Zona Franca, Belice

27 de diciembre

 

De Sarteneja me fui para el lado de México a dedo. Salí muy temprano, desarmé la hamaca a oscuras, desayuné y me fui al camino cuando amanecía. Tuve suerte y en seguida pasó una camioneta que iba hasta Chunox. Ahí me quedé esperando un buen rato en otro camino de tierra por el que me habían dicho que no pasaba casi nadie. La mañana estaba fresca y yo esperaba entre matorrales y mirando unos pájaros que comían en unos juncos. Después de un rato apareció una camioneta y me llevó. El camino siguió entre los arbustos y los árboles. En un momento llegamos a un río y nos subimos directamente a una balsa muy pequeña, y poco después nos empezamos a mover lentamente (muy muy lentamente). La balsa la movía un tipo a mano: un cable grueso de hierro pasaba de lado a lado del río y estaba unido a nosotros a través de una polea que el balsero hacía girar con sus brazos y su espalda. El tipo le daba vueltas y vueltas a la polea y todo avanzaba de a milímetros. Él mismo, la cabina, la balsa, la camioneta, el conductor de la camioneta y yo: todo avanzaba lentamente con la fuerza del balsero. Yo, desde la caja de la camioneta, si miraba hacia atrás o hacia adelante veía camino y pastizales; si miraba hacia la izquierda veía el río; y hacia la derecha, el balsero en su cabina y el caribe. El río debía tener solo unos 30 o 40 metros de ancho pero tardamos bastante en cruzarlo. Cuando llegamos al otro lado seguimos viaje sin pagar, parece que el servicio era gratis.

Coronel Balza
El Coronel Balza.

 

Y seguimos viaje hasta Corozal. Ahí me tomé un bus destartalado hasta la frontera e hice los papeles de Belice.

Había leído que entre Belice y México hay una zona franca y me dieron ganas de ir a ver cómo era. No es un lugar ni mínimamente turístico: tuve que andar preguntando y cargando la mochila por unos caminos que parecían un aeropuerto abandonado. Cuando llegué vi que había algunas personas entrando por una abertura entre rejas. Todos pasaban mostrando una credencial a un tipo de seguridad. Cuando quise pasar, el tipo me paró y me preguntó a dónde iba. Le dije que a la zona franca, y le pregunté si podía pasar. Me dijo “sí, claro”.

Entré por una calle de locales comerciales, muy ancha, con bulevard en el medio, pero que solo parecía tener dos cuadras de largo. Los negocios estaban cerrados, los empleados iban llegando, todavía era las ocho y media de la mañana. Cuando llegué a la primera esquina, un coche paró a mi lado, bajó la ventanilla y un tipo me preguntó si yo era cubano. Le dije que no. Cerró la ventanilla y se fue. Ahí doblé a la derecha por otra calle ancha pero sin bulevard. Los negocios ya empezaban a abrir.

Caminé por una cuadra bien larga mirando ofertas tipo “5 calcetines coreanos por 20 pesos”. Cuando llegué al final todo terminaba abruptamente. Los últimos negocios daban lugar a unos pastizales y más lejos empezaba la selva. A la derecha se veía un alambrado. Rodeé el último negocio para ver que había por detrás y solo había terrenos baldíos, algo de basura, más pastizales y también la selva en el fondo. No había manzanas, solo negocios sobre las calles anchas, y solo tenían pintada la fachada. Lo que antes me había parecido como un centro comercial de una ciudad mediana, ahora me parecía un montaje para una película de Hollywood.

Zona Franca, Belice
Zona Franca.

 

Volví por la avenida, pasé la calle del bulevard y continué caminando entre los negocios que ahora estaban casi todos abiertos, salvo los que estaban abandonados. Había algunas construcciones bien grandes y ostentosas que parecían discotecas de zona turística cerradas por el invierno.
rebajadas al 50 por ciento
Rebajadas al 50%.

