21 de enero de 2013
Justo después de hablar con Marciano recibí un mail de un amigo que trabaja en la revista THC contándome que estaban preparando un especial de cactus y mezcalina y me preguntaba si quería participar con una nota. Le dije que por esas cosas del destino yo estaba justo en Real de Catorce y acababa de arreglar con un Huichol para ir a comer peyote al desierto. Le dije que si quería podía hacerle una nota al chaman y contar la experiencia. Quedamos en hablar y arreglar los detalles.
El viernes conocí a Robert, que era el otro inquilino del hostal. Es de Tennessee, tiene 45 años y enseguida me cayó bien. Quedamos para ir al pueblo fantasma: él ya había estado varias veces y me iba a mostrar el camino. Fuimos charlando mientras subíamos por la montaña. Me contó que coleccionaba coches viejos con caja de cambios manual, tenía unos 20 en los alrededores de su casa. Me preguntó si en Argentina había muchos Ford Falcon. Me preguntó si en el bus que vine era uno con caja manual o automática. Me contó que había escrito algunos libros. Me contó que sacaba fotos con cámaras analógicas. Me preguntó cómo se llamaban en Argentina esos árboles que hay en Real de 14. Le dije que se llaman anacahuitas o aguaribays. Se lo dije frunciendo el seño y pensando que no era nada esperable que yo supiera el nombre de esos árboles. Él me dijo que acá lo llaman pirulo. Yo le dije que era un árbol sudamericano pero que en esta zona se había asilvestrado, y algo se me empezó a aclarar en la cabeza. Le pregunté si recordaba muchos números de teléfono y me dijo que entre 500 y 1000. Le dije que yo recordaba solo dos o tres. Charlamos un rato más entendiéndonos mejor y en mi cabeza lo apodé Robert Ironía. Tenía los ojos muy claros y la mirada muy fija.
En el pueblo fantasma no había nadie y caminamos entre las ruinas y los cactus. Detrás de unas paredes encontré un hueco que parecía la entrada a una mina. Lo llamé a Robert y me dijo que él había venido muchas veces por ahí y nunca lo había visto. Entramos y el camino se bifurcaba. A la izquierda bajaba un poco abruptamente. Seguimos para la derecha y a los 20 metros se bifurcaba otra vez. Ahora a la derecha daba a otra salida y seguimos para la izquierda. La cosa se ponía muy oscura y Robert no quiso continuar. Yo me fui iluminando con el celular y seguí bastante. A unos 100 metros de la entrada había un derrumbe y solo se podía seguir por un hueco en un costado. Me metí un poco gateando y vi que subía. Regresé y decidí volver en otro momento con linterna.
Y volví al día siguiente. Entré por el hueco del fondo iluminándome con una linternita. Subí algunos metros y salí a un pasillo que avanzaba otros metros más y se bifurcaba pero para arriba y para abajo. No podía seguir sin soga o escalera y volví.
Esos días empecé a darme cuenta que en los alrededores del pueblo hay varias entradas de antiguas minas. El domingo entré a una y en los primeros pasos no veía casi nada con las pupilas todavía pequeñas. De pronto pisé algo que me hizo pensar en el guardabarros de un Citroën. Me acerqué y lo iluminé. Era un caballo muerto y ahí se terminaba la pequeña mina. Lo curioso es que no había olor. Estaba muy seco, como momificado por el aire del desierto. Al salir, en el camino encontré a dos niños y les pregunté si habían visto al caballo muerto de la mina. Me dijeron que no y les pregunté si lo querían ver. Me acompañaron pero cuando se puso oscuro les agarró miedo y salimos. Claro, ¿a quién se le ocurre meter a dos niños en una mina oscura a ver un caballo muerto?
En el pueblo ya me conocen. Probablemente por mi chaleco de plumas de un color entre rojo y rosa. En otras circunstancias no usaría un chaleco rosa, pero acá a la noche hace muchísimo frío. Desde Bolivia que no andaba por un lugar realmente frío y no tengo abrigo. Me compré el chaleco en un negocio de segunda mano en Guatemala; me lo compré para usarlo de almohada. Acá en Real de 14, además de hacer mucho frío a la noche, no hay ningún lugar donde comprar ropa. El chaleco de plumas es muy abrigado y me salvó; pero claro, quedo un poco raro entre los machotes del pueblo que suelen usar sombrero y bigotes.
El lunes entré a comer a un pequeño restaurante que lo atiende una viejita y me pedí cinco gorditas y un refresco. Las otras dos mesas del lugar estaban ocupadas por una familia festejando un cumpleaños. En un momento el cumpleañero, un tipo de unos cuarenta y pico, me invitó a comer con ellos la comida especial que la viejita les había preparado. Era una sopa roja con maíz y pollo. Había lechuga y limón como opcional para agregarle. Y sí, ¿por qué no agregarle lechuga y limón a la sopa? La gente estaba un poco borracha y muy alegre. El cumpleañero me miró sonriente y, con sus pómulos achinándole los ojos, me dijo que cumplía 15. Yo le dije que estaba muy mal conservado y nos reímos exageradamente de ese intento de chiste. Después de que comimos bastante, trajeron una tarta con velas y cantaron las mañanitas. Me ofrecieron un pedazo y les dije que no porque estaba a dieta. La que parecía la abuela de todos me dijo “¡¿tu a dieta?!” y se mataba de la risa. Al final acepté y me fui muy agradecido y con la panza bien llena.
Más tarde salí a caminar y encontré la entrada a otra mina. Entré bastante con la linternita, pasé por encima de un derrumbe, llegué a una bifurcación con otro derrumbe y agarré para la izquierda. Avancé unos 20 o 30 metros y había otra bifurcación. No había forma de elegir: los dos caminos eran túneles oscuros en la roca, los dos del mismo tamaño. Volví a elegir la izquierda. Me sentía en una película de Indiana Jones. Finalmente regresé sin llegar a terminar ese pasillo. No me estaba haciendo tanta gracia estar solo tan adentro en la montaña con esas bifurcaciones y esos derrumbes. Cuando salí ya casi era de noche.