7 de noviembre
Armé la hamaca a oscuras y dormí muy bien. A la mañana siguiente recorrí un poco el valle conociendo a la gente. Algunos estaban haciendo yoga, otros preparaban la comida, otros cantaban, y esas cosas. En un momento, escuché que cantaron: “Get up, stand up: stand up for your rights!…”. Algunos lo cantaban sentados y otros acostados.
En un momento, estaba en el campamento de la cocina e iba a meterme por un caminito entre la selva (no sé para qué) cuando vi que en el paso estaba la misma mujer embarrada de cincuenta y pico que nos dio la bienvenida, pero esta vez, estaba parada inmóvil como a mitad de un paso y con una mano en una nalga levantando un poco la pollera. Parecía que alguien, con un control remoto, le había puesto pausa en mitad de una caminata mientras se rascaba el culo. Me quedé mirando un segundo, intentando entender lo que estaba pasando, hasta que vi que un chorrito amarillo marcó una bisectriz entre sus piernas. Me fui por otro camino.
Me adapté al ritmo de no hacer mucho y realmente no me acuerdo qué hice ese día. Me rasque bastante. Literalmente. Estaba muy picado por las pulgas que me acompañaban desde los bomberos. Ya había pensado en la posibilidad de pegarme pulgas en el campamento hippie, pero no había pensado en la posibilidad de llevárselas yo a ellos.
Al atardecer, fui a ver la cascada del campamento y era muy buena. Parecía de película. Estaba entre selva y montaña, formando una laguna.
Al tercer día, me fui del campamento porque tenía que ir a la capital a hacer unos trámites a la embajada y antes quería pasar por Semuc Champey. En Cobán aproveché para comprar anti pulgas.
Pasé por Lanquín y me hospedé en Semuc Champey. Semuc es un parque nacional donde un río que va entre montañas se sumerge entre las piedras y vuelve a salir 300 metros después. Y sobre este puente natural, se forman unas pozas turquesas. El lugar es prácticamente solo el parque y unos hostales entre la selva. Dormí en una cabaña sobre una pendiente. La habitación solo tenía tres paredes. La cuarta estaba abierta a la copa de los árboles y a un río celeste.
Por la mañana, una chica belga me dijo si quería ir con ella y tres más a visitar el parque, pero que querían ir sin guía. Le dije que por supuesto.
Éramos la belga, un sueco, dos rubias no sé de dónde y yo. Apenas salimos del hostal, el sueco dijo que se había olvidado de traer dinero, y que mejor por qué no intentábamos colarnos. Yo les dije que creía que sabía por dónde porque ya había estado averiguando con los empleados del hostal. La belga dijo que le parecía perfecto y las dos rubias dijeron que mejor nos encontrábamos adentro.
El grupo se redujo a tres. Bordeamos el río, saltamos unos míseros alambres de púa y ya estábamos adentro. Caminamos sigilosamente por la selva, sin saber con qué nos íbamos a encontrar.
Después de andar un rato, salimos a un sendero y enseguida a una poza cristalina de fondo celeste. Karlien y Tommy (que así se llamaban mis nuevos compañeros) quisieron seguir un poco más, pero yo me desnudé y me tiré al agua argumentando que quería meterme antes de que nos agarren los de seguridad.
Después anduvimos por todo el parque flashando muy bien el lugar.
Por la tarde, empezamos a caminar hacia Lanquín y terminamos yendo a dedo en el techo de un camión. El camino era para 4×4. Íbamos subiendo y bajando y nos bamboleábamos entre la selva como en una montaña rusa. Esquivábamos las ramas agachándonos como en un video juego.