 

Más adelante pude doblar a la derecha y ahora sí parecía haber como intento de manzanas, pero todo estaba abandonado. Había negocios cerrados entre baldíos, cortinas bajas, techos semi caídos, carteles desteñidos por el sol, alguna combi sin ruedas; parecía todo post guerra nuclear. Caminé bastante por ahí y me sorprendió que solo vi dos grafitis, y muy simples. Después entendí por qué: donde empezaba la selva había un alambrado y toda la zona franca estaba cercada. Caminé bastante por ahí. Casi no había árboles, solo unas palmeras decorativas que encontraron tierra y sobrevivieron a la falta de riego. A todos los negocios le debió haber pegado mucho el sol: todo lo que no era gris era de colores pastel.
Combi
Sin impuestos.

 

euromoda
Claro, con la crisis en Europa esto es muy top.

 

Cuando me sacié los ojos de playones abandonados volví a la calle que estaba viva, pregunte precios de cámaras de fotos a unos hindúes y me fui para México.

zona muy franca
Zona muy franca.

 

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El LIBRO

 

Little Belize, Belice

26 de diciembre

 

Me desperté a media mañana, desayuné y se me ocurrió ir a visitar a los menonitas. El camino que había hecho para llegar a Sarteneja desde Orange Walk había sido dos horas en camioneta por ruta de tierra y solo habíamos pasado por dos comunidades. Entre las dos, en mitad de la nada, nos habíamos cruzado a cuatro tipos caminando con enteritos azul oscuro casi negros, camisas blancas y sombreros de vaquero. El hindú me dijo que esos eran menonitas y que vivían por ahí en un un pueblito llamado Little Belize. Parece que los menonitas son un grupo cristiano anabaptista similar a los Amish. No aceptan casi ninguna tecnología y se relacionan muy poco con el mundo exterior: básicamente para comerciar lo que cultivan.

Le dije a la chica del camping que me llevaba una de las bicicletas que tenían ahí y que me iba a visitar a los menonitas. Me dijo que no, que hay 25 millas hasta Little Belice, que no daba para hacerlo en bicicleta y menos en esa bicicleta. Yo miré la bicicleta oxidada, hice un cálculo rápido de millas a kilómetros que daba como 40 y pensé que sí, tenía razón, no daba. Dejé la bicicleta y pensé en hacer dedo. Caminé un par de metros y se me ocurrió una mejor idea: hacer dedo con la bicicleta. Es muy fácil hacer dedo en un camino de tierra con una bicicleta en la mano, y más en un lugar donde casi todos los vehículos que pasan son camionetas.

Me subí a la bici y empecé a pedalear. Me sentía con mucha energía. Lo malo era que ya era pasado el mediodía y el sol pegaba fuerte. Pedaleé, pedaleé, pedaleé y pedaleé y pedaleé y pedaleé. Todo era camino polvoriento y árboles que no daban sombra, el sol estaba bien arriba. Pasaban los minutos y las horas y no aparecía ninguna camioneta. La cadena oxidada chillaba en cada pedaleada. Y fueron muchas pedaleadas, varias veces pensé en volver, pero siempre encontraba una excusa para seguir un poco más. Tampoco me alentaba la idea de haber pedaleado tanto, más todo lo que tenía que hacer para volver, y no haber llegado a ningún lugar en particular. Y realmente cada vez tenía más ganas de llegar a los menonitas, alguna camioneta tenía que pasar. De pronto recordé que era navidad. Eso explicaba un poco la situación. La gente debería estar con sus familias, si alguno se movilizó debió haber sido temprano. Venía pensando en volver cuando vi un felino. No alcancé a ver qué era, tal vez un jaguarundi. Me dijeron que hay cinco especies de felinos por la zona: el jaguar, el puma, el tigrillo, el ocelote y el jaguarundi. Me quedé pensando que ir por un camino tan solitario no estaba tan mal. Lo que estaba un poco mal era que solo me había llevado una botella pequeña de agua y nada de comida. Pedaleé mucho. No hice más que pedalear, esquivar sectores del camino un poco arenosos o poceados, mirar los árboles y pensar. Cuatro horas pedaleé sin cruzarme ningún vehículo, hasta que llegué a encontrar un poco de civilización. Era Chunox, una de las dos comunidades que hay en el camino a Orange Walk. A la primera persona que encontré le pregunté dónde podía comprar algo de comer, tenía hambre y sed. Me dijeron un lugar pero estaba cerrado. Encontré a un tipo más adelante y le pregunté por otro lugar y la conversación fue algo así:

