a mis abuelos, no sé por qué. El ruido del viento en mis orejas parecían murmullos. Podrían ser las palabras de mis abuelos. Eso pensé.
Finalmente empezó a gotear y yo saqué mi plástico transparente para lluvias del desierto. Lo alcancé otra vez a Marciano y esperamos a Vanesa. Nos cubrimos los tres con el plástico y seguimos subiendo. En un momento se nos rompió y quedó un pedazo chico para mí y uno grande para ellos. La cosa se ponía complicada. Estaba oscureciendo, se estaba poniendo frío y lloviznaba. Si la lluvia se ponía fuerte nos íbamos a tener que quedar ahí hasta que pare y subir quién sabe cuándo. Las noches ahí tienen temperaturas bajo cero.
Seguimos caminando, tratando de no mojarnos. Cuando pudimos ver la cumbre, Marciano dijo ahí está el águila. Estaba un poco oscuro, nublado y seguía lloviznando. Estábamos caminando entre unos arbustos con un poco de forma de palmera y otro poco de forma de personas. Había un águila volando alto sobre el círculo ceremonial, que era por donde teníamos que pasar para empezar a bajar por el otro lado de la montaña. Me sorprendió ver un águila a esa hora y con lluvia.
Un rato después casi no llovía, solo unas gotas. Cuando llegamos al círculo de piedras había un viento fuerte y frío que venía del otro lado de la montaña. Ya casi era de noche y a pesar de la urgencia entramos en forma espiral en los círculos concéntricos. Cuando llegamos al centro, Marciano se puso a rezar en huichol y yo me puse a vestirme con todo lo que tenía, incluido mi chaleco de plumas de color rosado. Tenía frío y sed. Qué raro es tener frío y sed.
Empezamos a bajar y el viento complicaba la cosa. Se estaba poniendo muy oscuro y había empezado a lloviznar otra vez. Me puse el plástico por delante porque el viento venía de frente. Eso hacía que me moje los pies y la cabeza, y se me helaban las manos al sostener el plástico. En un momento me di cuenta que casi no sentía las orejas de lo congeladas que estaban. Me saqué el cuello de polar que tenía puesto y lo convertí en gorrito. Me dije bueno, basta de mariconear, hay que hacerse macho. Y me abotoné el chaleco rosa de plumas hasta arriba y me puse a caminar a paso firme. Se volvieron a escuchar los coyotes.
Cuando paró de lloviznar ya era totalmente de noche. Yo empecé a ver cactus por todos lados, pero hechos de líneas finitas de colores. Paró la lluvia, paró el viento, estábamos más abajo y no hacía frío. Nos pusimos a charlar más animados. Les conté lo de la respiración y el palito. Entonces Vanesa me contó su parte.
―Más o menos por ese momento escuché las risas de ustedes atrás mío, abajo ―dijo ella― pero no recordaba haberlos pasado… Después los vi más arriba y me dio miedo y me apuré todo lo que pude.
―¿Y tiraste tu bastón?
―Porque se convirtió en serpiente.
Caminábamos hablando casi sin vernos. Si había alguna luna estaba muy detrás de las nubes. Aunque veía poco e imaginaba mucho, sentía que íbamos por unos valles que conocía de hacía tiempo.
―¿Creés que llovió porque yo arranqué un peyote de raíz? ―Le pregunté a Marciano un poco en joda.
―Pero no llovió mucho.
―Tal vez porque cortamos otros 33 peyotes de la forma correcta― le dije en broma― además vos viste 28 y yo 2: debe haber por lo menos 26 peyotes que pasé de largo y ni siquiera los cortamos ―dije y nos reímos
En un momento nos cruzamos unos caballos petisos en la oscuridad, que no sé qué andarían haciendo de noche, lejos de cualquier casa. Yo dije (otra vez en broma) que podíamos usarlos para volver y me acerqué a uno. Era muy manso. Lo acaricié y después intenté montarlo a pelo y se dejaba. Me dije: basta de hacer tonterías que todavía falta bastante trecho. Y seguimos caminando.
En un momento llegamos a una bifurcación.
―Capaz que es mejor que tomemos el camino largo… el de los caballos ―propuse yo― porque el que baja directo va a ser difícil seguirlo en la oscuridad.
―Me parece bien ―dijo Marciano― de todos modos hace rato que estás guiando tú.
Era un poco verdad. El camino de subida al Quemado también lo había elegido yo. No sé por qué entonces me puse a pensar en el águila.
Sobre el final del sendero ya no hacía frío ni llovía y yo empecé a notar que mis manos y mis tobillos estaban llenos de espinas.
Llegamos a la casa a las siete y media después de haber caminado 11 horas seguidas. Yolanda nos estaba esperando con un guiso de lentejas.
