(Una excepción al tema viajes, creo)
También tenía que pagar una boleta de gas vencida. Y como estaba vencida, tuve que ir a pagar a las oficinas de Metrogas de Parque Centenario.
Todo bien. Pagué. Y enfrente de Metrogás había un banco (no recuerdo cuál, Patagonia, creo). Entonces decidí entrar a buscar monedas.
Pasé la primera puerta de vidrio semicubierta de publicidades con gente sonriendo, pasé frente a los cajeros automáticos, pasé la segunda puerta de vidrio y me puse en la única cola que había. Solo tres personas esperaban delante de mí.
Diez minutos después seguíamos siendo cuatro en la cola; y yo, sin saber mucho por qué, me puse a mirar al tipo de seguridad que cuidaba la puerta. Él no me miraba, no parecía mirar nada. Qué embole, me dije, ocho horas de pie, pensando, interrumpiendo los pensamientos para dar una indicación simple a algún cliente despistado, y volviendo a pensar. Después miré a otros empleados y sentí que eso era peor: se movían, hablaban, llevaban papeles, ¿qué hacían?; manejaban dinero de otros, probablemente; le ponían energía a algo que no aparentaba ir muy lejos. Al menos el de seguridad podía pensar en sus cosas: en cosas que le hicieran sentir bien, pensamientos en general. Pero los demás estaban perdiendo el tiempo en cosas particulares. ¡Yo estaba perdiendo el tiempo en cosas particulares! Todavía había dos personas delante de mí, en esa cola lenta y sin significado. Yo sí que estaba perdiendo el tiempo. Sentía pasar minutos de vida para conseguir unas monedas para un estúpido lavarropas.
Me voy, pensé, no aguanto más, no soporto las colas. Pero después cambié de idea sintiendo que en realidad todo estaba bien, qué yo estaba ahí y todo estaba bien. Tengo que relajarme. Puedo pensar en mis asuntos, o en los pensamientos posibles del tipo de seguridad. Tranquilo, veinte minutos no son ocho horas.
En eso estaba cuando llegó mi turno. Pasé por unas mamparas en curva, esas que hay ahora para que no se vea lo que ocurre en las cajas. Entonces ya estaba adentro, de algo, de las mamparas, de los vidrios del banco, entre tres paredes de biombo y una de fórmica y vidrios. Y detrás, los cajeros. Ellos parecían estar más adentro todavía. Eran dos. Y nosotros también éramos dos. Mi habitación de mamparas y vidrio la compartía con una mujer. Me pareció linda, pero solo la vi de perfil, haciendo su trámite en la caja de al lado. Tenía un vestido de flores y el pelo negro, atado en una coleta alta.
Pasé 100 pesos por la ranura de la ventanilla y pedí monedas.
–Solo puedo darte veinte –me dijo el cajero rubio y bien peinadito.
–Está bien –dije yo sin preguntar por qué.
Junté el cambio y las veinte monedas. Diecinueve, en un principio, porque una se me escapó, cayó al piso y se fue rodando hacia la mujer guapa. Pasó casi rozando sus talones, rebotó en una esquina de nuestro habitáculo compartido y quedó ahí, bastante cerca del vestido floreado.
Me acerqué, me agaché (a una distancia desde donde casi podía verle la bombacha), junté la moneda y me fui.
Pasé las mamparas en curva, pasé junto a la cola de los que seguían esperando, pasé la primera puerta de vidrio y, cuando cruzaba frente a los cajeros, sentí que me tocaban el hombro.
–Disculpá –me dice el cajero rubio bien peinado, que no sé por cuál pasadizo secreto había salido y cuanto debió haber corrido rápido para alcanzarme.
–Sí… –contesté.
–¿Por qué te agachaste a lado de la señora?
–Porque se me cayó una moneda.
–Ah… es que… viste… están las cámaras y eso… la próxima avisá.
–Ah, bueno.
Me fui.
Crucé la calle.
Entré al banco Provincia.
Era un edificio antiguo, con las paredes y las columnas (enormes) tapadas de mármol. Hice una cola frente a unas mamparas un poco desaliñadas que dejaban ver algo de las cajas. Todo el lugar era muy grande y casi no había nadie: el seguridad de la puerta (pensando en sus cosas), alguna persona que pasaba y un tipo detrás de un escritorio. Este último era un hombre mayor, unos sesenta años o más. Estaba en un rincón oscuro, un espacio que debió haber quedado después de que instalaran las mamparas. El hombre repasaba unos papeles tamaño oficio detrás de un escritorio, iluminado por un velador de luz amarillenta. Vestía camisa a cuadros y chaleco de lana. Unos anteojitos fijos le colgaban del cuello (imaginé que había migas de pan sobre los anteojitos). Detrás, a su derecha, en una pequeña mesa, me llamó la atención una máquina de escribir eléctrica. Era color crema.
Más lejos se escuchaba una impresora a matriz de puntos.
Tocó mi turno. Pasé entre las mamparas (casi sin tener que doblar) y me paré delante de una ventanilla de vidrio y madera, que extrañamente me hizo acordar a una oficina de correos de Guyana. Digo extrañamente porque eso fue hace muchos años. No sabía que esa oficina de correos estaba en mi memoria.
–¿Podría darme monedas de un peso?
–Solo puedo darte diez pesos –contestó la cajera, una señora de unos cuarenta años, con un moño azul sobre el pecho.
–Está bien.
Pasé veinte pesos por la ranura.
–Cómo cuesta juntar monedas para el lavarropas –dije, aunque sentí que solo lo había pensado.
–Tomá, te doy veinte, me caíste bien –dijo la cajera de moño, con una sonrisa.
–Gracias.
Y me fui.