―Buenas… Disculpe la molestia… ¿no sabe dónde puedo comprar un refresco o algo de comer?
―Sí hijo, más adelante tienes una tienda… está pintada de rosa.
―Gracias… Y por las dudas… ¿usted tendría un inflador de bicicleta?
―Claro ―respondió y mandó al hijo a buscar el inflador al fondo
―Gracias…
―¿Y de dónde vienes tú?
―De Sarteneja
―…
―Y con las ruedas bajas, estoy muerto…
―¿Por qué no te quedas a comer con nosotros?
­―No, gracias, no quisiera molestarlos.
―Vamos muchacho… acompáñanos, ¡es navidad!

Yo sonreí y acepté, y así fue que comí con Normando y con su mujer Minerva. Me trajeron una coca-cola que con la sed que tenía la tomé extasiado como en las publicidades. Comimos carne con arroz y ensalada, y charlamos de varias cosas. Me dijo que era maestro de escuela y que una vez cuando era joven, un tipo le había hecho dedo y él no lo había levantado. Cuando llegó a su casa se quedó pensando en ese tipo y se arrepintió tanto que desde ese día, cuando puede ayudar a alguien, lo hace. Después me dijo que su sobrino era pescador y que les había traído langostas y me convidó con una langosta asada. Yo en cinco minutos había pasado del hambre, el cansancio y la sed a estar sentado a una mesa charlando y comiendo langosta. Sobre el final de la comida, le pregunté a Normando si tenía grasa para la cadena de la bici y sí tenía. Engrasé la bici, le inflé las ruedas y partí agradeciendo enormemente la hospitalidad de Normando y Minerva. Todavía me faltaban 8 millas hasta los menonitas.

Ahora que había bebido y comido, y había engrasado la bici e inflado las ruedas, todo era más fácil y pedaleé a buen ritmo. Aunque después de unos kilómetros el cansancio de todo el día se hizo notar; y también la dureza del asiento, que es la mala parte de inflar bien las ruedas. También había otro problema, ya era cerca de las cinco de la tarde y estaba claro que la vuelta iba a ser nocturna. Pero no me preocupaba mucho, estábamos casi en luna llena y sabía que iba a tener luna prácticamente toda la noche.

Unos kilómetros después, me crucé con una pareja de menonitas que iban en uno de los carros que usan ellos. Son carros a caballo, de madera negra y techados. Eran dos ancianos y la ropa era como la de la familia Ingalls cuando van a la iglesia. Iban por una huella que corría junto al camino por el que iba yo.

Menonitas Little Belize
Menonitas.

 

Ahora ya casi no había selva, a los costados prácticamente todo era campos sembrados. Los viejitos doblaron y se perdieron entre pastizales. Un rato después, mientras imaginaba a dónde estarían yendo, empecé a pensar que debía estar cerca y que tal vez no iba a ser fácil encontrar el pueblo menonita. Imaginaba que tenía que haber algún desvío hacia la izquierda, pero claro, no iba a haber un cartel que diga “Aquí a la izquierda estamos los menonitas que nos queremos aislar del mundo”. El camino ahora tenía un poco de lomas. Hacía rato había visto unas casas a lo lejos y ahora ya no las veía. Empecé a dudar de haberme pasado y en un momento apareció finalmente un camino a la izquierda. Me metí por ahí cuando el sol se acercaba al horizonte, cansadísimo y dudando de todo, e imaginándome pedaleando por ese camino hacia la nada y volviendo todo el camino de vuelta un poco con la sensación de fracaso. Pasé varias lomas y el esfuerzo que hacía para subir cada una, me hacía pensar que era la última y que ya me volvía. Al final el camino doblaba abruptamente hacia la izquierda rodeando un campo y parecía ir a unas casas. Un rato después me empezaron a parecer que en realidad eran galpones y ya no iba a encontrar nada. Cuando estaba llegando me volvieron a parecer casas, pero casas de otra época y no parecía haber nadie por ahí. El camino dobló a la derecha y noté que mi sombra ya estaba bastante larga.

sombra de bicicleta en Little Belize
La llegada a sombra.

