–¿Quieren venir a tomar San Pedro? –preguntó el de la izquierda, un tipo grande, de pelo largo y barba.
–Puede ser –contesté yo.
–Vamos –dijo Pablo.
–Yo paso –dijo Andrés, mirándome con cara de “esto es cualquiera”.
–Me voy a dormir –dijo Mariano.
Entre los viajeros se suele escuchar que uno no encuentra al San Pedro sino que el San Pedro lo encuentra a uno. En este caso parecía ser eso mismo.
Entonces Pablo entró a la camioneta. Yo le pasé casi toda mi plata a Andrés y también subí. En la oscuridad nos presentaron a dos más.
–¿Tendrían diez bolivianitos para la kombi? –preguntó el de barba.
–¿No es de ustedes?
–No… Ya terminaba su recorrido… nos hizo buen precio.
Pagamos, entonces. Después nos enterábamos que el de barba era argentino, que vivía en Bolivia hacía años y que los demás eran bolivianos. Todos artistas, o algo parecido.
–¿Los San pedros hay que comprarlos?
–No, yo sé dónde hay… vamos y los cortamos ahí –dijo el argentino abolivianado.
–¿Y dónde es?
–En Achocalla… pero primero vamos a El Alto a comprar alcohol.
Al llegar a El Alto me sorprendió el contraste con La Paz. Esta ciudad no se había ido a dormir: muchos puestos callejeros coloridos brillaban bajo lamparitas colgantes; en la mayoría vendían principalmente alcohol y golosinas; y mucha gente daba vueltas en actitud de sábado a la noche (no sé qué día de la semana era y no creo que lo supiera en ese momento). Tampoco sabía que El Alto es uno de los lugares más peligrosos de Bolivia, pero por el ambiente un poco lo sospechaba y decidí quedarme en la camioneta. Nuestros nuevos amigos se encargaron de comprar alcohol y agua para bajar el San Pedro. El alcohol era 96%, el que normalmente se vende en las farmacias para limpiar heridas; y el agua vino en una bolsa negra, tipo de residuos pero no muy llena.
Así seguimos rumbo a Achocalla, charlando y bebiendo alcohol en botella de plástico con crucecita roja.
–Hasta acá llego, no más –dijo el chofer parando la kombi.
–Eh… Quedamos en que nos llevabas hasta Achocalla –dijo el argentino abolivianado.
–Más para ahí es peligroso.
–Te hemos pagado para que nos lleves a Achocalla, amigo.
–No, no voy a pasar de aquí, no me arriesgo.
–Es ahicito nomás, podemos ir caminando –interrumpió uno de los Bolivianos.
Bajamos. No era ni lejos ni cerca, pero sí la suficiente distancia como para que el arg
entino abolivianado tenga tiempo de tragar una cantidad de alcohol como para ponerlo verborrágico hasta un punto notablemente cansador.
Cuando encontramos los San Pedros, que en este caso no resultaron ser Trichocereus pachanoi sino Trichocereus bridgesii (sinónimo: Echinopsis lageniformis), nos dimos cuenta que no teníamos nada para cortarlos ni para prepararlos. Entonces arrancamos las plantas sagradas a las patadas y les fuimos sacando pedacitos con un alicate. Entonces decidí no probarlo, porque había que tragar cachos de cactus con un gusto muy desagradable y porque todo estaba lleno de tierra. Además no me sentía bien de la panza, supongo que por el hecho de que continuaban pasando los días y yo seguía sin poder ir al baño.
Lo que vino después fue una pregunta obvia que ahora no recuerdo quién pronunció, pero que sí recuerdo que yo me sentí un poco raro al escucharla.
–¿Ahora como volvemos?
Estábamos muy lejos de La Paz y debía ser como la una de la mañana.
–Vayamos por el sendero viejo, es todo en bajada –propuso uno de los bolivianos y creo que a nadie se le ocurrió ninguna otra opción. Y así fuimos descendiendo, por un camino de tierra que parecía abandonado, entre montañas secas que se intuían bajo la luz de la luna.
Caminamos mucho, alguien vomitó, hablamos mucho.
Cerca del amanecer llegamos a un poblado. Poco después encontramos una kombi que se dirigía hacia La Paz con algunos trabajadores tempraneros.