―Papi… ¿le trajiste peyote a Perla para que se porte bien? ―preguntó Sebastián.
―Sí, traje.
Silau gateaba y me miraba con papilla en los cachetes.
16 de marzo de 2013
Pasé casi un mes en Real de Catorce. Un día quieto, un día de semana, a la hora de la siesta, llegó una rubia holandesa al hotel. Le dije si quería ir al pueblo fantasma y me dijo que yes. Fuimos hablando pavadas todo el camino. En las ruinas dimos unas vueltas y le mostré la entrada a las minas. Sorprendentemente no solo quiso entrar y caminar varias decenas de metros dentro de la montaña, sino que también quiso pasar por el hueco estrecho del fondo del túnel largo. Gateamos, nos ensuciamos y acabamos en la parte que se bifurcaba hacia arriba y hacia abajo donde no se podía seguir.
Como vi que le gustaba lo de las minas, al día siguiente la llevé a la que quedaba del otro lado del pueblo; a la que yo había entrado pero que no había llegado al final. Acompañado es más fácil y estuvimos como dos horas en la oscuridad. Recorrimos todo lo que se podía acceder sin escalar. Eran cinco brazos y pasamos varios derrumbes. Salimos de la mina con los ojos achinados, como se sale de las minas.
Otro día me fui solo al desierto. Me fui por el camino de Las Carretas. Tardé dos horas en llegar. Ahí caminé tres horas entre los cactus y me costó otras tres volver caminando cuesta arriba.
Hubo unos cuantos días que me tuve que internar en la habitación a trabajar con la computadora. En un momento salí a dar unas vueltas para despejarme y entré a la Capilla de la Virgen de Guadalupe, que es una iglesia que está casi abandonada y que solo una vez la había visto abierta. Entré por segunda vez y adentro solo había una mexicana que me llamó la atención porque miraba el altar con las gafas de sol puestas. Le mostré un angelito de cerámica hecho pedazos que había bajo unos murales descascarados y nos pusimos a charlar sobre cacas de palomas. Se llamaba Paola y me cayó muy bien. Se quedó dos días por el pueblo y arreglamos para ir el fin de semana siguiente a la selva de la Huasteca.
En esos días volví a ir al desierto solo. También caminé ocho horas, pero esta vez regresé por las montañas. La vez anterior no había querido volver entre los cerros porque pensé que a mitad de camino se ponía complicado: me iba a perder un poco e iba a terminar yendo por huellas de cabras. Y así fue. Fue duro caminar tres horas subiendo la montaña entre arbustos espinosos y pasando muchas quebraditas. En cada quebradita intentaba ganar altura subiendo por las piedras, pero finalmente tuve que bajar al río seco y trepar las rocas grandes a lo bestia, rogando que no hubiera nada impasable hasta la naciente. El sol me iba pegando todo el tiempo en la espalda y llegué a la parte más alta con el último trago de agua. Ahí solo quedaba bajar.
Un día, finalmente, me despedí de Marciano y su familia y me fui a dedo hasta San Luis Potosí. Ahí me esperaba Paola y nos fuimos a Xilitla. Al día siguiente fuimos al jardín de Edward James. Caminamos bastante entre las esculturas surrealistas semi abandonadas entre la selva.
Paola se volvió a San Luis y yo me fui para el D.F. Había dudado mucho como continuar mi viaje. No sabía si seguir para Estados Unidos o empezar a bajar. Finalmente me decidí por sacarme un pasaje de avión para Barcelona (que sería el primer avión del viaje) y otro pasaje a Buenos Aires. De un día para otro, mentalmente ya estaba de vuelta.
En Barcelona estuve un mes visitando viejas amistades y embebiéndome de la particular cultura catalana una vez más.
Finalmente llegue a Buenos Aires sin saber muy bien qué hacer. Y eso fue todo: nueve meses en Latinoamérica y uno en Barcelona.
Y… el trabajo que fui haciendo en el camino finalmente se publicó… acá
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6 Comments
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es increible que vivamos toda nuestra vida con verdades tremendamente fijas sin pensar que existen otros mundos.
me atrapó el parte, me quede con ganas de conocer (por fotos) al resto de la familia
🙂 en el próximo parte probablemente muestre algo más de la familia
Llegué a este blog por pura casualidad, pero me lo leí casi todo en una sola sentada.. Bienvenido a México (aunque suene raro decirlo para mí, soy colombiana) jajaja Pero toda dar la bienvenida en aquello que llamamos casa así sea temporal… Saludos desde Guadalajara.
Gracias Marie. A ver si algún día paso por Guadalajara!
M encanto el blog Julian… Llevame a otros lugares!!! Un abraxo.
MariaR
Gracias! A ver si te gusta la segunda parte, ahí mandé uno. Besos