 

Seguí unos metros y vi unos niños en los fondos de una casa. Entré caminando con la bicicleta en la mano y fui por un sendero rodeado de árboles hasta donde estaban los niños que me empezaron a mirar con una cara de curiosidad extrema. Todos tenían enterito negro, camisa clara a cuadritos y sombrero tipo cowboy color blanco crudo. Todas las niñas tenían una blusa de un color violeta casi negro, con flores lilas y azules, debajo de un vestidito sin mangas color negro; tenían el pelo rubio bien recogido y algunas llevaban un sombrero casi blanco con una cinta azul oscura.

Niños y niñas en Little Belize
Play station.

 

Algunos niños estaban en uno de los carros de madera negra y se bajaron y se me acercaron sin dejar de mirarme en ningún momento. Un niño estaba jugando arrastrando una especie de carretilla que la dejó caer en cuanto me vio y también quedó como hipnotizado. Claro, ya me habían contado que ellos no tienen permitido andar en bicicleta y tal vez más de uno nunca había visto a nadie que no sea de la comunidad. A una nena, que también parecía en trance, le colgaba una muñeca de la mano que más bien parecía un muñeco vudú. Más atrás vi a los mayores, dejé la bicicleta en el suelo y me fui acercando, caminando entre los niños intentando sacarles alguna foto disimuladamente con mi celular a la altura de la cintura.

niños menonitas de Belice
Niños.

 

Cuando los adultos me vieron, lo guardé en el bolsillo. Estaban en grupos en algunos carros, usándolos un poco de bancos. Cuando llegué parecía que estuvieran charlando relajadamente y en una paz de otro mundo. Cuando me vieron, se levantaron algunos y se acercaron con mucha mirada de interrogación. Les pedí disculpas por interrumpirlos. Les dije que estaba un poco perdido y les pedí un vaso de agua. Nadie habló (o eso me parecía), me miraban y un poco se miraban entre ellos. Creo que uno miró a otro y ese otro se fue caminando hacia la casa (supuse que a buscar un vaso de agua). Parecía que se comunicaban por telepatía. Algunas mujeres salieron de la casa y también me miraban. Tenían vestidos negros y me clavaban los ojos. Todos me clavaban los ojos y me rodeaban, los hombres, las mujeres y los niños. Todos rubios, silenciosos e inexpresivos. Los niños se iban acercando muy muy lentamente. El tiempo también pasaba muy lento. ¿Cuánto podían tardar en traer un vaso de agua? Me sentía en una película de zombis en cámara lenta. Para sacarme los nervios de encima y romper ese silencio espeso, les pregunté si hablaban español. Uno me contestó “Sí, mejor español” esbozando una mini sonrisa pero mirándome de perfil. Les pregunté si estaban de fiesta y nadie me contestó. Había como cincuenta ojos mirándome. Por fin llegó un tipo con una taza, que se la pasó a otro, que la llenó de agua en una canilla que salía de un tanque gigantesco. Me tomé el agua y le pedí un segundo vaso, un poco porque de verdad tenía mucha sed y un poco para mostrarles que de verdad tenía mucha sed. Les pregunté para dónde quedaba Sarteneja, me indicaron y me fui sin mirar hacia atrás, y sintiendo todas las miradas en mi espalda. Pedaleé con una sensación muy extraña. Sentía que me quería quedar con ellos. Sabía que ahí no podía durar ni dos semanas, pero se me había quedado en la cabeza una sensación de relajo visual que me llamaba como una madre. Pero también se me combinaba con una sensación un poco molesta de haber generado una situación de zoológico simétrico que ellos no habían querido, pero bueno, no había sido mi intención. Solo pretendía visitar el pueblo y esa mañana ni siquiera me acordaba que era navidad.

