Un descanso en el bosque

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En la comunidad indígena Añahuani nos habían dicho que bajáramos por el río y así encontraríamos otra comunidad llamada Quioma. Se suponía que eran unas cuatro horas de caminata, pero nosotros íbamos muy cargados y avanzando lento; habíamos salido hacía nueve horas. El sol ya estaba bajo y caminábamos con el agua hasta las rodillas, entre dos paredes de roca muy altas. Estábamos pensando en retroceder hasta un lugar donde nos había parecido ver una superficie más o menos plana y suficientemente alta como para acampar. Estamos en época de lluvias, las crecidas son traicioneras, no era fácil encontrar lugar para pasar la noche en esa quebrada. Pero la solución estaba hacia adelante, otro valle se unió por la izquierda y el paisaje se abrió. Acampamos, juntamos leña y cocinamos.

Cuando se fue el efecto de la coca, apenas nos quedaban fuerzas para arrastrarnos hasta la carpa. Dormimos profundamente.

Al despertar costó despegarnos del suelo. Estábamos en un bosque de montaña, junto a un río cristalino con pozones burbujeantes. Decidimos tomarnos un día de descanso ahí. Lo que se suponía un trayecto de cuatro horas se convirtió en una estadía de dos días.

Quioma no estaba muy lejos de donde habíamos acampado. Las primeras chozas aparecieron sobre la ladera izquierda del río.

Le dejé la mochila a Vane y trepé por un sendero en la tierra empinada. Toda una familia salió a recibirme en la puerta. Padre, madre y cuatro hijos. Les di la mano a todos. Uno de los niños, desacostumbrado al ritual, me tendió la izquierda y rápidamente se corrigió. Todos reímos.

Les expliqué que veníamos caminando desde Toro Toro y que habíamos dormido en Añahuani y en el monte. Me sorprendió que, a pesar de las miradas de curiosidad, nadie me hizo preguntas, solo contestaron escuetamente las mías.

Entonces extendí una bolsa de coca al padre de la familia. Él me ofreció asiento poniendo un cuero de cabra sobre un tocón de cebil. Luego habló en quechua a su mujer y ella entró a la casa. La vi moverse detrás de la pared de palitos. Volvió con un plato de arroz y lentejas.

Le chiflé a Vane e hice señas para que subiera. Aunque insistimos en compartir el plato, trajeron uno más. Comimos bajo un techo de paja, mientras dos de los niños ordeñaban las cabras.

Finalmente, un par de kilómetros más adelante, ya cerca del río Caine, acampamos bajo la enramada del patio del par de aulas que hacían de escuelita rural.

–Es curioso que una de las personas más pobres que nos cruzamos nos regaló un plato de comida. –le comenté a Vane en tono reflexivo.
–Hace días que no usás jabón, tenés el pelo largo y enmarañado y estás barbudo, si tuviéramos un espejo verías la cara de loco que tenés. A la choza llegaste agitado por la subida, con la ropa rota y diciendo que habías dormido en el monte. ¿Quién no te va a ofrecer un plato de comida?

A la mañana siguiente intentaríamos encontrar por dónde cruzar el Caine, esperando que no estuviera muy alto ni torrentoso.

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