En Lanquín, Tommy compró velas y fuimos a una gruta a unos dos kilómetros del pueblo. La cueva era muy grande. Estaba iluminada por simples lamparitas de filamento durante unos 500 metros más o menos. Subimos y bajamos rocas entre estalactitas y estalagmitas. Nos habían dicho que la gruta todavía no había sido explorada en su totalidad y había lugares que nadie sabía dónde terminaban. Las luces se acababan de pronto en unos espacios altos con estalactitas enormes. Algunas se unían estalactita y estalagmita, y debían tener como dos o tres metros de ancho. Tommy prendió una vela, yo prendí la linterna de un celular, y seguimos por la oscuridad escalando un poco por unas rocas. El camino terminaba en una especie de gran ventana que bajaba a un abismo oscuro y redondo que parecía que estuviéramos mirando por el techo de una iglesia. Solo se podía bajar unos metros por las rocas y no veíamos el fondo. Karlien, un poco sonriendo, dijo que eso en Bélgica era imposible. Allá, los caminos turísticos no terminan en un abismo oscuro sin ningún tipo de protección. Yo seguí escalando sobre la parte derecha de la gran ventana pero vi que no se podía seguir. Después, bajé un poco y me fui más a la derecha rodeando una roca gigante. Volví a subir y encontré la entrada a una habitación mediana de unos dos metros de altura. Karlien y Tommy me seguían un poco más atrás. En la habitación, encontré un agujero sobre la izquierda que seguía hacia abajo y otros que seguían para adelante. Entré por el de abajo. Había que pasar agachado y entre las estalactitas. Caminé casi en cuatro patas por unos 4 o 5 metros y terminé saliendo al mismo abismo que habíamos visto antes pero sobre el costado y unos metros más abajo. Bajé un poco, agarrándome de unas estalactitas, hasta una especie de plataforma que estaba en el lado opuesto a la gran ventana del principio. Yo, cada tanto, les gritaba a Karlien y a Tommy para que me siguieran, pero ahora los escuchaba más a través de la gran ventana que del lugar por donde pasé. Después, bajé hacia el lado opuesto al abismo metiéndome más en la cueva. Bajé por unas rocas en pendiente, tratando de calcular bien si podía volver a subir. Toda la cueva era muy resbalosa y la verdad es que veía muy poco. Tenía el celular en la boca y su mísera lucecita apenas iluminaba más allá de los vapores de mi transpiración. El camino seguía por una especie de cornisa de caca de murciélago (supongo que era caca de muerciélago, había muchos murciélagos). A la derecha no veía bien lo que había. A la izquierda, la caca parecía desparramarse hacia un pozo sin fondo. La caca de murciélago parecía muy caminable. Debería estar muy procesada por los bichos porque era como un humus apenas húmedo. Hundía la mano y la sacaba casi limpia. La cornisa terminaba en un túnel que había que pasar agachado y se veía que seguía y seguía. Ahí decidí que tenía que volver. No daba para seguir solo. Ya tenía caca de murciélago en la boca. Mientras mordía el celular, se me acumulaba saliva y lo tenía que agarrar con mis manos sucias para sacarlo de la boca y tragar. Además ya empezaba a dudar de recordar bien el camino de vuelta. Con esa oscuridad, todos los agujeros parecían iguales.
Cuando volví, Karlien y Tommy estaban en la luz esperándome. Ya habían desistido de seguirme, casi no escuchaban mi voz y no sabían de dónde venía. Les conté más o menos dónde estuve y Karlien me dijo que no estaba segura de que fuera la misma persona la que entró y la que salió de la cueva.
Salimos y nos quedamos en la puerta de la cueva tomando un vino que había llevado Tommy. Prendimos una vela que hacía un montón de sombras en la pared y nos quedamos viendo los miles de murciélagos que salían en su hora pico y que nos pasaban muy cerca. Ya era prácticamente de noche. Unos metros más abajo nacía violentamente el río Lanquín directamente de alguna parte de la cueva.
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2 Comments
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Temerariamente cerca de lo insondable. La caca de murcielago es la parabola del celular. Salud, nuevo hombre!
sí, no había señal. Salud!