Tenía ganas de seguir dando vueltas por ahí pero me fui, un poco por la oscuridad que se venía y un poco por no molestarlos más.

Cuando salí al camino principal, pedaleé un rato y apareció una camioneta. Le hice dedo y me llevó hasta Chunox. Después me volví a meter por el camino en la selva y ya era de noche. Había una gran luna como me lo esperaba, pero también había nubes, que no me las esperaba. Cuando la luna se escondía, se veía muy poco el camino. También me ayudaba con una linternita. Y ahí iba, en la oscuridad, entré las dos negras paredes de árboles. El camino de tierra casi no tenía color. El cielo estaba lleno de nubecitas que la luz de la luna les daba mucho contraste. Yo estaba cansadísimo, pero iba tranquilo, pedaleando, esquivando pozos y mirando un poco el camino, un poco el cielo y un poco la selva oscura. Volví a ver un felino, o lo imaginé, porque lo vi correr delante de la bici, a unos tres metros, en las sombras, antes de meterse entre los árboles.

Después de unas horas escuché una camioneta. Me bajé de la bici y esperé a que aparecieran las luces. Cuando se acercó le hice dedo, sin ver nada. Yo estaba muy cansado, mis pupilas debían estar muy dilatadas por la oscuridad y ahora solo veía luz e imaginaba mi propia imagen iluminada, vista desde la camioneta. Era una pareja y me llevaron hasta Sarteneja. En el camping comí algo y prácticamente me desmayé en la hamaca.

 

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El LIBRO

 

Belize City y Sarteneja, Belice

25 de diciembre

Me quedé unos días más en Flores y arranqué hacia Belice. Fui hasta la frontera en furgoneta, sellé el pasaporte y me tomé un taxi colectivo hasta San Ignacio. Después, mientras esperaba un bus a Belice City, me puse a charlar con un tipo que estaba esperando que le terminen de lavar el coche. Me agradaba la (un poco tonta) complicidad que se siente al hablar en castellano en un país de habla inglesa.

― ¿Quién te atendió en la frontera? ―me preguntó en un momento el beliceño.
―Ni idea… un negro grandote.
― ¿Te trataron bien?
―Creo que sí… no me dijeron nada.
―Aquí los negros nos discriminan mucho…

De pronto me di cuenta que yo estaba totalmente perdido en la conversación. Me quedé mirándole la cara, tratando de pensar a qué clase de personas discriminaban los negros. Étnicamente hablando, el tipo tranquilamente podría haber nacido de una orgía en la casa de Benetton (aunque la parte indígena era la que más se notaba). Traté de encontrar una pregunta que no fuera ofensiva:

― ¿Tu qué te consideras? ―le pregunté con la mejor cara de idiota que me salió.
―Español ―me dijo.
―Ah… ―le dije.

Este país me gusta, pensé.

Llegó el bus y era otra vez un school bus, pero ahora era todo gris (por fuera y por dentro); me sentía en una película antigua. Me quedé un rato pensando en el “español” que en Argentina discriminarían por negro y que acá lo discriminaban por poco negro y me puse a hablar con una chica mulata. “No hablo español” me dijo en español y, cómo yo no andaba con muchas ganas de hablar en inglés, me limité a preguntarle cuánto tardaba el viaje hasta Belice City.

A mitad de camino pasamos por Belmopan, la capital del país, que era poco más que unas cuantas casas desperdigadas. Un par de horas después habíamos atravesado todo el país y llegamos a Belice City, la antigua capital y la ciudad más grande, que es un puñado de casas un poco más apretado, donde algunas llegan a tener hasta 3 o 4 pisos. Me bajé en un playón que era la terminal, me calcé la mochila, consulté la brújula, crucé una calle de tierra, caminé cuatro cuadras y llegué al centro. En Belice City no debe haber mucho más de diez hoteles y fui al más barato. Era una casita de madera de dos plantas, en el centro de la ciudad, a media cuadra del mar. Lo atendía una negra alta y simpática que me hablaba con mucha autosuficiencia (como casi todas las negras) pero con un tono de complicidad que no sé a qué venía. Hasta me hizo un descuento sin que se lo pidiera.

En Belice, estuve dos días dando vueltas por la ciudad, recorriendo los barrios. Caminé tanto que hasta encontré un semáforo.

Belize City
Este es el lugar más céntrico de Belice.

 

Rasta canoso
Un tema de Rasta blanca.

 

negros en bicicleta
A cinco cuadras del centro.

 

Haulover river
Veleros.

 

Después me tomé otro school bus a Orange Walk, en el norte del país. Ahí me puse a esperar un bus a Sarteneja, pero nadie sabía a qué hora pasaba. Las pocas personas que encontré para preguntarles no me aseguraron nada (ni siquiera estaban seguros de que hubiera algún bus ese día). Me puse a hacer dedo y, media hora después, me levantó un hindú que venía con una chica. El hindú tenía 46 años y había venido a Belice a hacer negocios. La chica tenía 20, era su empleada y ahora un poco más. El tipo estaba bastante loco. Me preguntó de dónde era y cuando le dije Argentina, me dijo: Obrigado! Yo le dije: Obrigado você. Me contó que había vivido en Estados Unidos y había conocido argentinos y había aprendido algunas palabras. La camioneta iba a los pedos por un camino de tierra ancho. Traían cerveza y empezamos a tomar, a charlar y a jugar a un juego que consistía en dominar el equilibrio de nuestro cuerpo de una forma que para mí era complicada: la camioneta iba muy rápido y el camino estaba lleno de pozos; frenábamos, cargábamos los vasos de plástico (no demasiado), arrancábamos y a ver quién podía tomar cerveza en esa montaña rusa. A mitad de la segunda botella, perdí: volqué un vaso casi lleno en todo mi cuerpo. Ahora toda la cabina olía a cerveza. Pero bueno, lo seguimos intentando y perfeccionándonos.

Cuando llegamos, el hindú dio algunas vueltas por el pueblo para que yo lo conociera. Sarteneja es un pequeño pueblo pesquero bastante aislado en un país también bastante aislado. Son unas cuantas casitas a las que se llega por el camino de tierra o en barco. Una de las razones por la que yo había llegado hasta ahí era porque Belice es medio caro y tenía la información de que había un camping barato para los que se atrevían a llegar hasta ahí. El hindú me dejó en la entrada y yo bajé de la camioneta bastante borracho y dando las gracias, tal vez con los ojos un poco bizcos. El camping era rústico y entre árboles frutales. Como no había nadie, ni siquiera alguien que atendiera, até la hamaca entre dos árboles y me eché a dormir. Me desperté un par de horas más tarde, un poco más lúcido, y me fui a dar una vuelta con tres perros que encontré en el camping y que me siguieron después de algunas caricias y un poco de pan.

El pueblo estaba casi tan tranquilo como el camping. El mar también: es caribe pero está en una bahía bastante cerrada. Es la bahía de Chetumal, que separa Belice de México. El agua es celeste, lechosa y salobre. Dicen que hay manatíes y cocodrilos.

muelle de madera
Tranqui.

 

A la noche vi que en el camping había un gringo, un par de belgas y un costarricense. A la mañana siguiente, por fin apareció alguien del camping. Era una chica beliceña que creo que era la dueña. Se había casado con un francés o algo así. Me registré y volví a salir a dar unas vueltas con los perros. Esta vez anduvimos por la selva y por unos campos de frutales. Los perros persiguieron a un conejo, le ladraron a un lagarto en un árbol y encontraron una serpiente de coral que se escapó entre unos arbustos. Volvimos muy sedientos.

Ese día era 24 de diciembre. Esa noche iba a ser nochebuena y me sentí muy lejos de casa. De pura casualidad estaba hojeando una revista en una especie de quincho rodeado de mosquitero y de pronto, al pasar una página, veo una foto de unos edificios de Hong Kong junto a la foto del hermano de un amigo; y eso fue lo más cerca que estuve de mis conocidos. Nochebuena la pasé en un muellecito sobre el caribe, tomando ron con el par de belgas y el costarricense.

como ir de Guatemala a Belice

 

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